miércoles, 5 de diciembre de 2018

Mi novela "Al Este del Cabo de Gata" ahora gatis en Calameo







Capítulo 12 (Al este del Cabo de Gata) autor Ramon Fernández Palmeral

El día 12 de octubre festividad Virgen del Pilar y puente laboral, yo me ofrecí a echar una mano en restaurante La Sirena Azul. Francisca Morante aceptó con reticencias, pero no tenía más remedio que tener otro camarero aunque fuera ilegal.  Acabamos muy tarde, Andrés, el Bruto, se puso muy tonto, estaba medio borracho de porros y con mal genio. Carmen Morante y su pareja Argimiro, el Legía, trabajaron muy bien, y Nieves, la Reina, que de apodo deberían llamarla “la gran cocinera”, por su arte de saber la fritura andaluza como nadie. El pescado se destripa, se mete en el refrigerador, se enharina en una especie de papilla húmeda con orégano, se enfría de nuevo, y se fríe en aceite de soja muy caliente.
  Moncho se había ido con los otros niños de la Isleta a montarse en un tiovivo que trajeron.  Mi servicio de doce horas de trabajo, me lo quisieron pagar con el reparto de las propinas, pero yo, de nuevo, renuncié a ellas, porque el haber estado trabajando codo con codo con Francisca, me daba por satisfecho, entonces me di cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ella, y creo que ella también, algo de mí. Pero esta atracción debíamos de mantenerla en secreto.
–Y cuando me vas a dejar que te invite a tomar una copa en la discoteca  El Chamán –le propuse a Francisca. El Chamán estaba en los Escullos, a dos kilómetros de la Isleta, para ir en coche..
–No pierdes la ilusión, ¡eh!. No quiero complicaciones. El beso de los otros días fue un error.  Estoy muy cansada. Además no puedo y no quiero más líos de los que tengo  –me respondió seca y cortantemente
Francisca estaba de un tono distante, desde que baile con ella en la boda de la Ernestina.  Yo no sabía a qué venía ese cambio de actitud hacia mí. Seguí rondándola,  no podía asumir, un no como respuesta, las españolas son muy complicadas de conquistar, no es fácil. Teníamos a todo el mundo contra nosotros. A la semana siguiente, yo otra vez me presenté como camarero voluntario, pero esta vez la propuesta no fue aceptada. Continué invitando a Francisca.  Un lunes, día de descanso en el restaurante, al atardecer, me dijo que iría con su hijo Moncho a dar un paseo por la playa de Peñón Blanco. La verdad es que en la Isleta no había muchos lugares a donde ir para estar un momento a solas.
En el Peñón Blanco hablamos, cerca del rebalaje entre insignificantes olillas Para Moncho le regalé un libro en inglés para que practicara y se entretuviera, se sentó al pie del peñón y empezó leerlo.
-Para salir conmigo, -dijo Francisca- tienes que saber que soy de las que jamás perdonan las infidelidades, que no doy segundas oportunidades, que soy celosa y de las resentidas.
-Estoy de acuerdo.
-Ahora ¿Cuéntame que hace un joven inglés refinado como tú en un lugar como éste? ¿Eres un delincuente, un destripador?
-Aunque me llamen «El Inglés», soy escocés por parte de padre y de madre  española. En Londres me salieron mal unos asuntos de inversiones, trabajaba en la Bolsa, y no es que huyera, sino que me di cuenta que el dinero no lo era todo, mi mujer polaca me abandonó y estoy separado (le mentí un poco pero era obligado). No tenemos hijos. Yo decidí apartarme del mundo de las finanzas. No sabía que podía enamorara de ti. Y es que no lo puedo remediar.
 Nos acercamos tanto uno al otro que su aliento me dada en la boca, la besé,  y ella no  despreció mis besos ni mi ardiente boca.  Mis besos no eran inocentes, y los culpables de mi deseo, a mis labios no los podía controlar, les mandaba que no la besasen, pero no me obedecían.
–Yo quisiera huir con mi hijo –irrumpió Francisca- de esta prisión de la Isleta, pero no tengo medios para vivir por mi cuenta. No tengo ni un duro ahorrado, en casa de mi madre se trabaja por la comida y la cama, y encima agradecida.
–Podrías plantearte venir conmigo a Londres.
