sábado, 24 de diciembre de 2016

"La invasión de los guisantes". Relato de "Perito en Pacados". Situado en un cortijo de Torrox.



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LA INVASIÓN DE LOS QUISANTES

Ramón Fernández "Palmeral" es autor también de "Reseña histórica de Torrox".


INICIO DE RELATO:
   TEXTO de un radio oficial a la Comandancia de Málaga:

    A las 8' 25 horas del día de la fecha, en las proximidades del cortijo de las Adelfas, paraje de Garbancito, término municipal de Torrox  y partido judicial de la misma localidad hemos hallado el cadáver de un varón, sobre la cama de una habitación. Responde a las siguientes características: Edad aproximada de 35 a 40 años, 1´75 de estatura, pelo largo de color avellana con barba, está desnudo. En el cuello presenta señales de posible estrangulamiento. En el suelo hay abundantes guisantes esparcidos, un par de kilos aproximadamente.
     Se solicita Policía Judicial, Juez  de Guardia y Forense para levantamiento del cadáver. Se inician pesquisas para su identificación.

      El cortijo de las Adelfas se encontraba cerca del río de Torrox, esos días descendía grueso, amplio y soberbio después de las últimas lluvias torrenciales del mes de octubre. Corría turbio y veloz, compulsivo, en su oleaje arrastraba cañas, árboles, animales ahogados, embistió al puente de una dentellada y los derribó, llevaba el rumor de una fuerza de la naturaleza. El olor a tierra mojada iba siendo sustituido por otros olores, la tierra era blanda y no se sabía muy bien dónde pisar, las botas del uniforme se ponían pesadas, tercas en el caminar,  los Land Rover de la Guardia Civil avanzaban buscando la certeza de un terreno duro para aparcar.

    Mientras llegaba el   juez y el forense se procedió al registro del cortijo Las Adelfas, por si había más personas muertas dentro.  El cortijo era propiedad, según el registro del Padrón Municipal, de un abogado de Málaga llamado Thelémaco Fernández,  en la puerta había un Nissan Patrol cuyo titular era la misma persona. En un cajón cerrado de la mesa de tipo bufete había dos sobres que contenían cartas. Las recogieron y trascribieron como prueba de convicción:

      Diligencia para hacer constar  las cuatro cartas encontradas en el cortijo de las Adelfas de Torrox:      


   Carta Primera.

    Me llamo Thelémaco Fernández con DNI XXX tengo 42 años, estoy casado, soy abogado, y estoy en plenas facultades mentales.
     Una mañana al afeitarme en el cuarto de aseo antes de salir para asistir a un juicio oral en la Audiencia, me corté en el mentón del que brotó una gota de un líquido amarillo como el whisky o la manzanilla o el aceite de oliva, no tenía el color de la sangre que era lo que yo esperaba que me saliera.  Aquella «cosa» eran como canicas de cristal, como la lava de un volcán y, al caer a la loza del lavabo, escuché un sonido agudo como el que provoca un trocito de cristal al rebotar, cuando acabé de afeitarme vi que aquello, que se suponía debía ser una gota de mi sangre, presentaba la forma asimétrica de una bota de vino peluda en progresivo aumento de tamaño y retorcimiento sobre sí mismo, el lavabo de loza blanca se había convertido en la cuna donde un ser extraño estaba naciendo, pero lo que más me preocupaba era que «aquello indefinible y horrible» había salido de la sangre de  mi mentón, a través de un pequeño corte en mi cara y, sin duda, no era la primera vez que me cortaba al afeitarme. Dijo con voz ronca: «Tú me has llamado de los ultramundos».

    Eché el pestillo a la puerta del aseo, no quise avisar a mi amiga Aurelia para no preocuparla, sobre todo a las siete de la mañana en que ella todavía dormía, pero el ruido la despertó.  «¿Qué pasa? Thele», me preguntó ella.  «No, no pasa nada, tranquila, que me he cortado al afeitarme». 
      Empecé a notar un fuerte olor a acetona, pensé que aquella bota de vino peluda, por darle un nombre, se había apoderado del botiquín y de los medicamentos, que siempre se guardan en el cuarto de aseo.  Luego escuché un golpe en la puerta, era seguramente,  mi amiga. Aquella especie de bota de vino se hacía más grande y, evidentemente, yo no podía abrir el cuarto de aseo. Era un homúnculo con ojos amarillos.

