viernes, 24 de noviembre de 2017

"Gastronomia Alicantina" un libro de José Guardiola y Ortiz de 1935




GASTRONOMIA ALICANTINA
DEL LIBRO
ALICANTE: HISTORIA DE UNA AMISTAD
entre

Don José Guardiola y Ortiz
y
Don Agatángelo Soler Llorca

Gastronomía Alicantina  
Conduchos de Navidad
Platos de Guerra:
Cuadernos Primero y Segundo


Autores:

JOSÉ IGNACIO AGATÁNGELO SOLER DÍAZ
LUÍS JAVIER SOLER DÍAZ
FRANCISCO GUARDIOLA NAVARRO
JOSÉ LUÍS GUARDIOLA NAVARRO
DELMI GUARDIOLA ALCARAZ
JORGE NADAL BLASCO
JUAN JOSÉ AMORES LIZA
ALFREDO CAMPELLO QUEREDA

 
EN LA CIUDAD DE ALICANTE Y SU PROVINCIA
año 2.012
GASTRONOMÍA ALICANTINA
CONDUCHOS DE NAVIDAD
Don José Guardiola y Ortiz



José Guardiola y Ortiz
CONDUCHOS DE NAVIDAD
Y
GASTRONOMÍA ALICANTINA

ALICANTE
Edita: Agatángelo Soler Llorca
Mayor, 29. Alicante.
I.S.B.N.: 84 – 400 – 5579 – X
Imprime: Gráficas Díaz. Alicante.
Depósito legal: A-493-1972



GASTRONOMÍA ALICANTINA
SEGUNDA PARTE
 
Don José Guardiola y Ortiz en un aperitivo, en el barrio de Benalúa en la ciudad de Alicante.
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Es propiedad
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J. GUARDIOLA Y ORTIZ
Gastronomía
Alicantina
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Contribución al estudio de
la tradición culinaria
comarcal.
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Segunda edición
1944.

LA PEQUEÑA HISTORIA
DE ESTE LIBRO
 

 






N noviembre de 1935, un amigo muy querido requirióme para que escribiera algo acerca de los yantares alicantinos propios de los días navideños, a fin de dar variedad a «Fogueres», semanario propulsor de nuestras fiestas sanjuaneras. Así lo hice, y con solo mis iniciales se publicaron varias recetas, que después traté de recoger en un pequeño volumen, iniciando con ello un ensayo de nuestro folklore culinario.

         Hallábame entonces en plena actividad profesional y asaltóme el recelo de cómo acogería mi clientela la mescolanza de cosas tan dispares como la toga y el birrete con el mandil y gorro de cocinero, pues, por espíritu de incomprensión son todavía muchos los que creen es cosa frívola e insustancial la literatura culinaria, ignorantes de que hayan existido hombres de gran talento y bien cimentado prestigio; entre ellos, pongo por caso, Brillan-Savarín, abogado, alcalde, diputado y magistrado del más alto Tribunal francés, a la par que autor famoso de «Fisiología del gusto», de otras obras de carácter gastronómico, y de infinidad de recetas culinarias, algunas excesivamente estrambóticas.

         Con todo, seguía indeciso sin acabar de resolverme, cuando un día, de súbito, asaltóme el recuerdo de Martínez Montiño, cocinero mayor del Rey Felipe II y autor del conocidísimo libro «Arte de cocina»; y éste recuerdo venía asociado al de cierta Embajada japonesa que estuvo de paso en nuestra ciudad, allá por el último tercio del siglo XVI. Más ¿qué extraña relación podía ligar ambos recuerdos para que en mí se produjera la certidumbre de que en ella radicaba la solución de mi pequeño problema?

         A poco encontréme con dos buenos amigos, don Juan Guerrero y don Francisco Navarro, que me habían proporcionado valiosos elementos para mi «Biografía de Gabriel Miró», acabada de aparecer. Hablamos del libro y, a punto de separarnos: - ¿Qué hace usted ahora?, me preguntaron. Les conté el empeño culinario-editorial en que estaba metido; mis recelos dudas y vacilaciones, y, al hacer mención de la embajada, ambos se echaron a reír. Motivaba su risa la rara coincidencia de que, hacía poco, había estado en Alicante Shizuo Kasai, rector de la Academia de lenguas extranjeras en Tokyo y amigo de Navarro, a quien había conocido en Madrid; y precisamente el motivo de su venida era adquirir datos acerca de la estancia en esta ciudad de una embajada de su país, habiendo sido escasas y muy someras las adquiridas.

         No eran tampoco muy complejas las que en mi memoria guardaba acerca de la misma; y su recuerdo era vago, impreciso, sin poder localizar donde había obtenido su noticia.

         Pasé el resto del día preocupado, tratando de aguzar mi memoria, aunque sin fruto. Me acosté tarde y no podía conciliar el sueño porque me desvelaba la fijeza de la idea obsesionante. Por fin llegué a dormirme. Y aquí, para que de lleno se perfilara mi caso en la teoría freudiana, yo debiera decir que soñé; pero, lo cierto es que no soñé, si bien no dormí más que un breve rato, y que, al despertar, de nuevo surgió la idea fija, y un nombre: Bungo. ¿Bungo?... ¿Donde y cuando había oído o leído este nombre? Quise dormir y un monótono, rítmico martilleo me lo impedía: Bun… go… Bun… go… Bun… go…

Cuando me convencí de que no podía reanudar el sueño, a pesar de lo intempestivo de la hora, bajé al despacho y emprendí la búsqueda de la palabreja. Nada en el Hispano-Americano. En el Espasa, una breve noticia geográfica de la situación de Bungo, en el Japón. Acudí al Moreri, que por su venerable antigüedad quizá me sacaría de dudas. Nada. Bungo, ciudad y Reyno de la isla de Ximo, en el Japón. Relación histórica de la cruel persecución histórica del cristianismo… Nada útil para mi objeto. Ya iba  a cerrar el tomo, cuando al final del artículo entreveo una llamada: véase “Embaxada del Japón”.

         No podía contener mi gozo: allí estaba la relación detallada que se describe en la página 68 de la primera parte de esta obrilla. Lo que faltaba en el Moreri lo hallé enseguida al abrir, por azar aparente, la Crónica de Alicante, de Viravens, por la página 127.

         Habían cesado yá mis dudas y vacilaciones. La cosa estaba clara: Felipe II, el rey piadoso, recibía con volteo de campanas á los egregios representantes de países que acababan de hacer profesión de fé católica; enviaba á su encuentro a los hijos de Grandes de España, que presentaron á los embajadores sendas carrozas tiradas cada una por seis caballos; prodigaba á  la embajada fastuosos agasajos; y, finalmente, al trasladarse á Alicante para emprender su viaje a Roma, disponía su alojamiento; los honores que había de rendírseles, y las fiestas y banquetes con que debían ser obsequiados, para lo que envió a su Cocinero Mayor, Francisco Martínez Montiño.

         ¿No es verdad que así debió suceder?... Cuando menos tal creí yo, después de una noche fatigosa de encontradas emociones, en aquella otoñal mañana bañada por los alegres rayos del sol naciente.

         Así, con todas las complicaciones psicoanalíticas sinceramente narradas, nacieron «Conduchos de Navidad».

         Más, con ello no lograba ver cumplido el propósito que motivó mi empresa, pués, aparte de ser menguada la muestra de platos alicantinos ofrecida en «Conduchos» quedaba por llenar una laguna de cuatro siglos de tradición culinaria.

         Afortunadamente, desde hace años, vengo acumulando materiales para el estudio de nuestro folklore comarcal, por lo que me resultó cosa fácil enjaretar en obra de pocos días una segunda parte, dando lugar a «Gastronomía alicantina» que desechado todo vano temor, no vacilé en publicar con mi nombre, pues que eran ya un secreto a voces mis aficiones coquinarias.

         Agotada rápidamente la edición han sido muchos los que me han venido insistiendo para que hiciera una nueva. Entre ellos el insigne y nunca bien llorado escritor don Francisco Rodríguez Marín, el primero de nuestros folkloristas, al que me unió una preciada amistad, gracias a «Gastronomía».

         Me he resistido hasta ahora por no ser propicias las circunstancias; pero un amigo obstinado, fervoroso alicantinista, ha recabado el concurso de otros, y, con su cooperación, me he decidido a reimprimir el libro.

         Las principales variantes introducidas en esta edición consisten: en un aumento considerable de sus páginas, para dar cabida a numerosos platos nuevos; en la inserción de un documentado estudio acerca de la comunidad de origen entre un celebrado plato de la región y otro, extranjero, que goza de una fama mundial; estudio que por su novedad y originalidad, confío sorprenda gratamente al lector; y en la reforma de la ortografía de la primera parte, para no continuar incurriendo en el enojo de las señoras que al poner en práctica algunas de sus recetas, decían, no se aclaraban con tantas efes.

         Bueno será también advertir que no considero como exclusivamente típicos de nuestra comarca a la totalidad de los platos repertoriados; pero, como podrán observar los lectores, todos ellos tienen una raigambre tradicional.

         Si, sobre los 72 años que llevo cumplidos, logro alguna propineja, procuraré corregir y aumentar mi intento de sacar del olvido cosas que están en la entraña de nuestra tradición, que es en definitiva lo que actualmente se viene haciendo en todos los países cultos al trabajar por el descubrimiento y conservación del caudal folklórico de sus respectivos pueblos.

         En todo caso, lo hecho por mi hasta ahora, cuando menos, podrá servir de estímulo para que otros, con mayores alientos, logren el empeño de enaltecer las grandezas y maravillas de esta bendita tierra,
“la millor terra del món”.


 

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Palabras preliminares
III.- Despensa y cocina alicantina.  IV.- Conveniencia de cultivar nuestro folklore culinario.
I
 
    EN 1876, el «Doctor Thebussem», desde su «Huerta de Cigarra» en Medina Sidonia, envío una carta al «señor jefe de las cocinas de S. M. el rey de España», en la que, con elegante estilo arcaico y zumbona ironía, protestaba de que se escribieran en francés los menús o listas de los platos que se servían en los banquetes de palacio. A esta carta contestó «Un cocinero de S. M.» con otra, no menos admirablemente escrita, y así quedó entablada una polémica periodística que duró varios años.
         Para la generación actual, no solo el recuerdo de aquella famosa polémica, sino el de los preclaros ingenios que la mantuvieron. La tal polémica que solo produjeron grato solaz entre la gente culta, fue, poco a poco, popularizándose: la gracia con que estaban escritas las cartas sobre «El comedor y la cocina»; la erudición que acerca de la materia controvertida mostraban sus autores; lo castizo de la expresión y el gracejo que ponían en su impecable estilo, lograron primero despertar la curiosidad del público, y después, acrecer el afán de los lectores, que esperaban impacientes las réplicas y los nuevos ataques de cada uno de los polemistas. Bien es verdad que estos eran: el insigne literato español don Mariano de Pardo y Figueroa, polígrafo eminente, que amparaba su ilustre personalidad tras el seudónimo «Thebussem», anagrama de embustes, palabra graciosamente germanizada con sola adición de una hache; y «Un cocinero de S. M.», nada menos que el ya entonces consagrado publicista, don José Castro y Serrano, proveniente de la célebre cuerda granadina, -en la que figuraban Manuel Palacio, Pina Domínguez, Pedro Antonio de Alarcón, Manuel Fernández y González y otros ingenios de la época,- y autor de diversas obras de gran mérito, entre ellas «La novela de Egipto», ya famosa en aquel tiempo por las circunstancias en que fue escrita.
         En el decurso de la controversia, «Un cocinero» había dicho: «¿Quiere Vd. señor «Thebussem» que saquemos algún resultado práctico de esta nueva dilucidación culinaria? Apenas hay una comarca en España que no cuente con una especialidad de cocina digna de figurar en las mesas de los palacios. Pidámosle a cada punto su receta, y formemos un repertorio de manjares ilustres españoles».
         Claro es que quiso «Thebussem»; pero los esfuerzos de entrambos, a pesar de su valía, no fueron bastantes a conseguir que sus contemporáneos, ni la generación que le sucedió, hayan secundado la patriótica empresa para formar el repertorio nacional de manjares que integran la gran cocina española. Centenares de libros de este arte se han publicado desde entonces; pero ninguno –con la sola excepción de Cataluña que tiene un recetario completo- dedicado especialmente a pregonar las excelencias de los platos regionales, formar su índice, y, menos aún, a ofrecer con documentada exactitud las fórmulas para su confección.
Hace algunos años, el Patronato Nacional de Turismo, encomendó a Dionisio Pérez la redacción de un «Inventario y loa de la cocina española», que se publicó en 1929 con el título «Guía del buen comer español». Dionisio Pérez era un publicista notable que tenía bien demostradas sus aficiones a la literatura coquinaria, y aún cuando produjo un libro que ofrece gran interés, es lo cierto que por causas no imputables al autor, sino al desdén de regiones enteras que no conceden importancia a sus peculiaridades gastronómicas; y al desafecto inconcebible que muchos cocineros sienten por la cocina española, el libro está lejos de dar satisfacción al requerimiento de «Thebussem» y el «Cocinero», y aún al propósito de que el distinguido escritor se trazara al recibir el encargo.


II
Ignoro si después de eso el Patronato ha persistido en su loable iniciativa, y, continuado dando muestras de la importancia que otorga a la cocina como eficaz elemento de propaganda turística. Desde luego en otros países le conceden para tal fin un valor primordial. Tengo a la vista un folletito de propaganda de atracción que hace el Franco-Condado. En la portada, litografiada, campea la figura gallarda de un cocinero, cuchara en mano, en actitud de catador. Y dice la leyenda: «Cuando Vd. visite Besanzón y sus alrededores el CLUB DE LA CUISINE COMTOISE le designará las hostelerías que siguen siendo fieles a la TRADICIÓN gastronómica regional». Continúa la lista de los platos típicos, y, después, la de vinos y licores del país. En los anuncios de los hoteles figuran las especialidades, entresacadas de la lista de platos de la comarca: el «GRAND HOTEL DU PARC», «Poulet de Bresse», «Truite au beurre blanc»; el «DES MESSAGERIES», «Terrine Maison» y «Morilles a la créme», y así sucesivamente. Es decir, que en una región como el FRANCO-CONDADO,  en una ciudad como Besanzon, tan llena de recuerdos históricos y bellezas artísticas, se coloca como principal elemento de atracción turística, la cocina.










III
La provincia de Alicante tiene una bien destacada personalidad gastronómica. Los frutos que en ella se producen, los más selectos y variados, con lo que puede decir con legítimo orgullo que se basta ella sola para que su despensa quede ricamente abastecida.

ALCOY, suministra ricos pasteles y famosas peladillas.
ALCOLECHA, manzanas.
ALICANTE, toda suerte de pescados, acreditadas conservas de frutos de la tierra, y sus vinos, que, de antiguo, gozan de fama mundial.
ALMORADI, naranjas, hortalizas y conservas.
ALMUDAINA, sus cerezas, inmortalizadas por Gabriel Miró, en su novela «Las cerezas del cementerio».
ALTEA, alcachofas y langostas.
BENEJAMA, manzanas, aceites y vinos generosos.
BENIDORM, almadraba para la pesca del atún.
BIAR, aceites celebrados.
BUSOT, fresas y espárragos.
CALLOSA D’EN SARRIÁ, fresas y otros frutos variados, y singularmente el tomate.
CALPE, los más selectos salmonetes del litoral.
CAMPELLO, rica pesca, siendo afamados sus salmonetes.
COCENTAINA, exquisitos peros.
DENIA, pasas, acreditadas de antiguo en el extranjero.
ELCHE, dátiles, granadas y dulces.
GORGA, con preciada raza de gallinas.
GUARDAMAR, exquisitos langostinos y melones.
IBI, peras.
JÁVEA, langotas.
JIJONA, preciadas uvas y otros frutos, con sabrosos tomates para comer en crudo; turrones de universal renombre.
MONÓVAR, vinos y aguardientes.
MONFORTE, licores.
NUCIA, exquisitos embutidos.
ONIL, aceitunas preparadas y aceites.
ORIHUELA, carnes, naranjas y dulces.
PEGO, arroz y otros frutos.
ROJALES, naranjas.
TABARCA, la singular islita que vive de la pesca, con su productiva almadraba.
TÁRBENA, finos embutidos y ricas cerezas.
VILLAJOYOSA, almendras y pesquerías de almadraba.
VILLENA, ajos, cardos, coles de Bruselas, aceites y dulces.
En todas partes, averío de corral, ganado lanar, vacuno y porcino; caza, aunque no abundante, y múltiples fábricas de harinas y conservas.

Es también proverbial la fama de que goza por su afición al buen comer. En su cocina cuenta con platos, de tal suculencia y exquisitez, que pueden competir ventajosamente con los más famosos de otros países.

No obstante esta condición de privilegio en que nuestra provincia se encuentra, nadie ha cuidado de dar a conocer tal riqueza de medios, en el arte coquinario; malbaratando de tal suerte los beneficios que recaerían sobre el país al divulgar estos conocimientos que tanto podrían contribuir al fomento del turismo.

