Francisco Javier Girón y Ezpeleta Las Casas y Enrile
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Biografía
Girón y Ezpeleta de las Casas y Enrile, Francisco Javier. Duque de Ahumada (II), marqués de las Amarillas (V). Pamplona (Navarra), 11.III.1803 – Madrid, 18.XII.1869. Militar moderantista, organizador de la Guardia Civil.
Nació en el seno de una familia perteneciente a la nobleza y de rancia tradición militar. Su tío abuelo era el general Castaños, héroe de Bailén. Su abuelo paterno, Jerónimo Girón, fue virrey de Navarra y capitán general, y el materno, Joaquín de Ezpeleta, había sido virrey de Santa Fe y teniente general después de una dilatada carrera en América, de donde regreso en 1797. Su padre heredó los títulos de IV marqués de las Amarillas y duque de Ahumada, destacando como militar en la Guerra de la Independencia y en 1820 como ministro de la Guerra en los primeros gobiernos del Trienio Liberal.
Como miembro de la nobleza, se benefició de los privilegios establecidos por Carlos IV para este estamento, y en 1815 se le concedió el ingreso en el Ejército con el grado de capitán, en atención a los méritos contraídos por su padre en la Guerra de la Independencia. Su primer destino fue en las Milicias Provinciales adscritas al Regimiento Provincial de Sevilla. Los primeros años de su carrera fueron de alternancia entre el discreto aprendizaje de lo militar con la actividad en el campo de batalla, donde destacó en las acciones de Torregorda, ataque marítimo de la batería de la Cantera y sucesos de Cádiz (1820). El levantamiento liberal lo llevó al Ministerio de la Guerra a las órdenes directas de su padre, encargado del Despacho de Guerra. La nueva responsabilidad le permitió tomar contacto con la Corte y trabajar en el impulso que su progenitor pretendió dar al ramo de seguridad con el Proyecto de la Legión de Salvaguardas Nacionales, cuerpo de seguridad a escala nacional, inspirado en la Gendarmería francesa, y con cuya puesta en marcha se intentaba devolver la tranquilidad a los caminos y pueblos de España, uno de los cuales, el de Ronda, era de los más castigados por el bandolerismo y los contrabandistas, y en él tenía el marqués de las Amarillas importantes haciendas. El proyecto no prosperaría porque la estirpe y tradición familiar situaron al marqués y a su hijo alejados de la derivación jacobina del “Trienio”, lo que traería consigo su precipitada salida del ministerio, pero permitió al futuro duque de Ahumada conocer de primera mano el estado de la seguridad.
La salida del ministerio no fue el único episodio de la crisis política que salpicaría los intereses del joven Girón durante el “Trienio”. El enfrentamiento de las Cortes y el Gobierno con la Corona se manifestaría de manera brusca en la jornada del 7 de julio de 1822. Ideológicamente identificados con la fascinante personalidad de Luis Fernández de Córdova, al marqués de las Amarillas y su hijo se mantuvieron en el Palacio Real durante el intento contrarrevolucionario ideado por Fernando VII, aunque sin participar en las refriegas que enfrentaron a los batallones de la Guardia Real con la Milicia madrileña y a las tropas leales al Gobierno en aquella jornada. El fracaso de la contrarrevolución marca el futuro inmediato de la familia Girón, y ante el temor a ser represaliados, abandonaron la capital con destino al exilio de Gibraltar, al que llegaron disfrazados de contrabandistas (octubre, 1822).
Ambos militares, padre e hijo, no regresarían a España hasta 1823, cuando las tropas del duque de Angulema ya controlaban la mayor parte del país. Francisco Javier Girón volvió a su Regimiento Provincial de Sevilla. Sometido a información por la Junta de Purificaciones, acabó solicitando la licencia (diciembre, 1825), y estuvo separado de la vida militar hasta 1828. Reingresado en ese año con el empleo de teniente coronel, sirvió hasta 1830 en Sevilla, hasta que pasó a mandar el Regimiento Provincial de Plasencia, de guarnición en la isla de León y, tras su ascenso a coronel de Milicias (noviembre, 1830), destinado como jefe del Regimiento Provincial de Granada, con guarnición en Algeciras.