    Me sentía muy preocupado por lo que me estaba pasando, me temblaban las piernas de pura miedo, una flojedad se había apoderado de mis cuarenta años de hombre, y ¿cómo iba yo a decirle a mi amiga que aquello era una de «cosa» sin definir que había salida de una gota de mi sangre?  Ahora enjaulada dentro del cuarto de aseo, me iban a recordar lo que todo el mundo piensa de mí que estoy loco de atar, desde que me hicieron aquellas pruebas en la clínica.  Pensé que la «cosa» podía ser una criatura deforme.  La «cosa» saltó del lavabo y se fue contra la puerta com una masa de fuerza descontrolada y enfurecida y de pronto   rugió como un león. Mi amiga, al otro lado de la puerta, no dejaba de interrogarme sobre lo que pasaba allí dentro, y además me estaba poniendo nervioso, histérico.  En un acto de valentía, he de reconocérselo, Aurelia se dispuso a abrir la puerta.
    –¡Nooooooo,  ni se te ocurra! -grité a mi amiga en una clara advertencia, pero no hizo falta más intimidaciones porque con un golpe tremendo y seco, Aurelia entró en el aseo.  
   –¡Pero qué es esto tan horrible y asqueroso!
    La «cosa» descuartizaba el espejo, a la vez que una especie de una garra arañaba la puerta del cuarta de asea de arriba abajo.
     Aquella «cosa indefinida» que había dentro era algo formidable, que se había hecho gigante en diez minutos o una especie de monstruo incomprensible.  No sabíamos qué hacer.  Así que alguna decisión debíamos de tomar y lo más razonable y sensato era huir de allí, así que mientras mandé a mi amiga a que fuera arrancando  el Patrol para salir pintando, decidí contener la puerta atando el pomo a un mueble, mientras el rugir de la «cosa» iba tomando cada vez más territorio y un tono desmesurado y los golpes rompían las paredes y la luz eléctrica se fue, olía a humos de carne que se quemaba. La «cosa» se rompió y empezaron a salir unas bolitas verdes como los guisantes, eran guisante que explosionaban y de los que salían otros guisantes.
     Todo aquello era inexplicable,  tenía en mi sangre verdaderos monstruos, había destrozado la casa a golpes, y se hacía cada vez más grande y maligno convertido en una invasión de guisantes que llenó el cuarto de aseo hasta el techo  buscando la luz de la ventana.
     Por fin Aurelia me tocó el claxon desde el Patrol arrancado en la puerta de aquella casa de campo que con tanta ilusión hablamos alquilado para participar de los beneficios de la naturaleza que tanta falta me hacían.  A través de la puerta del cuarto de aseo me salían los guisantes formando, todos ellos, un conjunto  una especie de mano o parecido a una mano gigantes.  De un salto me monté en el asiento del conductor y salimos por un carril de tierras para no volver nunca más a aquel lugar.
        –¡Que te follen!  -grité desesperado desde el coche a aquel bicho mientras la casa huía de nuestra vista por los caminos de aquel bosque de pinos hacia el pueblo de Torrox.
        Todo nervioso y sin parar de comentar lo sucedido nos alojamos en la pensión "El Tuerti" de la plaza de la Constitución de aquel pueblo tranquilo de sierra donde, según decía la gente, nunca ocurría nada y tanto era así que la gente emigraba de puro aburrimiento.  Sin dejar de pensar, por supuesto,  en la extraña criatura encerrada en el cuarto de aseo y sin atreverme a contarle a Aurelia que aquel bicho había salido de mí. Pasé aviso al 112 de emergencias para denunciar el hecho. Además llamé por el móvil al bufete para que un compañero me sustituyera en el juicio oral de la Audiencia.
      Esa misma mañana, Aurelia y yo fuimos a visitar al psiquiatra Dr. Antonio Whitaker de la clínica en Vélez-Málaga, al que conocíamos de otras consultas. Le dije que lo que más me aterraba era saber que dentro de mí, en mis venas tengo cinco litros de ese líquido color whisky, si una sola gota ocasionó tal destrozo qué será de la humanidad con mis cinco litros derramados. Me dijo que eso no era posible, que eran obsesiones mías. Y me recetó unas pastillas.
     Aurelia me dio unas pastillas para dormir. Escuché un ruido en la bañera, me asomé y vi que crecía a toda velocidad una planta, por primera vez veía salir hojas de una planta como la de los guisantes, a la velocidad de esas cámaras que sacan fotos a cada hora y luego unidas las exponen de una vez. Corté las hojas que salían y las tiré por la ventana pero no existía forma humana de parar aquel crecimiento continuo, tras las hojas salían vainas que reventaban de guisantes, aquello era la rebelión de los guisantes, se multiplicaban como el granizo. Salí a la calle y en la plaza crecían plantas de guisantes por todas partes, la gente recogía vainas dándole gracias a aquel maná, a aquella bendición de horticultura, hasta que los guisantes inundaban las calles y las plazas por miles, millones de guisantes que ocupaban todo Torrox. Entraban por las ventanas, cuadras y las puertas abiertas, enterraban a los coches y todo el pueblo parecía vivir dentro de una gran calabaza; la gente, asustada se encerraron en sus casas, el dueño de la pensión dijo que no había visto nada igual, nos encerramos dentro atrancando puertas y ventanas, luego empezaron a salir por los inodoros y los desagües, nos defendíamos como podíamos contra algo que nos asfixiaba y que nuevamente había salido de mí sangre, de dentro de mí, ¿qué me estaba pasando?, debía ser las consecuencias de aquella pruebas a las que me presenté voluntario a cambio de algún dinero en la clínica universitaria cuando era estudiante y necesitaba dinero?  En un par de horas los guisantes desaparecieron del pueblo y no quedaba no rastro de ellos. Increíble. No lo podía comprender. Y lo peor de todo, esta vez Aurelia no había visto nada.   