No tengo noticia de obra alguna escrita con miras a este propósito, ni conozco tampoco más actos de resonancia en lo que se atienda a tal fin, que los siguientes:

En febrero de 1911.- La Diputación ofreció un almuerzo al Rey, y la lista estaba compuesta de platos alicantinos.
Entremeses.-Aceitunas de Onil.-Bacalao a la alicantina.-Lomo de atún.-Sobreasada de Tárbena.
Platos.-Arroz con costra.-Pescado a la marinera.-Perdiz en cazoleta a la Albufera.-Espárragos de Busot.-Filetes de ternera de Orihuela.
Postres.-Pasas de Denia.-Pasteles y peladillas de Alcoy.-Turrones y uvas de Jijona.-Almendras de Villajoyosa.-Granadas y dátiles de Elche.-Manzanas de Alcolecha.-Peras de Ibi.-Naranjas de Rojales.-Tortada de almendras.
Vinos.-Clarete y tinto Dupuy, Alicante.-Fondillón, 1872, Alicante.
En diciembre de 1928 vino a nuestra ciudad, el celebrado escritor don Wenceslao Fernández Flores, invitado por la «Asociación de la Prensa», para que probara nuestros arroces. El insigne humorista comió de ellos y de otros yantares genuinamente alicantinos. Aún perdura en nosotros el recuerdo de aquel delicioso comensal y la admiración por su esforzada voluntad, que le permitió mostrarse sonriente a las duras pruebas a que fué sometida su potencia digestiva. En sus admirables «Memorias de un devorador de arroces», saldó prodigiosamente, como un gran señor, la cuenta de los agasajos recibidos, y en su prodigioso canto a nuestra ciudad, «de calor dulce y amable regazo de mujer», que esculpió en «La casa de la Primavera», nos dejó encadenados a los alicantinos en una muy honda y sincera gratitud.

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         Dejeuner offert á la réprésentation des espéditionnaires oranais par José Guardiola Ortiz, ex-Foguerer Major de la Foguera de Oran, dans sa propieté «Belvédére», Plage de San Juan, á une heure.
                                                                                                                                          Alicante le 23 Juin 1936
 
MENÚ
DEUX DOUZAINES D’HORS D’OUVRE,
UN ESPECIAL: «ESCARGOTS A LA BOURGUIGNONE»,
POUR UN «COKTAIL LAMBERT»

            VIN ROUGE                  GAZPACHOS
            VIN BLANC                  ASPIC DE POISSON
            CHAMPAGNE              CUISSE DE POULET A LA PERIGUEUX
                                                    FROMAGE FRAIS DE LA MAISON

                                                    MACEDOINE CREME DE VAINILLE.
                                                    PUDING D’ORANGE
VINS
                        ROUGE «ALICANTE», MARCIAL SAMPER 1928
                        BLANC «LUCENTUM»                   ID.

FONDILLÓN
MISTELA
CAFÉ, LIQUEURS, CIGARRES HAVANNES
  
         Le grand nombre d’hors d’oeuvre inscrit sur le menú est du au désir de présenter deux qui ordinairment se servent sur les tables d’Alicante; d’autres typiques, spéciaux de notre table traditonelle et d’autres encore particuliers de la maitresse cuisine de la glorieuse patrie de nos hôtes.
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         Como de antiguo, comparto la opinión del «Doctor Thebussem» y de otros, no muchos, que dicen debe escribirse en castellano  las listas de platos que se sirven en mesas españolas, parecerá una inconsecuencia que haya escrito menú, y en francés, la de los servidos en este almuerzo; pero, lo hice correspondiendo a la galantería que conmigo se tuvo en Orán, al obsequiarme con una comida en que los platos llevan nombres españoles; rojas y amarillas eran las flores que adornaban la mesa; y banderas españolas cubrían las paredes del comedor.

         La receta de los platos servidos se halla en los correspondientes capítulos de este tomito.


Barco en el puerto de Alicante a punto de zarpar para Orán


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El arroz
 
I





L arroz se le atribuye un origen divino-gastronómico:

         Según refiere una tradición budista, Siwa, el dios mayor de la trimurti india, creó una doncella tan hermosa que la llamó Retna-Dumila (joya radiante), y deslumbrado por su belleza quiso casarse con ella; pero Retna le impuso varias condiciones, figurando entre ellas la de que le presentara un manjar que nunca le causara hastío. El pobre dios enamorado se encontraba en una situación análoga a la de Pigmalión: también éste se había enamorado de la estatua de marfil que labrara, pero, a diferencia de Siwa, el escultor chipriota se vió apasionadamente correspondido apenas sus amantes besos dieron con su calor de vida humana a la hermosa Galatea. Como Retna persistía en su condición y el desdichado pretendiente no conocía ningún manjar como el apetecido por su amada, desconfiando de su poder divino, envió a la tierra a su favorito predilecto; pero éste, en vez de cumplir el encargo, se entretuvo en devaneos amorosos, por lo que Siwa, desesperado ya, quiso casarse a la fuerza, muriendo al instante la débil sensitiva flor. El príncipe encargado de la custodia de su tumba, observó que de ella brotaba a los cuarenta días un extraño resplandor, y después, una planta desconocida. Entonces Siwa dijo al guardián: «En esta planta vive el espíritu de Retna-Dumila. Lo que ha nacido de su ombligo se llama padi, arroz. Reparte sus semillas entre los hombres, porque desde hoy será su principal alimento». Desde entonces –cinco mil años antes de nuestra era- bajo el patrocinio de Dewi-Sri, la diosa indostánica del arroz, se cultiva este en China, y a nuestra región llegó en época tan remota, que no se ha logrado determinar la fecha. Su producción, consumo, riqueza y variedad de condimentos ha sido tal, que Retna-Dumila no habría muerto sin ver satisfecho su deseo, pues hubiera podido comer sin que le causara hastío, arroz todos los días, y cada día un arroz distinto.
       
        Esta es la leyenda de la preciada gramínea que se cree introdujeron en España los árabes y la cultivaron durante su permanencia, en Alicante, Córdoba, Granada, Murcia, Sevilla, Tarragona y Valencia, y que constituye el alimento principal de la región levantina.

II
 
         Aunque suele atribuirse al arroz grandes cualidades alimenticias, es lo cierto, que, por su pobreza en substancias nitrogenadas, dista mucho de poder ser considerado como un alimento completo. Esto no obstante, en el grupo de los energéticos, el arroz representa uno de los más estimables por su riqueza en hidratos de carbono. Es también –como diría un boticario- un magnífico excipiente para poder incorporarnos las nutritivas suculencias de las viandas con las que se suele condimentar. Ha sido el punto de partida de la doctrina de las vitaminas, pues habiéndose observado que el origen de la terrible enfermedad denominada beri-beri radicaba en el consumo del arroz descascarillado y pulido, se prosiguieron los estudios que han dado por resultados llegar al conocimiento de esas substancias imponderables que son tan necesarias para la nutrición. En el arroz completo se encuentra, aunque no en cantidad suficiente, la vitamina A, de crecimiento; la B, antipolioneurítica; y, aunque no bien comprobada en sus efectos y especificidad, la E, antiesterilidad. Se le atribuyen también otras valiosas cualidades, tales como la de templar la sed, el calor del cuerpo y el ardor de la orina. En purés y decocciones se utiliza con éxito para la alimentación de los enfermos del aparato digestivo; y es de fácil digestibilidad, aún en su empleo corriente, con tal de que su cocción haya sido completa; y, finalmente, compensa los inconvenientes que tiene para el organismo una sobrealimentación albuminoidea.
III
         Lunes santo, 3 de Abril.- A fines del mes presente se acabará la impresión de este libro, y calculo que a mediados del próximo, autorizada ya su venta, aparecerá en las librerías. Ascensión se apresurará a comprarlo, por varias razones: porque es muy alicantinista; por ser aficionada a la cocina, y porque el 18 es su santo. A su marido le gusta mucho el arroz. El jueves habrá, pues, arroz y gallo muerto. A ella le viene de casta la afición a la cocina. Su madre hacía primores y la recién casadita no quiere desmerecer a los ojos de su marido. Abre el libro y busca con afán las reglas para hacer un buen arroz, aunque, en verdad, no le interesa más que una: la que diga con fijeza la cantidad de caldo que hay que poner. Ha probado ya todas las reglas conocidas: tantos litros de caldo por kilo de arroz; tantas tazas de caldo, por tantas de arroz; tantos dedos de líquido por encima del nivel que alcanzan en la cazuela los ingredientes; la plantada del cucharón… y unas veces el arroz le ha salido bien, y, otras mal. Ella quiere una regla fija, concreta, que le diga la cantidad que ha de poner… y esto precisamente, es lo que es, ni aún reunidos en Aerópago los más afamados arroceros, podrían decirle. Entonces, ¿habrá de renunciar a saber hacer un buen arroz?... De ningún modo: discurriremos acerca de la materia y, si no un precepto axiomático, algo podrá sacar que le sea de provecho.

         Tres son los factores que hay que tener en cuenta para la solución del problema y que, por la variabilidad de su condición, imposibilitan el establecimiento de una regla: la calidad del arroz; la del agua que se utilice para su cocción; la del combustible que se emplee.
         Calidad del arroz.- Exceden del millar las clases de arroz que se producen en todo el mundo, y, aún en España, es crecido el número de las que se cultivan, conocidas unas por su nombre propio y otras por el lugar en que se cosechan: arroz de Valencia, de Sueca, de Cullera, de Pego, de Calasparra… Cada una de estas clases tiene un grado de dureza distinto y a ella hay que acomodar la cantidad de caldo y tiempo que requiere su cocción.
         La composición del agua.- Esta tiene gran importancia, y que de su calidad depende el volumen a emplear para la cocción del arroz, el tiempo que hade durar ésta, y aún hasta la exquisitez del plato.

         Baste para su demostración tener presente lo que ocurre con el agua de Madrid: con los mismos elementos, el cocido resulta allí con notable diferencia con el que aquí hacemos: los garbanzos tiernísimos; las carnes ablandadas; las verduras con suavidad y suculencia envidiables. Las mismas favorables condiciones se reproducen en el condimento del arroz.
         El combustible empleado.- Para hacer un buen arroz, el combustible ideal es la leña, leña seca, de ramas ligeras, o sarmientos, susceptible de producir gran llamarada, para la viva ebullición del primer tiempo, y buen rescoldo para ir graduando los demás instantes de la cocción.

         Como es natural, hay que poner más caldo por ser mayor la cantidad que se evapora.


         Ascensión ha podido ya convencerse de la dificultad que existe para que pueda dársele la regla apetecida; pero no debe preocuparse por ello: aquí, en esta tierra tan arrocera, no parece sino que de padres a hijos se transmite la facultad instintiva de saber la cantidad precisa de caldo que requiere cada arroz. Déjese guiar por el instinto y, dando al olvido todas las reglas, al arroz del jueves póngale el caldo que la inspiración le dicte, y vigile su marcha. Si a mitad de la cocción observa que el caldo abunda, haga más viva la ebullición; si, por el contrario, escasea, meta la cazuela o sartén en el horno, o cúbrala con tapadera metálica y ponga brasas encima.

         Salvo casos de tragonía, 125 gramos de arroz por cada comensal para los arroces secos y melosos, y la cuarta parte para los caldosos.

         El arroz puede hacerse con leña sobre trébedes, en la cocina económica, sobre un hornillo con carbón vegetal y a la llama de gas. El primer modo es el más recomendable y el fuego ha de regularse de manera que pueda producirse en los primeros cinco minutos una gran ebullición, que se va reduciendo paulatinamente apartando el rescoldo a las orillas manteniéndolo suave hasta el final. Igual efecto procuraremos conseguir cualquiera sea el combustible que empleemos. La cocción dura de 15 a 20 minutos, sin que su fijación constituya un problema, pues los que no sepan apreciarlo por la vista deben irlo probando hasta encontrarlo cocido, penetrando el grano hasta el corazón.

         El arroz no debe ser removido más que una vez: cuando se pone.

         Si se observa que falta caldo para acabar de cocerse, antes que dejarlo crudo y que se pegue, se le añade caldo o agua, siempre hirviente, poco a poco, y por las orillas de la vasija en que se condimente.

         Cuando se da por acabada la cocción, se aparata el arroz de la lumbre y se le deja reposar durante tres a cuatro minutos antes de sacarlo a la mesa.
         Aparte de de su aptitud coquinaria, que la juzgo sobresaliente, si Ascensión, sigue atenta la observación de las anteriores indicaciones, le predigo un éxito completo en el arroz el día de su santo, y como
El dia de L’Asenció
sireretes a montó,
quiero sumarme a los regalos que reciba, con uno, insignificante: la sencilla receta de un delicioso…
         Al baño-maría se cuecen durante una hora 100 gramos de cerezas, limpias y deshuesadas, con igual cantidad de azúcar y una cucharada de mantequilla.

         Durante igual periodo de tiempo se tiene en remojo con leche un migón de pan blanco, de peso aproximado a 200 gramos, con una pizca de sal.

         Se acaramela una flanera; se bate un par de huevos; se mezclan con el pan, la leche y las cerezas y se vierte todo en la flanera.

         Después de media hora en el horno se saca el flan sobre plato redondo, se rocía con una copita de coñac y se sirve.
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Los arroces con carne
IV.- Arroz con conejo.   V.- Arroz al horno.  
VIII.- Arroz con pata.-   IX. Arroz de venta.







E inaugura la serie de nuestros arroces con los arroces con carne, cuando parecía natural que siendo esta comarca totalmente costanera hubiérase dado la prioridad a los arroces con pescado; pero hay que tener en cuenta que en nuestro folklore culinario, el arroz a la alicantina ocupa por derecho propio el primer lugar, y es, fundamentalmente, un arroz con carne.

         Componentes para seis raciones.- Indefectiblemente se requiere un pollo, y además, tres pimientos colorados, tres alcachofas, 125 gramos de guisantes tiernos, un tomatito maduro, una ñora, tres decilitros de aceite fino, tres dientes de ajo, una pulgarada de azafrán, sal y 750 gramos de arroz.

         Estos son los elementos esenciales; pero pueden, y comúnmente suelen agregarse, todos, o alguno de los siguientes: tres docenas de chonetes; 250 gramos de magro de cerdo; seis langostinos; seis trocitos de langosta.
         Modo de preparación.- Escogeremos un pollo ya hecho, pero tierno y con un par de horas de antelación a la señalada para servir el arroz, se sofríe el pollo que, para su más provechosa utilización, debe ser troceado en la forma siguiente:
         Después se sofríe el magro y se pone a cocer, juntamente con los caracoles.

         Se fríen los pimientos, partidos en cuartos a la larga, se apartan para pelarlos cuando se enfríen, y se guarda el aceite.

         En cazuela de barro, paella o cacerola plana, cuando ya el pollo y el magro estén a punto, se pone el aceite y se fríe la ñora, cuidando mucho de que no se queme. Se aparta, y en el propio aceite se fríe el tomate, limpia y menudamente picado, las alcachofas, los guisantes y los ajos pelados.

         En el mortero se pica la ñora con sal, el azafrán y los ajos, pelados, añadiendo caldo hasta llenar el mortero.

         En la cazuela, paella, o cacerola que hemos empleado anteriormente, y con el aceite mismo y con el tomate, alcachofas y guisantes sofreiremos el arroz, removiendo constantemente y bañándolo con el contenido del mortero, pasado por colador fino, y se añade el caldo necesario, con más el pollo, magro, caracoles…

         Se procede a su cocción del modo ya dicho en el capítulo anterior.

         He leído muchos libros de cocina, pues su lectura resulta a las veces divertida, ya que abundan, más que los discretos e instructivos, los que contienen dislates de grueso calibre. Como es natural, tantas veces como tropezaba con el epígrafe «arroz a la alicantina» lo pasaba por alto, pues presumí no había de hallar nada interesante en su lectura; pero, un día, el azar hizo que me fijara en una de tales recetas y quedé sorprendido al leer que el arroz a la alicantina era un arroz con pescado. Busqué en otros libros y todos estaban unánimes en describir el tal como un arroz con pescado, llamándome la atención la perfecta concordancia en la forma de redacción que podía, en todos, observarse.

         Para cerciorarme de que no había yo vivido ofuscado, pregunté a varios amigos y me contestaron acordes: el arroz a la alicantina era nuestro clásico arròs en pollastre (arroz con pollo); de igual dictamen fueron los diversos cocineros, profesionales, a los que interrogué.

         La igualdad de redacción en la receta me hizo pensar que el error patentizado en los libros tenía un origen común; y busqué y hallé. Mi búsqueda llegó hasta el año 57 del pasado siglo, año en que se publicó un notable libro. «La Cocina Moderna», por M. Garciarena y M. Muñoz, cocineros de la Condesa del Campo de Alange. En el tomo 1º página 31 figura una receta que tiene por epígrafe: Arroz con pescado a la Alicantina.

