El azar quiso que Vicente Blasco Ibáñez conociera a Elena Ortúzar, como suceden los grandes amores. La vio por primera vez pintada en un cuadro en el estudio de Joaquín Sorolla en Madrid, corría el año de 1906. El retrato de la dama cautivó al escritor, en aquel momento diputado republicano en Las Cortes. Blasco quedó absorto, mirando el lienzo en silencio, desde todos los ángulos, mientras Sorolla seguía su tarea sin perder de vista el repentino embelesamiento del amigo. Como imaginó el artista, la calma momentánea de Blasco desembocó en ciclón. Rogó, pidió y exigió, en tributo a sus años de íntima relación, conocer a aquella mujer que ya le hacía palpitar el corazón. De nada sirvieron las reflexiones de Sorolla, que le insistía en que era una dama casada con un rico diplomático propietario de minas en Chile. Una mujer seria, discreta, de profundas convicciones religiosas, le conminó el pintor. Pero Blasco era punto y aparte.

El encuentro llegó y resultó un flechazo. Una primera mirada, ese indescriptible secreto del amor, volcó la más desatada química de las endorfinas y cambió la vida de ambos. Desde aquel momento, las dificultades, los dos mantenían los respectivos matrimonios, tuvieron que ir siendo sorteadas, y la pasión prohibida fue avanzando como lava incandescente. Con el transcurso de los años, los expertos hablan de la caducidad del amor pasional, nada ni nadie logró extinguir aquella llama que mantenían viva, con altibajos pero nunca apagada. Aquel secreto a voces, calando en las propias familias, jamás encontró hora de acabar, desafiando todas las previsiones de amor imposible y contratiempos teóricamente insalvables.

Las crisis sentimentales asomaban de vez en vez, a lo largo de los primeros años, con periodos de distanciamiento, en ocasiones largos, que al fin volvían a reconducirse. Elena, atraída por el arrollador empuje varonil de Blasco Ibáñez, trató de utilizar todo tipo de argumentos racionales, intentando justificar una coraza que la protegiese de los prejuicios que le producían la situación y, al tiempo, como prevención de un eventual desengaño con el hombre que más la había hecho sentir como mujer. En determinados momentos llegó a decirle a Blasco que las circunstancias la habían enfriado. Que tenía admiración por él, pero que ya no estaba enamorada. El genio valenciano nunca tiró la toalla, y Elena quedó sin recursos, absorbida por el carácter tenaz, decidido, pero a la vez cargado de ternura y atenciones. Finalmente, vencida por los verdaderos sentimientos, afrontó que ese español era el hombre de su vida. Él le descubrió el placentero mundo del amor con entrega y le hizo experimentar un goce sexual que nunca conoció con su marido. Un universo nuevo que ella creía desterrado en una juventud aún latente, que, durante tanto tiempo la hizo sentirse culpable de una falsa frigidez. Blasco Ibáñez le había dado vida y esperanza, el riesgo merecía la pena.

La crisis más importante la vivió la pareja unos meses después de conocerse, afectada la relación por el vendaval de pasión que la misma comportaba y la situación de Elena Ortúzar, trasladada a París con su marido, al ser destinado éste como alto funcionario de la embajada de Chile en la capital de Francia. Tiempo después, Vicente Blasco Ibáñez dejaría escrito que «hubo una etapa de mi vida en la que cogía el expreso Madrid-París como quien coge el tranvía». En aquella situación, auténtico torbellino de sentimientos, Blasco hizo por amor lo que pocos escritores; mandó quemar toda la edición, doce mil ejemplares, de su novela La voluntad de vivir. Así era el personaje, nada de medias tintas. La obra la escribió en un arrebato de pasión desatada, recluido durante dos meses en su casa madrileña. Enclaustrado, dio rienda suelta a los sentimientos que lo atenazaban; un maremoto interno jamás experimentado. Blasco narró, con pelos y señales, los primeros viajes a la ciudad del Sena al encuentro del amor de su vida: Elena Ortúzar. Contó la historia de un adulterio, el de su amante y de él mismo. La dama enfurecida, amenazó al escritor con abandonarlo definitivamente en el caso de que el libro fuera puesto en circulación, prueba difícil que éste zanjó tirando por la calle de en medio, ante el estupor de sus socios editores.

Sería cierto que el amor todo lo puede, y fue cierto que por un sentimiento tan poderoso como inexplicable logró superar una prueba tremenda. En los últimos días del invierno de 1907, Blasco Ibáñez tuvo la sensación de quien cae por el precipicio sin tabla de salvación alguna, de que la montaña rusa del adulterio por la que él y Elena Ortúzar deslizaban voluntariamente sus vidas acababa por desmoronarse. Conocía el endemoniado carácter de la mujer, pero nunca pensó en tamaña reacción. Y ante aquello sólo cabía una actuación decidida, a la altura del genio y figura del valenciano. Reconoció„qué cambiado estaba„ el acto de temeridad que significaba haber escrito La voluntad de vivir. El apasionamiento había ido demasiado lejos. Blasco, perdidamente enamorado de la desconcertante dama, especial y mundana, tan diferente a su provinciana esposa, María Blasco, mandó destruir el texto. Y siguió apostando por una relación difícil, imposible a los ojos de los demás, que le había devuelto las ilusiones y lo había impulsado por el camino de vivir en mayúsculas. Aquel momento intenso, de desbordado lirismo, que supuso un decisivo golpe de efecto en los sentimientos de Elena, durante el resto de su vida no dejó de provocarle una placentera sonrisa, cada vez que lo recordaba. «Aquello acabó por conquistarla», solía decir a sus íntimos, aunque la montaña rusa seguía activada. Y si es cierto que Blasco continuó siendo un hombre de acción, aquella gran señora chilena, fue definitiva en la vida del escritor. En los círculos sociales de la época resultó popular el comentario: «Don Vicente Blasco Ibáñez es un lobo ante los hombres y manso corderito para doña Elena Ortúzar».