Carta segunda.
 
   A los tres días de la primera aparición de la «cosa indefinida» regresamos, con toda precaución al cortijo de las Adelfas, para recoger nuestras maletas y todo estaba normal. No había restos de guisantes ni de la bota de cuero peluda gigante, ni de nada. Me tomé las pastilla que me había mando el psiquiatra y nos acostados.
    Por aquellos días empecé a sentir picores por toda la alfombra corpórea de mi piel, me notaba como una ronchas pequeñitas de un color morado, me desnudé de puro picor y me las vi como grandes pecas por todo el cuerpo, empezando por las piernas hasta el pecho, una intoxicación que me picaba muchísimo, me metí en la ducha fría para aliviar el fuego que me salía por  mi piel, sin duda era mi sangre revuelta, el corazón agitadísima con tanta fuerza que escuchaba los latidos en los oídos, la tensión la debería de tener a cien por cien.  No sabía qué hacer, de nuevo temía que me iba a pasar algo malo.   
     Tomé del botiquín una jeringuilla con aguja hipodérmica para sacarme un poquito de aquella mierda que tenía dentro y  ver  que mi sangre no tenía nada que ver con aquello, con verle  el color bermejo me bastaba.  Así que a modo de heroinómano me extraje un poquito de sangre de la vena.  Mi sangre seguía con el color de la orina o el del whisky, todo cabreado tiré el contenido por la bañera y me acosté mientras Aurelia me decía que me durmiera.
    –Aurelia, me están pasado cosas muy raras, lo de la casa de campo, los guisantes en el pueblo.
    –Deben ser imaginaciones tuyas. Estás asustado, te veo desconocido, en la casa de campo ya no vi nada, sólo oí unos ruidos y nada más.  Deberían volver a la clínica y explicárselo todo al Dr. D. Antonio Whitaker.
   -Volver a la clínica, jamás, iré a un médico que nada sepa de los experimentos que me hicieron años atrás.
    Empecé a buscar en los cajones de un aparador el libro de mi seguro de enfermedad, para buscar el teléfono de mí médico de cabecera, con la mala fortuna de que me pinché en el dedo con un alfiler de los que quedan en los cajones, hice un gesto reflejo de chupar la sangre, pero no lo hice y en el mismo canto del libro del seguro de enfermedad me lo limpié, vi que la sangre se extendía como una huella grande de tres dedos en forma de ave, luego otra huella como de un gran dinosaurio. Llamé a Aurelia para que no desmintiera mis visiones, se rompió el fondo del cajón como si algo lo hubiera pisado, ella decía que no lo veía lo mismo que yo. Me estaba volviendo loco.  Luego sentí que algo pesado e invisible habitaba con nosotros en el apartamento, dejaba huellas en el suelo unas veces de agua o el crujir de una loseta, pero nunca un grito o un sonido, veía que algo se sentaba en el sofá dejando el hueco de un cuerpo que debía poseer una prominente columna vertebral, percibía un ser como extraterrestre en el cortijo que olía a pescado, me propuse cazarlo y mostrarlo a mi amiga para que se diera cuenta que no eran obsesiones mías. Pero no fue posible. Me dolía mucho la cabeza.


