miércoles, 28 de diciembre de 2016

BEATRIZ, LA MORISCA Y LA INTRIGAS DE PALACIO, Relato 29 del libro "PERITO EN PECADOS"






                                 (Libro "Perito en Pecados" de venta en LULU /on-line)



 33 relatos asombrosos




29

 BEATRIZ, LA MORISCA Y LA INTRIGAS DE PALACIO

Por Ramón Fernández Palmeral

    PASTRANA, MAYO DE 1581

    Querido Primo. Majestad:

     Es posible que esta carta nunca llegue a tu poder. Pero mi obligación como duquesa de Pastrana al servicio de la Corona y de su Majestad, y de mi conciencia cristina,  me obligan a contaros la verdad de todo lo sucedido con el asesinato de don Juan de Escobedo (secretario de don Juan de Austria) en junio de 1578.
  
    Los cinco asesinos y una mujer llamada Beatriz de Frigiliana, fueron detenidos y ahorcados por su crimen. Nosotros tanto Antonio Pérez, tu secretario, como yo, solamente cumplimos tus  deseos, que eran órdenes para nosotros, los de darle un escarmiento a Juan de Escobedo, por su arrogancia en la entrevista con su Majestad en la audiencia del Alcázar.
    Un año después del asesinato imprudente, pues nunca se les pidió a los sicarios que mataran a Escobedo, resulta que mandan detener a Antonio Pérez, creyendo que era un traidor, cuando nunca lo fue. Sino por tu obsesión enfermiza a que todo el mundo te traiciona o te lleva por un camino equivocado.
     Yo, desde mi sepultura, te quiero contar la vida que sufrió y padeció en sus carnes Beatriz de Frixiliana, mi sirvienta, a la a que yo le encargué dar un escarmiento a Escobedo porque era tu deseo. Una pena su muerte. La bella morisca de ojos negros hasta que tuvo que cumplir el encargo que le mandé hacer en Madrid, que a la vez era el vuestro.  Ella me había confesado  toda su vida,  aquel día que le vi una horrorosa quemadura en un muslo que despertó en mí una gran curiosidad y compasión. Quería hacerme dueña de su secreto. Beatriz tenía veintiocho años, fue una esclava morisca oriunda de la Axarquía, tierras allá en el Al-Andalus, tierras de herejes y de moros en el confín de la tierra de Cristo.  Jamás pude sospechar de su condición de fugitiva, ni que hubiera disimulado también su acento árabe con tantas jotas en su pronunciación,  su castellano era correcto en vocabulario y en giros, nadie hubiera dicho por su condición y modales refinados que una salvaje morisca y llegara a  tener una educación casi de dama cristiana.
     Beatriz se merece, estos días de recuerdo, toda mi atención, todo el palomar  de mis pensamientos.                                          
     Desde su ejecución a pena de muerte por ahorcamiento  tras sufrir tormento, sentí grandes remordimientos y pesares, en parte, se sentía culpable por haberla utilizado en la muerte de Escudero. Después de ejecutada la recordé mucho, una sentencia como una trampa en su cuello: la horca, me sumergió en una gran soledad, la echaba de menos por razones que  se deben callar por recato. Ella me fue fiel y leal hasta el final, no delató a sus cómplices a pesar de serle aplicada la tortura, no habló de forma inculpatoria contra su ama.

      Beatriz de Frigiliana tenía a la vez un halo de sultana y de tristeza en sus ojos que la hacía aún más bella, tenía hechizo bajo la sombra de sus cejas,  lloraba cada vez que recordaba o me contaba la infancia que el destino le había reservado, recordaba a sus padres o a su marido, a sus dos hijos, pero no menos sentimiento de pérdida que demostraba cuando hablaba del Peñón o del Fuerte de Frixiliana en la remotas tierra de la Axarquía. La compré en Antequera con otros moriscos. Con Beatriz llegaron otros moriscos a Pastrana conocedores de cría del gusano de seda y manejar los telares. Me interesaba sembrar moreras de Pastrana.

      Yo le pedía, mientras estuvo a mi servicio, que olvidara, que tomara una nueva vida a mi lado.  «Quiero que seas otra mujer –le dije–, lo primero es que comas. Anda, hija, come algo, que estás muy delgada».  Pero no me hacía caso, era de poco comer y de poco mundo.
    Tampoco es que fuera una niña, cuando la conocí en 1573, ella tenía dos hijos uno de nueve años y otros de meses, de los cuales no sabía absolutamente nada. La habían educado muy bien en la sumisión y eso era una cualidad que me gustaba y agradaba, puesto que nada hay tan molesto como las criadas maleducadas y respondonas.
      La historia de la rebelión de los moriscos, según me contó ella, empezó por la presión del fisco a que fueron sometidos por culpa de la vuestra Pragmática anti morisca de 1567,  pagaban impuesto por todo, hasta por respirar.  También conocí la historia de la resistencia del Peñón de Frixiliana por parte de mi pariente lejano Diego Hurtada de Mendoza, hijo del infante D. Iñigo López de Mendoza y María de Pacheco, duques del Infantado con palacio en Guadalajara.  Un primo lejano por parte de padre, vivió aquella guerra cuando fue desterrado a Granada.
       Empezó la revuelta cuando una mañana de mediados de abril del año de gracia de Nuestro Señor Jesucristo de 1569, cuando sobre el señorío del Conde Cabra y Marqués de Comares, apareció el morisco rebelde el Muecín de Guájara en la tranquila Canillas del Aceituno, donde hubo un encuentro y un crimen que fue la premonición del polvoriento verano que se avecinaba.
    
