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LA INVASIÓN DE
LOS QUISANTES
Ramón Fernández "Palmeral" es autor también de "Reseña histórica de Torrox".
INICIO DE RELATO:
TEXTO de un radio oficial
a la Comandancia de Málaga:
A las 8' 25 horas del día de la fecha, en las
proximidades del cortijo de las Adelfas, paraje de Garbancito, término
municipal de Torrox y partido judicial
de la misma localidad hemos hallado el cadáver de un varón, sobre la cama de
una habitación. Responde a las siguientes características: Edad aproximada de
35 a 40 años, 1´75 de estatura, pelo largo de color avellana con barba, está desnudo.
En el cuello presenta señales de posible estrangulamiento. En el suelo hay
abundantes guisantes esparcidos, un par de kilos aproximadamente.
Se
solicita Policía Judicial, Juez de
Guardia y Forense para levantamiento del cadáver. Se inician pesquisas para su
identificación.
El
cortijo de las Adelfas se encontraba cerca del río de Torrox, esos días
descendía grueso, amplio y soberbio después de las últimas lluvias torrenciales
del mes de octubre. Corría turbio y veloz, compulsivo, en su oleaje arrastraba
cañas, árboles, animales ahogados, embistió al puente de una dentellada y los
derribó, llevaba el rumor de una fuerza de la naturaleza. El olor a tierra
mojada iba siendo sustituido por otros olores, la tierra era blanda y no se
sabía muy bien dónde pisar, las botas del uniforme se ponían pesadas, tercas en
el caminar, los Land Rover de la Guardia
Civil avanzaban buscando la certeza de un terreno duro para aparcar.
Mientras llegaba el juez y el forense se procedió al registro del
cortijo Las Adelfas, por si había más personas muertas dentro. El cortijo era propiedad, según el registro
del Padrón Municipal, de un abogado de Málaga llamado Thelémaco Fernández, en la puerta había un Nissan Patrol cuyo
titular era la misma persona. En un cajón cerrado de la mesa de tipo bufete
había dos sobres que contenían cartas. Las recogieron y trascribieron como
prueba de convicción:
Diligencia para hacer constar las cuatro cartas encontradas en el cortijo de
las Adelfas de Torrox:
Carta Primera.
Me llamo Thelémaco
Fernández con DNI XXX tengo 42 años, estoy casado, soy abogado, y estoy en
plenas facultades mentales.
Una mañana al afeitarme en el cuarto de aseo
antes de salir para asistir a un juicio oral en la Audiencia, me corté en el
mentón del que brotó una gota de un líquido amarillo como el whisky o la manzanilla
o el aceite de oliva, no tenía el color de la sangre que era lo que yo esperaba
que me saliera. Aquella «cosa» eran como
canicas de cristal, como la lava de un volcán y, al caer a la loza del lavabo,
escuché un sonido agudo como el que provoca un trocito de cristal al rebotar,
cuando acabé de afeitarme vi que aquello, que se suponía debía ser una gota de
mi sangre, presentaba la forma asimétrica de una bota de vino peluda en
progresivo aumento de tamaño y retorcimiento sobre sí mismo, el lavabo de loza
blanca se había convertido en la cuna donde un ser extraño estaba naciendo, pero
lo que más me preocupaba era que «aquello indefinible y horrible» había salido
de la sangre de mi mentón, a través de
un pequeño corte en mi cara y, sin duda, no era la primera vez que me cortaba
al afeitarme. Dijo con voz ronca: «Tú me has llamado de los ultramundos».
Eché el pestillo a la
puerta del aseo, no quise avisar a mi amiga Aurelia para no preocuparla, sobre
todo a las siete de la mañana en que ella todavía dormía, pero el ruido la
despertó. «¿Qué pasa? Thele», me
preguntó ella. «No, no pasa nada,
tranquila, que me he cortado al afeitarme».
Empecé a notar un
fuerte olor a acetona, pensé que aquella bota de vino peluda, por darle un
nombre, se había apoderado del botiquín y de los medicamentos, que siempre se
guardan en el cuarto de aseo. Luego
escuché un golpe en la puerta, era seguramente,
mi amiga. Aquella especie de bota de vino se hacía más grande y,
evidentemente, yo no podía abrir el cuarto de aseo. Era un homúnculo con ojos amarillos.