         En ella se describen acertadamente los elementos típicos de la cocina alicantina: ñora, tomate, ajos, alcachofa, guisantes, aceite… pero el primero que la copió, suprimió con pescado dejando reducido el título simplemente al anunciado «Arroz a la Alicantina» y como el que describía era una arroz con pescado, los sucesivos copiadores, tal cualidad atribuyeron a nuestro plato.    Que no dijeron esto los autores antedichos lo demuestra el párrafo segundo de la receta: «Así en este país se mezcla el arroz con toda clase de pescados, aves y carnes…», y como este párrafo también fué suprimido, dióse con ello ocasión a que se incurriera en el error que, en los libros, se ha perpetuado y que yo aprovecho esta ocasión para que rectificado quede.

         Como hemos visto anteriormente, éste arroz se hace en cazuela, o en paella, y desde luego, en hoteles y restaurantes, siempre en el segundo utensilio por lo quebradizo de primero. Así es frecuente oír decir, «hacer una paella», «ir de paella», «encargar una paella»… Por ello y por la casi identidad de los componentes que se emplean en la nuestra y en la valenciana, con frecuencia se me ha preguntado: - ¿Qué diferencia hay, pues, entre la paella valenciana y la alicantina?

         - Una muy importante: que en la valenciana no se sofríe el arroz, y en la nuestra, sí.

         La diferencia es de monta, y acatando de antemano cualquier otro más acertado parecer, juzgo preferible sofreír el arroz porque en el sofreimiento del grano se asimila mejor la suculencia que los diversos ingredientes han dejado en el aceite.

         Lejos de mi ánimo el pretender con esto establecer una opinión de superioridad en nuestro método. Admirador de la famosa cocina valenciana he llevado mi fervoroso entusiasmo por ella, hasta el extremo de haber osado, en una ocasión tan solemne como los Juegos Florales de lo Rat Penat, entonar un canto a la paella, que, traducido del lenguaje vernáculo, me complazco en transcribir:

         «Ver hacer una paella es asistir a la celebración de un culto extraño de una religión desconocida. Rito que tiene sus sacrificios, sus sacerdotes o sacerdotizas, su liturgia, y hasta su altar.

         Sobre la losa de la cocina, junto a la barraca, a la sombra de un árbol a la orilla del río, cabe un resguardo de la playa, se dispone el altar, que es bien simple: unas trébedes, o tres piedras, y un haz de leña. Sobre el altar la paella valenciana. La paella tiene semejanza con una plaza de toros: ancho el ruedo y bajas las paredes.

         En holocausto a la suculencia de la paella se han sacrificado víctimas expiatorias: aves de las que vuelan por los aires y de las que picotean por los corrales; peces que nadan en la mar o que se deslizan por ríos y acequias; caracoles que se pasean por la sierra tomando el sol tras la lluvia, y mariscos que se agarran a las rocas costeras.

         Las viandas están a punto y llega el momento solemne de «poner el arroz». De padres a hijos se transmiten el sabor instintivo del caldo que hace falta, porque de esto, y del fuego y del tiempo, depende que el arroz de deshaga, o quede suelto, y cada grano por su lado. Removido el arroz por vez postrera, el fuego rompe en llamas y la paella hierve a borbollones. El oficiante se arrodilla y sopla a las brasas para hacer más grande la llamarada, y entonces, el borbollonear de la paella y los estallidos de la leña que arde, cantan una música, que és como el forte de un andante de maravillosa sinfonía. El oficiante traza una especie de bendición sobre la paella, se inclina, y por el olor conoce como está de punto de salsas. Poco a poco se va haciendo más lento el ritmo del bullir y más apianado el crepitar de la leña: es el morendo de la frase musical. Se aparta el rescoldo a las orillas… el grano ha perdido su opacidad, porque está penetrado hasta el corazón. Unos instantes de reposo… ha durado la ceremonia lo que tarda en decirse la misa de doce…

         Y cuando se lanza el grito sacramental ¡caballeros, a la mesa!, entonces… entonces la paella es placer del olfato, porque exhala un aroma que aventaja el mejor aperitivo; y en breve será delicia del paladar: pero, ahora, es admiración de la vista, porque el azafrán ha dorado el arroz; y el rosa nacarado de los langostinos, y el verde de los guisantes, y el rojo del pimiento, hacen que asemeje la paella una paleta de pintor; pero, una paleta, con los colores que ponía Sorolla en la suya para pintar el oro de nuestro sol, el azul de nuestro cielo y mar, el verdor de nuestras huertas y el rojo de la ubérrima tierra levantina».


(Arroz caldosito)
         Toma el nombre de su condición, y, al denominarlo así, en lenguaje vernáculo, lo diferenciamos ya de cualquier otro arroz caldosito, que no sería, en definitiva, más que eso: un arroz diminutivamente caldoso; pero no este, que tiene sus  características especiales.

         Por cada diez: un kilo de cabeza, un pie y un rabo de cerdo; cinco morcillas de cebolla, de tripa cular, que, con perdón así se llaman; tres chorizos y tres blancos, tres o cuatro nabos; unos carditos, medio kilo de patatas, un cuarto de garbanzos remojados y medio de arroz.

         Con excepción de las patatas, se pone a cocer todo con la antelación necesaria, según la terneza del cerdo; más tarde las patatas y, veinte minutos antes de sentarse a la mesa, se prueba de sal, se pone azafrán y el arroz, que se remueve bien en el caldo abundante, pues que ha de quedar, como su nombre requiere, caldosito.

         Este plato se denomina, también, arroz, u olla de escribano, y aunque alarma un tanto su composición, pues parece ha de resultar indigesto, no lo es.

         A este propósito quizá no esté fuera de lugar, la siguiente jovial anécdota: cuando, como queda dicho anteriormente, estuvo en Alicante Fernández Flores, en calidad de catador de arroces, sufrió un verdadero asedio y se vió negro para rehusar el sin fin de invitaciones para que probara una nueva modalidad en el condimento del arroz; pero, ya casi puesto el pie en el estribo, no pudo sustraerse a aceptar un arroz de despedida que le brindaba una «peña» de matrimonios jóvenes ultramodernistas.

         El lugar donde había de perpetrarse el obsequio era un chalet, que, aunque no lejos, estaba ya en las afueras de Alicante. A media noche fué a buscarle un auto, sin que, como parecía natural, algún anfitrión hubiera ido a acompañarle. El gran humorista comenzó a sentir recelos de que los invitantes le superaran en humor, pues, aparte de la perspectiva de un arròs caldoset, comido de madrugada, veía un auto misterioso que vacío le precedía, y aumentó su desconfianza cuando llegados a la verja del jardín oyó mugidos de sirena y fuerte ruido de cadenas y cerrojos, y un coro de furiosos ladridos.

         Llegado al comedor, sentáronle entre una princesa y una gran duquesa. Había otras damas con trajes anacrónicos que recordaban los tiempos de María Estuardo, y el de los Médicis, y el de la emperatriz Catalina, y el de Isabel II. Entre los caballeros, con uniformes incognoscibles, mezcla de diplomáticos, de académicos y de jefes de telégrafos, descollaba el príncipe Danilo, de la Viuda Alegre.

         De pronto se puso en pie un caballero de casaca y peluca, y, gravemente preguntó, si en conciencia, había motivo.

         - ¡Sí, sí! ¡Hay motivo, hay motivo!- clamaron todas las damas y todos los uniformes y alzando las copas, bebieron.

         Poco después, se repitió la pregunta y la respuesta, y Fernández Flores, asombrado, preguntó qué significaba aquello.

         Le dijeron que todos eran abstemios y, por tanto, que creían no se debía beber, a menos que un motivo muy poderoso lo aconsejase. Y de aquí las repetidas consultas.

         El arroz fué servido por hoteleros alicantinos, los hermanos Samper, y llevaba lo suyo. El invitado que, a cada trozo de cerdo que ingería, sentía un sobresalto, y que había descubierto aquella noche quince o veinte motivos, que todos estimaron muy legítimos, digirió la cena perfectamente, y aún le quedó humor para describir la original fiesta en su admirable libro «La conquista del horizonte».

         Volvamos, pues, el crédito al arròs caldoset, que es un plato agradable, suculento y nutritivo.



         A su merecida fama de orador portentoso, Castelar unía la de ser, a la par, un buen gourmet y un gran gourmand. No obstante que en algún tiempo se comentaron sus proezas gastronómicas, es lo cierto que ahora apenas si se guardaba recuerdo de aquellas; por eso juzgo interesante sacar a colación esta anécdota del genial tribuno.

         Allá por el año 80 del pasado siglo, Eleuterio Maissonave tenía invitado a comer en una de sus fincas de la Huerta, a Emilio Castelar. Al almuerzo, señalado para la una, asistían algunos amigos y correligionarios. Transcurrida la media hora de mal entendida cortesía sin que apareciera el convidado de honor, los demás invitados comenzaron a mostrar su impaciencia. Y sonaron las dos, y las dos y cuarto, y Eleuterio que era de genio un tanto vivo y no aguantaba ancas de nadie, dio orden de que se sentaran todos a la mesa, llegando en esto Don Emilio, todo sudoroso y pidiendo mil perdones por la tardanza.

         Sirvióse en primer término «arroz con costra», y a Castelar, que tenía un estómago tan prodigioso como su cerebro, se le sirvió colmado el plato. Alabaron, todos, la suculencia del arroz y no fué el más parco en los elogios don Emilio, a quien le gustaba extraordinariamente. No tardó mucho en preguntar si podía repetir, dando buena cuenta en breves instantes del segundo plato que le fué servido.

         Aunque para no suscitar celos en sus correligionarios tuvo buen cuidado de callarlo, sus compañeros de mesa supieron aquella misma tarde, con el natural asombro, que el gran orador había tardado en acudir al convite, porque estuvo comiendo antes en casa de don Ramón Vidal, donde, con excelente apetito, había despachado también otros dos platos de «arroz con costra».

         Aparte de la razón antes expuesta, cuento esta anécdota con la doble finalidad de que sepa el lector, que si bien los arroces han de servirse en su punto, sin plazo de cortesía, éste tiene más aguante que otros, hasta el extremo de que, debidamente acondicionado, se remita a Madrid, donde después de solo calentarlo, se come muy gustosamente; y que posee excelentes condiciones de digestibilidad, pues a don Emilio nada le sucedió, a pesar de sus cuatro platos de arroz ingeridos, amén de otras viandas de que se vieron surtidas las dos mesas que fueron honradas con su presencia.

         Para seis comensales: 750 gramos de arroz; 500 de carne de ternera y otro tanto de magro de cerdo; un kilo de pollo, gallina o pavo; dos chorizos, dos blancos, dos morcillas de las que aquí llaman de carne y un cuarto de kilo de garbanzos remojados. Hay que tener en cuenta que la descripción de componentes para este arroz es simplemente enunciativa, no limitativa; pues, si, bien es esto lo que de ordinario se pone, si se tienen menudillos de ave, o langostinos, su incorporación antes mejora que perjudica el arroz. Todo ello, con excepción de los langostinos, se pone a cocer.

         Se capola bien finamente un trozo de ternera y otro de magro, -así como la quinta parte- y un hígado de ave; con pan rallado –no mucho,- un par de huevos, perejil picado menudamente y piñones, se amasa una farsa, sazonándola con sal, un polvo de pimienta y una pizca de nuez moscada; se moldean unas albóndigas muy pequeñitas, se pasan por zumo de limón y se fríen con mucho cuidado para que no se deshagan.

         En una cazuela de barro, honda, de las aquí llamadas de Biar, se sofríe un poco de tomate y una cabeza entera de ajos. Se sofríen también los ingredientes puestos a cocer, cortados en trozos regulares, y el arroz y los garbanzos, sazonando con sal y azafrán; se cubre con caldo, y cuando levante el hervor, pónganse, bien limpios, los langostinos y la albondiguillas. Se deja cocer fuego regular, y pasados quince minutos, si se ha tenido acierto con el caldo, éste se habrá consumido, y si no, se saca el sobrante con la cuchara, añadiéndolo a un batido, cuando menos de diez huevos, que se vierte por encima, y se mete la cazuela en el horno, cuando lo hay, o se le cubre con una tapadera metálica en la que se ponen brasas, cuidando de avivarlas.

         Es obra de pocos minutos el que la cocina toda trascienda a olor de rica bizcochada.

         Este arroz, se confecciona en la capital y diversos pueblos de la comarca, especialmente en Elche y Orihuela, donde puede decirse que a diario se sirve en los hoteles y restaurantes.

         La receta dada es según el modo de hacerlo en la capital, y las variantes introducidas en los demás puntos no son esenciales.

         Dionisio Pérez, en el libro antes citado, le denomina arroz con costrá, y en un libro de cocina que hace años tuvo un formidable éxito editorial, se inserta la fórmula de este arroz, que señala como creación de la cocina alicantina; pero la receta es tan disparatada, que si alguien ha intentado ponerla en práctica habrá renegado de tal creación.

         Castelar llamaba a este arroz «tesoro escondido», pero en verdad, tan acertado nombre se lo puso Tomás Carratalá, un alicantino por los cuatro costados, que tocaba el trombón de varas, y que, con peregrino ingenio, dejó rebautizados a numerosos platos de la cocina alicantina.


         Años atrás, el día 25 de Julio, los caminos afluyentes a la playa de San Juan se veían obstruidos por interminables filas de toda clase de vehículos que, no solo de la Huerta, sino desde apartados lugares del interior, se dirigían al mar para solemnizar, siguiendo tradicional costumbre, la festividad de San Jaime. Desde la rinconada que forma el espolón del cabo de la Huerta, hasta el Campello, toda la extensión de la playa estaba festoneada por la pintoresca teoría de carros que, en alto los varales, con mantas y sábanas, quedaban acondicionados como tiendas de campaña, refugio contra el sol y vestuario de los bañistas, que para dar comienzo a la temporada acudían en este día.
         La magnífica pista construida, las palmeras que la ornamentan, han transformado las características de la playa; y los antiguos carros entoldados se ven hoy, en gran parte, sustituidos por automóviles; pero aún quedan bastantes fieles a la tradición que, desde las primeras horas de la mañana, se instalan a la misma orilla del agua, tienden la peseta y se regocijan con la esperanza de capturar entre sus redes alguna llisa o tal cual esparrelló.

         Del extremo de una vara del carro pende un conejo abierto en canal, atravesado por una cañita y con unos brotes de romero y tomillo. Así estuvo, al oreo, durante toda la noche en la hacienda bajo la parra, después de rociado con vinagre. Sobre las trébedes, o del improvisado hogar formado con tres piedras, está la perola con un dedo de aceite que ya humea. Se sofríe una cabeza de ajos y el conejo debidamente troceado, y se añade la media libra de garbanzos remojados que en una ollita se han traído, y se cubre de agua con exceso. Pasadas unas dos horas, el sol cae a plomo y esto indica que es llegado el mediodía y la hora de poner el arroz. Así se hace, sazonando simplemente con sal y azafrán. Se regula el fuego, y transcurrido un cuarto de hora, los bañistas que no han sido previsores, buscan apresuradamente lugar para satisfacer el apetito abierto por el delicioso olorcito que se desprende del crecido número de arroces, que reposan unos instantes para acallar las hambres que han despertado el madrugón, la pesca, el baño, y la borrachera de regocijo, de sol y de azul que se siente en esas prodigiosas mañanas de nuestras playas levantinas.
        
        En la terminología coquinaria de Carratalá se denomina este plato «un árabe en el desierto».


         Post-Thebussem, que en su ya citada «Guía del buen comer español», dedica merecidos encomios a la cocina alicantina, al hacer el inventario de sus platos parece aludir a este arroz, aunque con nombre distinto.

         Su receta es la misma que la marcada para el «arroz con costra», en la que tan solo se introducen las siguientes variantes.

         Las pequeñas albondiguitas que en aquella se mencionan, deben moldearse en grande, como naranjas, y se sacarán antes de poner el arroz.

         Cuando éste se encuentra ya en el debido punto de cocción, en vez del batido de huevos, se colocan encima las pelotas, cortadas en rodajas, y se termina de cocer al horno, extremadamente fuerte; sirviéndose en la misma cazuela.
         En un repertorio de platos de la cocina alicantina parecerá fuera de lugar la receta del arroz a la milanesa; pero hay que tener en cuenta que, desde hace siglos, los Sforza, Basigalupo, Montecatini, Coronati, Leveroni, Salvetti, Parodi, Giacomelli, Chacopino… constituyeron en nuestra ciudad una numerosa colonia italiana, de las que son originarias distinguidas familias alicantinas que aún perduran. Así, los canelóni, macaroni, ravioli, y otros platos peculiares de la cocina italiana han llegado a adquirir carta de naturaleza entre nosotros.

         La adaptación a nuestra cocina del arroz al estilo milanés, aunque con alguna variante, bien puede decirse que aventaja al famoso rissoto.

         Para seis raciones: Se fríen en manteca de cerdo 200 gramos de cebolla –preferiblemente de la tierna- finamente cortada, y en cuanto se dore se ponen 750 gramos de arroz, dándole vueltas con cuchara de madera, y se le cubre con caldo concentrado de carne y ave, sazonado con sal y azafrán.