      Los valerosos moriscos  de Bentomiz,  no solados, sino agricultores, estaban escasos en artillería,  usaban flechas envenenadas y armas de fuego, se defendieron a palos, pedradas de hondas, picas, hachas, espadas, se defendían en el cuerpo a cuerpo.  Mientras los cristianos desplegaban cañones y arcabuces.  Conforme los cristianos a avanzaban los mariscos se refugiaron en el alto cerro de El Fuerte de Frixiliana, mucho más elevado y donde había agua y fortifiaci6n, allí resistieron el humo de la quema de pinos, pero los tajos rocosos  salvaron a muchos que huyeron por la sierra Almijara hasta Las Alpujarras para unirse con  Aben Humeya, el emir de los moriscos, proclamado en Béznar

     Tras mes y medio de resistencia en el cerro coronado de El Fuerte,  Diego de Oriola con su hijo Alí,  Alamino, Hernando el Darra,  el Meliú, Andrés de Chorairán y otras gentes huyeron por la sierra de Almijara a Las Alpujarras. La noche en que se evacuaba el Peñón de Frixiliana, apareció una nube negra en el cielo, una tormenta de relámpagos y truenos.  Ni Beatriz ni sus dos hijos, ni  su suegra Aixa  pudieron seguir a su esposo Diego de Oriola en la fuga de la sierra de Almijara.  El bebé desapareció en el ataque.      Mucha gente murió peleando en el Fuerte, otros viéndose perdidas se despegaran por los tajos (tajos del vértigo coma agujas de un cerro formado de terremotos, rayos y tormentas).
    El resultado de la contienda que duró cuarenta días fue de dos mil muertos que fueron incinerados, y los cuatrocientos muertas cristianos enterrados. En total fueron hechos unos 2.000 esclavos.
     En el corazón de Beatriz no quedaba  otro hombre más que su hijo Omar de once años y, el recuerdo de un bebé que desapreció en la revuelta. Denunciados por los cristianos viejos, las dos mujeres, y el niño fueron tomados como botín de guerra. En la plaza de Fixiliana, los Jefes militares o alcaides las desnudaron en pública subasta para elegir a las mejor dotadas, y ella fue selecciona entre los cuerpos más armónicos, también mostraron a las hombres más sanos, ella tuvo suerte de ganar la vida y quedó en poder del capitán Hernando Duarte y éste la vendió a su vez a un rico mercader de Málaga llamado Malquiades Molto  que no pudiendo tenerla en casa la dejó en arriendo como pinche de cocinera al servicio del obispado de  Málaga en pago de primicias. Otras mujeres moriscas fueron entregadas a soldados  como botín en pago de su lucha, y las mujeres peor dotadas en edad y en físico,  las que no quisieron a su servicio y disfrute, vendidas para casas de lenocinio por toda Andalucía y Castilla.  La eterna prostitución que no es más que un acto de abuso de persona necesitada.


                         

                                                 
                                  Beatriz en el obispado de Málaga

      Me contó  Beatriz que cuando trabajaba como pinche de cocinara en el obispado de Málaga, su belleza atrajo la codicia amorosa de un joven cura beneficiario que ya daba misa en la catedral. Sus bellos ojos hacían sospechar su origen árabe. Desde que a mí me falta el ojo derecho, siempre me llama la atención los bellos ojos de las mujeres.
      Cuando el beneficiario se la beneficiaba, perdón por el retruécano, Me imagino a ella con su cabellera larga azotándole las espaldas desnudas, su piel de melocotón  tersa y dura en la que rebotaban los pellizcos, cuerpo perfectamente modelado por un hacedor que empleó toda su ciencia,  y entre los muslos se dejaría ver su tatuaje intacto, antes de que se la quemara con una plancha.  Jamás se me ocurrió preguntarle por la figura que representaba del tatuaje.
         Cuando sonaba el badajo del címbalo de la catedral de Málaga a las siete de la mañana, era la hora de la tregua del amor, y Beatriz,  que se mostraba cansada de besos con mal aliento, de mordiscos en el cuello, de chupetones en el pecho, de tanta saliva babosa de un torpe amante. No menos torpe que vos Majestad cuando me poseías durante el embarazo de la reina Isabel de Valois.
     Manazas, más que manos que se multiplicaban hurgando los vedados rincones y hoyuelos del cuerpo de una mujer, de ser penetrada, de muslos humedecidos por el sudor y la fricción de los cuerpos por aquel secreto y sin vergüenza amante que ella respetaba tanta por su condición de conversa y un miedo sublime a las represalias de la docta y madre Iglesia.  Beatriz seguro que se levantó de la manta de lana extendida en el suelo como quien acepta la tregua sin capitulaciones tras al agotador encuentro de un torneo o del juego de cañas, porque eso es el sexo, una lucha cuerpo a cuerpo, aunque claro tú hacías años que veías los torneos desde la Tribuna, porque vos fallasteis más que una ballesta mora.
    –Nunca me mires a la cara cuando hagamos el amor –me decías vuesa Majestad– no quiero que me reconozcas en un acto amoroso como si yo fuera un pecador.

