La doncella burgalesa que dio la vuelta al mundo
Casilda Sáez trabajó durante 30 años para la segunda mujer de Vicente Blasco Ibáñez y en 1923 se embarcó con ellos en el segundo crucero de la historia que lograba redondear el planeta
"Casi todos los pasajeros proceden de los Estados Unidos. Solo figuran en esta expedición tres viajeras inglesas y dos de lengua española. Éstas son una distinguida dama de América del Sur y su doncella, que hace años la sigue a todas partes y es de un pueblo cerca de Burgos. Casilda -así se llama la española- ha visto mucho en Europa, y al contar sus impresiones del viejo mundo las resume en las tres visitas que hizo al Vaticano acompañando a su señora chilena: ‘Yo he conocido tres Papas’, dice con orgullo".
Vicente Blasco Ibáñez, el universal escritor valenciano, dejó para la posteridad estas líneas en el primer tomo de "La vuelta al mundo de un novelista", la obra en la que recogió sus peripecias en un viaje alrededor del globo realizado entre 1923 y 1924, cuando casi nadie salía de su país y mucho menos de su continente. Así describió a una burgalesa que era una simple trabajadora pero tras cuya historia había mucha más enjundia.
Casilda Sáez Rodríguez, de la que aún a día de hoy se tienen muy pocos datos, murió en 1968 tras más de 30 años trabajando para Elena de Ortúzar, la segunda esposa de Blasco Ibáñez. Esa "distinguida dama" chilena, a la que no cita con su nombre en el libro porque por entonces todavía estaba casado con otra mujer, fue el verdadero y gran amor del novelista. Con ella vivió una aventura apasionada hasta que, viudos los dos, pudieron casarse y pasar sus últimos años juntos en el sur de Francia.
A partir de entonces la propia Casilda trabajó también para Blasco y, según contaron las crónicas del momento, fue una de las pocas personas que estuvieron junto al genio en sus últimos momentos de su lecho de muerte en la localidad gala de Mentón, donde poseía un palacete. Así lo recuerda la profesora Beatriz Cobeta, que actualmente trabaja en una universidad norteamericana y que elaboró una tesis doctoral sobre el autor de La barraca. Y así lo corroboran tanto en la Fundación de Estudios Blasco Ibáñez como en la dirección de la Casa Museo existente en la capital del Turia.
Nadie sabe cuál era su localidad exacta de origen ni los detalles de cómo una castellana de su tiempo acabó trabajando para una mujer de la alta sociedad sudamericana, pero tuvo mucho más mundo que la inmensa mayoría de sus coetáneos, de ahí que presumiera de haber conocido a tres obispos de Roma. "Quizá también sea posible vincularla con el viaje que el escritor emprendió a Estambul, en 1907, junto con Elena Ortúzar, la madre de esta última, y una doncella que muy posiblemente sería Casilda", apunta Emilio Sales, director de la Casa Museo.
Sí se sabe que Casilda se casó con Ramón Jiménez, chófer de Blasco, y quizás por eso aparece citada con este apellido en la relación de pasajeros del barco que llevó a los tres hispanohablantes desde Europa hasta Nueva York para comenzar el crucero en la ciudad de los rascacielos.
La doncella y sus señores cruzaron el Caribe, después el Canal de Panamá, visitaron un San Francisco que por entonces comenzaba a explosionar como gran ciudad del Pacífico estadounidense, conocieron los exotismos de Japón, Corea o la China y siguieron bordeando el sur de Asia para regresar al Mediterráneo por el Canal de Suez y acabar su periplo en la Costa Azul francesa.
Pese a aquellos brutales choques culturales, y que por aquel entonces era imposible haber visto imágenes de televisión o apenas fotos de hasta el último rincón del mundo como nos sucede hoy en día, Casilda ni se inmutaba a bordo de aquel buque de superlujo llamado ‘Franconia’. En él viajaban algunos de los hombres más ricos del momento. Era la segunda vez que un barco de pasajeros se atrevía a dar la vuelta al globo y un editor neoyorquino invitó a bordo a Blasco Ibáñez, quien por entonces gozaba del éxito internacional tras la publicación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Por eso fue tratado en todos los países como una celebridad, le brindaban visitas privadas y recepciones oficiales.
