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Francisco Javier Girón y
Ezpeleta Las Casas y Enrile
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Biografía
Girón y
Ezpeleta de las Casas y Enrile, Francisco Javier. Duque de Ahumada (II), marqués de
las Amarillas (V). Pamplona
(Navarra), 11.III.1803 – Madrid, 18.XII.1869. Militar moderantista, organizador
de la Guardia Civil.
Nació en el
seno de una familia perteneciente a la nobleza y de rancia tradición militar.
Su tío abuelo era el general Castaños, héroe de Bailén. Su abuelo paterno,
Jerónimo Girón, fue virrey de Navarra y capitán general, y el materno, Joaquín
de Ezpeleta, había sido virrey de Santa Fe y teniente general después de una
dilatada carrera en América, de donde regreso en 1797. Su padre heredó los
títulos de IV marqués de las Amarillas y duque de Ahumada, destacando como
militar en la Guerra de la Independencia y en 1820 como ministro de la Guerra
en los primeros gobiernos del Trienio Liberal.
Como miembro
de la nobleza, se benefició de los privilegios establecidos por Carlos IV para
este estamento, y en 1815 se le concedió el ingreso en el Ejército con el grado
de capitán, en atención a los méritos contraídos por su padre en la Guerra de
la Independencia. Su primer destino fue en las Milicias Provinciales adscritas
al Regimiento Provincial de Sevilla. Los primeros años de su carrera fueron de
alternancia entre el discreto aprendizaje de lo militar con la actividad en el
campo de batalla, donde destacó en las acciones de Torregorda, ataque marítimo
de la batería de la Cantera y sucesos de Cádiz (1820). El levantamiento liberal
lo llevó al Ministerio de la Guerra a las órdenes directas de su padre,
encargado del Despacho de Guerra. La nueva responsabilidad le permitió tomar
contacto con la Corte y trabajar en el impulso que su progenitor pretendió dar
al ramo de seguridad con el Proyecto de la Legión de Salvaguardas Nacionales,
cuerpo de seguridad a escala nacional, inspirado en la Gendarmería francesa, y
con cuya puesta en marcha se intentaba devolver la tranquilidad a los caminos y
pueblos de España, uno de los cuales, el de Ronda, era de los más castigados
por el bandolerismo y los contrabandistas, y en él tenía el marqués de las
Amarillas importantes haciendas. El proyecto no prosperaría porque la estirpe y
tradición familiar situaron al marqués y a su hijo alejados de la derivación
jacobina del “Trienio”, lo que traería consigo su precipitada salida del
ministerio, pero permitió al futuro duque de Ahumada conocer de primera mano el
estado de la seguridad.
La salida
del ministerio no fue el único episodio de la crisis política que salpicaría
los intereses del joven Girón durante el “Trienio”. El enfrentamiento de las
Cortes y el Gobierno con la Corona se manifestaría de manera brusca en la
jornada del 7 de julio de 1822. Ideológicamente identificados con la fascinante
personalidad de Luis Fernández de Córdova, al marqués de las Amarillas y su
hijo se mantuvieron en el Palacio Real durante el intento contrarrevolucionario
ideado por Fernando VII, aunque sin participar en las refriegas que enfrentaron
a los batallones de la Guardia Real con la Milicia madrileña y a las tropas
leales al Gobierno en aquella jornada. El fracaso de la contrarrevolución marca
el futuro inmediato de la familia Girón, y ante el temor a ser represaliados,
abandonaron la capital con destino al exilio de Gibraltar, al que llegaron
disfrazados de contrabandistas (octubre, 1822).
Ambos
militares, padre e hijo, no regresarían a España hasta 1823, cuando las tropas
del duque de Angulema ya controlaban la mayor parte del país. Francisco Javier
Girón volvió a su Regimiento Provincial de Sevilla. Sometido a información por
la Junta de Purificaciones, acabó solicitando la licencia (diciembre, 1825), y
estuvo separado de la vida militar hasta 1828. Reingresado en ese año con el
empleo de teniente coronel, sirvió hasta 1830 en Sevilla, hasta que pasó a
mandar el Regimiento Provincial de Plasencia, de guarnición en la isla de León
y, tras su ascenso a coronel de Milicias (noviembre, 1830), destinado como jefe
del Regimiento Provincial de Granada, con guarnición en Algeciras.