        Como quien está resuelta a tomar una decisión de huida o escapada  a donde ladran los perros rabiosos, a toda velocidad y sin lavarse las vergüenzas en un palangana, porque en la catedral no habría ni una decente jofaina, Beatriz se cubrió con sayón de lino y marlota toda su espléndida desnudez de pies a cabeza, sin las molestias de usar interiores como las que debemos usar quienes nos llamamos damas de corpiños, corsé, sostén, ceñidor, ajustador, refajo, enagua, falda, pollera, medias , de estas prendas, los hombres, sólo conocéis lo difícil que es de desabrochar tanto lazos y botones.     Reafirmando la fama de lujuriosas que gozaban bellas las  morisca, segura que se colocó en la cabeza un bello pañuelo grande o almalafas, toda aquellas prendas que el recato obliga a castigar a un cuerpo desnudo moreno de la juventud. Los desahogos carnales con tan piadoso y singular amante, se venían repitiendo cada vez con más frecuencia, todas las mañanas después de maitines, entre las siete y las ocho de la mañana, desde el día en que Beatriz llegó al obispado.  Un castigo más que un placer. Y siempre, después de  la coyunta ilícita utilizaba irrigaciones o lavativas de agua con algún mejunje de perejil para ahogar la semilla masculina y no preñarse.  Lavativas que debí yo  de usar contigo, queridísimo y respetado esposo, y no me hubieras cargado con once hijos, y no sé cuánto abortos.
       –Vestir un cuerpo femenino, de tan perfectas y provocativas formas, con aquellos harapos, era como vestir los ríos, los puentes romanos,  cubrir los árboles, ponerle pañuelos a las gacelas, era un acto de humillar a la propia naturaleza, es como cubrir las estatuas griegas a la Venus de Esquilina con harapos o flores o vestir a las la sibilas desnudas de las vidrieras o de los cuadros, destruir la belleza de naturaleza que con tanta destreza ha reproducido el arte. Me contó que el amante se metió dentro de su sotana talar coma la serpiente pecadora que se retorna a vestir con la piel seca que antes dejó junto a una rama al arrastrarse y creyó que al desprenderse de ella no le volverla a servir, porque se había creído por un momento de debilidad: hombre amante y no santo varón que habla sometido su vida sexual al celibato, sin advertir que esa sotana había cumplido su misión de vestir a un odiado demonio tentador y promotor del quebranto de una promesa.  Segura que para el cura beneficiario, aquel fabuloso cuerpo de mujer, supondría una tentación de la carne y nada más,  confesable con una severa penitencia, sus sentimientos más profundos permanecerían intactos en sus convicciones seminarista, luego llegaría la culpa, la mortificación y el arrepentimiento como una demostración de que el pecado es propio del ejercicio en la conducta de los hombres.  Tal aceptación de la debilidad del ser, igual que la franqueza es agradable al Todopoderoso porque así Él se siente superior y contento porque te puede perdonar.  Las llaves del cielo le importaban poco, su nivel de realidad nada de nada, era vencido por un deseo de placer superior al deseo impuesto de la castidad.
   Una mañana Beatriz bajó a la cocina ligera como quien se siente culpable de llegar tarde y quiere disculpares con demostraciones de servilismo y dispuesta a todos los trabajos, y preguntó a sor Catalina la cocinera, qué debía comprar esa mañana en el zoco, para aquella cocina que daba a de comer a un obispo, un secretario, diez sacerdotes y una monjas, incluida Beatriz que a pesar de ser morisca conversa y esclava también comía, no en la misma mesa con los santos hombres en el comedor general  con lectura de evangelios ni con las monjas, sino aparte en la cocina como los perros contra la pared, aunque el mozo de cuadras tampoco contaba en gastos de cocina, pues su manutención entraba en los gastos de pesebre y comía en la cuadra con los caballos de tiro de una calesa arzobispal.
     Beatriz, tomó su cesto de cañas florecido con un asa grande de las que venden los gitanos ambulantes, se la hizo a la cabeza sin roete como tenían costumbre en los campos de la Axarquía tal y como los vendimiadores transportan la uva de las viñas a los paseros en planos cestos de mimbre a la cabeza.  Al salir por la puerta de servicios del obispado, el padre Pablo, el sacerdote portero y administrador, le dijo que no llevara el cesto a la cabeza al estilo morisco sino a la cadera como las cristianas de buen nacer y del bien obrar, porque estaba prohibida toda costumbre que recordara a los enemigo de Dios, así Beatriz, asintió con un gesto de la cabeza a la vez que le recriminaba al padre Pablo,  que ya se debían al verdulero treinta y tres maravedíes. 
   -–No pronuncies esa sagrada cifra, no ves que es la edad con la que murió Cristo, -se persignó varias veces lavarte la boca y cuando tengas de pronunciar esa cifra santa con tus labios sarracena debes de decir: treinta más tres.
      –Bueno, lo que su eminencia diga, pero se deben.  Recalcó ella con esa gracia espontáneo y un gesto con la boca que le reconocía un cierto genio y energía.
      Llevaba su pañuelo a la cabeza y su delantal blanco liso los extremos, sin bordados, hasta los pies, le acompañaba Lorenzo, un mozo de caballos y servicios de recados, que no tendría más de trece años, huérfano, e hijo de un soldado cristiano muerto en Las Alpujarras en la batalla del Tablete de 1570.  Eran dos antagonistas pero en el fondo de su soledad se llevaban bien, se toleraban en sus bromas, que a ella no le gustaban.
    –Mueve ese trasero Jalifa -le dijo el mozo a Beatriz por no decirle morisca directamente -. 
   -–No me llames Jalifa que estoy bautizada como Beatriz, sí se entera sor Catalina que me llamas así nos echa a los dos.  Además ya nunca tuve nombre, mis padres me llamaban la Segunda, por ser la segunda de mis hermanos, y Beatriz cuando me bautizaron en la parroquia de Santa María de Frigiliana».
    Llegó Beatriz al zoco cerca de Puerta del Mar, acompañada de su mozo de cuadras, el ruido de las carretas, las voces de las verduleras, el cuenta cuentos, los picapedreros del puerto, los niños y el trajín de los clientes producían en los oídos un zumbido como el de los tábanos que le dan dolor de cabeza.  Se acercó al puesto del pescado donde ella comprar casi siempre boquerones porque no los quería nadie y el único pez barato o salazones de pulpo seco en la perchas de las playa de San Andrés.
    –Guapa, mi alma –le piropeó el pescadero malagueño- cuánto quieres que te ponga, una caja, dos...
     -No, me das cuatro libras y me lo apuntas.
     -Se acabó el crédito guapa, que dar fiado a la Iglesia es cono perderlo todo.
     -Dios te va a castigar.
    -Bueno, dejemos a Dios en su divino reino –a la vez que se persignó-  que por lo menos él no come, dile al padre Pablo que me debe con estas cuarenta y un maravedíes y de no puedo transformar esta deuda en limosna.
     Beatriz terminó de hacer sus compras y regresó a la cocina del Obispado mientras Diego se comía una manzana que de seguro la habla hurtado en un puesto, habilidad de pícaro resulto a no pasar hambre.  Cuando regresó a la cocina, vio extraña la presencia de su amo Melquiades  que hablaba con un sacerdote,  coadjutor del Obispo, en una conversación privada, ella se sorprendió mucha sabedora de que todo hambre comente pequeñas traiciones e imaginó que había sido delatada por su amoríos en el ático de los archivos con el cura beneficiario, contra su voluntad, sin ninguna explicación, confundida, se fue con su amo hasta a calle Granada frente a la Iglesia de Santiago, que dicen que fue antigua mezquita, donde vivía Melquiades Molto.  Luego apareció otro sacerdote, el magistral y el beneficiario, su amante sin nombre, la señalaron y el magistral afirmó con la cabeza, había sido descubierto, por la denuncia de ella, sino por otras circunstancias que nunca se supieron, él  fue castigado al destierro, de haber sido con alguna cristiana lo condenarían al emparedamiento, por solicitación, que era lo que se merecía, y a Beatriz fue vendida de nuevo en el zoco Málaga.
     No sabía Beatriz que había sido vendida por veinte ducados y se la llevaron sola y triste por el camino de Antequera una veces a pie y otras a la grupa de un caballo a través de Puerto de la Torre, Villanueva de la Concepción, Boca del Asno (puerta a través del Torcal).   Al segundo día de estar encerrada en el palacete de su nuevo amo, apareció un joven llamado Álvaro de la Torre cristiano, hijo del amo, que tenía un trapiche a azúcar en Antequera.