La serenidad castellana. Entre escala y escala, el novelista vuelve a hablar de Casilda cuando cuenta que "se mueve en el buque con curiosidad, con cierta desconfianza, pero sin miedo (...) y continúa tal viaje sin mostrar grandes asombros. A mí no me extraña esa serenidad, pues recuerdo el origen de los héroes del descubrimiento y la conquista de América. Muchos de ellos salieron de pueblos de Castilla y de Extremadura, donde las gentes solo de oídas conocen la misteriosa existencia del mar". Queda claro que el carácter burgalés le había llamado la atención.
De la burgalesa y su esposo dice también Artemio Precio en su Españoles en el destierro que los fieles servidores de Blasco y Ortúzar eran "matrimonio ideal para millonarios, ya que si ella posee la abnegación de una hermana de la caridad, él es prototipo como chófer y como servidor, de corrección, cultura y lealtad".
Siempre a la sombra de sus señores, Casilda habría pasado a la historia sin hacer ningún ruido de no ser por ese párrafo en el que el escritor valenciano recogió su nombre. En la fotografía que ilustra este artículo se la ve vestida de manera sencilla, sin joyas ni sombrero, pero adornada con un collar de flores hawaiano junto a la pareja de amantes.
Ojalá estar en la mente de aquella mujer humilde que salió del Burgos de finales del siglo XIX para surcar durante meses los océanos, rodeada de lujos y glamour, codeándose con varias de las grandes fortunas del planeta.
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Elena Ortúzar, el gran amor de Blasco
El azar quiso que Vicente Blasco Ibáñez conociera a Elena Ortúzar, como suceden los grandes amores. La vio por primera vez pintada en un cuadro en el estudio de Joaquín Sorolla en Madrid, corría el año de 1906. El retrato de la dama cautivó al escritor, en aquel momento diputado republicano en Las Cortes. Blasco quedó absorto, mirando el lienzo en silencio, desde todos los ángulos, mientras Sorolla seguía su tarea sin perder de vista el repentino embelesamiento del amigo. Como imaginó el artista, la calma momentánea de Blasco desembocó en ciclón. Rogó, pidió y exigió, en tributo a sus años de íntima relación, conocer a aquella mujer que ya le hacía palpitar el corazón. De nada sirvieron las reflexiones de Sorolla, que le insistía en que era una dama casada con un rico diplomático propietario de minas en Chile. Una mujer seria, discreta, de profundas convicciones religiosas, le conminó el pintor. Pero Blasco era punto y aparte.
El encuentro llegó y resultó un flechazo. Una primera mirada, ese indescriptible secreto del amor, volcó la más desatada química de las endorfinas y cambió la vida de ambos. Desde aquel momento, las dificultades, los dos mantenían los respectivos matrimonios, tuvieron que ir siendo sorteadas, y la pasión prohibida fue avanzando como lava incandescente. Con el transcurso de los años, los expertos hablan de la caducidad del amor pasional, nada ni nadie logró extinguir aquella llama que mantenían viva, con altibajos pero nunca apagada. Aquel secreto a voces, calando en las propias familias, jamás encontró hora de acabar, desafiando todas las previsiones de amor imposible y contratiempos teóricamente insalvables.
