Un viaje al valle de Guadalest
Por Ramón Fernández Palmeral
Por Ramón Fernández Palmeral
9.2.- Un
viaje al valle de Guadalest
El domingo 24 de mayo de 1992, llevábamos dos años en Alicante,
decidimos mi mujer Julia Hidalgo y yo hacer un viaje en coche, en mi Opel Kadet,
por el valle del Guadalest, acompañados por unos amigos que decían que se comía
muy bien en el valle del Guadalest, y había manantiales de agua mineral.
Así que metí en el maletero unas garrafas de agua, vacías, por si
encontrábamos alguna fuente. Me acerqué
a casa de la pareja de amigos para recogerlos. Salimos a eso de las diez de la
mañana por la N-332, dirección Benidorm, no teníamos prisa. La figura imponente
del Puig Campana lo teníamos persiguiéndonos a nuestra izquierda, hasta que una
vez en Benidorm tomé desvío para la CV-70, hasta llegar a La Nucía, donde
nuestros amigos nos indicaron que no acercáramos a la Font Favara, que se halla
tras unas curvas en descenso. Aquí no pudimos coger agua porque se había convertido
como un pequeño parque y desistí en recogerla.
Al pasar por medio de casco
urbano de La Nucía, vimos un mercadillo disantero. Hicimos lo posible por aparcar.
Y dimos una vuelta por el mercadillo que ocupaba toda una calle, era la Avenida
Porvilla, pero en descenso, era como un rastro, porque se vendía de todo, lo
mismo cosas viejas, ropa, fruta, que máquinas de coser antiguas, etc., ¡ah! y
revistas cómic y libros, y como reconozco que soy un adicto a los libros, un ludobiblo, o ludoliterario (no
bibliófilo), no encuentro un palabra
adecuada, y me compré un libro titulado Historia
de la literatura murciana de Francisco Javier Díaz de Revenga y Mariano de
Paco, publicado en la Universidad de Murcia. Academia Alonso X el Sabio.
Editora Regional de Murcia, 1989. A eso de las once de la mañana se llenó el mercadillo
de visitantes, en su mayoría extranjeros, por sus caras de personas de piel
clara y ojos azules o verdes.
Mi mujer y los amigos algo compraron, pero no recuerdo qué, aunque
las compras de mi mujer, en mercadillos, se concretan en blusas o algún
vestidito. El bullicio de la gente era una animación social que a veces cansa,
como ocurrió a eso de las doce.
Finalizada el recorrido de mercadeo tomamos la carretera de Polop,
al abrir la ventana ya empezó a entrar el potente olor y la voz de los pinos,
el bosque animado con el canto de los jilgueros y el vuelo alto de las rapaces.
La visión del celebrado y casi volcánico monte Ponoch, cabezo de buey, por su
forma de tronco cónica truncado, me sorprendió, pensé que debía ser un placer
caminar por sus senderos que relinchaban de un verde intenso. Era un lugar de
escaladas puesto que tiene paredes verticales de gran altura. Desde la
carretera se veía por la parte este el pueblo de Polop de la Marina, con su
gran torre campanario como una lanza, como un eucalipto sobrio de mampostería
que desafiaba el cielo, y en una cota superior el cementerio, rodeado de pinos
en oración. Era tan espectacular el pueblo matriz entre montañas y valles que
decidimos parar y aparcar en el arcén, al salir del coche la vista del barraco
todo abancalado me recordaba una vista de mi aldea de El Acebuchal (Málaga). Tras
las preceptivas fotografías, levantamos el precario campamento, y pasamos
decididos a entrar al pueblo de Polop.
El aparcamiento fue caprichoso, paramos en la calle muy cerca de
la plaza de los Corros, el topónimo es acertado hay 221 chorros de aguas
engrifadas, fresca y húmeda como ninguna otra, el sonido curvo y cristalino del
elemento HO2, se dejaba oír como en una orquesta donde nosotros éramos los
compositores al azar del agua monótona y persistente.