Alejado de
la alternativa ultra desplegada durante la “década absolutista” (1823-1833),
desde su destino combatió las insurrecciones que tuvieron como escenario las
costas algecireñas y Los Barros, respectivamente. Su currículo militar se
enriquece por ello, y obtiene las divisas de coronel de Infantería (1831). El
ascenso le depara nuevos destinos, en el Regimiento de Granaderos de la Guardia
Real y en el Provincial de Granada, con guarnición en Sevilla, donde le
sorprende la muerte de Fernando VII y el consiguiente recrudecimiento de la
reivindicación carlista. También como Fernández de Córdova, no duda en poner su
espada al servicio de la Reina en sus intereses contra el infante Carlos. En la
guerra, su aportación estuvo alejada de los principales teatros de operaciones,
pero, cuando la actividad bélica se aceleró, resolvió con eficacia la misión de
vigilancia contra las partidas carlistas que actuaban en Andalucía, hasta que,
a finales de 1833, se traslada a Madrid, y en marzo del año siguiente se
incorpora de nuevo a la Guardia Real, siendo ascendido a brigadier y destinado
al frente del Regimiento Provincial de Granada, cuyo mando ya había
desempeñado.
En 1835, su
padre recibió el título de duque de Ahumada, cediéndole a Francisco Javier el
de marqués de las Amarillas. En junio de ese mismo año regresó de nuevo a
Madrid, esta vez para encargarse de la Secretaría de Guerra en el Gabinete presidido
por el conde de Toreno. Sin embargo, se trató de otra experiencia efímera,
porque los acontecimientos políticos del verano de 1836 llevaron al nuevo
marqués de las Amarillas a renunciar a su cargo, quedando en Madrid en
situación de cuartel durante más de un año, para después retirarse a sus
propiedades en Andalucía, tierra que amaba por ser cuna de su familia y donde
había vivido la mayor parte de su adolescencia. Allí permaneció hasta finales
de 1837, en que su trayectoria de lealtad a la tendencia conservadora del
liberalismo monárquico le proporciona la oportunidad de servir a las órdenes
del general Narváez, hecho que se juzga determinante para el futuro de su
carrera. Vinculado como él a la figura de Fernández de Córdova, y nuevo hombre
fuerte de la facción moderada del régimen, el Espadón de Loja había recibido el
encargo de organizar un ejército de reserva en Andalucía, con la finalidad de
acabar con las partidas carlistas que resistían al sur de Madrid. En esta
misión, que el futuro duque de Valencia (general Narváez) sabría utilizar como
plataforma militar para equilibrar el creciente ascenso de Espartero, al
brigadier Girón se le destinó en principio como jefe de la 3.ª Brigada (mayo,
1838). Pero la perspicacia de Narváez no tardó en percatarse de las dotes para
la planificación, organización, espíritu militar y fidelidad que evidenciaba su
subordinado, y lo nombró jefe de su Estado Mayor. La excelente impresión entre
ambos generales fue recíproca, y se tradujo en el principio de una leal, sincera
y estrecha amistad, génesis de una fecunda obra compartida, asociada a la
construcción del Estado liberal que se forjó en los albores del reinado de
Isabel II, de la que ambos serían artífices destacados.
En plena
contienda carlista, al marqués de las Amarillas le fue encomendada la misión de
combatir a las órdenes del general Leopoldo O’Donnell contra el carlista
Cabrera, destacando en las acciones de Montán, Alcora, Yesa, Alpuente, Collado,
levantamiento del bloqueo de Montalbán, sitio y rendición del castillo de
Aliaga (premiada con la concesión de la placa de la Orden Militar de San
Fernando), acción de la Cenia y apoyo al Ejército del Centro. Su destacado
papel contra los carlistas contribuyó a que la Reina regente, María Cristina,
firmara el decreto de su ascenso a mariscal de campo (junio, 1842).
Incondicional
de Narváez y como él disgustado por el proceder de los sectores “ayacuchos”
instalados en el poder, fue, por tal motivo, víctima del recelo y de la
animosidad de Espartero, caudillo del progresismo. Al contrario que Narváez y
Fernández de Córdova, no se vio en la necesidad de exiliarse, pero fue separado
del servicio, permaneciendo en situación de cuartel en Madrid durante el
“trienio progresista” (1840-1843). En este tiempo falleció su padre y heredó
(octubre, 1842) el título de duque de Ahumada.