–Eso hay que pensarlo con más detenimiento. Pero es una buen ofrecimiento. Aquí no tengo ninguna oportunidad de ver mundo. Mi primer matrimonio fue un desastre sonoro y muy complejo de explica. Además no me apetece. ¡Qué horrible recuerdo!
Me hice grandes ilusiones, cuando íbamos los tres por la palaya como si fuéramos una familia unida y feliz. Dimos un largo paseo hasta el final de la playa, hasta las rocas negras, como si estuviéramos en la bella y verde Escocia. Una familia que yo no tenía.

Una tarde saliendo yo del bar de La Foca Monje, se me acercó el bruto de Andrés, desaliñado, más bien feo, había bebido o fumado alguna hierba, y me gritó:
–Tío, aquí solo hay un camino, el de largarte a tu pueblo, o de donde coños vengas, o al cementerio. Te doy 24 horas para que te largues, con mi hermana no se juega. Ni tú ni nadie.
–No me voy a marchar…
 Desconocía en absoluto cómo Andrés se había enterado de lo mío con su hermana el día del levante entre las barcas.
–¡Atente a las consecuencias! –gritó a viva voz– porque yo nunca hablo en broma, ¡y te lo juro por éstas! En la boda de Ernestina ya lo advertí y me tomasteis a broma –se sacó del cuello un caracol casi como un talismán.
–Si quieres matarme, lo quedes hacer ahora y aquí porque yo no me voy a ir por mi voluntad. Yo quiero a tu hermana con buenas intenciones, que lo sepas y se lo dices a tu madre.
–Inglés. No creas tú que te vas reír de mi hermana.
El bruto de Andrés se fue al varadero a reparar sus artes de pesca, yo me fui a mi casita. Cuando llegué,  Cecilia estaba barriendo el suelo, le conté las amenazas de Andrés, y me respondió que a ese tío jamás le diera yo la espalda, era traicionero, y había estado varias en la prisión del Acebuche, por riñas.
–Mira Lorenzo, aquí las cuestiones de honor se solucionan a navajazos o a tiros. O te conviertes en invisible y vas a la tuya como todos los guiris o te juegues el pellejo. Lo de los amores con una de aquí es más complicado de lo que parece, y es que, Francisca es una perra maldita, con eso te lo digo to. Tiene unos ojos donde arde la maldad y el  pecao.
–¿Pero qué pasa aquí con Francisca y su exmarido?
–Ya te dije los otros días que es un secreto que no puede salir de la Isleta. Yo ya he terminado de limpiar y me voy a mi casa, además Elena está en cama un poco pachucha. Piensa lo que te he dicho, pero en serio, muy enserio, que te la juegas Lorenzo, en serio.

Varias noches tuve pesadillas  unos tipos vestidos de negro sin rostros me perseguían con larga y brillantes navajas como las de Curro Jiménez. Yo corría y corría sin parar, me despertaba sudando y con el corazón alterado. Pensaba que estas pesadillas podrían ser una clarividencia de lo que me podría pasar, pero mi amor por Francisca era más fuerte que mis miedos. Ya había huido una vez de los problemas, esto no se podía volver a repetir.                            
  En cuestiones amorosas nunca gané una medalla, señora abogada, las medallas están caras de conseguir en las batallas del amor, y qué decir de las de oro. He sido impotente por circunstancias laborales estresantes, he de confesarlo y esto no me agrada, sino que me preocupa. Pero creo que lo he superado. Ahora tengo la fuerte convicción de poder ofrecer algo mejor a Francisca y a su hijo. Yo no fui capaz de entender que el amor es una contienda que hay que librar entre dos, y consiste más en renunciar que en imponerse, que el amor es ese vaso de cristal que se quiebra por un sonido graves, pero que luego no se puede restañar. Yo perdí el amor por Bárbara, quizás llevado por la monotonía, entre nosotros se perdió el amor, el cortejo y el interés. Encima no teníamos hijos, porque, en realidad nunca encontramos el tiempo adecuado para concebirlos. Siempre estás preocupado por tu carrera, por situarte laboralmente, por comprar una casa, y el deber de tener hijos lo vas dejando en el limbo de un tiempo irrecuperable. Un matrimonio sin hijos es como un lago sin peces.