Cuando decidí que era hora de sacar las garrafas, dijeron nuestros
amigos, que para recoger agua, me tenía preparada una sorpresa, iríamos a otra
fuente más silvestre. En la parte superior de los chorros se mostraban escudos
de algunos pueblos de la provincia, y el de Polop, en lugar preferente, que tiene
una torre de donde sale una higuera y debajo una acequia de agua, con una
corona de barón.
Me sorprendió ver unos azulejos con un texto de Gabriel Miró, no
puedo recordar qué decía porque mi memoria es limitada, le hice una foto y
luego vi que correspondía a Años y leguas, libro del que no tenía ni
idea. Delante de una casa cercada por una valla de un enrejado se encontraba el
busto de Gabriel Miró sobre un fuste de mármol negro veteado y en el zócalo el
nombre y la fecha: 1879-1979. Es decir erigida en el centenario de su
nacimiento.
Dimos una vuelta por el pueblo hasta la plazoleta de la iglesia,
que por ser domingo se celebraba la eucaristía. No entramos porque la iglesia
rebosaba de fieles. Regresamos a la plaza de los Chorros y tomamos unas
cervezas en el Bar Coliseo, y como era la hora de los aperitivos había familias
y algunos jubilados jugando al dominó. Al lado estaba la Residencia de ancianos
“Les Fonts”, donde hondeaban banderas británicas.
Continuamos viaje por la CV-70 dirección Guadalest por una
carretera femenina de contorneadas curvas, el olor a pinos era intenso, como lo
son los olores que desprende su resina en vísperas del estío. Las crestas
rocosas se mostraban con formas quebradas, agudas e irregulares, picos,
arbotantes, pináculos como de catedrales naturales, envidia de los escaladores
y alpinistas de los Alpes, era la cara oeste de la Sierra de Aitana, con el
pico más alto de la provincia de Alicante.
Subiendo de cota las curvas
se fueron abriendo en el radio de su circunferencia, cuando se empezó a ver el
campanario de Guadalest, los amigos nos indicaron que tomara una bifurcación a
la izquierda entre pinos carrascos, señalizado como Coto de Caza. Continuamos
por la carretera estrecha que se convirtió en carril, al fin llegamos a una
explanación y aparcamos. Nuestros amigos nos dijeron que sacáramos las garrafas,
habíamos aterrizado en una fuente dentro de una especie de callejón sin salida,
con una indicación sobre una puerta metálica blanqueada que decía: Font del Molí. Pero la fuente quedaba a
la izquierda a una altura de medio metro rodeada de un brocal de piedras en
mampostería, el agua salía abundante por un tubo o caña de bronce en la boca de
la faz de un león de bronce. Llené las garrafas y bebí de un agua natural
mineral, era como la que otras veces bebí en la fuente del Molino de Finestrat.
El agua vuela como ave fría y penetra enloquecida en su nido-agujero para
regresar, porque el agua es un ser inmortal y vitalista. Sobre un murete unas
abejas se recreaban en la delicia de su
redil de flores amarillas, violetas, rojas...
Volvimos a la carrera
general con nuestras garrafas llenas de la inmortal agua, elemento esencia de
la vida, porque toda sustancia que es capaz de transformarse y reproducirse es
inmortal aunque sea un objeto natural con vida en otra dimensión. Ya lo dijo el
poeta surrealista francés Pauld Eluard: “Hay otros mundos pero están en
este”. Vidas multiformes como el
agua, el aire o las rocas.
En la cosmopolita y
museística Guadalest aparcamos el coche en unos aparcamientos municipales de
pago, 100 peseta le di al guardacoches que con una simple gorrilla se
identificaba como una autoridad de la seguridad vial. Entramos en una zona de
escaleras y curvas hasta llegar a unas piedras que inician la subida por unas
escaleras hasta el túnel. Desde aquí se ve la identidad icónica de Guadalest:
el campanario sobre un pináculo de rocas. A media altura se encontraba unos
azules con una prosa laudatoria a Guadalest firmado por Wenceslao Fernández Flórez,
que dice más o menos que aunque desaparecieran las palmeral de Elche y se
hundiré en el mar el peñón de Ifach, Guadalest siempre quedaría como un lugar
preferente de peregrinación.
