domingo, 15 de noviembre de 2020

Libertad, esclavitud, servidumbre y villanía

 

Tememos el confinamiento que se nos avecina por culpa de la pandemia del Covid-19, como un vergajazo con una vara verde. Y es que no apreciamos en lo que vale la libertad hasta que se pierde. Miguel de Cervantes, que había sufrido cautiverio en Argel entre 1575 a 1580, liberado gracias al pago de 500 escudos, de los que 300 fueron entregados por su familia por medio de dos frailes trinitarios. Por esta razón y no otra le hace decir don Alonso Quijano a Sancho: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres» (Segunda Parte, LXVIII, El Quijote).

Ramón Pérez de Ayala distinguía entre libertad política y libertad civil y escribe: «Libertad política consiste en poseer derechos cívicos, esto es, en la facultad de formular por uno mismo, o por mandatario, las leyes, y de no ser obligado sino por aquellas leyes hechas por los ciudadanos o sus mandatarios».

Sobre estos principios actuales examino unas pinceladas de la historia universal, comenzando por La esclavitud en la antigua Grecia, fue un componente esencial en el desarrollo económico y social del mundo griego. Los griegos consideraron la esclavitud no solo como una realidad indispensable, sino también como un hecho natural; incluso los estoicos, en general, o los primeros cristianos, no la cuestionaron, por considerarlo un fenómeno natural, y, a la vez, necesario. Idea que tomaron los romanos, pasó a la Edad Media con el nombre de siervos, tenían en principio derecho a comprar su libertad pagando su valor en dinero a los terratenientes, pero muy pocos lograban esta finalidad, lo cual conseguían principalmente quienes vivían en pequeñas villas y no se dedicaban exclusivamente a la agricultura y ganadería.

Tras el descubrimiento de América, y por la necesidad de mano de obra, tanto españoles, portugueses, ingleses y holandeses, esclavizaron a la población indígena y africana para trabajar en las plantaciones de algodón, caña de azúcar y otros producto agrícolas e industriales (los Estados consideraban que los negros carecían de alma). Tal fue la crisis del algodón durante la guerra de Secesión en los Estados Unidos, conflicto bélico librado en 1861 hasta 1865, que paralizó la industria textil en Europa y en España, concretamente en Cataluña y Alcoy, por falta de suministro de algodón de importación desde el Sur de los Estados Unidos. Las causas de depender de proveedores, como sucede hoy con el petróleo, gas natural o industria informática de los países asiáticos; pero lo cierto es que no se puede ser completamente autónomo en un mundo globalizado. 

La servidumbre era el estado de muchos campesinos bajo el feudalismo, específicamente relacionado con el señorío y sistemas similares. Era una condición de servidumbre por deudas y servidumbre por contrato, con similitudes con la esclavitud, que se desarrolló durante la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media en Europa y duró en algunos países hasta mediados del siglo XIX.

Al igual que con los esclavos, los siervos se podían comprar, vender o comerciar con algunas limitaciones: por lo general, solo se podían vender junto con la tierra (con la excepción de los kholops en Rusia y los villanos en bruto en Inglaterra que podían comerciarse como esclavos normales). Podían ser abusados ​​sin derechos sobre sus propios cuerpos, no podían dejar la tierra a la que estaban vinculados y solo podían casarse con el permiso de su señor. Los siervos que ocupaban una parcela de tierra debían trabajar para el señor de la mansión que era dueño de esa tierra. 

En la Rusia de los zares se instaura el estatus de los siervos. Los siervos   liberados tenían un menor valor social, como sucedió en el caso de Ígor Chéjov, el abuelo del célebre escritor ruso Antón Chéjov. Esta situación de pobreza provoca la revolución de noviembre de 1918 de los bolcheviques, pero que no solucionó el problema de los siervos, que en tiempos de Stalin se convierten en campos de concentración, prisión, trabajo y «reeducación» o Gulag, que depositaron en él la historia de sus vidas, como supimos pro Archipiélago Gulag  la obra del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, premio Nobel en 1970, que denuncia el sistema de represión política en la extinta URSS. 