Alejado de la alternativa ultra desplegada durante la “década absolutista” (1823-1833), desde su destino combatió las insurrecciones que tuvieron como escenario las costas algecireñas y Los Barros, respectivamente. Su currículo militar se enriquece por ello, y obtiene las divisas de coronel de Infantería (1831). El ascenso le depara nuevos destinos, en el Regimiento de Granaderos de la Guardia Real y en el Provincial de Granada, con guarnición en Sevilla, donde le sorprende la muerte de Fernando VII y el consiguiente recrudecimiento de la reivindicación carlista. También como Fernández de Córdova, no duda en poner su espada al servicio de la Reina en sus intereses contra el infante Carlos. En la guerra, su aportación estuvo alejada de los principales teatros de operaciones, pero, cuando la actividad bélica se aceleró, resolvió con eficacia la misión de vigilancia contra las partidas carlistas que actuaban en Andalucía, hasta que, a finales de 1833, se traslada a Madrid, y en marzo del año siguiente se incorpora de nuevo a la Guardia Real, siendo ascendido a brigadier y destinado al frente del Regimiento Provincial de Granada, cuyo mando ya había desempeñado.
En 1835, su padre recibió el título de duque de Ahumada, cediéndole a Francisco Javier el de marqués de las Amarillas. En junio de ese mismo año regresó de nuevo a Madrid, esta vez para encargarse de la Secretaría de Guerra en el Gabinete presidido por el conde de Toreno. Sin embargo, se trató de otra experiencia efímera, porque los acontecimientos políticos del verano de 1836 llevaron al nuevo marqués de las Amarillas a renunciar a su cargo, quedando en Madrid en situación de cuartel durante más de un año, para después retirarse a sus propiedades en Andalucía, tierra que amaba por ser cuna de su familia y donde había vivido la mayor parte de su adolescencia. Allí permaneció hasta finales de 1837, en que su trayectoria de lealtad a la tendencia conservadora del liberalismo monárquico le proporciona la oportunidad de servir a las órdenes del general Narváez, hecho que se juzga determinante para el futuro de su carrera. Vinculado como él a la figura de Fernández de Córdova, y nuevo hombre fuerte de la facción moderada del régimen, el Espadón de Loja había recibido el encargo de organizar un ejército de reserva en Andalucía, con la finalidad de acabar con las partidas carlistas que resistían al sur de Madrid. En esta misión, que el futuro duque de Valencia (general Narváez) sabría utilizar como plataforma militar para equilibrar el creciente ascenso de Espartero, al brigadier Girón se le destinó en principio como jefe de la 3.ª Brigada (mayo, 1838). Pero la perspicacia de Narváez no tardó en percatarse de las dotes para la planificación, organización, espíritu militar y fidelidad que evidenciaba su subordinado, y lo nombró jefe de su Estado Mayor. La excelente impresión entre ambos generales fue recíproca, y se tradujo en el principio de una leal, sincera y estrecha amistad, génesis de una fecunda obra compartida, asociada a la construcción del Estado liberal que se forjó en los albores del reinado de Isabel II, de la que ambos serían artífices destacados.
En plena contienda carlista, al marqués de las Amarillas le fue encomendada la misión de combatir a las órdenes del general Leopoldo O’Donnell contra el carlista Cabrera, destacando en las acciones de Montán, Alcora, Yesa, Alpuente, Collado, levantamiento del bloqueo de Montalbán, sitio y rendición del castillo de Aliaga (premiada con la concesión de la placa de la Orden Militar de San Fernando), acción de la Cenia y apoyo al Ejército del Centro. Su destacado papel contra los carlistas contribuyó a que la Reina regente, María Cristina, firmara el decreto de su ascenso a mariscal de campo (junio, 1842).
Incondicional de Narváez y como él disgustado por el proceder de los sectores “ayacuchos” instalados en el poder, fue, por tal motivo, víctima del recelo y de la animosidad de Espartero, caudillo del progresismo. Al contrario que Narváez y Fernández de Córdova, no se vio en la necesidad de exiliarse, pero fue separado del servicio, permaneciendo en situación de cuartel en Madrid durante el “trienio progresista” (1840-1843). En este tiempo falleció su padre y heredó (octubre, 1842) el título de duque de Ahumada.
