1.-VICENTE BLASCO IBÁÑEZ DESALOJADO DE LA GENERACIÓN
DEL 98
Por Francisco Fuster García/ Cuadernos Hispanoamericanos
Desde el punto de vista estrictamente cronológico, resulta difícil negar la
pertenencia de Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 29 de enero de 1867 – Menton,
Francia, 28 de enero de 1928) a ese grupo de escritores e intelectuales
españoles al que la historiografía ha dado en llamar generación del 98,
empleando una fórmula acuñada por Azorín y fundada, de forma tan discutible
como eficaz, en el poder evocador de una fecha marcada a fuego en la historia
contemporánea de España. Blasco tenía tres años menos que Miguel de Unamuno,
dos menos que Ángel Ganivet, uno menos que Ramón del Valle-Inclán, cinco más
que Pío Baroja, seis más que Azorín, siete más que Ramiro de Maeztu y ocho más
que Antonio Machado. Fue, por tanto, coetáneo de los autores citados (a la
mayoría de los cuales, además, conoció personalmente) y compartió con todos
ellos ese complejo periodo del pasado de nuestro país que cubre, más o menos,
las últimas décadas del siglo xix y las primeras del siglo xx. No obstante
estos datos objetivos, lo cierto es que son escasos los manuales de historia de
la literatura en los que se le considere un miembro de pleno derecho de esa
generación; y en aquellos pocos en los que sí se le nombra, siempre se añade un
matiz para justificar que, en puridad, la obra blasquista no forma parte del
canon porque es algo distinto que conviene valorar aparte, como separado de lo
que sería el núcleo duro del 98, integrado por Baroja, Azorín, Unamuno,
Valle-Inclán, Maeztu y Machado.
Para entender
esta especie de marginación o aislamiento, que no es en absoluto caprichoso,
sino que obedece a una serie de razones, hay que remontarse hasta la época del
cambio de siglo y situarnos en el momento histórico en el cual se produjo la
aparición de los miembros de la generación del 98 en el «campo literario» del
fin de siglo español, por usar la categoría teorizada por el sociólogo francés
Pierre Bourdieu. Desde esta perspectiva, lo primero que hay que tener en cuenta
es que la irrupción de esta generación de escritores coincide en el tiempo y en
el espacio de la España finisecular con el periodo de máximo reconocimiento de
escritores realistas ya consagrados como Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo
Bazán, Armando Palacio Valdés, Juan Valera o Pedro Antonio de Alarcón; autores
que lograron vivir con cierta solvencia gracias a lo generado por la venta de
sus libros. Por otro lado, no hay que olvidar tampoco que muchos de estos
escritores fueron jóvenes de provincias que emigraron a Madrid buscando hacerse
un hueco en el mundillo literario de la capital, donde intuían mayores
oportunidades. Como ha señalado José-Carlos Mainer, la conquista del público se
convirtió en el asunto clave en esos primeros años del siglo durante los cuales
«se ha incrementado copiosamente la nómina de pretendientes al Parnaso» (2010:
46). En ese contexto de choque generacional, las relaciones entre los
aspirantes a escritores profesionales y aquellos que ya habían logrado ese
objetivo no siempre fueron fáciles ni cordiales, entre otras cosas porque los
más jóvenes (la autodenominada «gente nueva») consideraban a los mayores (la
llamada «gente vieja») como «representantes de los odiados valores de la
Restauración y les reprochan sobre todo que ocupen posiciones morales e
intelectuales dominantes que se oponen (o ponen freno) al pleno reconocimiento
de su talento» (Lissorgues y Salaün, 1991: 164).
