lunes, 7 de septiembre de 2020

Salón Imperio del Casino de Alicante, por Ramón Palmeral


Aquel salón Imperio del Casino de Alicnate estaba decorado como un trono del mejor califato, relucía de dorados y marfiles, de techos pintados, espejos y ángeles barrocos mostraba al ojo envidioso como decoración una rancia colección de tapices (la fábula de Aracne entre otras), sillas y sillones en alineada formación de cátedras y un ambiente en el que parecía moverse dinero fresco y opaco porque decir negro está muy feo en la alta sociedad, digamos dinero de bodegas,  billetes deseoso de ver la luz entre las tinieblas de las inmobiliarias y, sobre todo, en las obras de arte como bolsa lenta de ganancias, aunque la realidad son caprichos de la belleza. Así de elegante era el escogido grupo de invitados a la subasta anual de arte, que  las pintan calva, hora sublime para el arte tato de pintura antigua como de otros objetos, entendidos algunos, curiosos otros y oportunistas  los más, se reunieron en  lugar de tan privilegiada fortuna al alcance de una puja, en  salón Imperial que los días señalados se convertía en salón de baile o recepciones para la elección de las bellezas de las Hogueras de Sant Joan, pero ese día, el Casino parecía una señora peinada con bucles y arbotantes, podía pasar por una iglesia, donde los feligreses eran los compradores en el rito solemne de la comunión y el subastador el sacerdote apócrifo con  cáliz cual maza de adjudicaciones, si no fuera por las telefonistas que recibían las pujas por teléfono. El Casino olía bien  laca y relucía de collares de piedras preciosas auténticas, sombreros antiguos con plumas que ya no se llevaban, monóculos con aires de barón en algunos ojos desteñidos, trajes italianos a medida, perritos  de compañía con permanente, lacitos en el flequillo y correas de brillantes, teléfonos móviles como una plaga de cucarachas a la oreja,  traficantes de dinero negro en la profundidad del mar, profesionales liberales de cuyos ingresos poco sabe Hacienda, pecadillos fiscales,  y algún que otro crítico de arte engañando en la esperanza de hallar el Murillo o el Velázquez juvenil e ganga en el taller  perdido de su maestro Pacheco (inquisidor y autor del libro El Arte de la pintura), perdido o embargado por lo azares del tiempo, que todos ansiamos descubrir y vender por una fortuna que te quite del tajo de vivir en un bloque de vecinos con aceras compartidas.   El gran salón Imperio de subastas se encendía de una calor comunicante y los coleccionistas de siempre, los mirones, cazadores y funcionarios elegidos a dos dedos,  se disputaban el bocado de una herencia completa de un viejo marqués con el título empeñado y muerto para bien de sus herederos que como hienas que bailan  tras el delicioso cadáver se disputaban los despojos de su colección de cuadros, joyas, la vajilla de plata con escudos nobiliarios, sillas, cortinas, camas, recuerdos y sobre todo una importante y colección de encajes de Flandes, y la ropa interior de su criada. También se subastaban  cuadros de colecciones privadas.
 Aquella noche, vísperas de la Navidad, en Alicante el sol hacía horas que había acuchillado las calles festivas de turrón de Jijona y cocas, quietas, pacificas como perros tendidos al sol del aljarafe, calles como la de la Maisonnave que más que calle es un zoco árabe, paseo Canalejas con ficus centenarios y parada de autobuses con los últimos pasajeros en cola, los grandes almacenes poniendo su huevo luminoso de Navidad admirado de luces y gente que florece espontáneamente de entre el paisaje de la ciudad, los taxis llevan todos su muerto dentro, los autobuses van cargados de esperanza, el Ayuntamiento es una obra maestra, la calle Jorge Juan algún día se hará peatonal. Y el barrio de Santa Cruz despetaba de su letargo solar para empezar a vivir la noche de los varres y terraza en Labradores. 1992

Apendides de mi novela en preparación sobre arte. 
Ramón Palmeral