         Mientras cuece freiremos en manteca de vaca fresca unos trocitos de jamón, el ave empleada para hacer el caldo, cortada en pequeño trocitos; y unas delgadas longanicitas del país, divididas en porciones. Se le añade caldo y se deja cocer.

         Cuando el arroz esté a punto, completamente seco, si disponemos de molde apropiado, después de mezclar con el arroz queso de Parma, a voluntad, lo iremos apretando en el molde y pondremos en la oquedad del centro la salsa, hasta formar copete. A falta de molde lo improvisaremos poniendo en el centro de un plato redondo un vaso boca arriba, y en su redor el arroz que iremos moldeando con paleta o espátula; sacaremos el vaso con cuidado y llenaremos el hueco con la salsa.


(Ollita de músico)
         La olleta es un arroz peculiar de Alcoy, la ciudad admirable cuya industria es el orgullo de España, pues resiste el parangón con las similares de más fama en el extranjero.

         Como todos los pueblos trabajadores, Alcoy es un poble fester, y por ello pone el mayor entusiasmo en la celebración de sus tradicionales fiestas de Moros y Cristianos, que anualmente tienen lugar en el mes de Abril.

         Para sus pintorescas filaes contrata un crecido número de bandas, y los músicos que las componen son alojados por el vecindario, que la víspera del comienzo de las fiestas les obsequia en la cena inaugural con la olleta a la que los obsequiados dan nombre, y cuya suculencia es promesa del envidiable trato con que durante su permanencia en la ciudad han de verse favorecidos.

         Son sus componentes: arroz, ternera, tocino, cabeza, pié, asadura, corazón e hígado de cerdo; morcilla de cebolla; pencas y habichuelas.

         La manera de hacer este arroz es la misma descrita para el arròs caldoset y la característica de la olleta es que abundan más los trozos que el arroz.
         «¡Ay callos!» «a la andaluza», «a la gaditana», «a la madrileña», «a la catalana», en España; «a la mode de Caen», «a la Lionesa», «a la mode de Roan», «a la poulette», en Francia; y «a la milanesa», en Italia. Casi todos estos modos de guisar el vientre de la vaca o de la ternera, llevan el aditamento de la pata, extremidad de esas reses; pero, tan solo en Alicante se le da importancia a este último elemento para incluirlo en la denominación del plato. Hasta no hace mucho, habréis podido leer el siguiente rótulo en una taberna establecida, en lugar bastante céntrico: «Oi ay Pata». No tengo noticia de que fuera de Alicante se utilice la pata para el condimento del arroz, sabroso y nutritivo, al que da su nombre.

         La difamación que se hace recaer sobre este plato, atribuyéndole cualidades poco digestivas, es calumniosa; pues, singularmente por lo que respecta a la manera que aquí se hace, está muy lejos de merecer el defecto que se le imputa. Aquí, en la confección de este plato, predomina la pata, constituida principalmente por el elemento gelatinoso, que, como es sabido, se digiere con facilidad. En Italia se hace gran consumo de este alimento, que se dá principalmente a las recién paridas, por existir la creencia de que produce un acrecentamiento de los jugos que han de nutrir a sus hijos.

         Claro, que no es plato para tomar a diario, pues, aparte de lo entretenida que es su preparación, al comerlo, hay que regarlo abundantemente con vino, preferentemente blanco, y como acicatea el paladar, las porciones que se ingieren suelen ser abundantes, y por tanto, la sobremesa ha de ser excesivamente reposada.

         La víspera del día en que hemos de, refocilarnos con este manjar, adquiriremos una pata delantera de vaca –preferiblemente la de ternera, a no ser ésta ya talludita-, con el callo correspondiente y, a más, una manita de cerdo.

         Puesto todo sobre la mesa, con mucho cuidado y no menor paciencia, se rasca con cuchillo toda la suciedad, que no es poca la que contienen estos desperdicios; y entonces os hallaréis frente a un pavoroso conflicto: las amas de casa, y no digamos las cocineras, rehúyen poner este plato por lo enfadosa que resulta la limpieza de sus componentes; y si, como buen alicantino, sois aficionado a comerlo, pensaréis, vista la cantidad de porquería que contienen, cuan difícil os resultará hacerlo, ya que en casa os lo escatiman, en lugares donde no estéis completamente seguros de la pulcritud y aseo con que se guisa.

         Cuando ya no se puede limpiar más con el cuchillo, con sal y limón se restriegan bien los trozos unos con otros, y se lavan en agua, y se vuelven a restregar y lavar, hasta que todo quede ya blanco e inodoro, y entonces se colocan los callos y la pata, en vasija de barro, bajo un hilillo de agua corriente, o, en su defecto, se cambia esta cuantas veces sea posible. Al propio tiempo, se ponen en remojo garbanzos en cantidad de 125 gramos, y tanto esto como lo demás, ha de quedar así durante toda la noche.

         Al día siguiente, pondremos a cocer, sin sal y en agua que cubra con exceso, las patas, el vientre y la manita. La ebullición no ha de ser tumultuosa, pero si constante, y tendremos en cuenta que la cocción ha de durar, aproximadamente, de cinco a seis horas, según la terneza de la res. De todos modos, se prueba, pues, hasta que no esté bien cocido todo para poder deshuesarlo fácilmente, no lo apartaremos del fuego.

         Terminados estos preliminares, en cazuela o sartén, freiremos una cebolla, finamente picada, sofreiremos la pata, cuidadosamente deshuesada y cortada en trozos, como asimismo el vientre; tres chorizos en rodajas, los garbanzos, y 750 gramos de arroz, añadiendo el caldo, pasado por colador fino, en cantidad bastante para que no resulte completamente seco.



         Este arroz, que se denomina también arrebatado, es propio exclusivamente, de venta o parador. Hacían alto los caminantes y querían emplear para comer poco tiempo más del necesario para la remuda del tiro.

         Cuando los automóviles vuelvan normalmente a surcar raudos las carreteras, es seguro que torne a ponerse en auge.

         Uno, o más pollos tiernos, según el número de viajeros. Se limpian y cortan en pedazos y se ponen a freír en aceite rusiente con dos dientes de ajo por pollo, tomate, perejil, alcachofas y guisantes tiernos; pocos minutos después, pimientos, sal, azafrán, pimienta,  clavo, ñora previamente sofrita y picada, y el arroz; se mezcla y saltea todo y se recubre con agua.

         Desde el comienzo todo marcha a gran fuego de leña, pues no ha de emplearse en total más de media hora.

         De ahí su nombre: arrebatado, precipitado, hecho de pronto; pero, no mal cocido como define la Academia.

         El saborete del humo de la leña hace que este arroz sepa a gloria.
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Arroces con pescado
VII.- La receta.
I

 
 




L día no lejano en que llegue a formarse el repertorio de platos ilustres españoles, figurará en lugar preeminente esta verdadera joya culinaria, plato característico de la cocina ribereña levantina.

         Su fama ha traspuesto ya las fronteras, y los extranjeros que nos visitan se hacen lenguas de este arroz, calificado por alguno como «afortunada creación de la ciencia culinaria».

         Nuestra cocina regional tiene sobrados merecimientos para poder parangonarse con las que más alto renombre hayan alcanzado; pero, lo cierto es, que, hasta ahora, se ha venido estimando en poco a si misma.

         Predicando con el ejemplo, quiero hoy aportar mi insignificante concurso al remedio de tal incuria; tomando pie, no de los méritos intrínsecos, del arroz abanda, ya que son voceros de sus excelencias cuantos han tenido ocasión de probarlo, sino prestigiándolo con la exposición de los blasones de su antigüedad, que casi se remonta a los tiempos prehistóricos: exactamente, a los mitológicos, según la leyenda; a los remotos de la Hélade, conforme a la historia.
II
         Venus Afrodita, la diosa del amor y de la hermosura, en correspondencia a cierto señalado servicio, había entregado su mano a Vulcano, el dios del fuego; pero esta unión no fue feliz, porque Vulcano era extremadamente celoso, y Venus liberalmente pródiga de sus gracias y de sus afectos.

         Para verse libre de la celosa vigilancia a que estaba sometida, Venus, conocedora de las virtudes soporíferas de la mezcla del azafrán con el pescado, ideó un plato que presentó a su esposo, aparentemente para regalarle, en realidad para adormecerle y aprovecharse de su sueño, y así poder descuidadamente entregarse a sus amorosos devaneos.
III
         La cocina griega alcanzó un esplendor tal, que no pudo ser superada por los romanos, ni aún en la época de su mayor magnificencia: Atenas tuvo cocineros ilustres, entre los que descuella Cadmos, cocinero que había sido del rey en Fenicia, e introductor en Grecia, según la leyenda, de las dieciséis primeras letras de su alfabeto; escritores que produjeron abundante literatura gastronómica-culinaria, como Archestrato, que recorrió el mundo estudiando las costumbres y usos de la mesa; y muchos más, ilustres, cuyas obras perecieron en el incendio de la biblioteca de Alejandría; existían maestros que aleccionaban a los aprendices en el difícil arte culinario; los cocineros eran verdaderos personajes y les bastaba el hallazgo de un solo plato afortunado para conseguir la celebridad y la riqueza, pues una ley especial les concedía la exclusiva para su preparación y venta; en las casas principales el personal de la cocina estaba constituido por una numerosa jerarquía, a cuyo frente estaba un intendente general, llamado éleatros, no siendo éste, a pesar de su importancia, el puesto más codiciado, sino el de agorastés, por ser el encargado de hacer las compras en el mercado (agora). Y he aquí cómo, investigando para demostrar el origen más que milenario del arroz abanda,  nos hemos topado con el de la sisa, que ya entonces, al parecer, era cosa corriente.

         Los banquetes tenían en Grecia un carácter cívico-religioso, y comenzaban con la invocación a los dioses del hogar y la patria. Mientras se comía sonaban liras y arpas, y se cantaba, y bailaban las más célebres danzarinas. Eran numerosos y suculentos los platos servidos, y los convidados se chupaban los dedos, no como expresión de gusto, sino por no haber tenedores, ni servilletas para secárselos…

         Homero, en el canto III de su Odisea, describe un banquete en el que había nueve lagas mesas, y sentadas a cada una de ellas quinientos ciudadanos. Para cada mesa se habían inmolado nueve toros negros en homenaje a Neptuno.

         Pero, antes de este periodo de grandeza, en los primeros siglos, los griegos no tenían cocinero ni cocina, y, como es sabido, se alimentaban casi exclusivamente de pescados, crudos o salados y secados al sol. Aunque con algún retardo sobre otros pueblos, siguen el proceso evolutivo de la civilización: el aprovechamiento del fuego, que en un principio solo les sirvió  para calentarse, y que un día, deliberada o inconscientemente, acercaron a él los pescados y los asaron; más tarde hicieron una oquedad en la piedra y los cocieron; un paso más, y, con los alfares, surgen las ollas, de arcilla cocida; otro, y aparece la Kakkabé, el caldero metálico.
IV
         La aparición del caldero marca el punto de arranque para el establecimiento del entronque de nuestro plato con su ancestral helénico: los griegos, después de tantos siglos de régimen ictiófago, se hallaban próximos a caer en el ahitamiento, más que hartos de tanto pescado, crudo, asado, o rudimentariamente cocido. Por fortuna se hallaban rodeados de tales dones con que la naturaleza les había favorecido, que,  para hallar remedio a su mal, no tenían más que dirigir la mirada en su redor, y así lo  hicieron.

         La península helénica y las numerosas islas del mar Egeo se hallaban sembradas de olivos que les producían grandes cantidades de finísimo aceite, ya entonces muy justamente afamado.

         La maravillosa planta del ajo, proveniente del Egipto, se daba casi espontáneamente en el suelo griego.

         Habían podido ya apreciar las muy útiles aplicaciones que para usos medicinales y para la cocina tenían los estigmas tostados de la purpúrea flor del azafrán, así como el tónico y estimulante perejil.
         De la India les había llegado el aromático laurel, con el que coronaban a sus héroes y poetas y les servía para sus estofados; y en el Parnaso, Helicon y el Himeto, los sagrados montes de la mitología griega, crecían el hinojo y el tomillo, las plantas aromáticas por excelencia.

         Con fino instinto culinario supieron ver su utilidad para romper la monotonía de sus guisos de pescado, y fueron echando en el caldero los tales maravillosos elementos, dando por resultado la obtención de un plato sabrosísimo, que, desde hace tres mil años, viene haciendo las delicias de los aficionados al buen comer.

         También en una parte considerable de la costa alicantina, los pescadores en sus barcas vienen echando en el caldero, pescados, aceite, ajo, azafrán, perejil… Van transcurridos veinticinco siglos y «caldero» continúa llamándose hoy en día, el plato que en el caldero se guisa.

         Allá, en Grecia, las mujeres esclavas molían el trigo con cuya harina los mageiros amasaban el pan, que en cortadas se ponía en el caldo del caldero, haciendo una sopa que llegó a tenerse en alta estima en todo el territorio griego.
V
         Así, cuando 600 años (a de J. C.) los griegos de la Fócida, huyendo ante la ruina de su patria, se ven obligados a emprender un éxodo al occidente, consigo llevan la receta de la preciada sopa, que dán a conocer en las colonias y factorías que fundan, o en las que se establecen porque ya antes habían sido creadas por los fenicios, y que citamos sin otro orden que el de su emplazamiento geográfico:

         En Kirnos (Córcega) fundan Alalia; Nike (Niza), Massalia (Marsella), Rodas (Rosas), Emporión (Ampurias), Zacyntia (Sagunto), Hemoroscopio (Denia), Alona (¿Benidorm?), Leukon Teijos (Tosal de Manises, a media legua de Alicante) y Menake (Torre del Mar, al Este de Málaga). Hay que advertir, que no todas estas fundaciones o establecimientos, fueron hechas por los primitivos griegos invasores, pues algunas las llevaron a cabo los griegos marselleses (Massaliotas), hechos ya poderosos en la antigua colonia fenicia.

         La influencia griega fué ejercida entre nosotros durante siglos. Como es natural, su régimen alimenticio adquirió carta de naturaleza y, por lo tanto, el caldero y la sopa focense se viene aquí comiendo desde hace más de dos mil años; pues, aún cuando en el siglo III (a de J. C.) Aníbal conquista toda la costa oriental de la península y acaba con las colonias griegas, ello no implica la total desaparición de los usos y costumbres que aquellos establecieron, tanto más, cuanto que los cocineros de los cartagineses, así como los demás servidores, eran también griegos.
VI
         La sopa focense ha perdurado desde Málaga al Ampurdán, en España; y en Francia, de Cap-Cerbére a Menton; pero, mientras que en la costa francesa mediterránea, ha subsistido el plato focense como tal sopa, en nuestro litoral, especialmente en el reino de Valencia, tan luego fué conocido el arroz, al caldo del caldero ya no se le puso más pan, sino el arroz, que se cocía y se servía aparte (abanda), del pescado, dando lugar así a la creación del arroz abanda.

         Demostrada ya la remota ascendencia de este plato y su comunidad de origen con la famosa sopa marsellesa, a la que se dedica el siguiente capítulo, es ya llegada la hora de que demos la receta del celebrado arroz:
VII
         Componentes para seis raciones.- Dos kilos, cuando menos, peso neto, de pescado, vivito y coleando, y variado: mero, dentón, pajeles, merluza, salmonetes, mariscos, crustáceos… un kilo de morralla y 750 gramos de arroz.

         Procedimiento.- Se prepara un caldo con la morralla, cabezas de los pescados y partes no aprovechables de los mismos, concentrándolo bien, pasándolo por colador, oprimiendo suavemente para extraer toda la sustancia; se pasa también por servilleta y se reserva para el instante oportuno.

         En cacerola plana, de tamaño proporcionado a la cantidad de pescado, se pone aceite en cuanto bañe el fondo; y en estando caliente, rodajas finas de cebolla cortada de través, y el pescado, en trozos grandes, regulares, cuidando de poner primero los de carne dura, y siete minutos más tarde los de carne blanda como la merluza y salmonetes; seis granos de pimienta en rama, sal, tomillo y una hoja de laurel.

         Se cubre con el caldo preparado anteriormente y se le añade agua, en cantidad bastante para hacer el arroz y la salmorreta, y se deja cocer todo de 15 a 20 minutos, según la viveza del fuego y la dureza del pescado, pues éste ha de quedar cocido pero no deshecho.

         En cazuela, cacerola plana, caldereta o sartén, se ponen a calentar dos decilitros de aceite fino, en el que se sofríen dos ñoras, que se sacan pronto para que no se quemen; una cabeza de ajo, pelada y con un corte transversal; un tomate maduro, limpio, pelado y picado con la media luna, sal, azafrán y una cucharadita de pimentón.

         Se sacan las ñoras y la cabeza de ajo y se pican las unas y se machaca la otra en el mortero, añadiendo caldo hasta llenarlo.

         Se sofríe el arroz, dejando caer sobre él el contenido del mortero, cuidadosamente pasado por colador, y se le añade caldo suficiente para su cocción, debiendo tener en cuenta que el arroz ha de quedar seco.