       Carta tercera:

      Nos fuimos Aurelia y yo del cortijo alquilado de Torrox, a nuestro apartamento de playa de Torre del Mar. Nuestro lugar de convivencia mientras solucionaba el divorcio con mi mujer Jacinta.
      Aquella «cosa» era invisible pero comía, mí gato había desaparecido, el frigorífico me lo encontraba muchas veces abierto, la basura rebuscada, el pan mordisqueado.  Al día siguiente, encontré escamas y gelatina en el sofá, tenía una prueba, y al verlas mi amiga las guardó en una bolsa de plástico.  Estaba convencido que poco a poco aquello que dejaba huellas de tres dedos se haría visible. Una vez lo vi detrás de mí por el espejo del cuarto de aseo, era un ser de mi estatura, piel escamosa y cabeza de dinosaurio.  Me llevé un susto de muerte y huí del apartamento, al bajar por la escalera vi a mi amiga hablar con dos enfermeros de una ambulancia, sospeché que venían a cazar el dinosaurio invisible pero que dejaba huellas de su existencia y presencia invisible.  Cuando en el portal llamé a mi amiga, los dos enfermeros vinieron directamente a por mí, me cogieron de los brazos sin darme explicaciones y me metieron en una ambulancia, odiaba a mi amiga, y sospeché que ella colaboraba con la clínica, a la que yo no podía regresar. ¿Cómo librarme de ellos, si no había duda de que mi sangre era un arma nueva, un arma letal deseada por cualquier gobierno, por una vez iba a utilizar ese arma en mi beneficio para escapar de la ambulancia antes de que me pusieran una camisa de fuerza... Me tuvieron que ingresar otra vez en la clínica del Dr. Whitaker.

 
   Cuarta carta:

   Una tarde me llamó al móvil mi amiga Aurelia para vernos. Se acercó a la clínica donde estaba ingresado por mis crisis y alucinaciones. Me preguntó cómo iba lo de mi divorcio con Jacinta, yo le respondí que requería su tiempo. Mi mujer, a pesar de que me era infiel, no quería separarse por cuestiones familiares y sociales ya que ella era muy católica y metida en asuntos sociales, e hipócritamente, quería predicar con el ejemplo que no practicaba.
     Al mes siguiente me dieron el alta médica, ya no tenía visiones. Nos fuimos  mi amiga Aurelia y yo al cortijo de las Adelfas para descansar, y reorganizar nuestra vida, pero el divorcio debía espera, el momento adecuado. Fui al cuarto de aseo para orinar. Noté que algunas gotitas sonaban otra vez como bolas o canicas de cristal, rebotando en el inodoro, tiré de la cisterna, pero de nuevo empezaron otra vez a salir guisantes a miles y más guisantes como seres extraterrestres… Cada vez que Aurelia está conmigo veo tremendas visiones horribles.
    Estoy a punto de reventar por dentro... ¡Socorroooooo…!

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