La falsa
dialéctica entre “revolución permanente” y “revolución controlada”, resumida en
la artificiosa oposición entre “libertad” y “orden”, acabaría facilitando el
triunfo de la coalición antiesparterista, en 1843. Con el general Narváez
convertido en nuevo hombre fuerte del edificio monárquico, los años 1843 y 1844
fueron decisivos en la vida del duque de Ahumada. Por su incondicionalidad a
Narváez y por sus dotes de organizador fue elegido para dos importantes
misiones.
La primera
fue su nombramiento como inspector de fuerzas situadas en los distritos
militares segundo y cuarto, que debía eliminar inquietudes y disidencias en el
ejército recién salido de una confrontación interna. La misión le sirvió para
comprobar el estado de ánimo de la tropa y para conocer la organización de los
Mossos de Escuadra, el cuerpo de seguridad que operaba en Cataluña, cuyo
funcionamiento y despliegue le agradaron, hasta el punto de utilizarlo para
perfeccionar lo que sería su gran aportación a la monarquía isabelina.
En efecto,
la Memoria que el duque redactó tras cumplimentar la primera misión
terminó por acreditarle a los ojos del duque de Valencia como hombre de extraordinaria
claridad de ideas, de voluntad firmísima, lealtad y de insólita capacidad
organizadora, lo que mereció su elección para dar forma a la que fue una de sus
predilectas creaciones de gobierno: la organización de un cuerpo de seguridad a
escala nacional que fuera profesional, sólido, duradero y que viniese a poner
fin de una vez a la ineficacia demostrada por la Milicia Nacional y el resto de
las instituciones regionales existentes que, mal preparadas y carentes de
profesionalidad, se habían delatado incapaces de enfrentarse con éxito a la
situación generada por la inseguridad pública. El respaldo unánime con que
contó el proyecto entre las filas del liberalismo, al margen de disputas
partidistas, cuajó finalmente en el decreto fundacional de la Guardia Civil (28
de marzo de 1844). La tarea que se le encomendaba a Ahumada de organizar la
Guardia Civil no era, sin embargo, fácil. Por un lado, las secuelas dejadas por
la Guerra de la Independencia, la emancipación de las colonias de Ultramar, la
contienda carlista y los efectos sociales de la Desamortización habían dibujado
un país empobrecido, destruido, agotado y gris, una de cuyas manifestaciones
era la falta de orden que vivían pueblos y caminos, infestados de maleantes,
prófugos de la justicia y delincuentes de todo tipo, que hacían del asalto a
caminos y carruajes su único medio de vida, para zozobra del resto de la
población. Por otro, la penuria de las arcas del Estado que se derivaban de la
situación reflejada no permitía alardes a la hora de pagar a los aspirantes a
configurar el nuevo cuerpo, lo que perjudicaba la recluta de la nueva
institución. De ambos inconvenientes era consciente Ahumada, pero su
convicción, su experiencia y el conocimiento que poseía del estado de la
seguridad le convertían en la figura idónea para una misión repleta de
obstáculos.
Por su
parte, Ahumada ansiaba con más fervor que nadie su designación para el
proyecto. Por eso, nada más recibir la noticia de su nombramiento, se rodearía
de sus fieles colaboradores, los tenientes coroneles León Palacios y Carlos
Purgoldt, y emprendió una frenética labor organizativa. Su entusiasmo se
manifestó pronto, y envió (abril, 1844) a los ministerios de Estado y de Guerra
un texto donde se proponía al Gobierno “las bases necesarias para que un
General pueda hacerse cargo de la formación de la Guardia Civil”. En aquellas
bases comenzaba a mostrarse su claridad de ideas y la impronta de la que
pretendía dotar a la Guardia Civil. Como genuino representante que era de la
facción más militarista del moderantismo, Ahumada tenía plena convicción de que
el control del orden público pasaba por el Ejército a través de un cuerpo
dedicado de manera específica a ese cometido, pero integrado en el estamento
castrense. Por esta razón se mostró en disconformidad con los postulados del
primero de los decretos fundacionales, que otorgaban al cuerpo un carácter
militar, pero con una marcada dependencia de las autoridades civiles. El punto
sexto de su escrito proponía la rectificación de lo proyectado por el
Ministerio de la Gobernación sobre organización, lo que constituía un adelanto
de hasta dónde estaba dispuesto a llegar en su concepción militarista de la
seguridad. Ahumada creía que para consolidarlo era necesario construir un
cuerpo de elite incardinado en el Ministerio de la Guerra, formado con lo mejor
de la oficialidad del Ejército y los mejores licenciados del mismo; que la
nueva fuerza constituyera un premio para la clase militar.