Como explicó
en su día Rafael Pérez de la Dehesa, el público lector de Galdós y de la novela
realista, formado por las clases medias y los grupos de artesanos y obreros
ilustrados, siguió leyendo a los continuadores del realismo como Blasco Ibáñez,
mientras que los escritores jóvenes «pasaron a crear un tipo de obra que solo
podía ser apreciado por medios de nivel cultural relativamente alto» (1969:
225-226), lo cual propició la formación de un nuevo público burgués más culto e
incluso la aparición de nuevos editores que centraron su trabajo en este tipo
de literatura, quizá más exigente con el lector. En términos de mercado
editorial, lo cierto es que «ninguna de las primeras firmas de nuestro siglo,
con la excepción de Blasco Ibáñez, logró superar, y en muchos casos ni siquiera
igualar los ingresos de sus antecesores literarios» (1969: 225). Frente al
fracaso que, a nivel de ventas, fueron los primeros libros publicados por
Azorín, Baroja, Valle-Inclán o Unamuno, sabemos que, a la altura de 1905,
Blasco Ibáñez era, después de Galdós, «el novelista que más vendía en España,
alcanzando tiradas que, como hemos visto, eran superiores a los 15.000
ejemplares» (Varela, 2015: 521). Por otra parte, se da la circunstancia de que
este extraordinario y prematuro éxito coincidió con el periodo en el que más
frecuentó Madrid y más relación mantuvo con los intelectuales que allí se
movían. Cerrado su ciclo de novelas valencianas con la publicación de Cañas
y barro (1902), redujo su interés por la política local e inició su ciclo
de novelas sociales (La catedral, El intruso, La bodega, La horda) con
el inequívoco objetivo de ampliar su campo de visión y de hacerse un hueco en
ese complejo campo literario de la capital, donde cualquier escritor que
quisiera merecer ese título debía jugar sus cartas. Por desgracia para él, y
pese a lo incontestable de su triunfo comercial, sus novelas fueron tan bien
recibidas por el público como minusvaloradas por la crítica, que puso reparos a
su estilo, al que juzgó de precipitado o poco elaborado, e incluso al uso de un
castellano que, al estar influido por su bilingüismo, también fue tildado de
incorrecto.
Como ha
argumentado Peter Vickers, Blasco era un hombre de acción, con una clara
vocación política, que chocaba frontalmente con el modelo de escritor de la
época y que sentía un claro rechazo tanto por los modernistas, a quienes
censuraba su actitud impostada e hipersensible, defensora de una concepción
elitista del arte por el arte, como por los intelectuales «de tertulia» que se
pasaban la vida en el café, a los que afeaba su nula predisposición a
implicarse en la vida pública y en los problemas reales de la sociedad. Frente
a la falta de compromiso de los modernistas y al pesimismo abúlico de los
noventayochistas, Blasco ejerció como un agitador político y cultural al que ni
siquiera le gustaba considerarse un escritor profesional, justo por su deseo de
distanciarse de quienes sí presumían de serlo: «Yo me enorgullezco de ser un
escritor lo menos literario posible; quiero decir, lo menos profesional.
Aborrezco a los que hablan a todas horas de su profesión y se juntan siempre
con sus colegas, y no pueden vivir sin ellos, tal vez porque sustentan su vida
mordiéndoles» (León Roca, 1967: 574). En el caso concreto de su relación con el
98, la diferencia entre Blasco y los miembros canónicos de esa generación es
que fueron estos los que, por distintas razones, le lanzaron ataques personales
o, en el mejor de los casos, mantuvieron con él una relación cordial que, sin
embargo, jamás llegó al grado de la amistad. Por su parte, y ante las distintas
muestras de desconsideración que recibió de todos ellos, Blasco optó, casi
siempre, por un elegante silencio: rara vez respondió a las ofensas personales
y nunca entró a valorar las críticas generadas por su literatura. Por eso, más
que de un enfrentamiento directo, que jamás existió, lo justo sería hablar de
la imagen negativa que se desprende del repaso a las opiniones que los noventayochistas
vertieron sobre la persona y la obra de Blasco.