Me sentía muy preocupado
por lo que me estaba pasando, me temblaban las piernas de pura miedo, una
flojedad se había apoderado de mis cuarenta años de hombre, y ¿cómo iba yo a
decirle a mi amiga que aquello era una de «cosa» sin definir que había salida
de una gota de mi sangre? Ahora
enjaulada dentro del cuarto de aseo, me iban a recordar lo que todo el mundo
piensa de mí que estoy loco de atar, desde que me hicieron aquellas pruebas en
la clínica. Pensé que la «cosa» podía
ser una criatura deforme. La «cosa»
saltó del lavabo y se fue contra la puerta com una masa de fuerza descontrolada
y enfurecida y de pronto rugió como un
león. Mi amiga, al otro lado de la puerta, no dejaba de interrogarme sobre lo
que pasaba allí dentro, y además me estaba poniendo nervioso, histérico. En un acto de valentía, he de reconocérselo,
Aurelia se dispuso a abrir la puerta.
–¡Nooooooo, ni se te ocurra! -grité a mi amiga en una
clara advertencia, pero no hizo falta más intimidaciones porque con un golpe
tremendo y seco, Aurelia entró en el aseo.
–¡Pero qué es esto tan
horrible y asqueroso!
La «cosa» descuartizaba
el espejo, a la vez que una especie de una garra arañaba la puerta del cuarta
de asea de arriba abajo.
Aquella «cosa
indefinida» que había dentro era algo formidable, que se había hecho gigante en
diez minutos o una especie de monstruo incomprensible. No sabíamos qué hacer. Así que alguna decisión debíamos de tomar y
lo más razonable y sensato era huir de allí, así que mientras mandé a mi amiga
a que fuera arrancando el Patrol para
salir pintando, decidí contener la puerta atando el pomo a un mueble, mientras
el rugir de la «cosa» iba tomando cada vez más territorio y un tono desmesurado
y los golpes rompían las paredes y la luz eléctrica se fue, olía a humos de carne
que se quemaba. La «cosa» se rompió y empezaron a salir unas bolitas verdes
como los guisantes, eran guisante que explosionaban y de los que salían otros
guisantes.
Todo aquello era
inexplicable, tenía en mi sangre
verdaderos monstruos, había destrozado la casa a golpes, y se hacía cada vez
más grande y maligno convertido en una invasión de guisantes que llenó el
cuarto de aseo hasta el techo buscando
la luz de la ventana.
Por fin Aurelia me tocó
el claxon desde el Patrol arrancado en la puerta de aquella casa de campo que
con tanta ilusión hablamos alquilado para participar de los beneficios de la
naturaleza que tanta falta me hacían. A
través de la puerta del cuarto de aseo me salían los guisantes formando, todos
ellos, un conjunto una especie de mano o
parecido a una mano gigantes. De un
salto me monté en el asiento del conductor y salimos por un carril de tierras
para no volver nunca más a aquel lugar.
–¡Que te follen! -grité desesperado desde el coche a aquel
bicho mientras la casa huía de nuestra vista por los caminos de aquel bosque de
pinos hacia el pueblo de Torrox.
Todo nervioso y sin parar de comentar lo
sucedido nos alojamos en la pensión "El Tuerti" de la plaza de la
Constitución de aquel pueblo tranquilo de sierra donde, según decía la gente,
nunca ocurría nada y tanto era así que la gente emigraba de puro
aburrimiento. Sin dejar de pensar, por
supuesto, en la extraña criatura
encerrada en el cuarto de aseo y sin atreverme a contarle a Aurelia que aquel
bicho había salido de mí. Pasé aviso al 112 de emergencias para denunciar el
hecho. Además llamé por el móvil al bufete para que un compañero me sustituyera
en el juicio oral de la Audiencia.