  Tras aquellos nuestros besos furtivos el día del levante,  supe, intuí que Francisca era la mujer con la que yo deseaba compartir mi vida y mis días. Era tan feliz en la Isleta que cuando me acuerdo necesito todo el mar para extender sobre él toda mi dicha y mi deleite.
  Una tarde vino a mi casa aporreando la puerta Nieves, La Reina, toda vestida de luto con velo, como un cadáver deambulando  como en la Comala de juan Rulfo, y, furiosa me dijo gritando y amenazándome.
–¡Inglés, te hablo muy enserio! Mi hija no es mujer para ti, ella tiene un niño que criar, tú eres un inglés que cualquier día te vas y la dejas. Ella no es de tu clase. Así que te lo advierto, si no la dejas tranquila te va a arrepentir, te lo juro por éstas. Por mis muertos ­–a la vez hizo una cruz con los dedos y se los besó como firmando en la sangre un juramento.
–¿Y si nos queremos? Por qué vamos a renunciar a nuestro amor, y si es de la voluntad de su hija no vamos a Londres, donde ella vivirá como una señora. Contra la fuerza del amor no se puede luchar.
–De eso ni hablar, muy bien, pues va a ser que no. Si te veo con ella te tendré que matar, bien yo o mi hijo Andrés.
Enfurecida se fue La Reina, con los ojos encendidos en odio e ira de loca haciendo juramentos y sortilegios.
No iba a dejarme amedrentar por dos locos egoístas que lo que pretendían era no perder una criada para el restaurante.

 Un día pasó como un sereno, aporreando  mi puerta, Pastora, la Galilea, pregonando que se avecina otro temporal, este de poniente y debíamos de prepararnos, ella lo había visto en las nubes sobre Los Frailes y en el vuelo de las gaviotas, ella nunca se equivocaba, predecía el tiempo futuro y sabía leer en los insectos, en las plantas, en la luna o en la humedad  debajo de las piedras. En estas cuestiones de adivinar el tiempo no se equivocaba como lo demostró el día que anunció lluvia cuando se casó la Ernestina. Además como era partera adivinaba cuando iba una mujer a parir.
Cuando venían esos ponientes huracanados las cabezas se ponía locas, y los barcos anclados en la cala de la Isleta corrían peligro de zafarse del hierro que a modo de ancla los sostiene flotando en el mismo sitio. El viento empezó a soplar y la arena como la de un siroco se levantaba en las calles sin asfaltar, cerca de la playa no se podía estar, la arena azotaba hasta dañarte, entraba por los ojos, por la boca, entraba por las rendijas de puertas y ventanas, se lleva hojas de palmeras, bolinas, redes, cañas, lienzos. El mar se puso  blanco y las borregas olas hacían remolinos alzándose como una tromba marina. Yo parecía oír al viento inhumano: «Debes irte, debes irte». Toda la naturaleza estaba en complot contra nosotros, parecía decirme que me fuera de la Isleta del Moro.
Debes cerrar puertas y ventanas hasta que pase la tromba marina. Parecía mentira que en un lugar tan apacible, de vez en cuando, el mar se pusiera tan bravo y guerrero. Pero como decía Hilario: «Todo el viento que pasa para un lado, a los quince días vuelve en dirección contraria», y así era.
Los pesadores no tuvieron tiempo de embarcar para salir dirección al «pueblo», era el puerto más próximo con poniente. La bahía de San José lo era para los levantes. Cuando vives mucho tiempo en la Isleta, te das cuenta que el mar es quien manda. Nunca había más de siete días seguidos apaciguados. El temporal de olas de nueve metros rompió el espigón, arrojó algas y maderos y rompió barcos y el bote de Hilario se lo llevó el mar adentro.
 Estos ciclones o trombas marinas solía venir cada tres o cuatro años en noviembre, y este era uno de aquellos años que tocaba. Los barcos más grandes los pasaron al otro lado de los islotes que es un puerto natural.