La falsa dialéctica entre “revolución permanente” y “revolución controlada”, resumida en la artificiosa oposición entre “libertad” y “orden”, acabaría facilitando el triunfo de la coalición antiesparterista, en 1843. Con el general Narváez convertido en nuevo hombre fuerte del edificio monárquico, los años 1843 y 1844 fueron decisivos en la vida del duque de Ahumada. Por su incondicionalidad a Narváez y por sus dotes de organizador fue elegido para dos importantes misiones.
La primera fue su nombramiento como inspector de fuerzas situadas en los distritos militares segundo y cuarto, que debía eliminar inquietudes y disidencias en el ejército recién salido de una confrontación interna. La misión le sirvió para comprobar el estado de ánimo de la tropa y para conocer la organización de los Mossos de Escuadra, el cuerpo de seguridad que operaba en Cataluña, cuyo funcionamiento y despliegue le agradaron, hasta el punto de utilizarlo para perfeccionar lo que sería su gran aportación a la monarquía isabelina.
En efecto, la Memoria que el duque redactó tras cumplimentar la primera misión terminó por acreditarle a los ojos del duque de Valencia como hombre de extraordinaria claridad de ideas, de voluntad firmísima, lealtad y de insólita capacidad organizadora, lo que mereció su elección para dar forma a la que fue una de sus predilectas creaciones de gobierno: la organización de un cuerpo de seguridad a escala nacional que fuera profesional, sólido, duradero y que viniese a poner fin de una vez a la ineficacia demostrada por la Milicia Nacional y el resto de las instituciones regionales existentes que, mal preparadas y carentes de profesionalidad, se habían delatado incapaces de enfrentarse con éxito a la situación generada por la inseguridad pública. El respaldo unánime con que contó el proyecto entre las filas del liberalismo, al margen de disputas partidistas, cuajó finalmente en el decreto fundacional de la Guardia Civil (28 de marzo de 1844). La tarea que se le encomendaba a Ahumada de organizar la Guardia Civil no era, sin embargo, fácil. Por un lado, las secuelas dejadas por la Guerra de la Independencia, la emancipación de las colonias de Ultramar, la contienda carlista y los efectos sociales de la Desamortización habían dibujado un país empobrecido, destruido, agotado y gris, una de cuyas manifestaciones era la falta de orden que vivían pueblos y caminos, infestados de maleantes, prófugos de la justicia y delincuentes de todo tipo, que hacían del asalto a caminos y carruajes su único medio de vida, para zozobra del resto de la población. Por otro, la penuria de las arcas del Estado que se derivaban de la situación reflejada no permitía alardes a la hora de pagar a los aspirantes a configurar el nuevo cuerpo, lo que perjudicaba la recluta de la nueva institución. De ambos inconvenientes era consciente Ahumada, pero su convicción, su experiencia y el conocimiento que poseía del estado de la seguridad le convertían en la figura idónea para una misión repleta de obstáculos.
Por su parte, Ahumada ansiaba con más fervor que nadie su designación para el proyecto. Por eso, nada más recibir la noticia de su nombramiento, se rodearía de sus fieles colaboradores, los tenientes coroneles León Palacios y Carlos Purgoldt, y emprendió una frenética labor organizativa. Su entusiasmo se manifestó pronto, y envió (abril, 1844) a los ministerios de Estado y de Guerra un texto donde se proponía al Gobierno “las bases necesarias para que un General pueda hacerse cargo de la formación de la Guardia Civil”. En aquellas bases comenzaba a mostrarse su claridad de ideas y la impronta de la que pretendía dotar a la Guardia Civil. Como genuino representante que era de la facción más militarista del moderantismo, Ahumada tenía plena convicción de que el control del orden público pasaba por el Ejército a través de un cuerpo dedicado de manera específica a ese cometido, pero integrado en el estamento castrense. Por esta razón se mostró en disconformidad con los postulados del primero de los decretos fundacionales, que otorgaban al cuerpo un carácter militar, pero con una marcada dependencia de las autoridades civiles. El punto sexto de su escrito proponía la rectificación de lo proyectado por el Ministerio de la Gobernación sobre organización, lo que constituía un adelanto de hasta dónde estaba dispuesto a llegar en su concepción militarista de la seguridad. Ahumada creía que para consolidarlo era necesario construir un cuerpo de elite incardinado en el Ministerio de la Guerra, formado con lo mejor de la oficialidad del Ejército y los mejores licenciados del mismo; que la nueva fuerza constituyera un premio para la clase militar.
