Aquel salón Imperio del Casino de Alicnate estaba decorado como un trono del mejor califato, relucía de dorados y marfiles, de
techos pintados, espejos y ángeles barrocos mostraba al ojo envidioso como
decoración una rancia colección de tapices (la fábula de Aracne entre otras),
sillas y sillones en alineada formación de cátedras y un ambiente en el que
parecía moverse dinero fresco y opaco porque decir negro está muy feo en la
alta sociedad, digamos dinero de bodegas,
billetes deseoso de ver la luz entre las tinieblas de las inmobiliarias
y, sobre todo, en las obras de arte como bolsa lenta de ganancias, aunque la
realidad son caprichos de la belleza. Así de elegante era el escogido grupo de
invitados a la subasta anual de arte, que
las pintan calva, hora sublime para el arte tato de pintura antigua como
de otros objetos, entendidos algunos, curiosos otros y oportunistas los más, se reunieron en lugar de tan privilegiada fortuna al alcance
de una puja, en salón Imperial que los
días señalados se convertía en salón de baile o recepciones para la elección de
las bellezas de las Hogueras de Sant Joan, pero ese día, el Casino parecía una
señora peinada con bucles y arbotantes, podía pasar por una iglesia, donde los
feligreses eran los compradores en el rito solemne de la comunión y el
subastador el sacerdote apócrifo con
cáliz cual maza de adjudicaciones, si no fuera por las telefonistas que
recibían las pujas por teléfono. El Casino olía bien laca y relucía de collares de piedras
preciosas auténticas, sombreros antiguos con plumas que ya no se llevaban,
monóculos con aires de barón en algunos ojos desteñidos, trajes italianos a
medida, perritos de compañía con
permanente, lacitos en el flequillo y correas de brillantes, teléfonos móviles
como una plaga de cucarachas a la oreja,
traficantes de dinero negro en la profundidad del mar, profesionales
liberales de cuyos ingresos poco sabe Hacienda, pecadillos fiscales, y algún que otro crítico de arte engañando en
la esperanza de hallar el Murillo o el Velázquez juvenil e ganga en el
taller perdido de su maestro Pacheco
(inquisidor y autor del libro El Arte de
la pintura), perdido o embargado por lo azares del tiempo, que todos
ansiamos descubrir y vender por una fortuna que te quite del tajo de vivir en
un bloque de vecinos con aceras compartidas.
El gran salón Imperio de subastas se encendía de una calor comunicante y
los coleccionistas de siempre, los mirones, cazadores y funcionarios elegidos
a dos dedos, se disputaban
el bocado de una herencia completa de un viejo marqués con el título empeñado y
muerto para bien de sus herederos que como hienas que bailan tras el delicioso cadáver se disputaban los
despojos de su colección de cuadros, joyas, la vajilla de plata con escudos nobiliarios,
sillas, cortinas, camas, recuerdos y sobre todo una importante y colección de
encajes de Flandes, y la ropa interior de su criada. También se subastaban cuadros de colecciones privadas.
Aquella noche, vísperas de la Navidad, en
Alicante el sol hacía horas que había acuchillado las calles festivas de turrón
de Jijona y cocas, quietas, pacificas como perros tendidos al sol del aljarafe,
calles como la de la Maisonnave que más que calle es un zoco árabe, paseo
Canalejas con ficus centenarios y parada de autobuses con los últimos pasajeros
en cola, los grandes almacenes poniendo su huevo luminoso de Navidad admirado
de luces y gente que florece espontáneamente de entre el paisaje de la ciudad,
los taxis llevan todos su muerto dentro, los autobuses van cargados de
esperanza, el Ayuntamiento es una obra maestra, la calle Jorge Juan algún día
se hará peatonal. Y el barrio de Santa Cruz despetaba de su letargo solar para empezar a vivir la noche de los varres y terraza en Labradores. 1992
Apendides de mi novela en preparación sobre arte.
Ramón Palmeral