         Cuando ya el arroz está a punto de quedar cocido, y para saberlo se prueba si no se sabe apreciar con la vista, se pone en el horno, o se cubre con tapadera metálica con brasas encima, hasta que adquiera un bello tono dorado.

         Antes de servirlo se le deja en reposo cuatro o cinco minutos.
         La salmorreta.- Mientras el arroz ha estado en marcha, se pican en el mortero tres dientes de ajo, pelados; un tomate asado y una ramitas de perejil; se le añade una cucharada de vinagre fino, sal, una pizca de pimienta, caldo, y se deja cocer durante 5 minutos.

         El pescado se sirve aparte –abanda- colocados los trozos en una fuente, y sobre los que se ha vertido la salmorreta, pasada por colador.

         Es una buena práctica la de hacer bastante cantidad de esta salsa que, al servir el arroz, se pase en salsera, pues alguna cucharada a gusto del comensal, sobre el arroz seco, hace que éste tenga mayor sabrosidad.

         De ordinario se sirve primero el arroz y después el pescado, aunque algunos invierten los términos, cosa que no estimo acertada.
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BOUILLABAISSE
I
 







OMO ya llevo dicho, en toda la costa del Mediodía de Francia, continúa haciéndose la famosa sopa griega, que, ahora, se denomina bouillabaisse. Desde cuando se le ha dado tal denominación es cosa que no he logrado averiguar; lo que sí parece, como veremos más adelante, es, que el nombre hace referencia al modo de guisar este plato.

         Los marselleses no admiten como auténtica más que la bouillabaisse del espacio de costa entre Marsella y Tolón. Bien es verdad que son ellos lo que la han prestigiado y expandido su fama por el mundo entero.

         Pero, es, que, a más de la exclusividad pretenden ser también los inventores del celebrado plato: Mery, excelente poeta marsellés ha dicho:

            «Un viernes de vigilia, la abadesa
            De un convento de monjas marsellés
            Creó la bouillabaisse».
            (Plato que es un regalo en cualquier mesa),
añado, yo, porque es verdad, y para redondear la estrofa.

         Téngase en cuenta para valorar la afirmación, que Mery merecía ser andaluz por el humor gracioso de que ha dado diversas muestras, como cuando dijo: «Si París tuviera una Cannabiére, París sería un pequeño Marsella».
II
         Mery escribió también, dedicado a la bouillabaisse, un poema receta, del que un tanto libremente, traduzco los siguientes fragmentos:
            «Escuchad esto bien, los cocineros viejos
            Que nos hacéis langosta con cangrejos,
            Y obráis como novicios,
            Siguiendo feos vicios
            Al traducir, cual hacen Potel o de Chabot
            Mi plato griego, en ragout de turbot.
               La hora llegó al fin, y nuestra capital
            Unirá a sus banquetes la gran mesa oriental,
            Y un guiso marsellés servirá en restaurantes
            Que no un plato embustero como se hacía antes.
            ………………………………………………………………………………………
               A este plato focense, acabado, perfecto,
            Antes que todo, le pondréis, sin defecto,
            Rascasa, que si es pez, con razón, poco apreciado
            Para comerlo asado,
            Puesto en la bouillabaisse al punto esparce
            Tal fragancia, que bien puede jactarse
            De lograr por si solo el mejor éxito.
            La rascasa se nutre –de ahí viene su mérito-
            En las sirtes quebradas;
            En los golfos y riberas orladas
            De mirtos y laureles
            Y floridos vergeles,
            O junto al roquedal, que en un altillo
            Se corona con flores de tomillo.
            ………………………………………………………

               Y después, los pescados que fuera de la rada
            Buscan los arrecifes: el rojo salmonete, la dorada,
            El pajel delicado, el saint-pierre oloroso,
            Que, cazador cazado, escapa temeroso,
            Seguido muy de cerca, por la voraz lubina,
            De carne dura y fina.
               En fin, la gallineta con sus ojos de boga,
            Y otros, que ya olvidados por la ciencia ictióloga,
            Son los finos pescados que Neptuno
            Escoge cuidadoso, uno por uno,
            Bajo el fuego de un cielo, azul, ardiente,
            Siempre con tenedor, jamás con el tridente.
III

         En el año 34, el expreso París-Marsella, hacía de noche el recorrido. En el coche-cama no pude conseguir, no obstante los medios persuasivos empleados y que otras veces obtuvieron éxito, ir solo, pues no había ni una sola plaza vacante.

         En el comedor se me designó sitio en una mesita ya ocupada por una joven alta, de fatigado aspecto, y cuyo hermoso y demacrado rostro y lánguidas maneras, evocaban la poética figura de Costanza, la romántica viajera del «Tren-expreso» campoamoriano, y como ella, también rubia, «y digna de ser morena y sevillana». Casi no probó bocado. Para contraste, en la mesa de la derecha, un hombrón de faz apoplética, rezumando gourmandisse por todos los poros, comió cuanto le sirvieron, pidió extras, apuró el burdeos blanco y tinto, tomó café, duplicó el «doble» de coñac, encendió un habano «churchilesco»… y fuése.

         Tardé en retirarme, pues no me seducía la idea de hallarme en la cabina con un desconocido. Y, efectivamente, cuando entré en ella sonaban estrepitosamente los ronquidos del ocupante de la litera superior. Tan luego se hizo de día me encontré con que mi vecino era el tragaldabas de la noche anterior; y como ya había podido apreciar sus aficiones, le espeté: -¿Dónde cree usted que podría tomar en Marsella la mejor bouillabaisse?

         -¿Oh?- alzando los ojos con expresión inefable y prontamente, como si la respuesta no pudiera ser otra: - ¡A La Cascade!

         Me invitó  que le acompañara a Tolón, pues allí –decía- la bouillabaisse era superior a la de Marsella; y, extremando su amabilidad, dióme una tarjeta respaldada para el patrón de La Cascade.

         En este restaurante pude observar se le tenía en gran consideración, pues apenas sentado a la mesa para tomar un aperitivo, habiendo pasado la tarjeta, al acercarse una pizpireta camarera para que eligiera, como hacía con los demás, de entre los mariscos y pescados que llevaba en una gran bandeja, los que quisiera para la bouillabaisse, vino pronto el dueño, mandándola retirar, pues, dijo, que ya lo había hecho por mi el cocinero, al que me presentó seguidamente.

         En mi ya larga vida de amateur jamás habíame encontrado con un cocinero tan bien dispuesto a satisfacer mi insaciable curiosidad. Quizá ello fuera debido al deseo de complacer a mi recomendante o a mi calidad de extranjero; lo cierto es, que con generosa espontaneidad no tuvo reparo en hacer todas las operaciones en mi presencia, y aún en revelarme los pequeños secretos que tan celosamente guardan los cocineros, temerosos de la divulgación que de ellos pueda hacerse entre lo competidores.

         Aunque, desde muchos años antes, había ya comido y aun confeccionado la bouillabaisse, he de reconocer que la que entonces tuvo el cocinero la cortesía de hacer, personalmente, para mí, era superior a todas las anteriores.
IV
         Y, he aquí, cómo una dichosa casualidad, me depara la ocasión de ofrecer a mis lectores la verdadera receta de este plato, tomada de visu en su propia sede.

         Aunque generalmente las recetas que van insertadas en este libro son para seis porciones, ésta lo es para diez, pues así en aquel, como en los demás grandes restaurantes, se fijan para la más rápida multiplicación.
         COMPONENTES DE LA BOUILLABAISSE.- Las mismas clases de pescado señaladas para el arroz abanda, pero con la proscripción del empleo de mejillones, almejas y fiélas, nombre con que en la Provenza se designa al congrio; y con la recomendación de preferir entre los crustáceos las langostas pequeñas. De todo, alrededor de 3 kilos, en limpio.
         MÉTODO A SEGUIR.- También allí, como aquí para el arroz abanda, se prepara con antelación un caldo con morralla, las cabezas de los crustáceos y pescados, y las partes inferiores de los mismos.

         En una cacerola se ponen 200 gramos de cebolla menudamente picada; 3 tomates, limpios de piel y simientes, hechos pasta en el mortero; 50 gramos de ajo picado; una ramita de hinojo y tres de perejil, machacado; una ramita de tomillo, una hoja de laurel y un poco de corteza seca de naranja.
         Sobre esto, los crustáceos y pescados de carne firme, que se rocían con dos decilitros de aceite fino y uno de vino blanco, seco, sazonando con sal, pimienta molida y una buena pulgarada de azafrán, añadiendo caldo preparado, pasado como ya dijimos en la página 159, y en cantidad suficiente  para que los pescados queden bien cubiertos.

         Entonces se hace marchar a fuego vivo, con la cacerola tapada, manteniendo viva la ebullición durante siete minutos transcurridos los cuales se añaden los pescados de carnes tiernas, tales como merluza y salmonetes y se acaba de cocer a fuego más moderado. En total no deben emplearse más que de 16 a 19 minutos. Tres antes de dar por terminada la cocción, se prueba el caldo, que ha de hallarse en su punto de salsas, suculento, dorado, limpio, y perfectamente ligado, añadiendo entonces una cucharada de perejil, groseramente picado y una pizca de ajo finamente rallado. Levantando de nuevo el hervor, se aparta del fuego la cacerola y se rocía su contenido con una copita de Pernod.

         Se dispone el pescado en una fuente, y, en otra, honda, un par de docenas de cortaditas de pan blanco, de un centímetro de gruesas y simplemente secadas, no  tostadas, al horno. En Marsella se empleaba entonces un pan apropiado denominado marette, que se empleaba tal como lo servía la panadería. Sobre el pan se vierte el caldo y se polvorea la sopa con perejil picado.

         La casi totalidad de los libros franceses de cocina muestran singular empeño en prescribir que la cocción se ha de efectuar en los dos tiempos, de manera pronta, con ebullición fuerte, violenta; parece que están muy lejos de compartir los cocineros, pues a ello se oponen dos razones: la una, de índole etimológica, pues, precisamente el plato toma su denominación de la manera de hacerlo, Bouille-abaisse, bulle-abate, hierve-rebaja, en el sentido de que el hervor ha de abatirse, rebajarse, reducirse; la otra, práctica, pues si en el segundo tiempo, puestos ya los pescados de carne tierna como la merluza y el salmonete, continuara la ebullición, fuerte, viva, tumultuosa, estos pescados se desharían.

         La bouillabaisse se hace no sólo en la costa mediterránea de Francia y España, sino en la de Atlántico y hasta en América.

         En París, en un gran restaurante, fuí obsequiado con una bouillabaisse, especialidad de la casa; pero una bouillabaisse estilizada: se le había disminuido el ajo y el azafrán, y adicionado yemas de huevo batidas. Para mi gusto, lo que le faltaba de «tipismo», lo suplía en exquisitez.

         Bueno será advertir, no obstante, que con esta rica sopa parisina, no se podrán lograr los fines para los que Venus creara la suya.
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Los arroces con pescado
(Continuación)







E sofríen un par de ñoras y se fríe el atún, dejando aparte éste y poniendo las ñoras en el mortero. En el mismo aceite se sofríen pimientos, verdes o colorados, y guisantes o alcachofas, todo según la estación; una cabeza de ajos, tomate y el arroz. Se añade agua y el atún y se deja cocer, sazonando con sal y las ñoras picadas con el azafrán.

         Este arroz ha de quedar seco y las proporciones de los elementos que lo constituyen y método de cocción, los mismos que se determinan en los capítulo precedentes.
         A otras partes llega el bacalao fresco, pero el arroz que con este se hiciera resultaría poco gustoso. El bacalao que se emplea para hacer el arroz, es el curado, seco; para cada kilo de arroz se pone la cuarta parte de bacalao; y tostado ligeramente al fuego, cuando ya blandea se deshace menudamente quitándole las espinas y se pone a remojo durante media hora, cambiándole el agua tres o cuatro veces. En una cazuela, sartén o paella, se fríe en aceite una cabeza de ajos, tomate y perejil; cuando está frito se añade el bacalao bien escurrido, azafrán, pimienta, clavo y un cuarto de kilo de garbanzos previamente cocidos; se echa el arroz y agua caliente; se remueve; se le añaden unas tiras de pimiento, frito o asado y mondado, y se deja cocer hasta que esté en su punto. Conviene no poner sal hasta probarlo a última hora.

         Si no es tiempo de pimientos colorados se emplean en conserva, lavándolos, y sin trocearlos, tal como vienen, se ponen sobre el arroz, que entonces se le llama arròs en capetes de torero.

         Un arroz muy substancioso, es el que aquí se denomina arròs en pelletes de bacallar. Se hace de igual modo que el anterior, pero sustituyendo el bacalao por medio kilo de sus pieles, que habrán de estar en remojo durante cuatro horas.

'Filá' de toreros. Ilustración de don Luís Javier Soler Díaz.



         Tabarca es una interesante islita que tiene un modesto caserío, una almadraba para la pesca del atún, un faro, una iglesia y cuatro aljibes. Cuando escasea la lluvia, el conflicto es grande. Su campo, plantado de cebada, lo siega un hombre en un día; los guisantes que produce son muy apreciados.

         Los tabarquinos viven todos de la pesca, y los platos que con ella condimentan, sabrosísimos.

         De Tabarca guardo gratos recuerdos gastronómicos, que espero les llegue el turno de ser relatados; pero, hoy, viene a cuento el siguiente: un día de excursión, varios amigos esperábamos la hora de comer; del interior de la casa en que nos hallábamos salía un tufillo que aguzaba nuestro apetito. Llevado de mis aficiones, y para dar un poco de prisa, me asomé a la cocina y pude ver diversos platos ya dispuestos para servir; pero habíamos de comenzar por un arroz con calamares. Bajo el toldo de un patio inmediato, cuatro mujeres se hallaban al cuidado de otras tantas calderetas en que el arroz marchaba. Me acerqué a la más inmediata, una viejecita que picaba azafrán y ñora; sobre un anafe con carbón vegetal, tenía su correspondiente caldereta.

          - ¿Qué ha puesto usted? – le dije.

         - Pues mire; -me contestó en valenciano- he sofrito unos ajos tiernos, dos docenas de calamares, menos que medianos, con su tinta, y un kilo de arroz.

         Llenó de agua el mortero, removió bien su contenido y pasando por colador, lo vertió en la caldereta; después con cuchara de palo, mezcló concienzudamente su contenido y lo tapó.

         Le hice observar que había puesto poco caldo y que el arroz no debe taparse, limitándose ella a mirarme sonriendo. Poco después ví, asombrado, que, tanto la interpelada como las otras mujeres, de vez en cuando destapaban la caldereta, vertían un poco de agua y rascaban con la cuchara el fondo de la vasija. Ya no pude contenerme e increpé a la viejecita que, sin inmutarse me replicó:

- Cuando lo pruebe, si no le gusta, no lo coma.

         Hay que advertir que el arroz, si cuece tapado, fácilmente se engacha; que el caldo se pone todo de una vez; pero, si falta, para que acabe de cocer, se añade del mismo caldo, o si no queda, agua, pero siempre hirviente.

         Pues bien; al sentarnos a la mesa y probar el arroz, que, como aquí decimos estaba meloset, me encontré con que estaba superiorísimo.

         Esto prueba que, cuando se saben hacer las cosas, pueden impunemente saltarse a la torera aún las reglas más fundamentales dictadas por los maestros.

         Narré esta anécdota a Fernández Flores, durante su estancia aquí en calidad de catador de arroces; y él la refirió después con fino gracejo, en su amenísimo libro «La conquista del horizonte»; pero, con tal relieve le había yo descrito la magnitud de la contravención de la reglas coquinarias, al agregar agua fría a un arroz en plena ebullición, que, al llegar a éste punto de relato, dice, saqué mi revolver y mate a la vieja de un tiro.

         Cuando aquí hagamos una guía completa de lugares bellos o simplemente interesantes para el turismo, no debe faltar en ella Tabarca; y, los turistas que se decidan a visitarla, darán por bien empleado el viaje –once millas desde Alicante y tres desde Santapola-, pues allí encontrarán la misteriosa «Cóva del llop mari», restos de murallas y de un castillo, y podrán hacerse la ilusión de que se encuentran en un enorme navío, anclado en medio del mar; y, como la travesía y el encanto del Mediterráneo les habrá despertado el apetito, a más de la ilusión, podrán contar con realidades tan suculentas como las que brinda la cocina alicantina en el condimento de sus pescados, que en Tabarca casi saltan de la red a la cazuela.





         Este pescado se aprecia poco y con razón, pues su carne blanda no es apropiada para freír, ni para otro guiso que el arroz, pero este resulta muy agradable.
         Se sofríe ñora, ajos tiernos, o no, según la época; pimientos verdes, o colorados, si no hubiere de los primeros, y, muy ligeramente, la lampuga, que se deja aparte.
         Sofrito el arroz, se le echa sal, azafrán y la ñora picada. Seguidamente agua fría y el pescado. El arroz ha de quedar un si es no es caldoso.