El duque de Valencia tuvo en cuenta los planteamientos de Ahumada, y cuando se hizo cargo del Gobierno (abril, 1844) en sustitución de Luis González Bravo, decidió reformar el decreto de 28 de marzo. Fue de esta forma como se formularon las normas definitivas para la organización de la Guardia Civil a través de un nuevo Decreto (13 de mayo de 1844), y que supuso la implantación de una Guardia Civil claramente militarizada, al marcarle una dependencia orgánica dual: “Ministerio de la Guerra en lo concerniente a su organización personal, disciplina, material y percibo de haberes, y del de Gobernación por lo relativo a su servicio peculiar (art. 1)”. Con ello, la tesis moderada más conservadora defendida por Ahumada había triunfado, y el control de la nueva fuerza pública por los militares quedaba así consagrado en perjuicio de la Administración civil.
Con carta blanca para decidir sobre todo lo concerniente a la organización del nuevo instituto Guardia Civil, Ahumada se consagró con ímpetu a esta misión. Y fue en esta faceta de organizador donde dio lo mejor de su personalidad. Sus contenporáneos llamaron la atención sobre su entrega sin paliativos a una tarea que lleva a cabo con rapidez y perfección extraordinarias; la minuciosidad con que atiende incluso a los detalles más ínfimos. Sabía lo que quería; su tenacidad triunfó a todos los obstáculos. Pocos meses después del segundo decreto fundacional, podía ser ya revistada una “fuerza inicial” (una promoción “piloto”) compuesta por 1.870 guardias civiles de ambas armas (1.500 infantes, 370 a caballo), que se aprestó a distribuir por todo el territorio peninsular. Pero su compromiso no se detuvo ahí. Nombrado oficialmente inspector general del Cuerpo (octubre, 1844), Ahumada prosiguió su labor infatigable sin apenas descanso en su jornada de trabajo. Tenía una idea muy precisa de lo que debía ser la Guardia Civil y, desde el primer momento, se mostró decidido a ponerla en práctica. Como la premura en la elaboración de los reglamentos impregnó de algunas fallas su redacción, Ahumada esgrimió con habilidad estas razones para poner en circulación un tercer texto doctrinal (diciembre, 1845), de sello personal, meditado y basado en la recopilación de su ideario, plasmado a golpe de circulares (un total de 987 dictó mientras permaneció al frente de la institución). Este tercer texto doctrinal fue la Cartilla, auténtica obra maestra por donde se iban a regir los guardias civiles en su fuero interno, comportamiento público como soldados y como agentes del orden. La Cartilla lo regulaba prácticamente todo sobre la forma de proceder del guardia civil: desde su aseo personal hasta la vestimenta, desde cómo instruir sumarias hasta cómo realizar los más variados servicios. Nada quedaba a la improvisación. De esta forma, la idiosincrasia del guardia civil quedaba perfilada, y lo hacía según el más puro estilo ahumadiano.
Pero la Cartilla significaba aún más. Con ella pretendía Ahumada conseguir el prototipo de agente de seguridad, los mejores guardias posibles, a través de una recia formación moral y humana; se trataba de impregnarlos de dignidad y dotarlos de una conciencia individual, puesta al servicio de un orden concebido para la época. Este cúmulo de valores cristalizaron en las características de: abnegación, capacidad de sacrificio, austeridad, disciplina, lealtad y espíritu benemérito que caracterizarían a la Guardia Civil a lo largo de su historia.
La abnegación y capacidad de sacrificio: de la que ha dado innumerables muestras en la realización de sus servicios desde el primer día, multiplicándose en esfuerzos que les convertirían ante los pueblos en verdadera imagen de la providencia: la calificación de “benemérita” surgió espontáneamente de las gentes sencillas, antes de que se convirtiera en “calificación oficial”.