   
 Una semana después con el  mar  ya apaciguado de su ira de vientos,  en calma sosegada, pasé cerca de los cristales de la terraza de La Serena Azul, y le hice una señal con la cabeza a Francisca, de que nos reuniéramos en nuestro punto de encuentro: playa del Peñón Blanco. Al poco de estar en  sotavento del peñón, llegó ella con una falda estampada aireando su cuerpo de perfectas y estilizadas curvas, su caminar era muy femenino, ondeante y sus candencias de caderas de este a oeste me excitaban, el busto no se le notaba por la blusa ancha, el pelo suelto vibrante de la fuerza vital de las algas marinas veía en ella una Helena griega llena de misterio y recuerdos de una tragedia pasada. La playa reinaba en  soledad de olas apaciguadas, las costillas de una barca vieja y desvencijada se tostaba al sol de la tarde. Cuando llegó a mi altura la cogí por la cintura y apasionadamente la besé en el cuello:
–Te quiero, no duermo, no vivo –le dije. Tu madre me amenaza y tú hermano también con quitarme de en medio. Si tú quieres que me vaya me voy tú decides.  No me importa perder la vida, si así es el destino.
–¿Cómo se han atrevido en meterse en mi vida?
Deseaba besarla, apretarla, pertenecer a ella, su mirar me dejaba embelesado,  notaba que yo también le gustaba, no gritaba, no salía corriendo, se dejaba acariciar el pelo. Me conformaba con el olor penetrante de mujer que desprendía de su pelo negro recién lavado, de sus ojos violetas labrados como dos perlas, oleaje de ojos reventados de contener tanta viva luz, sus labios eran como planchas achicharrándome, su boca tan perfecta que no podía decir palabras banales, percibí su plenitud, su transparencia, era mejor de lo que había soñado, porque los amores a primera vista nunca fracasan, ondas de amor en la misma frecuencia son capaces de soportar todas la desavenencias. No tenía modelos para compararla, las flechas el amor me habían dado de pleno por primera vez en mi vida.
   Mis manos sudaban, latía la carne de corazón, su boca pedía besos, le di uno con codicia de puro deseo con lengua, sin preocuparme de otros sentimientos, ella me suplicó que no quería que la besara en la boca con la lengua,  un beso en la boca significaba mucho para ella. No sé cuánto tiempo estuvimos sentados sobre la arena hablando. Por primera vez en muchos años conecté la libido, se sentía potente, con ganas de sexo, habían pasado mis tiempos de penuria y rechazo. Junto a ella volvía a ser adolescente, tremendamente activo, vivo: un hombre completo.
Francisca y yo regresamos a la Isleta cogidos de las manos, sin ocultar nuestro amor, lo íbamos a hacer público. Al subir por las escaleras de la playa vimos la silueta oscura de Andrés con una escopeta en la mano.
–¿Qué haces Andrés? –le preguntó su hermana.
–Lo voy a matar, se lo hemos advertido la mamá y yo varias veces, el honor de los Morantes no se puede pisotear. Seguro que veneis de  joder como conejos…
 Ella se acercó a su hermano y le dio una bocetada fuerte. Como presintió que su reacción iba ser la de dispararme se puso delante de mí, para defenderme.
 Andrés voceó:
 –¡Apártate de ese aprovecho o sus mato a logdó (los dos)! Te lo advertí, inglés, te lo dijo también mi madre, que si te veíamos junto a mi hermana te teníamos que matar.
 –Espera que te hable, Andrés, yo la quiero por derecho y con buenos ojos. ¿Es que tú nunca has estado enamorado?
 –No, nunca, pero eso son tonterías. Voy a cumplir lo prometido por mi madre, que si os veía juntos te mataría.
 –¿Pero tú eres gilipollas o qué?, suelta la escopeta de padre que en paz descanse, ¡ahora mismo! –le gritó Francisca con intención de cogerle el cañón de la escopeta de dos cañones– Eres indigno de usar esta escopeta.
   Andrés no atendía a razones, se encaró la escopeta a la cara, apuntándome a mí de lleno, temí por Francisca más que por mí, además no podía conseguir que ella se despegara de mí, mientras gritaba y suplicaba a su hermano que dejara la escopeta. Andrés tenía los ojos salidos de sus órbitas.  No sabía cómo iba a reaccionar, pero intuí que lo mejor era alejarme de Francisca para ser yo su blanco más fácil, y no los dos, salí corriendo hacia los restos de la barca desvencijada, escuché el primer disparo al aire, no sabía si me había dado, caí dentro de los restos de la barca vieja y oí un el segundo disparo, este sí que me había alcanzado en alguna parte, tenía sangre en la mano izquierda.  Luego ya no sé muy bien lo que pasó, la cuestión es que Francisca salió corriendo pidiendo socorro para buscar ayuda en la Isleta.  Al poco tiempo, que a mí me pareció una eternidad llegaron Hilario y Argimiro a donde yo estaba sangrando, Andrés ya se había ido gritando: «¡Esto es solo una advertencia, me cago en to…!»