         De esta manera se hace el infinito número de arroces de pescado, con que, casi a diario, se regodean las clases humildes… y otras que no lo son.
 
         Este arroz se hace con diversas clases de pescados, preferibles los de carne firme, y crustáceos.
         Se fríen un par de ñoras, y dos o tres dientes de ajo, y se ponen en un mortero; se sofríe tomate, alcachofas o guisantes, según la estación.

         Picadas las ñoras, con los ajos, el tomate, sal, azafrán, una pizca de pimienta, y una cucharada de pimentón, se adiciona agua hasta llenar el mortero.

         En el sofreímiento, echamos el arroz, y después de bien mezclado todo, verteremos, pasado por el colador, el contenido del mortero, y se remueve añadiendo el agua necesaria y se deja cocer.

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'Estudio del pintor Xavier Soler Llorca' (1923-1995), en el bonito y agradable barrio del Raval Roig, en la ciudad de Alicante
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Arroces con verduras y legumbres

 



STE arroz, denominado humorísticamente «arroz con pava», -por la coliflor,- es un arroz bien simple.

         Se sofríe ñora, ajo y una cebollita troceada y el arroz. Se pica la ñora con el ajo y se añade el arroz, que se sazona con sal y azafrán y se cuece en agua.

         Pero los humildes serán ensalzados: este plato vulgar y de poco coste, quedó convertido en un rico plato de fantasía, gracias al buen humor de un distinguido y simpaticísimo caballero inglés, que vivió muchos años entre nosotros y que llegó a hablar el dialecto alicantino mejor aún que el castellano. Decía de sí mismo: «Yo soc un inglés de la Villavella» por que su casa, situada en la plaza de Ramiro, daba por la espalda a la calle de la Villavieja.

         Míster Carey, «Queri», como exigía que le llamaran, era un tanto aficionado a la cocina, y un día invitó, como ya había hecho otras veces, a comer en su casa a unos cuantos amigos. Pero este día, en vez del plato suculento que en diversas ocasiones les había presentado, les puso en la mesa ¡un arroz con coliflor!... La sorpresa de los invitados no tenía límites, y aún fué mayor, cuando al probarlo vieron que era cosa notablemente exquisita.

         Carey les contó una historia de una misteriosa receta india, que escucharon incrédulamente, pero reconociendo todos que era cosa de maravilla hacer de un arroz con coliflor, un manjar tan exquisito.

         Llegó a hacerse famoso el arroz con coliflor de «Queri», y el lance se repitió muchas veces y todos quedaban intrigados.

         Un día, en el que loaba unos garbanzos que había comido, hechos por mí, en vena de confidencias «entre compañeros» me reveló el verdadero secreto de lo que comenzó por ser una broma: el arroz con coliflor, hecho a la manera corriente, en vez de agua para cocerlo, le ponía un suculento caldo de cocido, en el que predominaban las zanahorias; y lo hacía apetitoso con una salsa de curry, que en polvo se hacía traer de Londres.
         Arròs empedrat, y en Jijona, arròs de fábrica, porque es el que se les sirve a los operarios de las fábricas de turrón.

         En una olla con agua fría se pone a cocer medio kilo de habichuelas blancas, y transcurrido un cuarto de hora, se cambia el agua, renovando la cocción hasta que comiencen a abrirse, que según clase tardarán de hora y media a dos horas.

         Se sofríen una cabeza de ajos, un tomate, una ramita de perejil, añadiendo el arroz y las habichuelas con el caldo en que han cocido. Después de esto se regula el fuego y se vigila el caldo, pues el arroz ha de quedar completamente seco.


         Este arroz con habichuelas, aunque lleve nabos, se limita su denominación a calificarlo por el primero de sus componentes, para diferenciarlo de su similar valenciano, el famosísimo arròs en fresóls y naps, que ha inmortalizado el gran poeta Teodoro Llorente:

         «Habichuelas blancas y de carita, lentejas, nabos, acelgas, espinacas, calabaza, patatas…». Se procede con respecto a las habichuelas como en  la receta anterior, y cambiada el agua se pone el resto de las verduras, menos las patatas. Cuando aquellas estén ya cocidas se añade cebolla picada, frita; ñora y azafrán picado, las patatas, y 15 minutos después el arroz, que ha de quedar un tanto caldoso.

         En la nomenclatura pintoresca a que hemos hecho referencia páginas atrás se denomina este plato «Las once mil vírgenes».


         Llegúm, en valenciano, significa tan solo legumbre; pero en Jijona donde este majar goza de muy justa fama, se denomina así a un arroz con legumbres, aunque el arroz figure en una proporción mínima para el condimento de este plato.

Llegúm a l'Hotel Gastronòmic Pou de la Neu a l'Alt de la Carrasqueta. Xixona
         Se pone a cocer con el agua suficiente para que resulte caldoso, medio kilo de habichuelas y a la hora y media o dos horas, se añaden seis nabitos y tres docenas de chonetes convenientemente preparadas. Cuando ya las habichuelas estén cocidas, se adicionan seis u ocho pencas, cortadas a trozos; se fríe en dos decilitros de aceite una ñora y se aparta, vertiendo aquel en el cocimiento. A la media hora de haber puesto las pencas se dejan caer seis medianas patatas, o seis pedazos y se sazona con ñora picada, sal, azafrán y una pizca de pimienta y clavillo. Un cuarto de hora después se ponen 200 gramos de arroz, se amortigua el fuego y se deja cocer lentamente hasta que esté cocido.

         Hay un llegúm de invierno y otro de verano. Es el primero el que se acaba de describir y difiere del de verano en que este lleva alcachofas en vez de pencas y en que se emplean patatitas tempranas.

         Como ya queda dicho, es un plato de entretenido condimento, pues se invierten cinco horas para hacerlo y sin que la atención se distraiga.

         El lector forastero quedará asombrado de tanta meticulosidad y complicación para confeccionar un plato de tan vulgar apariencia; pero a esto hemos de objetar, que en las cosas atañentes a los guisos hay que poner siempre todo cuidado y atención si no queremos hacer una bazofia en lugar de una vianda exquisita; y que el llegúm, pese a lo poco substancioso de sus componentes, es un plato que causa las delicias de los gourmets, que, desde muy diversos puntos se trasladan a Jijona, para regodearse con este manjar casi exclusivo de la ciudad del turrón.
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Entrada al pueblo de Xixona, por el Barranc de la Font, hace ya muchos años
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Pastas
I.- Macarrones.  II.- Ravioles. III.- Canalones.  
IX.- Minchos. X.- Gazpachos.







N la página 140, al insertar la receta del «arroz a la milanesa» se hizo ya constar la razón que justificaba la presencia de platos genuinamente italianos en un repertorio de platos alicantinos.

         Como las familias italianas aquí establecidas eran de distintas procedencias, así los platos que aquí dieron á conocer, eran al estilo de la región de cada una de ellas; pero el transcurso del tiempo ha hecho que en su adaptación hayan sido objeto de modificaciones que las apartan un tanto de como, sin duda, eran sus recetas originales.

         De los que aún subsisten, elegimos solamente dos, por ser los que con mayor frecuencia se hacen:

         A la napolitana.- Se trocean 200 gramos de macarrones y se sumergen en agua hirviente –poco más de dos litros aproximadamente- y salada, en proporción de 10 gramos por litro, dejándolos cocer de 15 a 20 minutos, según el gusto de cada cual, pero teniendo en cuenta que no conviene que se ablanden demasiado. Se tapa y aparta del fuego la cacerola en que han hervido y se les deja reposar durante algunos minutos.

         Bien escurridos y lavados en agua fría, recolocan en fuente de horno y se espolvorean con ralladuras de parmesano, gruyère o bola. Mejor aún si los quesos se mezclan. Encima se pone otra capa de macarrones con salsa de tomate y se gratinan al horno.

         En timbal.- Se preparan como en la receta anterior; colocados ya en la fuente, sobre la primera capa se polvorea con queso y se pone una segunda con pellas de mantequilla y menudillos de ave a pedacitos; todavía una tercera que también se polvorea con queso, añadiendo rodajitas de chorizo, y un batido de huevos en cantidad suficiente para que el timbal quede bañado. Se sazona con sal y moscada y se gratina al horno fuerte.


         Los que cambian la ortografía del nombre de este plato, sustituyendo la v por b, es porque ignoran que rabiole significa cosa de poco valor, y los ravioles constituyen un plato de exquisito gusto.

         Sobre el mármol 500 gramos de harina, haciendo una oquedad en el montoncito, dentro de la cual pondremos 4 huevos batidos con 30 gramos de mantequilla, sal, pimienta y nuez moscada.

         Se amasa con cuidado, por que si se deshace la fuente quedan grumos, y se añade mitad de agua y mitad de vino blanco, en la cantidad necesaria para que la masa quede semidura. Se deja en reposo durante una hora y después se la abate, estirándola con el rodillo cuanto se pueda para que, sin perder la uniformidad en el espesor, quede reducida a una capa  finísima.

         Dividiremos ésta en dos iguales porciones, y en una de ellas distribuiremos bolitas de farsa, dejándolas simétricamente separadas unos dos dedos, poniendo encima la otra hoja de masa, y aplanado un tanto, dividiremos el todo con el cortapastas, dejando equidistantes las bolitas, con lo que obtendremos rectángulos, de 4 a 5 centímetros, aproximadamente.

         La farsa.- La farsa o relleno, se prepara con 500 gramos de espinacas, bien limpias y hervidas; 150 gramos de sesada de cerdo y otros 150 de hígado de ave, machacándolo bien todo, hasta reducir a pasta.

         A esto se mezclan 250 gramos de pequeños trocitos de ave, ya cocidos.

         Con manteca de cerdo se fríen 100 gramos de tomate maduro, añadiendo los elementos antedichos,  especiando como en la masa, y dejándolo rehogar todo.

         Cocimiento.- Al hervor, y con cuidado, se ponen en un recipiente que contenga agua salada en cantidad bastante a cubrir, y se dejan cocer, mansamente, durante 8 minutos.

         Final.- En las fuentes, rostideras, o platos de horno que sean menester, pues los ravioles no han de quedar superpuestos, después de untados con manteca, se van colocando, bien escurridos y abrillantados con huevo, los ravioles, que se polvorean con parmesano y se ponen a gratinar a horno fuerte.

         Al igual que he dicho respeto, a los macarrones, aquí se han venido haciendo, y siguen, diversas clases de ravioles, cuyas diferencias no son esenciales. De entre ellas elegimos:

         Otra clase de ravioles.- Ninguna variante respecto de los anteriores en la manera de hacer la pasta.

         En cuanto al relleno, en esta segunda se emplea un picadillo de ave y trufas; y el procedimiento el mismo, salvo que a estos se les adiciona un poco de leche durante el rehogo.

         No se gratinan.

         Otros de vigilia.- Como los anteriores, por lo que respecta a la masa. El relleno, de cualquier clase de pescados, crustáceos y mariscos, finísimamente picados; farsa a la que se adiciona una espesa bechamel. Rellenos ya los ravioles, se cuecen, se saltean con manteca de vaca y se gratinan después de polvoreados con queso rallado.
         Hace ya muchos años que no vienen de Italia unos macarrones cortos y gruesos, con hueco interior bastante capaz para ser rellenados, que llamaban «sansones», y que servían admirablemente para la confección de este plato.

         Ahora se utilizan para hacerlos unas  plaquetas (bastante malas), que se ablandan con agua caliente, se rellenan y arrollan en forma de tubitos.

         Juzgo preferible hacerlos en casa con la masa descrita en la receta anterior, cortando la hoja obtenida a cuadritos de unos 8 centímetros, dejándolos en reposo durante 15 minutos.

         Después se cuecen otros diez en agua hirviendo con sal, se lavan en agua fría y se dejan escurrir.

         En el centro de cada cuadradito pondremos el relleno, los arrollaremos en la forma antedicha y se colocan de manera idéntica a los ravioles, dejando caer sobre ellos, e hirviendo, un caldo concentrado de cocido, solamente hasta cubrir. Se cuecen un cuarto de hora y, a su término, se vierte encima una bechamel espesa hecha con mantequilla, leche y harina.

         El relleno se hace friendo cebolla, a la que se añade jamón y menudillos picados, y todo se sazona con especias de los platos antes mencionados, se espolvorea con queso y se gratina.

         Como ocurre con los ravioles, hay también unos:

         Canalones de vigilia.- Todas las operaciones preliminares lo mismo que para los anteriores.

         Igualmente el relleno, pero añadiendo a la bechamel una salsa espesa de tomate.

         Asimismo se cuecen con agua y sal, se saltean con manteca de vacas, se espolvorean con queso rallado y se gratinan.
         Para hacer este plato, de origen piamontés, se requiere harina de maíz secada al sol, harina de buena calidad y sobre todo recientemente molida, porque de lo contrario pierde el aroma que es cosa esencial.

         Se pone una cacerola mediada de agua con un poco de sal, y cuando cuece se va dejando caer harina en forma de lluvia revolviendo sin cesar para que no quede grumosa. Cuando adquiera consistencia se pasa a otro fuego más lento, revolviendo constantemente durante un cuarto de hora; se requiere quede bien cocida, trabajada y dura. Entonces se le añade manteca de vacas y queso parmesano y se sirve.

         También se hace aplanando la pasta sobre una placa hasta que quede de un dedo de espesor y cuando se enfría se corta en cuadraditos, se cubre con salsa de tomate, espolvorea con parmesano, se gratina y se sirve.
         De media docena de huevos se separan dos claras y se baten los restantes con 400 gramos de azúcar, dejando caer sobre ella poco a poco y en forma de lluvia 400 gramos de harina de trigo. Después de bien mezclado y batido todo, se añaden 3 decilitros de aceite fino y 100 gramos de mantequilla fundida y 250 gramos de almendras finísimamente ralladas, trabajando el conjunto durante un buen rato, regando con una copita de coñac y aromatizando con ralladura de la corteza amarilla del limón.

         Bien ligada la masa se extiende con el rodillo hasta reducirla al grosor de medio centímetro, y se hincan en la lámina resultante, 150 gramos de pasas que, si no son de Corinto, hay que quitarles el orujo y partirlas en pequeños trozos, colocándolas regularmente espaciadas.

         Se cuece al horno, se corta en rectángulos de 4 por 5 centímetros, que se abrillantan con las dos claras separadas y remontadas; se polvorean con azúcar fina y se ponen de nuevo al horno durante dos minutos.

         Constituye un buen postre y unas excelentes pastas para té.
         Los tallains (tallarines), constituyen la pasta que más se ha popularizado, pues, por su baratura, es entre las demás importadas, la que está más al alcance de las clases modestas.

         Cuando de niño iba yo a la escuela situada en el barrio de San Antón, veía a las puertas de las casas y puestos a secar al sol sobre esterillas de esparto, los tallarines caseros que entonces se hacían.

         Agua, harina y sal, entraban únicamente en la composición de la masa, que se trabajaba hasta hacerla dura, se aplanaba y cortada a tiritas se ponía a secar. Los tallarines que no se empleaban el mismo día del amasijo se dejaban secar más, al sol, en días sucesivos par utilizarlos cuando conviniera.

         Se hacían de muy diversas maneras, siendo los más comunes con menudillos de ave, salazón de atún y bogueta, y el aderezo consistía en cebolla, tomate y pimientos, que se sofreían, sazonando con sal, ñora picada y azafrán; con la adición de agua se hacía un caldo en el que se cocían los tallarines.

         Si eran con bogueta esta se sofreía después de las hortalizas; si con atún había que desalarlo previamente y desmenuzarlo antes de ser sofrito; y, si con menudillos simplemente cocerlos con el caldo.
         O de molletes. De la masa que se hace el pan, apenas se inicie la fermentación, sacaremos una porción de pasta que se hiñe y se aplana dejando caer sobre ella un hilillo de aceite, que por igual se extiende con la mano; se dobla sobre sí misma un tercio de su superficie y de nuevo se aplana, repitiendo la operación tres veces.

         Se coloca sobre placa de horno y se extiende con el rodillo, dándole un grueso de medio centímetro y forma rectangular; se bordea con repulgo grueso y alto; con las rebañaduras de la masa, harina y sal, haremos una mezcla que puesta entre las palmas de las manos y restregándolas, iremos dejando caer sobre la torta. De nuevo se la riega con un hilillo de aceite y se cuece a horno no muy fuerte.


         Con antelación se pone a desalar un cuarto de kilo de esta salazón y, a rehogar, dos de cebolla, finamente picada; 100 gramos de tomate, un puñadito de hojas de perejil, todo, también picado, y 30 gramos de piñones.

         Sobre el mármol un kilo de harina de trigo, y, un cuarto de kilo de manteca de cerdo; bien trabajada la mezcla, la pondremos en una vasija y verteremos sobre la masa un cuarto de litro de aceite, del mejor, rusiente, procurando trabar la masa con el cucharón de madera, y, si por haberla escaldado excesivamente no lo logramos, se le añade un poco de agua, y, en todo caso, una copita de aguardiente anisado.