Una vez se hemos subido las escañeras nos encontramos con un túnel
o Portal de San José de unos 20 ó 30 metros de longitud, con una inclinación de
unos 20 grados. Una vez traspasado el túnel un fotógrafo nos hizo una foto saliendo
del túnel, que las cuelga a la vista, y a la salida si quieres las compras. Te
encuentra de frente con la Casa Orduño, un palacete con puerta en forma de arco
de herradura convertido en museo de exposiciones. Hubo una obligada visita a la
capilla, y en el cepillo incluí por su boca mi óvolo. Es la parroquia, pequeña
y recoleta con un Cristo crucificado y una Virgen Inmaculada en el muro del retablo.
La única calle tienes un lomo adoquinado de museos como el
Etnológico o el de miniaturas o micro gigantes, tiendas y más tiendas, que hay
que dejar para otra visita. Cuando llegamos a la plaza nos encontramos con el
Ayuntamiento y con un balcón amplio de impresionante belleza, desde donde se
observa, a lo hondo un embalse exiguo en agua, color verde-azul por los reflejos de los vigilantes pinos y un cielo transparente sin una sola cáscara de nubes. De allí aprecié un peñón cónico con un fragmento
de media torre vigía aposentada encima, la peña transmutada en torre natural,
no adivino cómo subían los guardias a la torre, Yo diaria que es un nido de
cigüeñas, una peña-torre. Pináculo o «prontinfo» que me lo acabo de inventar.
Tras escalar por la calles y asomarnos a los precipicios decidimos
salir de la fortaleza a la carretera, otra vez en camino. No quisimos las fotos
saliendo del túnel porque llevábamos nuestra cámara digital. Habíamos reservado
mesa para cuatro en el restaurante Mirador de Guadalest para comer, más o
menos, sobre tres de la tarde.
A pocos kilómetros de salir por la CV-70, el paisaje toma luz
propia, las cumbres son ogros petrificados envolventes, granitos que gritan con
vida propia de siglos, vida inerte, pero latiente. En descenso entramos en Benimantell, que en
broma chistosa comentamos que aquí se debería comer bien por lo del «mantell»,
sin el hijo de, o el Beni. La calle Mayor es la calle principal donde se alza
el modesto edifico del Ayuntamiento, al final de la calle nace un carril para
bajar al embalse, pero no nos sedujo bajar, desde allí se veía la torre
campanario de Beniardá. Subimos a la carretera, para continuar dirección
Confrides: bancales de piedra, olivos y pinos, cerros lejanos, roquedales cortados
como quesos. Buscando el desvío a Benifato nos perdimos entre olivos y desvíos
sin señalizar, no llevamos plano de carreteras. Nos dimos la vuelta en una
explanación. Confrides quedaría para otra excusión.
Regresamos a Guadalest y comimos a la carta pierna de cabrito al
horno con guarnición. Todo de buena calidad y buen precio. Para regresar a
Alicante lo hicimos por otra carretera, por la CV-755 dirección Callosa de
Ensarría, desde allí tomamos camino a la Fuentes del Algar, y desde un bar tipo
chiringuito, tomando café, observamos el sonoro salto de la Cola del Caballo. Luego
llegamos a Altea donde en el paseo
marítimo se halla la elegante terraza de la Chocolatería Valor donde tomando
chocolate con churros, con vistas a la playa.
Y de aquí por la costa,
regreso a Alicante, pero esta vez por la A-7 de pesaje. Viaje con amigos que
nos ha dejado un gran recuerdo.
Alicante, junio de 1992
Alicante, junio de 1992
Fotos de Ramón Palmeral, 1992