      «A ti, mi respetado  esposo [pensó al Princesa de Éboli], jamás te salió un piropo de tu boca, claro que con tus preocupaciones y tantas austeridad en la corte, cualquiera se atrevía a gastar en piropos, porque al Rey Felipe II le ponía el cuerpo malo ver a alguno de sus consejeros o ayudantes vestir un traje de tafetán nueva, cuando acudíais a los consejos os poníais las ropas más viejas que agradaban mucho a la vista y al sentimiento del rey, que no quería que se gastara un ducado de más en gastos suntuosos, todo sus millones de ducados subordinados para los asuntos religiosos y los compromisos extranjeros que insistía en que no podían abandonarse, para el rey, por encima de toda necesidad se hallaba la cristiandad y los compromisos del papa, era tan cristiano que ser católico ya  ofendía, no le importaba que los campesinos que se muriera  de hambre en las puerta de las ciudades».





                                                    
                                 Beatriz en Antequera      
      
      Hoy se cumplirán dos años de mí cautiverio en Pastrana (Guadalajara). Nuestra hija Ana casada con Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia a los diez años ¿No es acaso esto una ofensa a la naturaleza? Me satisface que los Mendoza, los Media Sidonia y los Cerda vivan con el orgullo de su apellido y eso era para mí suficiente. Alonso Pérez no tomó a Ana ni con la dispensa del papa.

     Me contó Beatriz que salió de Málaga hacia Antequera comprada por un nuevo su amo Antonio de la Torre, y que cuando se vio en manos de su nuevo amo, se sintió muy incómoda, el hombre que la tenía que llevar a Antequera, que no era otro que Álvaro, el hijo del nuevo amo, quiso abusar de ella durante el camino.
     Tras un largo e incómodo viaje por el camino viejo de Antequera, siempre en subida, una veces andando y otras a lomos de una vieja mula por los empinados cerros de un paisaje cultivado de almendros y algunas bancales en los márgenes de un arroyo sediento. El río tenía algunas pozas de agua para mantener fresca la piel líquida de algunas ranas y resistentes carpas, cruzando portales de ventas y cortijos con vecinos que se asomaban en las ventana con postigos entre abiertas, y al norte siempre el Torcal (de muralla natural realizada por una mano no terrenal o semejando el zócalo de un paraíso de rocas con sombrero de otras piedras).
     Al fin del día, cuando la noche se apodera de la luz para venderte las sombras, no se pudo ver muy bien, era una gran peña que sobre el plano de la vega se alzaba como rota por un rayo, y Álvaro de la Torre, sin dirigirse a Beatriz, anunció, en voz alta, que aquellas rocas eran la Peña de los Enamorados pero no contó la leyenda porque no la sabía.  Desde la bajada a Antequera se vieron desde arriba la Alcazaba, y al rededor la Colegiata de Santa María la Mayor, la iglesias de los Carmelitas, el convento de la Trinidad y Monteagudo.
     Llegaron Beatriz y Álvaro a calle de la Reconquista, palacete su nuevo amo el caballero Antonio de la Torre, una casa recién construida a la entrada de Antequera, luciendo escudo de armas en el dintel, portal decorada con dos columnas de mármol de fuste liso y capitel, cancela de herrería, azulejos a media altura y patio interior con pilastras estériles, geranios heridos, una parra encaramándose al primer piso con la ayuda de unas sujetadores, un pez retorcido de mármol con algo en la boca, hacía las veces de suntuosa fuente, pero los escarabajos de los ojos de Beatriz no se dieron cuenta de la distribución de la casa ni ella llegaba de visita con la necesidad de halagar, porque ella miraba a tierra siempre y no quería percibir su nuevo palacio cárcel para no sentirse viva y de esa forma olvidar la humillación a que era sometido su orgullo de mujer. Esta vez iba a ser la dama de compañía de doña Fernanda.
    Las mujeres siempre hemos estado muy limitadas en derechos, hemos de obedecer a nuestras padres, a nuestros maridos y por última a nuestros hijos que se permiten reprocharnos nuestras debilidades como nuestro hijo Rodrigo que me. Reprochó directamente el que toda la villa hablara con lengua bífida de mis amoríos con Antonio Pérez; pero has de tener en cuenta una cosa querido esposo que ya siempre te fui  fiel mientras estuvimos casados.  Si en una balanza pudiéramos  colocar nuestros derechos y en otro nuestras obligaciones, la descompensación seria evidente.  Pero las mujer morisca la pasaban peor por sus costumbres islámicas que aún perduraban, y sometimiento a presiones de condiciones de semi-esclavitud, cautiverio, enfrentamientos a procesos inquisitoriales; sin embargo, cuando la condición femenina se pone a prueba en cuando ha de trabajar, luchar en conflictos, formando a tomar parte es decisiones heroicas como el más valiente de los hombres.  Fueron muchos las que sufrieron castigos por el sambenito del Santo Oficio acusados como "sublevados o  herejes de la fe», siempre en entredicho por su condición de conversos, cristianos nuevos en constante examen o pruebas, cualquier desviación se castigaba duramente.  Las condenas eran: cárcel, azotes, hogueras, confiscación de bienes, sambenito a exposición de nombres en las iglesias: la vergüenza y el rechazo de los demás.
      Todos los conversos habían de tomar nombres cristianos, querían convertirse y que las dejaran tranquila, solteras tomaban el apellido de su padre, pero al casarse el de su marido, y las esclavas de su amo que podía ser benevolente y no tatuarle le frente con la S y el clavo (o escala).  Inés, Leonor, Lucia, Lourdes, Karia, Isabel, Elvira o Beatriz.  Los moriscos que trabajan en los campos de Cifuentes. y Pastrana en la industria de la seda gustaban de mujeres metidas en carnes, y para lograr tal deseo las mujeres comían mucho sin guardar dietas, a pesar del duro trabajo del campo en villas y olivos, se protegían del sol con almalafas de cabeza los pies, en su vida íntima eran muy aseada, usaban ungüentos, perfumes, cosméticos y se pintabas las uñas, se tatuaban piernas y brazos, sexuales y prolifera en el amor, la competencia en el harén era muy grande; pero las campesinas ariscas no disfrutaban de estos lujos pasaban muchas necesidades, la iglesia había prohibido el baño, pintarse las uñas y toda costumbre islámica, so pena del castigo de la Inquisición.  Estos lujos debían ser para mujeres de familias ricas con servidumbre, aunque los ricos emigraron al Berbería (norte de África) en los primeros años de la reconquista.  
     Durmió Beatriz aquella noche de su llegada a Antequera en una alcoba donde dormía otra mujer que era la dueña o ama de llaves, doña Fernanda.  No durmió casi nada, a la mañana siguiente acudió a la cámara del ama.  Mientras la dueña le decía que era una gandula. Le dijo: vos sois mi dama de compañía.  Mírame mujer. ¡Vaya ojos!, eres demasiado guapa.  Cómo te llamas.  Además de atenderme a mí tus deberes son muy sencillos, llevar la casa, hacer de comer, limpiar y hacer todo lo que te se mande.
    –Sí.
    –Debes llamarse ama.
    –Si ama.
    –¿Sabes leer?
    –No ama.
    –Pues muy mal.  Yo quiero a alguien me lea junto a mi cama, y me lea devocionarios y alguna historia como esta que tengo entre manos del "Abencerraje y Jarifa".   Es una historia de amor que ocurrió en tiempos del Infante don Fernando... ¡Evidentemente!,  tú no sabrás quién fue el Infante don Fernando, pues era hermano de Enrique III el Doliente, hombre de gran valor y simpatías entre sus nobles de Castilla, y el clero contentísimo por extender la fe de Cristo.  Tal vez por la voluptuosa vida de los sultanes granadinos abandonado al placer de la Alhambra y el Generalife, Salobreña, embebidos en la poesía y el eco de las los laudes y timbales perdieron Antequera en 1410, en tiempos del sultán Yusuf III, que estuvo preso en Salobreña, Reconquistada Antequera, los moros se fueron a vivir a un barrio de Granada que llamaron la Antequeruela...