Esa misma mañana, Aurelia y yo fuimos a
visitar al psiquiatra Dr. Antonio Whitaker de la clínica en Vélez-Málaga, al
que conocíamos de otras consultas. Le dije que lo que más me aterraba era saber
que dentro de mí, en mis venas tengo cinco litros de ese líquido color whisky,
si una sola gota ocasionó tal destrozo qué será de la humanidad con mis cinco
litros derramados. Me dijo que eso no era posible, que eran obsesiones mías. Y
me recetó unas pastillas.
Aurelia me dio unas
pastillas para dormir. Escuché un ruido en la bañera, me asomé y vi que crecía
a toda velocidad una planta, por primera vez veía salir hojas de una planta
como la de los guisantes, a la velocidad de esas cámaras que sacan fotos a cada
hora y luego unidas las exponen de una vez. Corté las hojas que salían y las tiré
por la ventana pero no existía forma humana de parar aquel crecimiento continuo,
tras las hojas salían vainas que reventaban de guisantes, aquello era la
rebelión de los guisantes, se multiplicaban como el granizo. Salí a la calle y
en la plaza crecían plantas de guisantes por todas partes, la gente recogía
vainas dándole gracias a aquel maná, a aquella bendición de horticultura, hasta
que los guisantes inundaban las calles y las plazas por miles, millones de
guisantes que ocupaban todo Torrox. Entraban por las ventanas, cuadras y las
puertas abiertas, enterraban a los coches y todo el pueblo parecía vivir dentro
de una gran calabaza; la gente, asustada se encerraron en sus casas, el dueño
de la pensión dijo que no había visto nada igual, nos encerramos dentro
atrancando puertas y ventanas, luego empezaron a salir por los inodoros y los
desagües, nos defendíamos como podíamos contra algo que nos asfixiaba y que
nuevamente había salido de mí sangre, de dentro de mí, ¿qué me estaba pasando?,
debía ser las consecuencias de aquella pruebas a las que me presenté voluntario
a cambio de algún dinero en la clínica universitaria cuando era estudiante y
necesitaba dinero? En un par de horas
los guisantes desaparecieron del pueblo y no quedaba no rastro de ellos.
Increíble. No lo podía comprender. Y lo peor de todo, esta vez Aurelia no había
visto nada.
Carta segunda.
A los tres días de la
primera aparición de la «cosa indefinida» regresamos, con toda precaución al
cortijo de las Adelfas, para recoger nuestras maletas y todo estaba normal. No
había restos de guisantes ni de la bota de cuero peluda gigante, ni de nada. Me
tomé las pastilla que me había mando el psiquiatra y nos acostados.
Por aquellos días empecé
a sentir picores por toda la alfombra corpórea de mi piel, me notaba como una
ronchas pequeñitas de un color morado, me desnudé de puro picor y me las vi
como grandes pecas por todo el cuerpo, empezando por las piernas hasta el
pecho, una intoxicación que me picaba muchísimo, me metí en la ducha fría para
aliviar el fuego que me salía por mi
piel, sin duda era mi sangre revuelta, el corazón agitadísima con tanta fuerza
que escuchaba los latidos en los oídos, la tensión la debería de tener a cien
por cien. No sabía qué hacer, de nuevo
temía que me iba a pasar algo malo.
Tomé del botiquín una jeringuilla con aguja hipodérmica
para sacarme un poquito de aquella mierda que tenía dentro y ver
que mi sangre no tenía nada que ver con aquello, con verle el color bermejo me bastaba. Así que a modo de heroinómano me extraje un
poquito de sangre de la vena. Mi sangre seguía
con el color de la orina o el del whisky, todo cabreado tiré el contenido por
la bañera y me acosté mientras Aurelia me decía que me durmiera.
–Aurelia, me están
pasado cosas muy raras, lo de la casa de campo, los guisantes en el pueblo.
–Deben ser imaginaciones
tuyas. Estás asustado, te veo desconocido, en la casa de campo ya no vi nada,
sólo oí unos ruidos y nada más. Deberían
volver a la clínica y explicárselo todo al Dr. D. Antonio Whitaker.
-Volver a la clínica,
jamás, iré a un médico que nada sepa de los experimentos que me hicieron años
atrás.