La disciplina, a la vez que una austeridad casi franciscana: intrínseca a su naturaleza militar, la institución diseñada por Ahumada era, ante todo, una fuerza disciplinada. Ahumada era consciente de que sin una férrea disciplina sería imposible conseguir la eficacia deseada, dada la peculiaridad de las misiones a desempeñar y la distribución de sus unidades, muy diseminadas y con dotaciones pequeñas. Por eso, la acentuó con respecto al Ejército, de tal manera que los más severos castigos de las ordenanzas militares se aplicaron siempre a los guardias civiles.
La lealtad al poder legalmente constituido, de la que dio muestra inequívoca durante toda la historia, empezando por la revolución de 1848, cuando los progresistas intentaron dar un golpe de mano para devolver el poder a Espartero, y tropezaron con la resuelta oposición que Ahumada imprimió a las acciones de la Guardia Civil en las calles de Madrid, al frente, el mismo, de sus hombres, en las jornadas de disturbios que tuvieron lugar.
El espíritu benemérito: que imprimió a las funciones peculiares. Esto es innegable tanto al contemplar el primer reglamento para el servicio como desde luego la Cartilla, que dedica un buen número de artículos a la faceta humanitaria (el artículo sexto es un buen ejemplo: “El guardia civil [...] procurará ser un pronóstico feliz para el afligido, y que a su presentación el que se creía cercado de asesinos se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas, considere el incendio apagado; el que ve a su hijo arrastrado por corriente de las aguas, lo crea salvado [...]”).
En apenas una década, la limpieza y ordenación interna en descampado que para acabar con el bandolerismo y la delincuencia hizo la Guardia Civil resultó un éxito. Bastará consignar este dato: sólo en los años iniciales —1846 y 1847— el número de aprehensiones verificadas por el Cuerpo ascendió a 40.093 maleantes (delincuentes de todo género, contrabandistas, desertores, prófugos). Tanta eficacia consiguió el objetivo fundamental de su misión: devolver la tranquilidad anhelada a los caminos de España.
Así lo refrendaba la calurosa acogida de la que era objeto la Guardia Civil por los pueblos y el empeño de éstos en contar con una casa cuartel era el mejor aval de los guardias. Sobre la casa cuartel, la intuición del duque de Ahumada se percibe muy bien en esta peculiaridad de la Guardia Civil, que convirtió en un hogar entre los otros hogares, alzado para la seguridad y la paz de todos, el asentamiento de los guardias, integrados así entre la población.
En los diez años que duró su primera etapa al frente de la institución, Ahumada demostró también la faceta paternalista de su personalidad. Así lo puso de manifiesto con la creación de la Compañía de Guardias Jóvenes. Especialmente sensibilizado con los huérfanos por ser él mismo padre de catorce hijos fruto de su matrimonio con su esposa Nicolasa, a quien amaba profundamente, Ahumada impulsó y supervisó la extraordinaria labor protectora que supuso la puesta en marcha del colegio para los huérfanos de la institución, cuyo funcionamiento alivió las penurias de muchas familias y sirvió como filón de futuros guardias civiles.
Su mérito no pasó inadvertido para sus contemporáneos, y su prestigio no cesó de elevarse mientras permaneció al frente de la Guardia Civil. Su dedicación se vio recompensada con el ascenso a teniente general (noviembre, 1846), el nombramiento de senador, la concesión, entre otras, de las Cruces de Isabel la Católica y de Carlos III, la distinción de la Legión de Honor francesa y la investidura como grande de España.
Ahumada continuó al frente de la Inspección General de la Guardia Civil hasta 1854, cuando la “Vicalvarada” puso fin a la Década Moderada (1844-1854). La crisis en la que habían entrado los moderados con la retirada de Narváez y la posterior eliminación de Bravo Murillo al frente del Gobierno, facilitó el regreso de los progresistas. Su firmeza a la hora de intentar abortar la asonada, dejaron en desairada situación a su amigo el general O’Donnell, auténtico ariete del pronunciamiento, que no pudo mantenerlo en el cargo, siendo relevado por el general Facundo Infante, afín a Espartero, y digno sucesor de Ahumada por su determinante defensa del cuerpo en los momentos críticos en que se debatía su disolución para restaurar la Milicia Nacional, obra del progresismo por antonomasia. Pero también por el reconocimiento que hizo por la labor de su antecesor en el cargo, a quien a esas alturas nadie discutía su obra.