         Con los puños se le soba un buen rato, siempre teniendo en cuenta que no ha de quedar fina y compacta, sino un tanto disgregada, pero que después de heñida permita extenderla hasta conseguir la delgadez necesaria. Colocada en un plato de horno se la aplana con el rodillo para dejarla de un medio centímetro de espesor, recortándola con cuchillo procurando quede doble larga que ancha y con las esquinas redondeadas.

         Desmenuzado el atún con los dedos se mezcla con la fritada y se extiende encima de la pasta; sobre una hoja de papel se lamina, cuan delgada podamos, una porción de masa y volteándola cubriremos lo anterior, se cierra con un menudo repulgo, se unta con huevo batido, empleando el pincel, y se cuece al horno.

         En las veladas de San Juan y San Pedro se hace en Alicante un enorme consumo de estas riquísimas tortas de atún.
         Manjar que ya se conocía en los tiempos hebreos y que con igual denominación perdura en nuestra comarca La Marina; si bien ahora se hacen ya tan solo como regalo. Medio siglo atrás, en dicha comarca se comía más pan de daxa –maíz-, que de trigo; pan de escaso alimento, sentado, frío, desagradable.

                Pan de panizo,
                    Mahoma lo  hizo.
                - Pues si lo hizo Mahoma,
                que Mahoma se lo coma.
         Hoy, ya ni Mahoma lo come; y esto, que supone un progreso en la alimentación, ofrece una gran dificultad para hacer los minchos, pues no suele hallarse para su confección la indispensable harina de maíz.

         Con harinas de esta clase, agua y sal, se hacen unas tortitas sumamente delgadas que se escaldan en agua hirviendo y, se aliñan con aceite y se cuecen en horno fuerte.

         Si las circunstancias lo permiten, sobre los minchos se ponen, en crudo y rociados con aceite, unos salmonetitos diminutos que suelen pescar las parejas.

         Es manjar agradable recién salido del horno.
         Será raro encontrar un español que no conozca, aunque solo sea de oídas, el gazpacho andaluz, y aún en el extranjero se halla bastante extendida la noticia del clásico manjar con que se regodean los andaluces de toda clase y condición, singularmente en los caliginosos días de la estación veraniega. En cambio, más de las tres cuartas partes de nuestros compatriotas ignoran la existencia de un plato suculentísimo que se denomina «gazpachos» y que se come en toda una extensa y estrecha zona, que comienza en nuestra comarca, pasa al norte de la murciana, atraviesa La Mancha, toca en algún lugar de Castilla la Nueva, y tiene su remate en tierras extremeñas.

         Estos nuestros gazpachos son la antítesis del andaluz: pan, aceite, ajo, cebolla, tomate, pepino, agua y vinagre, constituyen los ingredientes para la preparación de éste; los nuestros, pollos, caza, magro…; los unos tienen más de refresco que de alimento; los otros, cosa substanciosa que hace innecesarios otros platos para llenar una comida.

         Aunque se desconoce su origen, por su composición y por la manera de hacerlos, todo permite suponer que se eleva a la más remonta antigüedad; elemento primordial de este manjar es el pan ázimo con el que hace más de dos mil años obsequiaban los hebreos a sus huéspedes inesperados; el pan tipo de sinceridad y verdad, según San Pablo; éste pan se heñía, y aún continúa haciéndose así en algunos lugares, sobre pieles de carnero preparadas y reservadas a este solo uso; y se cocía sobre la piedra del llar.

         Comida de pastores y de cazadores, pues que la caza es elemento punto menos que indispensable, todavía en diversas partes se les denomina «gazpachos de pastor», o «a la cazadora». Aquí se les llama simplemente, gazpachos.

         El modus faciendi, varía algún tanto según la región y, a las veces, en cada pueblo de una misma comarca; pero la receta que se inserta puede considerarse como un término medio entre los extremismos a que suelen mostrarse propicios los gazpacheros.

         Para diez comensales, amasaremos sencillamente con agua y sal, dos kilogramos de harina tierna de trigo, que se hiñe sobre la piel o sobre la mesa, en forma de tortas de medio centímetro de espesor y con un diámetro de unos doce, menos una, que tendrá la dimensión máxima que permita el medio de cocción que se emplee.

         Estos son cuatro: sobre la piedra del hogar, en la pala, a la plancha de la cocina económica, y al horno.

         Con leña liviana y bien seca se hace en el hogar una gran fogata, que se alimenta durante media hora, apartando el rescoldo y barriendo con una escobita, que se tiene a propósito, la losa, sobre la que colocaremos la torta grande cubriéndola con la ceniza caliente y procurando que las brasas no se pongan en contacto con la masa. Es obra de unos cuantos minutos que se halle cocida, repitiendo igual operación con las restantes, que se ponen cuatro en cada vez. A medida que se van sacando las tortas se las arropa con mantel y mandil, hasta que llegue la hora de deshacerlas.

         Como el hogar o cocina en tierra es solo propia de las casas de campo, y no de todas, para simplificar la operación del cocido de las tortas, se ha ideado la pala, que es como una sartén que no tiene paredes, de plancha gruesa de hierro y con su mango correspondiente. Se coloca sobre las trébedes y con fuego de leña ligera se cuecen las tortas, dándoles las vueltas que se necesiten.

         Por el mismo procedimiento pueden cocerse también sobre la plancha de la cocina económica y aún en el horno de la misma.

         Cuando no se dispone de algunos de estos medios suelen encargarse a los hornos de cocer pan, pero hay que cuidar de advertir que se hagan con masa sin levadura.

         Cualquiera que sea el medio que se emplee, antes de ponerlas cocer, se pinchan con la punta de un cuchillo o con el tenedor, para que no hagan ampollas.

         Con independencia de la elaboración de las tortas, se trocean y se sofríen, un pollo, dos perdices, un conejo y una liebre. Como no siempre podremos disponer de estos elementos, utilizaremos los que tengamos a mano, siendo bueno saber que, a más, o como sustitutivos, podemos emplear el pato, ganso, pichón, magro de cerdo, caracoles… Lo que hayamos sofrito dejando aparte el hígado de pollo, lo pondremos a cocer en orden inverso a su terneza, sazonándolo tan solo con sal y añadiendo el aceite del sofreimiento.

         Para hacer los gazpachos se requiere una sartén de grueso calibre y forjada a martillo; leña de llama, a ser posible sarmientos; y unas trébedes o tres piedras que hagan sus veces.

         Cuando estén casi a punto las viandas se sacan del caldo y se ponen a escurrir. En la sartén con medio litro de aceite se sofríen dos ñoras y media docena de pimientos verdes cortados en cuarto a lo largo, dejándolos aparte, y el hígado, que después de bien picadas las ñoras en el almirez con un poco de sal, se pica a su vez. Dejaremos que el aceite se ponga rusiente y doraremos la carne, sacándola de la sartén. Pondremos a freír un kilo de cebolla menudamente picada y algo después un tomate también picado. Mientras, si entre los invitados hay chicas jóvenes, les daremos la satisfacción de que colaboren en la confección de los gazpachos haciendo que dividan las tortas en trozos tan menudos como monedas de a dos reales. A ellos, podremos encomendarles la tarea de aproximar leña y cuidar del fuego, pues se acerca el momento decisivo.

         Bien provistos de una larga paleta dejaremos hacer los gazpachos en la sartén, removiéndolos; y en el almirez pondremos caldo hasta llenarlo, con una pizca de pimienta, azafrán y un chorrillo del mejor vinagre, mezclándolo todo y rociando con ello los gazpachos que ya humean. Sin parar de removerlos iremos añadiendo caldo, hasta cubrir con exceso, y avivaremos el fuego para que una gran llamarada haga que hierva por todas partes el contenido de la sartén. Se prueba para rectificar si acaso la falta de sal, y paulatinamente se deja amortiguar la llama. Se ponen por encima las tiras de pimiento, y transcurridos unos minutos se aparta el rescoldo a las orillas y si el cocinero o cocinera estima que ya están los gazpachos en su punto quita la sartén del fuego y los deja reposar. Según sea el estilo de los gazpachos la operación ha durado entre cinco y veinte minutos.

         Mientras cuece se habrá cuidado de remover el fondo para que no se peguen, a no ser que sintiéndose con fuerzas para ello, el cocinero los haya volteado al aire, como se hace con las tortillas.

         A diferencia de los arroces, los gazpachos admiten que se les añada caldo, si con el que tienen no bastare para ultimar su cocción. Han de quedar no apelmazados, pero tampoco caldosos.

         La manera clásica de servirlos es la siguiente: en el centro de la mesa se coloca la torta grande; sobre ella, los trozos, vertiendo sobre los mismos el contenido de la sartén. Este modo ofrece el inconveniente de que, al servir platos, hay que hacer túneles en la pirámide de los gazpachos, para encontrar los trozos adecuados con que obsequiar a cada invitado.

         Para obviar este inconveniente se colocan los pedazos en una fuente; en cada plato una torta individual y sobre ella los trozos que elija la señora de la casa, cubriéndolos con los gazpachos, que se sirven de la propia sartén.

         El rito exige que se tomen con cuchara de madera, y entre gente campesina he visto comerlos de un modo primitivo poco recomendable: los comensales se sientan en torno de la gaspachá; tienden su mano ahuecada hasta el borde del montón y con el pulgar van remetiendo y apretando en el hueco de la mano un monolito de gazpachos que parece mentira puedan caberles en la boca.

         En algunas partes aromatizan los gazpachos con pebrella.

         La meticulosidad y honradez con que ha sido formulada esta receta nos permite decir, que si después de tan engorroso detalle, el aficionado que se lance a su ejecución no obtiene una maravilla, bien puede cortarse la coleta para toda empresa culinaria.
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Platos de carne
 
 
 




N el pasado siglo, Alicante tenía una importancia mercantil de tanta categoría, especialmente por las importaciones antillanas, que, a más de la colonia italiana de la que ya hice referencia, existía otra inglesa, por el gran comercio de vinos y salazones que por este puerto se hacía, aparte de los que desempeñaban cargos representativos de su país.

         Entre ellos, que yo recuerde los Gower, Wallace, Leach, Cuming, apellidos que aún ostentan distinguidas familias de esa capital.

         Cuando en 1.834, el cólera morbo asiático invadió por primera vez nuestra provincia, Sir Robert Gower acudió en socorro de los que sufrían los horrores de tan terrible azote, con importantes donativos a la Junta de beneficencia constituida por señoras, que para tal fin acababa de ser creada.

         Como es natural, en sus respectivas casas imperaba la cocina inglesa, y sus platos, dados a conocer a los alicantinos que con aquellas familias se relacionaban.

          De entre ellos elijo solamente uno, porque no solo perdura, sino porque su modo de hacerlo difiere notablemente de las infinitas recetas que del mismo figuran en los libros de cocina.

         Refiérome al roast-beef, que condimentaban y continúa haciéndose de igual modo y es como sigue:

         Para obtener un buen rosbif necesitamos proveernos de un trozo del centro del lomo bajo de la vaca; carne de buena calidad, de animal joven y grueso. Limpiarlo cuidadosamente, aunque sin lavarlo; quebrantarlo, pero, no con la maza sino con los pulgares, oprimiéndole fuerte e insistentemente y, sobre todo, conservándolo en casa hasta tres o cuatro días después del sacrificio de la res de que proceda.

         El asado puede hacerse a la broche, o al horno. Como de ordinario se carece en casa el primer elemento, al segundo he de atenerme para el método a seguir.

         Dispondremos una rostidera, o simplemente una lata con reborde o una parrilla ordinaria, bien limpia, hasta las patitas, que han de estar en contacto con el jugo del rosbif.

         Ataremos fuertemente el trozo de lomo con hilo grueso; pondremos sobre la cara que en el primer momento ha de quedar arriba, pequeños trocitos de manteca en rama que formen rosario y envolveremos el todo en papel engrasado.

         Puesta la parrilla sobre la rostidera o lata, encima de aquella colocaremos el rosbif y le pondremos en el horno.

         Al cuarto de hora lo regaremos con un hilillo de excelente vinagre; y después, cada diez minutos, con una cuchara, tras de quitarle el papel, bañaremos con la parte grasienta del jugo que habrá ido soltando, y le daremos media vuelta; y así sucesivamente, hasta que termine el  asado, que según la terneza de la carne y la viveza del fuego, se habrá invertido de hora a hora y media en su cocimiento.

         Se quita el hilo; y si se han observado escrupulosamente estas prescripciones, se le ha mojado con la frecuencia prevenida y volteado para que la acción del fuego haya sido ejercida por igual, el rosbif habrá quedado tierno, jugoso, y, en su interior, de un agradable color sonrosado.

         No le habremos puesto más aliños que sal; y esto, en el mismo instante que lo saquemos del horno.

         Se sirve solo. El jugo y las verduras aparte. Estas pueden consistir en patatas cocidas al vapor, coliflor, cogollitos de apio, coles de Bruselas…

         Sobre la mesa, sal, mantequilla, pimienta, mostaza, salsas inglesas… 
         Una «molla redonda» de ternera, de animal sacrificado tres o cuatro días antes, según la estación, que se limpia, -aunque sin lavarla- y quebranta del modo que ya dije para el rosbif.

         Se disponen de unos filetes de tocino cortados  a cuadrilongos, de un dedo de grueso, sazonados con sal, pimienta negra y blanca, y una pizca de moscada. Se agrega perejil picado y un par de dientes de ajo finamente rallados.

         Con la punta de un cuchillo estrecho se practican incisiones en la carne para hacer agujeros en los que se embuten los filetes de tocino; se oprime y ata fuertemente la carne con hilo grueso, y en aceite rusiente se saltea, poniéndola a cocer en agua, que la cubra.

         La  cocción debe verificarse lentamente y transcurrida una hora se prueba de sal y se rocía con un vasito de buen vino blanco, seco.

         Reducido ya el caldo, se tantea con la aguja de cocina para apreciar cuando esté cocida y se saca.

         Una vez fuera de la vasija se la deja reposar y desbrida.

         Se sirve caliente, cortada en rodajas y acompañada de la salsa obtenida.

         Fría, la carne mechada es un delicioso fiambre.
        
(A Dª Conchita Sanz de Martínez Blanquer).
         Con un cuchillo largo, ancho, de hoja delgada y bien afilado, sobre un lomo de cerdo convenientemente preparado, se practica, en sentido longitudinal y de extremo a extremo, una incisión profunda, pero que no llegue a partirlo. A ambos lados de la primera, otras dos, cuidando también de no cortar la parte opuesta, con lo que el lomo quedará dividido en seis filetes, en la forma de un libro abierto.

         Entre cada dos de ellos, iremos colocando sucesivamente, jamón, huevo duro, pepinillos y dos clases de embutido fresco del país, tales como blanco y sobrasada. El orden de coacción es indiferente, pero, en cada corte, solo pondremos relleno de una sola clase. Hecho esto, lo volveremos de lado y lo apretaremos para que adquiera la homogeneidad posible.

         Especiaremos con sal, pimienta, nuez moscada y unos dientes de ajo picados, teniendo en cuenta que el embutido ya lleva las suyas, y rociaremos con vino añejo.

         Se pasa y repasa por la máquina de picar, mitad de magro y de tocino, se amasa con el número de huevos necesarios para que la pasta quede fluida, se sazona como la anterior, y con ella embadurnaremos el lomo procurando quede compacto.
         Se pone al horno fuerte, y mientras dure la cocción, alternando, y cada cuarto de hora, mojaremos con aceite previamente calentado, y con el vino anteriormente empleado.

         Según la terneza del cerdo y el calor del horno, el  asado tardará en estar en su punto más o menos, pero, siempre en redor de una hora.
         Muslos de pollos grandes, tiernos y bien cebados. Se escogen los más iguales posibles y se conservan dos o tres días según la estación.

         Después de chamuscados y lavados se les quita el hueso y ensanchando cuanto se pueda la oquedad, se rellena con foié-gras casero con trufas picadas, se colocan en una cacerola, plana y lo suficientemente grande para que no tengan que superponerse los muslos, y cuyo fondo habremos cubierto con finas rodajas de cebolla vieja cortada al través, zanahorias, jamón, unos granos de pimienta, ralladura de moscada y un ramito de finas hierbas.

         Puesta al fuego la cacerola se sazona su contenido con sal, se riega con vino generoso, se tapa herméticamente la vasija y se deja cocer durante doce minutos; transcurridos estos se le añade un buen caldo concentrado de carne y ave, hasta cubrir y se deja terminar la cocción.

         Se colocan los muslos en la fuente; sobre ellos finas láminas de trufas, se deja en la nevera hasta el momento de servir, y antes de hacerlo se bordea la fuente con escarola y cogollitos de apio aliñados, y pepinillos.



         Preparados convenientemente una y otros según queda minuciosamente explicado en la receta del «arroz con pata» –página 77- se sofríen con manteca de cerdo, unos 200 gramos de jamón, que vaya bien cargado de su tocino, dos chorizos, cortados a rodajitas, una morcilla extremeña picada, 100 gramos de garbanzos remojados, y la patas, bien deshuesadas, a trozos, y el vientre a cuadraditos. Se sazona con sal, azafrán, unos granos de pimienta, un polvo de moscada, y, si la morcilla no fuera picante, una pizca de cayena, amén, de unas tiritas de pimiento colorado, previamente asado y pelado. Se baña con su propio caldo, añadiendo un ramito de finas hierbas y se mete en el horno para que se gratine.