El duque de
Valencia tuvo en cuenta los planteamientos de Ahumada, y cuando se hizo cargo
del Gobierno (abril, 1844) en sustitución de Luis González Bravo, decidió
reformar el decreto de 28 de marzo. Fue de esta forma como se formularon las
normas definitivas para la organización de la Guardia Civil a través de un nuevo
Decreto (13 de mayo de 1844), y que supuso la implantación de una Guardia Civil
claramente militarizada, al marcarle una dependencia orgánica dual: “Ministerio
de la Guerra en lo concerniente a su organización personal, disciplina,
material y percibo de haberes, y del de Gobernación por lo relativo a su
servicio peculiar (art. 1)”. Con ello, la tesis moderada más conservadora
defendida por Ahumada había triunfado, y el control de la nueva fuerza pública
por los militares quedaba así consagrado en perjuicio de la Administración
civil.
Con carta blanca para decidir sobre
todo lo concerniente a la organización del nuevo instituto Guardia Civil, Ahumada se consagró con ímpetu a
esta misión. Y fue en esta faceta de organizador donde dio lo mejor de su
personalidad. Sus contenporáneos llamaron la atención sobre su entrega sin
paliativos a una tarea que lleva a cabo con rapidez y perfección
extraordinarias; la minuciosidad con que atiende incluso a los detalles más
ínfimos. Sabía lo que quería; su tenacidad triunfó a todos los obstáculos.
Pocos meses después del segundo decreto fundacional, podía ser ya revistada una
“fuerza inicial” (una promoción “piloto”) compuesta por 1.870 guardias civiles
de ambas armas (1.500 infantes, 370 a caballo), que se aprestó a distribuir por
todo el territorio peninsular. Pero su compromiso no se detuvo ahí. Nombrado
oficialmente inspector general del Cuerpo (octubre, 1844), Ahumada prosiguió su
labor infatigable sin apenas descanso en su jornada de trabajo. Tenía una idea
muy precisa de lo que debía ser la Guardia Civil y, desde el primer momento, se
mostró decidido a ponerla en práctica. Como la premura en la elaboración de los
reglamentos impregnó de algunas fallas su redacción, Ahumada esgrimió con
habilidad estas razones para poner en circulación un tercer texto doctrinal
(diciembre, 1845), de sello personal, meditado y basado en la recopilación de
su ideario, plasmado a golpe de circulares (un total de 987 dictó mientras
permaneció al frente de la institución). Este tercer texto doctrinal fue la Cartilla,
auténtica obra maestra por donde se iban a regir los guardias civiles en su
fuero interno, comportamiento público como soldados y como agentes del orden.
La Cartilla lo regulaba prácticamente todo sobre la forma de proceder del
guardia civil: desde su aseo personal hasta la vestimenta, desde cómo instruir
sumarias hasta cómo realizar los más variados servicios. Nada quedaba a la
improvisación. De esta forma, la idiosincrasia del guardia civil quedaba
perfilada, y lo hacía según el más puro estilo ahumadiano.
Pero la
Cartilla significaba aún más. Con ella pretendía Ahumada conseguir el prototipo
de agente de seguridad, los mejores guardias posibles, a través de una recia
formación moral y humana; se trataba de impregnarlos de dignidad y dotarlos de una
conciencia individual, puesta al servicio de un orden concebido para la época.
Este cúmulo de valores cristalizaron en las características de: abnegación,
capacidad de sacrificio, austeridad, disciplina, lealtad y espíritu benemérito
que caracterizarían a la Guardia Civil a lo largo de su historia.
La
abnegación y capacidad de sacrificio: de la que ha dado innumerables muestras
en la realización de sus servicios desde el primer día, multiplicándose en
esfuerzos que les convertirían ante los pueblos en verdadera imagen de la
providencia: la calificación de “benemérita” surgió espontáneamente de las
gentes sencillas, antes de que se convirtiera en “calificación oficial”.
