viernes, 12 de julio de 2013

El tedio de un domingo de verano

            (Antiguo palacio de los duques de Frigiliana)



El tedio de un domingo de verano
 Por Ramón Fernández Palmeral

(Género: corto de humor).

      "¡Coño dejarme tranquila!" era una de las frases favoritas de mi abuela, por parte de madre. Pasaba de los ochenta pero aún fumaba, tomaba té, y de vez en cuando alguna mistela de Málaga, su tierra de nacimiento. Vivía con nosotros, mejor sería decir, que nosotros vivimos con ella, pues en realidad ella era la propietaria del palacete o cason antiguo donde vivíamos en Madrid. Estaba cansada de que nadie le prestara atención, de que fuera una reliquia más de los recuerdos del palacete, cun cuadro o una antigua cortina. Se había puesto muy quisquillosa y su afán era vivir su vida "quiero vivir mi propia vida" y que le dejaran tranquila ¡coño!, de una puta vez. Aseguraba que tenía un admirador más joven que quería casarse con ella. Esto nos ponía de los nervios. Pues le había entrado el reflorecer del geranio.

    Aquella mañana de domingo quería que ella me prestara atención y como no lo conseguía, le dije su frase mágica abuela quieres cien pesetas. Al instante la abuela dobló el cuello de ave rapaz cubierto de encajes. ¿Qué, qué..?, su avaricia casi de pecado capital le despertó por primera vez de su letargo en muchos años y abrió uno de sus ojos de gavilán atento a ñla presa. ¿Que si quieres un té, abuela? Con desilusión de hipopótamo me negó. No, que tu siempre me lo envenenas. Mejor dame un Dunngil. Y es que encima de todo fumaba tabaco rubio inglés, con lo que vale cada paquete.

     Pero no le hice caso y metí el paquete de taco en el último cajón de la coqueta. Ella tenía la obsesión de que la queríamos envenenar para quedarnos con la herencia. Pero si es qestabamos caso arruinados. 

     Bajé a la cocina. Era uno de esos domingos tediosos de inverno madrileño con Navacerra nevado en los que mi familia hibernaba hasta las once o las doce de la mañana y el servicio libraba los domingos y días de guardar. Después se ducharían, se vestirían de M-30 y se pondrían frente a la catedral de la Almudena a misa de 13 porque no había de 14 horas desde el Concilio de Trento. Después de calentar el agua metí en la marmita el escapulario de té, cuando el agua estaba para meter el dedo de firmar se fue el gas, y cambié la bombona un par de veces para hacer un poco de aductores de espalda, y ahorrarme una sesión de gimnasia, apunté en el diario de cocina que había cambiado la bombona y así me ahorraba un día de bajar la basura, porque todo esfuerzo en casa estaba sopesado y controlado. Era cuatión del servicio, podía prescindir de ellos, pero que diría la visitas de la aritogracia que venía a jugar al bridge con los abuelo. Preparé dos té, el de mi abuela y el mío, me lo iba a tomar con un poco de leche condensada, puse su platito y una cuchara y empecé a hacer vapores encima del té y así reblandecer un grano, obra de un mosquito aviador nocturno equipado con ametralladora.
    Luego preparé una bandeja de plata o alpaca y le subí el té a la abuela, tentando con los pies enfundados en babuchas los escalones alfombrados de la escalera con pendiente que siempre me cansó como un Pirineos, sobre todo un domingo en el que todo ruido estaba condenado al pago de bulas y cada esfuerzo debía ser objeto de anotación para ser recompensado. En la habitación corrí las cortinas con sus aros de bronce que sonaron como un acorde de aviso conocido, la diana matinal estaba prohibida hasta después de las doce. La blancura de la cara de mi abuela se difuminó en la luz y era un mancha de polvo de marfil sobre la almohada. El día se había encharcado en limón con té, se murieron mis ojos ante la invasión de la luz. Cuando mi abuela se fue al té, sin tostadas, sin mantequilla, sin zumo, sin una flor, como ella estaba acostumbrada a ver cada mañana con la sirviera Matilde Altoplano, lo enfrió con la mirada y se levantó por primera vez en siglos, se quitó el camión blanco de fantasma hizo sus maletas y se marchó de casa para siempre.
    El gato Mustafá, silencioso como un tímido sin corbata, pasó indiferente como si aquello no fuera con él, se rascó el lomo por la pata de la cama, como pensando en la inutilidad de joven como yo. "Abuela neceito 1.ooo pesetas". Y sin rechistar me dijo que las cogiera de la cartera de su bolso de piel de nutri. Esta actitud suya era de sospechar, que no estaba muy bien. Después se arreglo y salió sola en un taxi que llegó a la puerta.

     Los geranios del balcón se me pusieron respondones culpándome de la falta de riego.
     El domingo servían paella, papá, después de misa, se metía en traje de luces de cocinero, después de que nos la comiéramos nos interrogaría varias veces sobre el punto divino del arroz de Calasparra, de la añora valenciana, del punto de retén, del toque maestro, de las clases que recibió de su amigo alicantino cuando hizo la mili en el fortín de Los Llanos en Albacete, en aviación. Estaba buena, pero quería elogios a cambio de su arte culinario, y lo peor que nos sabía de la paella eran los interrogatorios sobre la misma. Cuando fui a contarle lo de la abuela, me mandó a buscar pimientos y hacer de pinche pelando gambas.
     Mamá empleaba la tarde del domingo en levantarse, luego escribía unas páginas en su diario secreto, y una novela interminable como uso de su vida, nunca acabaría, si escribía cuatro páginas rompía luego tres o cinco, siempre con la misma novela de amor, cuyo argumento nos sabíamos todos de memoria, el protagonista Emilio tenía un velero, y la chica se llamaba Ana y estaba loca por él, una novela de amor, cuyo título nunca acabó de decidir, una veces se llamaba "La pasión Mediterránea", otras, "El amor brujo de Ana", pero siempre era la misma. Mamá se desahoga con la novela, soña con ser esritora reconocida, en ella ahoga sus frustraciones de ama de casa o licenciada en el hogar, al casarse con papá dejó una beca para estudiar en Virginia. Por la noche tocará lectura en familia de las páginas escritas, y a opinar al respecto. Cuando fui a decirle lo de su madre, me mandó a los infiernos de Dante.
    A mi hermana Mari Carmen se le rompió una uña y se marchó a urgencias con el novio, un desconocido que quiere ganarse la confianza de ella y de los demás con sus sonrisas de macho de anuncio de tabaco rubio, un cara que desayuna, come y cena en casa, eterno estudiante que nadie sabe cuantas carreras acarrea o asignaturas arrastra. Eso sí hijo de buena familia del Escorial, el centro de España, católica y nobiliaria.  No me dio tiempo a contarle la fuga precipitada de la abuela.
        El abuelo, general retirado de Infantería, se metió dentro del ABC...

 este relato y  treinta más está pùblciados en mi libro "Perito en pecados" de venta en AMAZON





Alicante, 1996

Se publicará en mi próximo libro de relatos: Perito en pecados.