                                     Beatriz en Madrid

    A la muerte repentina de doña Fernanda, Beatriz fue vendida en el zoco de Antequera a un hidalgo castellano de Madrid, a cuya ciudad se la llevo para convertirla en su concubina a la fuerza, no tenía oportunidad de negarse porque era su dueño y había pagado 80 ducados. Una noche de invierno escapó de la casa del hidalgo, y estuvo vagando por las calles bajo la lluvia hasta que topó con mi coche berlina. Yo le dije que cochero que parara, y al ver aquella cara tan bella y mojada y contarme lo que le había sucedido, me la llevé de sirvienta conmigo, de dama de compañía, pues su belleza era una alegría en mi casa.
    Estuvo conmigo varios meses, me encantaba verla, aunque su cara siempre estaba triste. Le pregunté por su familia, y ella me contó su tragedia, pero no eras una hereje, sino una cristina nueva. Le pregunté una vez, que necesitaba para ser una mujer feliz. Ella me dijo que estar con sus hijos, el mayor Diego de 9 años, y el otro Alonso, un bebé de tres meses cuando desapareció en la lucha de El Fuerte de Frixiliana.
    Yo para hacer feliz a Beatriz, mandé a buscar a este Diego de Frixiliana, con la suerte de encontrarlo en Aranjuez. Lo compré por 50 escudos de oro, y lo puse a mi servicio junto a su madre; pero del otro hijo nada se supo. Ella me dijo.
    –Tanto favor me hace muestra merced, alteza, que pagaría con mi vida cualquier cosa que yo pueda hacer por vos.
    Y así quedé con su deuda, pues en una Corte llena de traidores nunca se sabe lo que se puede necesitar, y sobre todo una mujer viuda como yo sin protección de un marido.     
    El parche en mi ojo derecho asumía un atractivo superior a la de las demás mujeres de la corte, no obstante me limitaba la visión de mi ojo derecho. La primera vez que me vistes, me sentí avergonzada. No sé si te hablaron de mi defecto, seguro que no.
    Me contó Beatriz de Frixiliana que guardaba en el recuerdo de una feliz infancia pero una triste adolescencia, cuando la desposaron tenía los mismos años que cuando yo me desposé: doce años cumplidos. Beatriz se casó Diego Aben Al-Zagüat de Frixiliana de catorce años, y vivían en el Zacatín. El moriría vigilando la atalaya en el ataque al castillo de ese pueblo cuando acabada de cumplir los diecinueve años, tú en cambio tenías treinta y seis años y te fuiste al seno del Señor con cincuenta y siete años. 
     Me llevabas tú, mi querido esposo, [La princesa de Éboli a Ruy Gómez de Silva] veinticuatro años de diferencia, una edad con lo que podías ser mi padre, aunque no se consumó el matrimonio hasta que viniste de Flandes después de acompañar a Felipe II por Inglaterra cuando se casó Felipe con María Tudor y Aragón, y luego, ante la reclamación del Emperador, fuisteis a Flandes, un viaje que duró cinco años, a primeros de Septiembre y cuando ya cumplía diecinueve años llegaste a Laredo.  Con tantas ganas lo cogimos que fui como una coneja, aunque no sea un símil apropiado para una dama, porque parí diez veces, y se nos murió la mitad, y me educasteis en el placer demasiado joven.
    Beatriz no dejaba de preguntarse por paradero de sus hijos, de su esposo, de sus suegra madre, y no sabía si estuviese entre los vivo o entre los muertos.  La llevaron ante el nuevo ano que ni siquiera preguntó por su nombre y no le interesaba su pasado, le llevaron a la cámara de la esposa de don Antonio Torvisco que residía en cama, enferma desde que su hijo primogénito se hallaba cautiva por los moros en Argel, sin que todavía la comisión de rescate de cautivos lo hubiera devuelto a casa tras dos años de cautiverio, y esta era la enfermedad de la mujer, que se habla negado a levantarse, y esta fue las obligaciones de Beatriz, ayudar a la dueña y en todo aquello que podía servir.