Hilario me llevó a su casa para curarme, pero él no tenía ningún botiquín para las primeras curas. Dijo que lo mejor sería ir al médico de Níjar o a Almería.
–¿Cómo voy a ir al médico si no puedo conducir? Además no quiero me  lleven a un médicos, porque en cuando vea los perdigones de los cartuchos van a dar parte a la Guardia Civil y van a detener a Andrés, y no quiero denunciarlo. Es un joven impulsivo, se ha fumado dos porros y  tomado unas copas de anís y se ha lanzado a advertirme de su obsesión criminal. Si hubiera querido matarme lo hubiera hecho sin más, es un buen cazador del pájaro perdiz, tiene buena puntería, le da a un perdiz a cincuenta metros si fallar. Se ha ido sin dar un tercer disparo. Además no quiero juicios, soy un extranjero ilegal. Llévame a casa de Pastora, la matrona.
El valor es simplemente controlar el miedo, a veces los que más valor demuestran son los que más miedo tienes.
–Ya te advertí Leonardo que Francisca no es una mujer para ti, es una mujer que está maldita. Los Morantes es familia  muy bruta en cuestiones de honor. A su madre le llaman la hechicera, la bruja.
–Hilario, que honor ni honor, si no hemos hecho nada, un beso quizás tú no lo entiendes, no puedo irme de la Isleta porque me hayan disparado, yo estoy acostumbrado a lidiar con lobos de la Bolsa de Londres, que son más peligrosos. Además Francisca y yo no queremos, y si la familia se opone nos vamos a Londres, su hijo puede recibir una buena educación inglesa. Además nadie me quiere explicar por qué Francisca es una mujer maldita.
–Es un secreto, que jamás seré yo quien te lo cuente. La familia de los Morantes me caerá encima como ogros vengativos. Soy un discapacitado y tengo una madre anciana y enferme a mi cargo, ya me entiendes, ¿no?.
 Me acerqué a ver a casa de La Galilea,  la partera,  porque ella sabía más que nadie de heridas y suturas. Además no tenía más que un rasguño de dos perdigonadas en la mano izquierda, le pedí que me los sacara con unas pinzas, sin anestesia. Argimiro, el Legía, preparó una  «Leche de pantera» bebida mítica en la Legión para aliviar la fatiga y los sufrimientos físicos.
 Una bebida dulce que no sabía lo que llevaba en su compuesto pero me puso como una pantera. Con sumo cuidado, efectividad y oficio, La Galilea hizo su parte con las pinzas y una navaja afilada y desinfectada en alcohol y unos puntos de sutura con hilo de tripas. Las heridas en caliente duelen menos que cuando se enfrían. Y Argimiro me sostuvo la mano con fuerza y la roció con un chorreón de whisky sobre la herida se desinfectara, aplicando un vendaje con un pañuelo limpio, esta operación fue más que suficiente.
  A la media hora llegó a casa de la Galilea, Francisca muy nerviosa y con lágrimas en los ojos. Yo estaba medio grogui. Me pidió que por favor no denunciara a su hermano a la Guardia Civil, ella misma, también  reconoció que si Andrés hubiera querido matarme lo hubiera conseguido al primer disparo.  Me aconsejó que, de momento, y hasta que ella hablara tranquilamente con su madre y con su hermano, me marchara de la Isleta por una temporada, era lo mejor. Porque si me quedaba ella no podía responder por mí, y si me pasaba algo ella se sentiría culpable.
Acepté lo que me pidió Francisca, porque además era lo que yo, previamente había pensado, le prometí que mi iría por un tiempo.  El hecho de que yo no denunciara a Andrés, no se tomó como una cobardía, y sirvió para que Nieves, comprendiera que mis intenciones con su hija eran sanas.
Aquella noche, con unos vasos de «Leche de pantera», mordí plácidamente sin tener pesadillas ni sueños raros.