La
disciplina, a la vez que una austeridad casi franciscana: intrínseca a su
naturaleza militar, la institución diseñada por Ahumada era, ante todo, una
fuerza disciplinada. Ahumada era consciente de que sin una férrea disciplina
sería imposible conseguir la eficacia deseada, dada la peculiaridad de las
misiones a desempeñar y la distribución de sus unidades, muy diseminadas y con
dotaciones pequeñas. Por eso, la acentuó con respecto al Ejército, de tal
manera que los más severos castigos de las ordenanzas militares se aplicaron
siempre a los guardias civiles.
La lealtad
al poder legalmente constituido, de la que dio muestra inequívoca durante toda
la historia, empezando por la revolución de 1848, cuando los progresistas
intentaron dar un golpe de mano para devolver el poder a Espartero, y
tropezaron con la resuelta oposición que Ahumada imprimió a las acciones de la
Guardia Civil en las calles de Madrid, al frente, el mismo, de sus hombres, en
las jornadas de disturbios que tuvieron lugar.
El espíritu
benemérito: que imprimió a las funciones peculiares. Esto es innegable tanto al
contemplar el primer reglamento para el servicio como desde luego la Cartilla,
que dedica un buen número de artículos a la faceta humanitaria (el artículo
sexto es un buen ejemplo: “El guardia civil [...] procurará ser un pronóstico
feliz para el afligido, y que a su presentación el que se creía cercado de
asesinos se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas,
considere el incendio apagado; el que ve a su hijo arrastrado por corriente de
las aguas, lo crea salvado [...]”).
En apenas
una década, la limpieza y ordenación interna en descampado que para acabar con
el bandolerismo y la delincuencia hizo la Guardia Civil resultó un éxito.
Bastará consignar este dato: sólo en los años iniciales —1846 y 1847— el número
de aprehensiones verificadas por el Cuerpo ascendió a 40.093 maleantes
(delincuentes de todo género, contrabandistas, desertores, prófugos). Tanta
eficacia consiguió el objetivo fundamental de su misión: devolver la
tranquilidad anhelada a los caminos de España.
Así lo
refrendaba la calurosa acogida de la que era objeto la Guardia Civil por los
pueblos y el empeño de éstos en contar con una casa cuartel era el mejor aval
de los guardias. Sobre la casa cuartel, la intuición del duque de Ahumada se
percibe muy bien en esta peculiaridad de la Guardia Civil, que convirtió en un
hogar entre los otros hogares, alzado para la seguridad y la paz de todos, el
asentamiento de los guardias, integrados así entre la población.
En los diez
años que duró su primera etapa al frente de la institución, Ahumada demostró
también la faceta paternalista de su personalidad. Así lo puso de manifiesto
con la creación de la Compañía de Guardias Jóvenes. Especialmente sensibilizado
con los huérfanos por ser él mismo padre de catorce hijos fruto de su
matrimonio con su esposa Nicolasa, a quien amaba profundamente, Ahumada impulsó
y supervisó la extraordinaria labor protectora que supuso la puesta en marcha
del colegio para los huérfanos de la institución, cuyo funcionamiento alivió
las penurias de muchas familias y sirvió como filón de futuros guardias
civiles.
Su mérito no
pasó inadvertido para sus contemporáneos, y su prestigio no cesó de elevarse
mientras permaneció al frente de la Guardia Civil. Su dedicación se vio
recompensada con el ascenso a teniente general (noviembre, 1846), el
nombramiento de senador, la concesión, entre otras, de las Cruces de Isabel la
Católica y de Carlos III, la distinción de la Legión de Honor francesa y la
investidura como grande de España.
Ahumada
continuó al frente de la Inspección General de la Guardia Civil hasta 1854,
cuando la “Vicalvarada” puso fin a la Década Moderada (1844-1854). La crisis en
la que habían entrado los moderados con la retirada de Narváez y la posterior
eliminación de Bravo Murillo al frente del Gobierno, facilitó el regreso de los
progresistas. Su firmeza a la hora de intentar abortar la asonada, dejaron en
desairada situación a su amigo el general O’Donnell, auténtico ariete del
pronunciamiento, que no pudo mantenerlo en el cargo, siendo relevado por el
general Facundo Infante, afín a Espartero, y digno sucesor de Ahumada por su
determinante defensa del cuerpo en los momentos críticos en que se debatía su
disolución para restaurar la Milicia Nacional, obra del progresismo por
antonomasia. Pero también por el reconocimiento que hizo por la labor de su
antecesor en el cargo, a quien a esas alturas nadie discutía su obra.