      
                             Beatriz en Pastrana

       Un hijo duele más que nada, tanto al nacer como cuando le perdemos, tal vez más cuando le perdemos y, esto, desde luego, solo lo sabe una madre que ha perdida uno. ¿Qué sería de nuestro valiente hijo Diego, duque de Francavilla, muerto en Lepanto a los diecisiete años, en aquella horrible batalla naval contra el turco? Les dieron un cobre con unos ducados y una carta de pésame. Dudé de Dios, hoy rezar mucho por nuestros otros hijos: Rodrigo, Ana y su marido Álvaro Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, Ruy Gómez, Fernando que ha cogido los hábitos y ya es obispo de Soma y Sigüenza, arzobispo de Granada y Zaragoza con el nombre de Pérez Gómez de Mendoza y sobre todo a la más pequeña Ana de Mendoza monja que tanto me sonrió en los últimos días de mi vida.  Todos nuestros hijos estudiaron con los jesuitas del padre Araoz y Rengifo, a pesar de que Felipe 11 recelaba de la Compañía de Jesús. Pero no, no quiero hablar de mis asuntos, aunque no puedo evitarlo se me vienen a la cabeza como intrusos. 
    En marzo de 1578 le había pedido a Beatriz un encargo peligroso, el encargo que su Majestad me pidió a mí, el de darle un escarmiento a don  Juan Escobedo. Ella buscó a otros moriscos.  D. Juan había venido a Madrid desde los Países Bajos, por el camino español con unas cartas de don Juan de Austria para su Majestad. Posiblemente don Juan de Austria a través de don Juan Escobedo te pedía permiso para casarse con María Estuardo, Reina de Inglaterra, pero esta alianza no te satisfizo, porque aumentaba el poder de tu hermanastro.
     Era un favor que, Beatriz me debía y no me podía negar después de haberle comprado a su hijo Diego en Aranjuez.
     Lo de la muerte de Escobedo fue un accidente, pues no pretendíamos ni Antonio Pérez ni yo,  matarlo, sino en darle un escarmiento a su osadía ante vos.

     Después de muerta Beatriz por ahorcamiento, dicen mis criadas que la siguen viendo en el palacio de Pastrana, siempre de espalda como flotando, pero a la hora de alcanzarla para hablarle, ella se esfuma, se evapora, y vuelve todos los días a la hora en que ahorcaron a la morisca. Por cumplir mis órdenes que a la vez eran tus deseos, Majestad.



      Firmado y sellado el por el espíritu de Ana Mendoza. Princesa de Éboli y duquesa de Francavilla, II princesa de Mélito, II condesa de Aliano y II marquesa de Algecilla por derecho propio.

                           Pastrana (Guadalajara), mayo de 1594

sábado, 24 de diciembre de 2016

"La invasión de los guisantes". Relato de "Perito en Pacados". Situado en un cortijo de Torrox.



21

LA INVASIÓN DE LOS QUISANTES

Ramón Fernández "Palmeral" es autor también de "Reseña histórica de Torrox".


INICIO DE RELATO:
   TEXTO de un radio oficial a la Comandancia de Málaga:

    A las 8' 25 horas del día de la fecha, en las proximidades del cortijo de las Adelfas, paraje de Garbancito, término municipal de Torrox  y partido judicial de la misma localidad hemos hallado el cadáver de un varón, sobre la cama de una habitación. Responde a las siguientes características: Edad aproximada de 35 a 40 años, 1´75 de estatura, pelo largo de color avellana con barba, está desnudo. En el cuello presenta señales de posible estrangulamiento. En el suelo hay abundantes guisantes esparcidos, un par de kilos aproximadamente.
     Se solicita Policía Judicial, Juez  de Guardia y Forense para levantamiento del cadáver. Se inician pesquisas para su identificación.

      El cortijo de las Adelfas se encontraba cerca del río de Torrox, esos días descendía grueso, amplio y soberbio después de las últimas lluvias torrenciales del mes de octubre. Corría turbio y veloz, compulsivo, en su oleaje arrastraba cañas, árboles, animales ahogados, embistió al puente de una dentellada y los derribó, llevaba el rumor de una fuerza de la naturaleza. El olor a tierra mojada iba siendo sustituido por otros olores, la tierra era blanda y no se sabía muy bien dónde pisar, las botas del uniforme se ponían pesadas, tercas en el caminar,  los Land Rover de la Guardia Civil avanzaban buscando la certeza de un terreno duro para aparcar.

    Mientras llegaba el   juez y el forense se procedió al registro del cortijo Las Adelfas, por si había más personas muertas dentro.  El cortijo era propiedad, según el registro del Padrón Municipal, de un abogado de Málaga llamado Thelémaco Fernández,  en la puerta había un Nissan Patrol cuyo titular era la misma persona. En un cajón cerrado de la mesa de tipo bufete había dos sobres que contenían cartas. Las recogieron y trascribieron como prueba de convicción:

      Diligencia para hacer constar  las cuatro cartas encontradas en el cortijo de las Adelfas de Torrox:      


   Carta Primera.

    Me llamo Thelémaco Fernández con DNI XXX tengo 42 años, estoy casado, soy abogado, y estoy en plenas facultades mentales.
     Una mañana al afeitarme en el cuarto de aseo antes de salir para asistir a un juicio oral en la Audiencia, me corté en el mentón del que brotó una gota de un líquido amarillo como el whisky o la manzanilla o el aceite de oliva, no tenía el color de la sangre que era lo que yo esperaba que me saliera.  Aquella «cosa» eran como canicas de cristal, como la lava de un volcán y, al caer a la loza del lavabo, escuché un sonido agudo como el que provoca un trocito de cristal al rebotar, cuando acabé de afeitarme vi que aquello, que se suponía debía ser una gota de mi sangre, presentaba la forma asimétrica de una bota de vino peluda en progresivo aumento de tamaño y retorcimiento sobre sí mismo, el lavabo de loza blanca se había convertido en la cuna donde un ser extraño estaba naciendo, pero lo que más me preocupaba era que «aquello indefinible y horrible» había salido de la sangre de  mi mentón, a través de un pequeño corte en mi cara y, sin duda, no era la primera vez que me cortaba al afeitarme. Dijo con voz ronca: «Tú me has llamado de los ultramundos».