La relación
entre Ramón del Valle-Inclán y Vicente Blasco Ibáñez es paradigmática del tipo
de vínculo que unió al escritor valenciano con quienes componían la generación
de la que, en teoría, él mismo formaba parte. Como ha argumentado Antonio
Espejo (2005: 87-89), vistas sus trayectorias de forma global y con cierta
perspectiva, a Valle-Inclán y a Blasco, nacidos en 1866 y 1867,
respectivamente, les unieron más cosas de las que les separaron: ambos sentían
la misma admiración por Italia y por la cultura clásica; se sintieron muy
atraídos por América Latina y visitaron aquel continente en diferentes
ocasiones (Valle-Inclán hizo numerosas estancias allí y Blasco no sólo visitó
Buenos Aires, sino que incluso llegó a fundar dos colonias en la Patagonia); se
declararon antimilitaristas, ya a finales del siglo xix y, cuando estalló la
Gran Guerra, los dos se pusieron ideológicamente de parte del bando aliado; por
último, ambos se posicionaron en contra de la dictadura de Primo de Rivera,
participando de la oposición intelectual antifascista, en el caso del primero,
y actuando en contra de la Monarquía y en favor de la República desde su exilio
en París, en el caso del segundo. En este sentido, no había ninguna razón
objetiva que hiciese pensar en un futuro enfrentamiento. De hecho, durante esos
años de mayor presencia de Blasco en la capital, a los que ya me he referido,
éste acudió –junto con Azorín y Galdós, que también estuvieron presentes– a un
banquete en honor de Valle-Inclán que se celebró en el Café Inglés de Madrid,
en 1904, con motivo de la publicación de su novela Flor de santidad. En
ese mismo banquete, tanto Valle-Inclán como Blasco participaron en una
entrevista conjunta que el escritor argentino José León Pagano les hizo a
ambos, en un tono cordial y bastante distendido, hasta el punto de que Blasco
llegó incluso a invitar a Valle-Inclán a que escribiese una serie de artículos
–que jamás se materializó– sobre el idioma castellano para el periódico
republicano El Pueblo, que él mismo dirigía. En definitiva, una relación
que, sin llegar a ser íntima, ni de trato cercano, sí evidenciaba un respeto
intelectual y personal que, por desgracia, no se mantuvo durante mucho tiempo,
al menos por parte del escritor gallego.
El inicio del
conflicto, como ha señalado Espejo, debe situarse en 1910, cuando Valle-Inclán,
que se encontraba de estancia en Argentina, envió una carta a Azorín en la que
se quejaba del mal trato que había recibido por parte de la colonia española en
Buenos Aires y atribuía ese comportamiento, entre otras cosas, a la impresión
que Blasco había dejado tras su paso por aquel país: «Para estos ataques hay
otras razones: mi significación tradicionalista y el fracaso de Blasco, que
habiendo venido jaleado por ellos, tuvo peor acogida por el elemento
intelectual, y finalmente que no los quise por intermediarios en el negocio de
las conferencias, ni darles un tanto por cien como pretendían» (1989: 503).
Tras este primer reproche, realizado en privado, Valle-Inclán siguió lanzando
nuevas críticas, ya abiertamente en público, a la obra de un Blasco al que
consideraba un imitador de los novelistas franceses y a quien acusaba, conforme
al argumento más común en los ataques al escritor valenciano, de sacrificar la
calidad de su obra en beneficio de la rentabilidad económica. El único
reconocimiento, si se le puede llamar así, que el autor de Luces de bohemia
tuvo para con él, fue el hecho de admitir, en su respuesta a una encuesta de
1927, que –al igual que se podía decir de él mismo– Blasco era un autor cuya
rebeldía natural le alejaba completamente de la ortodoxia y el academicismo,
cosa que el gallego sí consideraba como un mérito: «Hay un tipo de escritor que
nunca será académico: Unamuno, Baroja, Blasco Ibáñez; yo desde luego… Este tipo
de escritor no será académico, en primer término, porque no lo busca. Luego
porque la Academia, con su espíritu, con sus normas, con su vida quieta, ata,
apaga en el escritor lo que en él haya de independencia, de rebeldía, de
libertad» (1995: 339).
No obstante
este moderado elogio, todavía quedaba por llegar el último ataque de
Valle-Inclán a Blasco Ibáñez, que fue también el más duro, no tanto por su
contenido, que no revelaba ninguna sorpresa, sino por el momento en que se
produjo: a las pocas horas de la muerte del escritor valenciano, y por lo poco
elegantes que fueron sus palabras. El desagradable episodio, que ya fue
reconstruido en su día por J.-M. Lavaud (1974), arranca con el fallecimiento de
Blasco el 28 de enero de 1928 en Fontana Rosa, su mansión de Menton, en la
costa azul francesa. Un día antes de confirmarse el óbito, cuando llegaron a
España las primeras noticias sobre el delicadísimo estado de salud por el que
atravesaba Blasco, el periódico Informaciones realizó una encuesta en la
que, bajo el título «Opiniones de varias personalidades sobre el maestro», se
pidió a varios escritores una breve valoración sobre la obra blasquista.
Valle-Inclán respondió a dicho cuestionario afirmando que ni había leído nunca
a Blasco ni se creía la noticia de su muerte, que él interpretaba como un
«reclamo» propagandístico más de los que, según él, tan bien se le daban al
valenciano. Palabras que, si bien pueden considerarse sinceras, resultaban
claramente imprudentes y, sobre todo, muy poco elegantes para referirse a una
persona que ya agonizaba.