Las crisis sentimentales asomaban de vez en vez, a lo largo de los primeros años, con periodos de distanciamiento, en ocasiones largos, que al fin volvían a reconducirse. Elena, atraída por el arrollador empuje varonil de Blasco Ibáñez, trató de utilizar todo tipo de argumentos racionales, intentando justificar una coraza que la protegiese de los prejuicios que le producían la situación y, al tiempo, como prevención de un eventual desengaño con el hombre que más la había hecho sentir como mujer. En determinados momentos llegó a decirle a Blasco que las circunstancias la habían enfriado. Que tenía admiración por él, pero que ya no estaba enamorada. El genio valenciano nunca tiró la toalla, y Elena quedó sin recursos, absorbida por el carácter tenaz, decidido, pero a la vez cargado de ternura y atenciones. Finalmente, vencida por los verdaderos sentimientos, afrontó que ese español era el hombre de su vida. Él le descubrió el placentero mundo del amor con entrega y le hizo experimentar un goce sexual que nunca conoció con su marido. Un universo nuevo que ella creía desterrado en una juventud aún latente, que, durante tanto tiempo la hizo sentirse culpable de una falsa frigidez. Blasco Ibáñez le había dado vida y esperanza, el riesgo merecía la pena.
La crisis más importante la vivió la pareja unos meses después de conocerse, afectada la relación por el vendaval de pasión que la misma comportaba y la situación de Elena Ortúzar, trasladada a París con su marido, al ser destinado éste como alto funcionario de la embajada de Chile en la capital de Francia. Tiempo después, Vicente Blasco Ibáñez dejaría escrito que «hubo una etapa de mi vida en la que cogía el expreso Madrid-París como quien coge el tranvía». En aquella situación, auténtico torbellino de sentimientos, Blasco hizo por amor lo que pocos escritores; mandó quemar toda la edición, doce mil ejemplares, de su novela La voluntad de vivir. Así era el personaje, nada de medias tintas. La obra la escribió en un arrebato de pasión desatada, recluido durante dos meses en su casa madrileña. Enclaustrado, dio rienda suelta a los sentimientos que lo atenazaban; un maremoto interno jamás experimentado. Blasco narró, con pelos y señales, los primeros viajes a la ciudad del Sena al encuentro del amor de su vida: Elena Ortúzar. Contó la historia de un adulterio, el de su amante y de él mismo. La dama enfurecida, amenazó al escritor con abandonarlo definitivamente en el caso de que el libro fuera puesto en circulación, prueba difícil que éste zanjó tirando por la calle de en medio, ante el estupor de sus socios editores.
Sería cierto que el amor todo lo puede, y fue cierto que por un sentimiento tan poderoso como inexplicable logró superar una prueba tremenda. En los últimos días del invierno de 1907, Blasco Ibáñez tuvo la sensación de quien cae por el precipicio sin tabla de salvación alguna, de que la montaña rusa del adulterio por la que él y Elena Ortúzar deslizaban voluntariamente sus vidas acababa por desmoronarse. Conocía el endemoniado carácter de la mujer, pero nunca pensó en tamaña reacción. Y ante aquello sólo cabía una actuación decidida, a la altura del genio y figura del valenciano. Reconoció„qué cambiado estaba„ el acto de temeridad que significaba haber escrito La voluntad de vivir. El apasionamiento había ido demasiado lejos. Blasco, perdidamente enamorado de la desconcertante dama, especial y mundana, tan diferente a su provinciana esposa, María Blasco, mandó destruir el texto. Y siguió apostando por una relación difícil, imposible a los ojos de los demás, que le había devuelto las ilusiones y lo había impulsado por el camino de vivir en mayúsculas. Aquel momento intenso, de desbordado lirismo, que supuso un decisivo golpe de efecto en los sentimientos de Elena, durante el resto de su vida no dejó de provocarle una placentera sonrisa, cada vez que lo recordaba. «Aquello acabó por conquistarla», solía decir a sus íntimos, aunque la montaña rusa seguía activada. Y si es cierto que Blasco continuó siendo un hombre de acción, aquella gran señora chilena, fue definitiva en la vida del escritor. En los círculos sociales de la época resultó popular el comentario: «Don Vicente Blasco Ibáñez es un lobo ante los hombres y manso corderito para doña Elena Ortúzar».