    Eché el pestillo a la puerta del aseo, no quise avisar a mi amiga Aurelia para no preocuparla, sobre todo a las siete de la mañana en que ella todavía dormía, pero el ruido la despertó.  «¿Qué pasa? Thele», me preguntó ella.  «No, no pasa nada, tranquila, que me he cortado al afeitarme». 
      Empecé a notar un fuerte olor a acetona, pensé que aquella bota de vino peluda, por darle un nombre, se había apoderado del botiquín y de los medicamentos, que siempre se guardan en el cuarto de aseo.  Luego escuché un golpe en la puerta, era seguramente,  mi amiga. Aquella especie de bota de vino se hacía más grande y, evidentemente, yo no podía abrir el cuarto de aseo. Era un homúnculo con ojos amarillos.

    Me sentía muy preocupado por lo que me estaba pasando, me temblaban las piernas de pura miedo, una flojedad se había apoderado de mis cuarenta años de hombre, y ¿cómo iba yo a decirle a mi amiga que aquello era una de «cosa» sin definir que había salida de una gota de mi sangre?  Ahora enjaulada dentro del cuarto de aseo, me iban a recordar lo que todo el mundo piensa de mí que estoy loco de atar, desde que me hicieron aquellas pruebas en la clínica.  Pensé que la «cosa» podía ser una criatura deforme.  La «cosa» saltó del lavabo y se fue contra la puerta com una masa de fuerza descontrolada y enfurecida y de pronto   rugió como un león. Mi amiga, al otro lado de la puerta, no dejaba de interrogarme sobre lo que pasaba allí dentro, y además me estaba poniendo nervioso, histérico.  En un acto de valentía, he de reconocérselo, Aurelia se dispuso a abrir la puerta.
    –¡Nooooooo,  ni se te ocurra! -grité a mi amiga en una clara advertencia, pero no hizo falta más intimidaciones porque con un golpe tremendo y seco, Aurelia entró en el aseo.  
   –¡Pero qué es esto tan horrible y asqueroso!
    La «cosa» descuartizaba el espejo, a la vez que una especie de una garra arañaba la puerta del cuarta de asea de arriba abajo.
     Aquella «cosa indefinida» que había dentro era algo formidable, que se había hecho gigante en diez minutos o una especie de monstruo incomprensible.  No sabíamos qué hacer.  Así que alguna decisión debíamos de tomar y lo más razonable y sensato era huir de allí, así que mientras mandé a mi amiga a que fuera arrancando  el Patrol para salir pintando, decidí contener la puerta atando el pomo a un mueble, mientras el rugir de la «cosa» iba tomando cada vez más territorio y un tono desmesurado y los golpes rompían las paredes y la luz eléctrica se fue, olía a humos de carne que se quemaba. La «cosa» se rompió y empezaron a salir unas bolitas verdes como los guisantes, eran guisante que explosionaban y de los que salían otros guisantes.
     Todo aquello era inexplicable,  tenía en mi sangre verdaderos monstruos, había destrozado la casa a golpes, y se hacía cada vez más grande y maligno convertido en una invasión de guisantes que llenó el cuarto de aseo hasta el techo  buscando la luz de la ventana.
     Por fin Aurelia me tocó el claxon desde el Patrol arrancado en la puerta de aquella casa de campo que con tanta ilusión hablamos alquilado para participar de los beneficios de la naturaleza que tanta falta me hacían.  A través de la puerta del cuarto de aseo me salían los guisantes formando, todos ellos, un conjunto  una especie de mano o parecido a una mano gigantes.  De un salto me monté en el asiento del conductor y salimos por un carril de tierras para no volver nunca más a aquel lugar.
        –¡Que te follen!  -grité desesperado desde el coche a aquel bicho mientras la casa huía de nuestra vista por los caminos de aquel bosque de pinos hacia el pueblo de Torrox.
        Todo nervioso y sin parar de comentar lo sucedido nos alojamos en la pensión "El Tuerti" de la plaza de la Constitución de aquel pueblo tranquilo de sierra donde, según decía la gente, nunca ocurría nada y tanto era así que la gente emigraba de puro aburrimiento.  Sin dejar de pensar, por supuesto,  en la extraña criatura encerrada en el cuarto de aseo y sin atreverme a contarle a Aurelia que aquel bicho había salido de mí. Pasé aviso al 112 de emergencias para denunciar el hecho. Además llamé por el móvil al bufete para que un compañero me sustituyera en el juicio oral de la Audiencia.
      Esa misma mañana, Aurelia y yo fuimos a visitar al psiquiatra Dr. Antonio Whitaker de la clínica en Vélez-Málaga, al que conocíamos de otras consultas. Le dije que lo que más me aterraba era saber que dentro de mí, en mis venas tengo cinco litros de ese líquido color whisky, si una sola gota ocasionó tal destrozo qué será de la humanidad con mis cinco litros derramados. Me dijo que eso no era posible, que eran obsesiones mías. Y me recetó unas pastillas.
     Aurelia me dio unas pastillas para dormir. Escuché un ruido en la bañera, me asomé y vi que crecía a toda velocidad una planta, por primera vez veía salir hojas de una planta como la de los guisantes, a la velocidad de esas cámaras que sacan fotos a cada hora y luego unidas las exponen de una vez. Corté las hojas que salían y las tiré por la ventana pero no existía forma humana de parar aquel crecimiento continuo, tras las hojas salían vainas que reventaban de guisantes, aquello era la rebelión de los guisantes, se multiplicaban como el granizo. Salí a la calle y en la plaza crecían plantas de guisantes por todas partes, la gente recogía vainas dándole gracias a aquel maná, a aquella bendición de horticultura, hasta que los guisantes inundaban las calles y las plazas por miles, millones de guisantes que ocupaban todo Torrox. Entraban por las ventanas, cuadras y las puertas abiertas, enterraban a los coches y todo el pueblo parecía vivir dentro de una gran calabaza; la gente, asustada se encerraron en sus casas, el dueño de la pensión dijo que no había visto nada igual, nos encerramos dentro atrancando puertas y ventanas, luego empezaron a salir por los inodoros y los desagües, nos defendíamos como podíamos contra algo que nos asfixiaba y que nuevamente había salido de mí sangre, de dentro de mí, ¿qué me estaba pasando?, debía ser las consecuencias de aquella pruebas a las que me presenté voluntario a cambio de algún dinero en la clínica universitaria cuando era estudiante y necesitaba dinero?  En un par de horas los guisantes desaparecieron del pueblo y no quedaba no rastro de ellos. Increíble. No lo podía comprender. Y lo peor de todo, esta vez Aurelia no había visto nada.   