Empecé a buscar en los
cajones de un aparador el libro de mi seguro de enfermedad, para buscar el
teléfono de mí médico de cabecera, con la mala fortuna de que me pinché en el
dedo con un alfiler de los que quedan en los cajones, hice un gesto reflejo de
chupar la sangre, pero no lo hice y en el mismo canto del libro del seguro de
enfermedad me lo limpié, vi que la sangre se extendía como una huella grande de
tres dedos en forma de ave, luego otra huella como de un gran dinosaurio. Llamé
a Aurelia para que no desmintiera mis visiones, se rompió el fondo del cajón
como si algo lo hubiera pisado, ella decía que no lo veía lo mismo que yo. Me
estaba volviendo loco. Luego sentí que
algo pesado e invisible habitaba con nosotros en el apartamento, dejaba huellas
en el suelo unas veces de agua o el crujir de una loseta, pero nunca un grito o
un sonido, veía que algo se sentaba en el sofá dejando el hueco de un cuerpo
que debía poseer una prominente columna vertebral, percibía un ser como
extraterrestre en el cortijo que olía a pescado, me propuse cazarlo y mostrarlo
a mi amiga para que se diera cuenta que no eran obsesiones mías. Pero no fue
posible. Me dolía mucho la cabeza.
Carta tercera:
Nos fuimos Aurelia y
yo del cortijo alquilado de Torrox, a nuestro apartamento de playa de Torre del
Mar. Nuestro lugar de convivencia mientras solucionaba el divorcio con mi mujer
Jacinta.
Aquella «cosa» era invisible pero comía, mí
gato había desaparecido, el frigorífico me lo encontraba muchas veces abierto,
la basura rebuscada, el pan mordisqueado.
Al día siguiente, encontré escamas y gelatina en el sofá, tenía una
prueba, y al verlas mi amiga las guardó en una bolsa de plástico. Estaba convencido que poco a poco aquello que
dejaba huellas de tres dedos se haría visible. Una vez lo vi detrás de mí por
el espejo del cuarto de aseo, era un ser de mi estatura, piel escamosa y cabeza
de dinosaurio. Me llevé un susto de
muerte y huí del apartamento, al bajar por la escalera vi a mi amiga hablar con
dos enfermeros de una ambulancia, sospeché que venían a cazar el dinosaurio
invisible pero que dejaba huellas de su existencia y presencia invisible. Cuando en el portal llamé a mi amiga, los dos
enfermeros vinieron directamente a por mí, me cogieron de los brazos sin darme
explicaciones y me metieron en una ambulancia, odiaba a mi amiga, y sospeché
que ella colaboraba con la clínica, a la que yo no podía regresar. ¿Cómo
librarme de ellos, si no había duda de que mi sangre era un arma nueva, un arma
letal deseada por cualquier gobierno, por una vez iba a utilizar ese arma en mi
beneficio para escapar de la ambulancia antes de que me pusieran una camisa de
fuerza... Me tuvieron que ingresar otra vez en la clínica del Dr. Whitaker.
Cuarta carta:
Una tarde me llamó al
móvil mi amiga Aurelia para vernos. Se acercó a la clínica donde estaba
ingresado por mis crisis y alucinaciones. Me preguntó cómo iba lo de mi
divorcio con Jacinta, yo le respondí que requería su tiempo. Mi mujer, a pesar
de que me era infiel, no quería separarse por cuestiones familiares y sociales
ya que ella era muy católica y metida en asuntos sociales, e hipócritamente,
quería predicar con el ejemplo que no practicaba.
Al mes siguiente me dieron el alta médica, ya
no tenía visiones. Nos fuimos mi amiga
Aurelia y yo al cortijo de las Adelfas para descansar, y reorganizar nuestra
vida, pero el divorcio debía espera, el momento adecuado. Fui al cuarto de aseo
para orinar. Noté que algunas gotitas sonaban otra vez como bolas o canicas de
cristal, rebotando en el inodoro, tiré de la cisterna, pero de nuevo empezaron
otra vez a salir guisantes a miles y más guisantes como seres extraterrestres…
Cada vez que Aurelia está conmigo veo tremendas visiones horribles.
Estoy a punto de
reventar por dentro... ¡Socorroooooo…!
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