Ahumada
permaneció separado del servicio durante el “bienio progresista” (1854-1856),
hasta que la lucha personal entre las dos figuras de la talla de O’Donnell y
Espartero acabaría con la experiencia progresista y propiciaría el regreso de
Narváez a la presidencia del Gobierno. Con él, el general Girón recuperó
(octubre, 1856) el cargo que tanta gloria le había dado y además fue nombrado
por segunda vez vicepresidente del Senado (1857). A la altura de 1858 Ahumada
es, sin embargo, un hombre agotado y prematuramente envejecido. Por tal motivo,
sus visitas a las localidades de Bayona y Biarritz para tomar baños medicinales
son cada día más frecuentes. Su declive físico y el regreso de los progresistas
lo alejaron de nuevo, ahora definitivamente, de la Inspección General de la
Benemérita, pero no de la política activa, que siguió de cerca a través de
animadas tertulias, que compartía con importantes prohombres de la época, como
su amigo el marqués de Miraflores. Esto y el alejamiento de los órganos de
poder le permiten una visión más objetiva y menos apasionada de la realidad
política, cuyo deterioro era manifiesto a su análisis.
Contribuye,
también, a un distanciamiento de Narváez, al tiempo que se acerca cada día más
a los planteamientos de O’Donnell y su Unión Liberal. De Narváez censura su
intento de utilizar a la Guardia Civil para beneficiar al Ejército en su afán
de frenar la revolución (proyecto de puesta en marcha de la Guardia Rural). De
O’Donnell, admira su lealtad incondicional a la Reina.
Los últimos
años de Ahumada vienen marcados por esta circunstancia. O’Donnell agradeció el
apoyo con su nombramiento como comandante general de Alabarderos (junio, 1862),
en un momento en que Ahumada más lo necesitaba, habida cuenta de la depresión
en que estaba sumido a causa de la muerte de su esposa. Narváez, por el
contrario, lo releva del cargo y lo pasa a la situación de cuartel tras su
cuartelazo (julio, 1866), consumando su irreconciliable posición y el fin de
una larga amistad. Dolido y cansado, Ahumada alterna a partir de entonces
largas estancias en su apacible retiro del sur de Francia, con las cada vez más
cortas de Madrid, donde asiste, desde su escaño en el Senado, con estupor al
imparable avance de la ola revolucionaria y el consiguiente crepúsculo de la
monarquía isabelina, que tanto había defendido.
Ahumada
murió (18 de diciembre de 1869) en su casa madrileña de la calle de Factor, a
escasos metros del Palacio Real. Según la partida de defunción que obra en la
parroquia de Santa María la Real de la Almudena, el fallecimiento le sobrevino
“repentinamente a consecuencia de una congestión cerebral debida a una lesión
orgánica del corazón”. Su amor a la Guardia Civil era tal, que había ordenado
en el testamento su expreso deseo de ser enterrado “vestido con mi uniforme de
Inspector General de la Guardia Civil, que tanto me ha honrado [...] y quiero
también ser bajado hasta el carro y llevado luego al nicho en hombros de los
guardias civiles, a quienes ruego asistan todos a mi entierro”. La Benemérita
le correspondió con la veneración que hacia su figura han sentido las distintas
generaciones de sus componentes hasta hoy y su nombramiento como “Coronel
Honorario de la Guardia Civil”, máxima distinción de esta institución. Sus
restos mortales reposan en el panteón familiar del cementerio de San Isidro
(Madrid).
Fuentes y
bibl.: Archivo General Militar (Segovia), Documentación del Duque de Ahumada.
F. Aguado
Sánchez, El Duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil, Madrid,
1968; C. S eco Serrano, “Narváez y el Duque de Ahumada. Acotaciones a un
epistolario”, en Cuadernos de la Guardia Civil (CGC) (Madrid), n.º 1
(1994); F. Rivas Gómez, “La Guardia Civil y sus creadores”, en CGC (Madrid),
n.º 10 (1994), págs. 19-26; E. de Diego García, “Los artífices de la fundación
de la Guardia Civil”, en La fundación de la Guardia Civil, Madrid, 1995,
págs. 95-111: M. de las Amarillas, Memorias íntimas, s. f. (inéd.).
Miguel López
Corral