Carta segunda.
 
   A los tres días de la primera aparición de la «cosa indefinida» regresamos, con toda precaución al cortijo de las Adelfas, para recoger nuestras maletas y todo estaba normal. No había restos de guisantes ni de la bota de cuero peluda gigante, ni de nada. Me tomé las pastilla que me había mando el psiquiatra y nos acostados.
    Por aquellos días empecé a sentir picores por toda la alfombra corpórea de mi piel, me notaba como una ronchas pequeñitas de un color morado, me desnudé de puro picor y me las vi como grandes pecas por todo el cuerpo, empezando por las piernas hasta el pecho, una intoxicación que me picaba muchísimo, me metí en la ducha fría para aliviar el fuego que me salía por  mi piel, sin duda era mi sangre revuelta, el corazón agitadísima con tanta fuerza que escuchaba los latidos en los oídos, la tensión la debería de tener a cien por cien.  No sabía qué hacer, de nuevo temía que me iba a pasar algo malo.   
     Tomé del botiquín una jeringuilla con aguja hipodérmica para sacarme un poquito de aquella mierda que tenía dentro y  ver  que mi sangre no tenía nada que ver con aquello, con verle  el color bermejo me bastaba.  Así que a modo de heroinómano me extraje un poquito de sangre de la vena.  Mi sangre seguía con el color de la orina o el del whisky, todo cabreado tiré el contenido por la bañera y me acosté mientras Aurelia me decía que me durmiera.
    –Aurelia, me están pasado cosas muy raras, lo de la casa de campo, los guisantes en el pueblo.
    –Deben ser imaginaciones tuyas. Estás asustado, te veo desconocido, en la casa de campo ya no vi nada, sólo oí unos ruidos y nada más.  Deberían volver a la clínica y explicárselo todo al Dr. D. Antonio Whitaker.
   -Volver a la clínica, jamás, iré a un médico que nada sepa de los experimentos que me hicieron años atrás.
    Empecé a buscar en los cajones de un aparador el libro de mi seguro de enfermedad, para buscar el teléfono de mí médico de cabecera, con la mala fortuna de que me pinché en el dedo con un alfiler de los que quedan en los cajones, hice un gesto reflejo de chupar la sangre, pero no lo hice y en el mismo canto del libro del seguro de enfermedad me lo limpié, vi que la sangre se extendía como una huella grande de tres dedos en forma de ave, luego otra huella como de un gran dinosaurio. Llamé a Aurelia para que no desmintiera mis visiones, se rompió el fondo del cajón como si algo lo hubiera pisado, ella decía que no lo veía lo mismo que yo. Me estaba volviendo loco.  Luego sentí que algo pesado e invisible habitaba con nosotros en el apartamento, dejaba huellas en el suelo unas veces de agua o el crujir de una loseta, pero nunca un grito o un sonido, veía que algo se sentaba en el sofá dejando el hueco de un cuerpo que debía poseer una prominente columna vertebral, percibía un ser como extraterrestre en el cortijo que olía a pescado, me propuse cazarlo y mostrarlo a mi amiga para que se diera cuenta que no eran obsesiones mías. Pero no fue posible. Me dolía mucho la cabeza.


       Carta tercera:

      Nos fuimos Aurelia y yo del cortijo alquilado de Torrox, a nuestro apartamento de playa de Torre del Mar. Nuestro lugar de convivencia mientras solucionaba el divorcio con mi mujer Jacinta.
      Aquella «cosa» era invisible pero comía, mí gato había desaparecido, el frigorífico me lo encontraba muchas veces abierto, la basura rebuscada, el pan mordisqueado.  Al día siguiente, encontré escamas y gelatina en el sofá, tenía una prueba, y al verlas mi amiga las guardó en una bolsa de plástico.  Estaba convencido que poco a poco aquello que dejaba huellas de tres dedos se haría visible. Una vez lo vi detrás de mí por el espejo del cuarto de aseo, era un ser de mi estatura, piel escamosa y cabeza de dinosaurio.  Me llevé un susto de muerte y huí del apartamento, al bajar por la escalera vi a mi amiga hablar con dos enfermeros de una ambulancia, sospeché que venían a cazar el dinosaurio invisible pero que dejaba huellas de su existencia y presencia invisible.  Cuando en el portal llamé a mi amiga, los dos enfermeros vinieron directamente a por mí, me cogieron de los brazos sin darme explicaciones y me metieron en una ambulancia, odiaba a mi amiga, y sospeché que ella colaboraba con la clínica, a la que yo no podía regresar. ¿Cómo librarme de ellos, si no había duda de que mi sangre era un arma nueva, un arma letal deseada por cualquier gobierno, por una vez iba a utilizar ese arma en mi beneficio para escapar de la ambulancia antes de que me pusieran una camisa de fuerza... Me tuvieron que ingresar otra vez en la clínica del Dr. Whitaker.

 
   Cuarta carta:

   Una tarde me llamó al móvil mi amiga Aurelia para vernos. Se acercó a la clínica donde estaba ingresado por mis crisis y alucinaciones. Me preguntó cómo iba lo de mi divorcio con Jacinta, yo le respondí que requería su tiempo. Mi mujer, a pesar de que me era infiel, no quería separarse por cuestiones familiares y sociales ya que ella era muy católica y metida en asuntos sociales, e hipócritamente, quería predicar con el ejemplo que no practicaba.
     Al mes siguiente me dieron el alta médica, ya no tenía visiones. Nos fuimos  mi amiga Aurelia y yo al cortijo de las Adelfas para descansar, y reorganizar nuestra vida, pero el divorcio debía espera, el momento adecuado. Fui al cuarto de aseo para orinar. Noté que algunas gotitas sonaban otra vez como bolas o canicas de cristal, rebotando en el inodoro, tiré de la cisterna, pero de nuevo empezaron otra vez a salir guisantes a miles y más guisantes como seres extraterrestres… Cada vez que Aurelia está conmigo veo tremendas visiones horribles.
    Estoy a punto de reventar por dentro... ¡Socorroooooo…!

PARA CONOCER EL FINAL DE ESTE RELATO HAY QUE COMPRAR EL LIBRO:
Compra la edicióm impresa: