Tememos el confinamiento que se nos avecina por culpa de la pandemia del Covid-19, como un vergajazo con una vara verde. Y es que no apreciamos en lo que vale la libertad hasta que se pierde. Miguel de Cervantes,
que había sufrido cautiverio en Argel entre 1575 a 1580, liberado
gracias al pago de 500 escudos, de los que 300 fueron entregados por su
familia por medio de dos frailes trinitarios. Por esta razón y no otra
le hace decir don Alonso Quijano a Sancho: «La libertad, Sancho, es uno
de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella
no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar
encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe
aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal
que puede venir a los hombres» (Segunda Parte, LXVIII, El Quijote).
Ramón Pérez de Ayala distinguía entre libertad política y libertad
civil y escribe: «Libertad política consiste en poseer derechos cívicos,
esto es, en la facultad de formular por uno mismo, o por mandatario,
las leyes, y de no ser obligado sino por aquellas leyes hechas por los
ciudadanos o sus mandatarios».
Sobre estos principios actuales examino unas pinceladas de la historia universal, comenzando por La esclavitud en la antigua Grecia,
fue un componente esencial en el desarrollo económico y social del
mundo griego. Los griegos consideraron la esclavitud no solo como una
realidad indispensable, sino también como un hecho natural; incluso los
estoicos, en general, o los primeros cristianos, no la cuestionaron, por
considerarlo un fenómeno natural, y, a la vez, necesario. Idea que
tomaron los romanos, pasó a la Edad Media con el nombre de siervos,
tenían en principio derecho a comprar su libertad pagando su valor en
dinero a los terratenientes, pero muy pocos lograban esta finalidad, lo
cual conseguían principalmente quienes vivían en pequeñas villas y no se
dedicaban exclusivamente a la agricultura y ganadería.
Tras el descubrimiento de América, y por la necesidad de mano de
obra, tanto españoles, portugueses, ingleses y holandeses, esclavizaron a
la población indígena y africana para trabajar en las plantaciones de
algodón, caña de azúcar y otros producto agrícolas e industriales (los
Estados consideraban que los negros carecían de alma). Tal fue la crisis
del algodón durante la guerra de Secesión en los Estados Unidos,
conflicto bélico librado en 1861 hasta 1865, que paralizó la industria
textil en Europa y en España, concretamente en Cataluña y Alcoy, por
falta de suministro de algodón de importación desde el Sur de los
Estados Unidos. Las causas de depender de proveedores, como sucede hoy
con el petróleo, gas natural o industria informática de los países
asiáticos; pero lo cierto es que no se puede ser completamente autónomo
en un mundo globalizado.
La servidumbre era el estado de muchos campesinos
bajo el feudalismo, específicamente relacionado con el señorío y
sistemas similares. Era una condición de servidumbre por deudas y
servidumbre por contrato, con similitudes con la esclavitud, que se
desarrolló durante la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media en Europa y
duró en algunos países hasta mediados del siglo XIX.
Al igual que con los esclavos, los siervos se podían comprar, vender o
comerciar con algunas limitaciones: por lo general, solo se podían
vender junto con la tierra (con la excepción de los kholops en Rusia y
los villanos en bruto en Inglaterra que podían comerciarse como esclavos
normales). Podían ser abusados sin derechos sobre sus propios
cuerpos, no podían dejar la tierra a la que estaban vinculados y solo
podían casarse con el permiso de su señor. Los siervos que ocupaban una
parcela de tierra debían trabajar para el señor de la mansión que era
dueño de esa tierra.
En la Rusia de los zares se instaura el estatus de los siervos. Los siervos liberados tenían un menor valor social, como sucedió en el caso de Ígor Chéjov,
el abuelo del célebre escritor ruso Antón Chéjov. Esta situación de
pobreza provoca la revolución de noviembre de 1918 de los bolcheviques,
pero que no solucionó el problema de los siervos, que en tiempos de
Stalin se convierten en campos de concentración, prisión, trabajo y
«reeducación» o Gulag, que depositaron en él la historia de sus vidas,
como supimos pro Archipiélago Gulag la obra
del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, premio Nobel en 1970, que
denuncia el sistema de represión política en la extinta URSS.
La villanía es una forma de servilismo como la Corvea Real,
consistía en la obligación de trabajar gratuitamente en las tierras del
noble o señor feudal. Fue adoptada como más conveniente que la
esclavitud, al surgir los varios tipos de feudos —aunque no surgió en la
Edad Media esta modalidad de pago—, ya que al morir un esclavo había
que comprar otro, y en la corvea se involucraba a las familias y su
descendencia a pagar con trabajo los servicios y deudas contraídos con
su señor feudal, por permitir trabajar la tierra, usar el molino, los
ríos, etc. También, en un sentido práctico, se observaba que el esclavo
era un mal trabajador, ya que su rendimiento se estimaba bajo en todas
partes, pero en la corvea su trabajo era de mejor calidad, y como tenía
que pagar las rentas, será de su propio trabajo del que dependerá el
excedente (al cual estaba sujeto su vida) de productos.
Dando fin a este artículo, que daría para un largo ensayo, los estatus sociales entre esclavitud, servidumbre y villanía, podemos
decir que hoy seguimos igual que hace tres mil años, nos han cambiado
el nombre, ya ahora somos obreros o trabajadores, y pensionistas, de
ínfimos sueldos, insuficientes para subsistir y procurarnos una vivienda
digna en propiedad con hipotecas de 40 años. Y detrás estás los
parados, sueldos vitales, las pensiones no contributivas, y emigración e
inmigración; es decir, que seguimos siendo esclavos con otro nombre, y
encima la pandemia nos hace aún más esclavos.
Pamón Palmeral
Publicado en El Monárquico de Madrid, domigno 15 de noviembre de 2020
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Solzhenitsyn siempre será recordado por Archipiélago Gulag, una obra que reveló la verdadera faz de la utopía comunista. La obra corroboró las tesis de Los orígenes del totalitarismo,
el famoso ensayo de Hannah Arendt que ya en 1955 mostraba la íntima
afinidad entre nazismo y estalinismo. Los nazis sacrificaban vidas en el
altar de la Naturaleza, empleando los argumentos del darwinismo social.
Los bolcheviques invocaban la Historia para perpetrar matanzas,
afirmando que la lucha de clases constituía el motor de una progresión
ascendente. En nombre de dudosas utopías, se liquidaron millones de
vidas.
Solzhenitsyn nos recordaba en Archipiélago Gulag que el pilar fundamental de la Unión Soviética fue la Checa, “un órgano represivo único en la historia humana,
un órgano que concentraba en una sola mano la vigilancia, el arresto,
la instrucción del sumario, la fiscalía, el tribunal y la ejecución de
la sentencia”. Cuando en 1919 Máximo Gorki se lamentó de los
casos de inocentes encarcelados o asesinados por error, Lenin le
contestó que no gimoteara como un miserable burgués, que la vida
individual carecía de valor, que consolidar la revolución era una
prioridad absoluta, que lo único importante era construir un Estado
socialista.
“El Centinela de la Revolución nunca yerra”, escribe
Solzhenitsyn, explicando la mentalidad de Stalin y el resto de los
líderes bolcheviques, cuyo fanatismo desembocó en paradojas morales como
prohibir la caridad, presunto síntoma de decadencia burguesa. El relato
minucioso –pero nunca morboso– de las torturas, el hacinamiento, los
asesinatos y la penuria produce menos espanto que la ausencia de
sentimientos de culpa entre los verdugos.
Nazis y bolcheviques caminan
juntos por la pendiente de la deshumanización, pisoteando los valores
alumbrados por siglos de civilización. Desgraciadamente, sus víctimas
también se despeñan por ese abismo, pero por un motivo comprensible:
sobrevivir. Primo Levi admite que a las pocas semanas era un Häftling, un preso que sólo pensaba en vivir un día más. En los campos soviéticos, se empleaba la expresión zek para designar a los prisioneros.
Un zek
no podía ser virtuoso, pues la supervivencia imponía desconfiar,
callar, engañar y no pensar en los demás. Solzhenitsyn admite que fue un
zek y que sólo la recuperación de la fe de su niñez le
devolvió la dignidad. Sin embargo, una parte de su alma se quedó en la
estepa rusa.