La villanía es una forma de servilismo como la Corvea Real, consistía en la obligación de trabajar gratuitamente en las tierras del noble o señor feudal. Fue adoptada como más conveniente que la esclavitud, al surgir los varios tipos de feudos —aunque no surgió en la Edad Media esta modalidad de pago—, ya que al morir un esclavo había que comprar otro, y en la corvea se involucraba a las familias y su descendencia a pagar con trabajo los servicios y deudas contraídos con su señor feudal, por permitir trabajar la tierra, usar el molino, los ríos, etc. También, en un sentido práctico, se observaba que el esclavo era un mal trabajador, ya que su rendimiento se estimaba bajo en todas partes, pero en la corvea su trabajo era de mejor calidad, y como tenía que pagar las rentas, será de su propio trabajo del que dependerá el excedente (al cual estaba sujeto su vida) de productos. 

Dando fin a este artículo, que daría para un largo ensayo, los estatus sociales entre esclavitud, servidumbre y villanía, podemos decir que hoy seguimos igual que hace tres mil años, nos han cambiado el nombre, ya ahora somos obreros o trabajadores, y pensionistas, de ínfimos sueldos, insuficientes para subsistir y procurarnos una vivienda digna en propiedad con hipotecas de 40 años. Y detrás estás los parados, sueldos vitales, las pensiones no contributivas, y emigración e inmigración; es decir, que seguimos siendo esclavos con otro nombre, y encima la pandemia nos hace aún más esclavos.

 Pamón Palmeral

Publicado en El Monárquico de Madrid, domigno 15 de noviembre de 2020 


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Solzhenitsyn siempre será recordado por Archipiélago Gulag, una obra que reveló la verdadera faz de la utopía comunista. La obra corroboró las tesis de Los orígenes del totalitarismo, el famoso ensayo de Hannah Arendt que ya en 1955 mostraba la íntima afinidad entre nazismo y estalinismo. Los nazis sacrificaban vidas en el altar de la Naturaleza, empleando los argumentos del darwinismo social. Los bolcheviques invocaban la Historia para perpetrar matanzas, afirmando que la lucha de clases constituía el motor de una progresión ascendente. En nombre de dudosas utopías, se liquidaron millones de vidas.

Solzhenitsyn nos recordaba en Archipiélago Gulag que el pilar fundamental de la Unión Soviética fue la Checa, “un órgano represivo único en la historia humana, un órgano que concentraba en una sola mano la vigilancia, el arresto, la instrucción del sumario, la fiscalía, el tribunal y la ejecución de la sentencia”. Cuando en 1919 Máximo Gorki se lamentó de los casos de inocentes encarcelados o asesinados por error, Lenin le contestó que no gimoteara como un miserable burgués, que la vida individual carecía de valor, que consolidar la revolución era una prioridad absoluta, que lo único importante era construir un Estado socialista. 

“El Centinela de la Revolución nunca yerra”, escribe Solzhenitsyn, explicando la mentalidad de Stalin y el resto de los líderes bolcheviques, cuyo fanatismo desembocó en paradojas morales como prohibir la caridad, presunto síntoma de decadencia burguesa. El relato minucioso –pero nunca morboso– de las torturas, el hacinamiento, los asesinatos y la penuria produce menos espanto que la ausencia de sentimientos de culpa entre los verdugos.

 Nazis y bolcheviques caminan juntos por la pendiente de la deshumanización, pisoteando los valores alumbrados por siglos de civilización. Desgraciadamente, sus víctimas también se despeñan por ese abismo, pero por un motivo comprensible: sobrevivir. Primo Levi admite que a las pocas semanas era un Häftling, un preso que sólo pensaba en vivir un día más. En los campos soviéticos, se empleaba la expresión zek para designar a los prisioneros. 

Un zek no podía ser virtuoso, pues la supervivencia imponía desconfiar, callar, engañar y no pensar en los demás. Solzhenitsyn admite que fue un zek y que sólo la recuperación de la fe de su niñez le devolvió la dignidad. Sin embargo, una parte de su alma se quedó en la estepa rusa.