El valenciano de estos
nombres se ha quedado recogido y apretado en ellos como su sangre, y en los
campos del contorno, como su geología. Es tan suyo, que los lugareños quieren
hablar con el forastero en castellano, traducido rígidamente, para no desjugar
y desvalorizar su lengua. Lengua suya, por complacencia posesiva, genealógica y
de densidad por ser suya y ser como fue siempre, correspondiendo a su vida y a
su paisaje. Si, por ejemplo, se pronuncia Famorca con la «o» cerrada y breve de
Castilla, Famorca no significa más de una noticia de diccionario geográfico.
Pero con la «o» grande, rotunda, la «o» exacta y verdaderamente central y
valenciana, Famorca adquiere una legítima arquitectura silábica, y con ella una
plasticidad topográfica y agraria; de manera que si llegásemos delante de
Famorca, oyendo esa palabra prorrumpiría en nosotros la evidencia de que ese
pueblo sólo así puede llamarse y pronunciarse.
Demasiado sabe
Sigüenza que lo que va diciéndose del placer de los nombres comarcanos es
anticientífico y todo; pero ese placer no es sólo acústico, sino que se esparce
a muy nobles sentidos, penetrando en la conciencia del lenguaje. Lo que pensó
de Famorca puede derivarlo de todos los pueblos suyos, y según los nombra
siente un contacto humano con los primeros que los nombraron, con los que
criaron allí un vínculo antropológico, que le emociona como si echara raíz en
lo profundo de la tierra más vieja de esos lugares. Alcalalí, sin pensar en
etimologías, Alcalalí, pequeñito y agudo como un esquilón. Agres, umbrío y
ermitaño. Ya junta la imagen con la palabra, cumpliéndose en sí mismo que sus
nombres, como los de los dioses para Platón, aunque no los comprendamos, son
sin duda, «la exacta expresión de la verdad».
(Años y leguas", Toponimia