Ahumada permaneció separado del servicio durante el “bienio progresista” (1854-1856), hasta que la lucha personal entre las dos figuras de la talla de O’Donnell y Espartero acabaría con la experiencia progresista y propiciaría el regreso de Narváez a la presidencia del Gobierno. Con él, el general Girón recuperó (octubre, 1856) el cargo que tanta gloria le había dado y además fue nombrado por segunda vez vicepresidente del Senado (1857). A la altura de 1858 Ahumada es, sin embargo, un hombre agotado y prematuramente envejecido. Por tal motivo, sus visitas a las localidades de Bayona y Biarritz para tomar baños medicinales son cada día más frecuentes. Su declive físico y el regreso de los progresistas lo alejaron de nuevo, ahora definitivamente, de la Inspección General de la Benemérita, pero no de la política activa, que siguió de cerca a través de animadas tertulias, que compartía con importantes prohombres de la época, como su amigo el marqués de Miraflores. Esto y el alejamiento de los órganos de poder le permiten una visión más objetiva y menos apasionada de la realidad política, cuyo deterioro era manifiesto a su análisis.
Contribuye, también, a un distanciamiento de Narváez, al tiempo que se acerca cada día más a los planteamientos de O’Donnell y su Unión Liberal. De Narváez censura su intento de utilizar a la Guardia Civil para beneficiar al Ejército en su afán de frenar la revolución (proyecto de puesta en marcha de la Guardia Rural). De O’Donnell, admira su lealtad incondicional a la Reina.
Los últimos años de Ahumada vienen marcados por esta circunstancia. O’Donnell agradeció el apoyo con su nombramiento como comandante general de Alabarderos (junio, 1862), en un momento en que Ahumada más lo necesitaba, habida cuenta de la depresión en que estaba sumido a causa de la muerte de su esposa. Narváez, por el contrario, lo releva del cargo y lo pasa a la situación de cuartel tras su cuartelazo (julio, 1866), consumando su irreconciliable posición y el fin de una larga amistad. Dolido y cansado, Ahumada alterna a partir de entonces largas estancias en su apacible retiro del sur de Francia, con las cada vez más cortas de Madrid, donde asiste, desde su escaño en el Senado, con estupor al imparable avance de la ola revolucionaria y el consiguiente crepúsculo de la monarquía isabelina, que tanto había defendido.
Ahumada murió (18 de diciembre de 1869) en su casa madrileña de la calle de Factor, a escasos metros del Palacio Real. Según la partida de defunción que obra en la parroquia de Santa María la Real de la Almudena, el fallecimiento le sobrevino “repentinamente a consecuencia de una congestión cerebral debida a una lesión orgánica del corazón”. Su amor a la Guardia Civil era tal, que había ordenado en el testamento su expreso deseo de ser enterrado “vestido con mi uniforme de Inspector General de la Guardia Civil, que tanto me ha honrado [...] y quiero también ser bajado hasta el carro y llevado luego al nicho en hombros de los guardias civiles, a quienes ruego asistan todos a mi entierro”. La Benemérita le correspondió con la veneración que hacia su figura han sentido las distintas generaciones de sus componentes hasta hoy y su nombramiento como “Coronel Honorario de la Guardia Civil”, máxima distinción de esta institución. Sus restos mortales reposan en el panteón familiar del cementerio de San Isidro (Madrid).
Fuentes y bibl.: Archivo General Militar (Segovia), Documentación del Duque de Ahumada.
F. Aguado Sánchez, El Duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil, Madrid, 1968; C. S eco Serrano, “Narváez y el Duque de Ahumada. Acotaciones a un epistolario”, en Cuadernos de la Guardia Civil (CGC) (Madrid), n.º 1 (1994); F. Rivas Gómez, “La Guardia Civil y sus creadores”, en CGC (Madrid), n.º 10 (1994), págs. 19-26; E. de Diego García, “Los artífices de la fundación de la Guardia Civil”, en La fundación de la Guardia Civil, Madrid, 1995, págs. 95-111: M. de las Amarillas, Memorias íntimas, s. f. (inéd.).
Miguel López Corral