         Se ha de servir bien caliente, hasta el punto que en París se utilizaban antes unos braserillos de barro. En los restaurantes suelen utilizar calientaplatos eléctricos.

         La templanza de nuestro clima permite comerlos sin estas prevenciones, cuidando tan solo de calentar antes los platos y de que el manjar vaya del horno a la mesa.


             

         Mr. Labée era un notable chef de la cocina francesa, al que los achaques, aún más que los años, habían obligado a abandonar su país y venir al nuestro en busca de la benignidad de nuestro clima. Medio siglo ha transcurrido desde su llegada y establecimiento en una casa vieja que estaba arrinconada, pero que tenía enfrente el mar y la doble fila de palmeras del poético paseo de la Explanada.

         En su reducido local, Mr. Labée despachaba sus ostras verdes de Marennes –seis reales docena, las de primera clase-; mantequilla de Isigni; selectos productos de la charcuterie francesas, especialmente unas andouillettes inigualables; tal cual plato para llevar a domicilio… pero cuando se le encargaba sirviera en el local alguna comida para más de tres o cuatro personas, contestaba invariablemente y en son de protesta:
        - ¡Pero, si yo no estoy montado por esto!

Y era verdad; más, como ya nos eran conocidas sus habilidades culinarias, insistíamos, y acababa siempre por ceder y prepararnos unos yantares de los que se guarda perdurable recuerdo.

Un día vino a verme Mr. Labée. Para solemnizar un venturoso acontecimiento familiar, uno de los amigos que concurría a las comidas celebradas en casa de Labée, había encargado a éste un almuerzo y que sometiera a mi aprobación los platos que proyectaba servirnos. Tortilla trufada, salmonetes a la parrilla, pollo a la Marengo… Involuntariamente dirigí la mirada a las cuartillas que tenía sobre la mesa.

- Como he supuesto que había de darme usted su conformidad, he preparado ya dos hermosos pollos, puesto que el almuerzo será pasado mañana.

Le escuchaba distraído, pensando en la rara coincidencia…

- Pues, si, señor; he logrado encontrar dos magníficos ejemplares, grandes, tiernos, bien cebados. En total, después de vaciados, han pesado, juntos cuatro kilos.

En la mirada interrogante que me dirigió comprendí que se había dado cuenta por mi silencio, de que algo me sucedía y juzgué preferible decírselo.

- Cuando usted entraba –le dije- acababa un capítulo de un libro que estoy escribiendo, y, precisamente el capítulo está dedicado al plato napoleónico que proyecta usted servirnos.

A su instancia se lo leí y me rogó le dejara llevarse las cuartillas, pues quería saborearlas detenidamente.

El día señalado, al sentarnos a la mesa todos los comensales –incluso yo- nos encontramos sorprendidos al hallar, junto al menú, impresas mis cuartillas.
POLLO A LA MARENGO
         «Por larga que fuera la duración de una batalla, Napoleón no comía hasta que se decidiera la suerte de la misma. Así ocurrió en la de Marengo, quizá la batalla cumbre en la carera del gran conquistador, por el influjo que su victoria había de tener no ya solo en los destinos de Francia sino en los del mundo entero.

         El ejército francés había luchado todo el día contra el austriaco, muy superior en número, siendo varia la suerte de los diversos y sangrientos combates que se libraron. A las tres de la tarde la batalla estaba perdida para los franceses y Napoleón había ordenado ya la retirada, cuando la inesperada aparición del general Desaix convirtió la derrota en victoria.

         Este había sido enviado a Génova, más por el camino tuvo la inspiración de retroceder, llegando en el preciso momento de poder impedir se consumara el desastre, si bien su heroica intervención le costó la vida.

Aunque los austriacos habían sufrido grandes pérdidas, los franceses quedaban también mal parados: los heridos, muertos y prisioneros fueron numerosos; las bajas en el estado Mayor considerables; y, sobre todo, lo que más debía pesar en el ánimo de Napoleón era la pérdida del joven y ya ilustre general Desaix, su compañero en las más célebres y afortunadas campañas.

No obstante tantas emociones, lo cierto es, que terminado el combate y en franca huída el enemigo, el general victorioso sintió hambre, por lo que ordenó a su cocinero Dunand le sirviera la comida; pero, habíanse distanciado tanto de la impedimenta, que Dunand se encontró en el más grande de los aprietos: no tenía nada, absolutamente nada, que poder ofrecer a Napoleón. Para solucionar el conflicto destacó a todo el personal de que pudo echar mano, para que salieran en busca de víveres y utensilios.

No fué muy fructífera la colecta: dos o tres huevos, un pollo menos que mediano, cuatro cangrejos, tomates, ajos, sal, un poco de aceite y una sartén.

Dunand sofrió en aceite el pollo con un tomate y dos dientes de ajo; añadió agua con un poco de coñac que por fortuna todavía guardaba la cantimplora del general, y puso encima los cangrejos.

Como la vajilla del Primer Cónsul aún no había llegado, el cocinero colocó el pollo en el plato de estaño de un soldado; lo regó con la salsa obtenida por el sofreimiento, y lo guarneció con los huevos, fritos, los cangrejos, y unos costrones de pan de munición.

A Bonaparte le supo el plato a gloria, por lo que ordenó a su cocinero que, en lo sucesivo, después de cada batalla, le sirviera un pollo condimentado de igual manera; pero Dunand era demasiado buen cocinero para dejar de ver que a los cangrejos nada se les había perdido en un plato de aquella naturaleza, y los suprimió: Cuando Napoleón observó su falta se incomodó grandemente y, según cuentan, dijo: - «esto me traerá desgracia».

Así pues, volvieron los cangrejos a guarnecer el plato, y, por tradición se ha venido siguiendo tal costumbre.

Y este es el origen del «pollo a la Marengo», nombre con que el improvisado plato de Dunand quedó bautizado en conmemoración de la batalla librada el 14 de junio de 1800 en los alrededores de Marengo, una insignificante aldea del Piamonte, cuyo nombre quedó inmortalizado por aquella gran victoria que dió la paz a la República francesa, dejó expédito el camino para que ascendiera las gradas del trono imperial, Napoleón I.

Marengo es el hito puesto en la cúspide del camino de triunfos bélicos obtenidos por el genio de la guerra. Así se comprende que ese nombre sonara como grata música en los oídos de Napoleón, aún siendo éste, como dicen, tan poco filarmónico; que el pollo a la Marengo se viera servido con frecuencia en su mesa; que en los comentarios que hacía de su vida gustara de evocar los recuerdos de Marengo, y que en Santa Elena, pocos días antes de su muerte, haciendo el inventario de sus efectos, quedara trastornado por la emoción sentida al dictar:

«La capa azul bordada en oro que llevaba en Marengo».

(Del libro en preparación,
NAPOLEÓN
¿Sobrio como un espartano?
¿Sibarita como un epicúreo?
         Apuntes para la historia de la gastronomía de la época).
         El pollo a la Marengo estaba exquisito, y desde luego quedó incorporado a la lista de los platos selectos que Mr. Labée tenía presente para nuestros encargos.


         La receta fué tomada de visu, y el orden de proceder el mismo que siguiera Mr. Labée en aquel día:

         Flameados los pollos con llama de alcohol, los dividió en pedazos, de manera aproximada a la que puede verse en la página 121, y los puso en una cacerola con agua, donde los mantuvo largo rato, escurriéndolos después y  secándolos con blanco y limpio paño.

         En una sartén amplia, con 3 decilitros de aceite rusiente sofrió dos tomates maduros, limpios, pelados y picados; los pedazos, con excepción del hígado que dejó aparte, un bote de setas y otro de trufas, dos dientes de ajo rapados, un ramito de finas hierbas y una hoja de laurel. Roció el todo con un excelente vino blanco, seco, y transcurridos cinco minutos puso agua hasta cubrir, y sal.

         Cortó simétricamente unas delgadas rebanaditas de pan, que colocó en una fuente, espolvoreándolas con sal y bañándolas con leche.

         De docena y media de huevos, separó las yemas de las claras y batió la mitad de éstas.

         En el mortero machacó las ralladuras de media nuez moscada, cuatro dientes de ajo previamente asados, unas ramitas de perejil, una pulgarada de hojitas de tomillo, y el hígado; añadiendo 100 gramos de harina, que aparte había tostado, y una cucharada de mantequilla.
Lo puso todo en un cazo que llenó con caldo de la sartén, haciéndolo marchar a fuego vivo.

         Antes de pasar una hora comprobó que los pollos estaban casi a punto y dejó caer sobre ello docena y media de cangrejos.

         Puso rebanaditas de pan, después de escurrirlas, sobre un mantel.

         Sacó los pedazos de los pollos y los fué colocando en una gran fuente redonda, en la siguiente forma: con los cuatro muslos señaló los ángulos de un cuadrado; en las cuatro líneas que los unían, las patas y mollejas; en el interior del cuadrado los demás pedazos, con las setas, y encima las pechugas y las crestas, peladas, blanqueadas, y cocidas juntamente con los pollos.

         En una sartén fué friendo el pan, y en otra, con bastante aceite, una cucharada grande del batido de las claras, y en el centro una yema, que a punto formaban un redondo buñuelito que iba colocando en redor de los pedazos, alternando con los cangrejos, las trufas y las costraditas.

         Habían transcurrido diez minutos desde que comenzó a marchar la salsa, que espeso con cuatro yemas desleídas en una porción de la misma dejada a enfriar, hizo que diera un nuevo hervor, y pasada por tamiz la fué dejando caer sobre los pedazos de los pollos.

         El cálculo había sido tan acertado que cuando los comensales habían dado, ya fin a los salmonetes, el pollo a la Marengo hizo su aparición triunfal en la mesa.

         Mr. Auguste Labée, murió ya hace muchos años. De los catorce concurrentes al almuerzo solo quedo yo para contarlo, y en el lugar ocupado por la Maisón francaise, se levanta hoy un bello edificio de estilo antiguo español, con elementos tradicionales de la arquitectura alicantina: blancas fachadas, hierros forjados, en los pescantes de los balcones voladizos; cuadrada torrecilla que coronan el típico cimborrio y cupulino de vidriadas tejas azules…
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La «Casa Carbonell» en el paseo de la Explanada de España, en la ciudad de Alicante

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Los pescados
 
 

 








AS de un centenar de millas alcanza la extensión de nuestro litoral, que se extiende desde la punta del Gato, al sur de la provincia, hasta la de Galeta al norte. Y, así, la carencia casi absoluta de peces de agua dulce, queda más que compensada por la rica variedad y finura de los pescados de mar, con que de ordinario se vé abastecido nuestro mercado.

         El límite de páginas asignado previamente a este volumen, nos veda dar una lista completa de los pescados peculiares de nuestro  mar y, lo que quizá fuera aún más interesante, la denominación dialectal con que aquí son conocidos, y su correspondencia en castellano; empresa que en otra ocasión se verá realizada. Baste decir, que nuestros pescadores obtienen, en  tamaño, desde el imponente atún, de doscientos y más kilos, hasta el diminuto boquerón; y, en calidad, los selectos langostinos y lenguados, se hermanan junto con la vulgar morralla, tan sólo aprovechable por el caldo que produce.

         Siendo tan extensas nuestras costas con relación a la superficie total de la provincia, en toda ella puede comerse el pescado en condiciones de relativa frescura. Es tanto más de apreciar ésta circunstancia ya que los lectores saben los peligros que para la salud supone ingerir pescados, singularmente crustáceos y mariscos, que no estén frescos, pues su nocividad se extiende desde la simple urticaria hasta las toxemias agudas que pueden producir la muerte.

         Para poder apreciar el grado de frescura del pescado se requiere un largo aprendizaje, pues las normas que se dictan para ello, con la sola excepción de una, las demás son ineficaces. La infalible es el examen del ojo: si se conserva sin deformarse, cristalino, transparente, el pescado está fresco; si se ve hundido y opaco, recelad de su frescura. Pero, ¿y con los mariscos y crustáceos, en los que no es tan fácil el examen?... En tal caso, si no están vivos, desechadlos.
         En las costas alicantinas, hay caladas varias almadrabas o atuneras, y ello permite que este excelente pescado se encuentre, a diario, en los puestos de venta.

         Aunque por regla general los refranes suelen ser acertados y no sujetos a mudanza, hay uno, referente al atún, que en la actualidad se halla completamente desacreditado: «El atún, para la gente común» con lo que se quiere denotar que este pescado, por su calidad y baratura, es tan solo apropiado para el consumo de la gente pobre. Respecto a lo primero el error es evidente, pues la carne del atún, de excelente gusto, ha sido siempre muy apreciada, y en la antigüedad figuraba como plato delicado en las mesas de mayor fama; por lo atañente a lo segundo, o sea la baratura, baste decir que, desde hace tiempo, se vende en este mercado a precio superior al de otros pescados finos.

         El atún, aquí, como en tantas otras partes, se prepara de muy diversos modos: frito, con arroz, mechado, en escabeche, marinado…; pero, si hay alguna manera, no rigurosamente peculiar, pero si muy del gusto alicantino, es el:
Atún emparrillado
         Se cortan lonjas de un centímetro de gruesas y con el largo y ancho que tenga la falda, zorra o ventresca del atún; se untan ligeramente con buen aceite de olivas y se ponen a las parrillas hasta que, después de un par de vueltas, estén bien doradas y crujientes por ambas caras. Se sacan y se sirven, añadiendo aceite crudo, sal, un polvo de pimienta negra y roja y zumo de limón.

         Es un bocado exquisito que muchos prefieren al salmón preparado de igual forma.

         La carne de este animal es muy apreciada cuando se le pesca de paso, es decir, a la entrada del Mediterráneo para desovar –Marzo o Abril- y permanece en él hasta Julio y Septiembre, no siendo de tan buena calidad la carne de retorno.

         Su lomo, cortado a tiras, puesto primero en salmuera y después a secar, se convierte en la rica «mojama de Alicante» que se vende a precio más alto que el mejor de los jamones.

         Aunque lleva el nombre de Alicante, aquí no se produce. La mojama viene de Isla Cristina, Ayamonte, Barbate o Canarias. La explicación de que se nos adjudique tan salado aperitivo, se halla en la hegemonía que durante muchos años ha tenido Alicante en el comercio de salazones, pescados curados y sardinas prensadas; y como los pedidos para el interior de la península se servían desde esta capital, principalmente en Madrid, la mojama continúa siendo «mojama de Alicante».

         Del atún se aprovecha todo: sus huevas, curadas, alcanzan precios fantásticos; sus zorras o ventrescas, en salazón, se consumen aquí en crecido número de barricas; del resto, curado, también en salmuera, se hace el atún de tronco; y de la zorra y de los desperdicios –sangacho- se venden anualmente algunas toneladas en la región de la Marina.   
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         Hace ya algún tiempo, recibí la visita de una distinguida señora parisina, que venía a pasar el invierno en Alicante. Había estado, en años anteriores, en la Riviera, en Mallorca, en Argel, en Málaga; y me contaba que un primo suyo, sempiterno viajero que había recorrido todo el mundo, le recomendaba la invernada en Alicante, por su sol, por su pan y por sus salmonetes, que alababa en términos de la mayor ponderación.

         Unos meses más tarde vino a despedirse. Con la más gentil cortesía iba enumerando las cosas dignas de elogio que entre nosotros había hallado, y terminó diciendo:

         - «Si en Alicante tuvieran ustedes –a más del incomparable clima- hoteles de lujo, campos para deportes, y paseos, sería esta la mejor estación invernal del mundo».

         Al día siguiente fuí a la estación a despedirla. Renovó sus expresiones de reconocimiento y, ya el tren en marcha, asomada a la ventanilla, me decía algo, que por el ruido y la distancia no logré entender. Horas más tarde recibí un telegrama expedido desde la Encina, que decía:

         - «Oublié de vous dire que mon cousin avait raison: vos rougets sont notablemente exquis».

         Hay diversas clases de salmonetes, y se diferencian entre sí, no solo por ser especies distintas de un mismo género (Mullus) si que también por el lugar de su pesca: los procedentes del Cantábrico, y aún del Mediterráneo, pescados en las costas africanas, o al suroeste del cabo de Santapola, son bastante menos apreciados que los de nuestro litoral, y, de entre éstos, se distinguen por la finura, superioridad y exquisitez de su carne, los de Calpe y Campello.

         Es el moll nuestro, el verdadero Mullus barbatus, famoso ya en la antigüedad por los dispendiosos gastos que se hacían para procurárselos los gastrónomos de aquella época. Entre nosotros las formas clásicas de su condimento se reducen a tres: emparrillado, fritos, y al horno.
         Emparrillados.- Sobre brasas de leña o carbón vegetal, se colocan las parrillas untadas en aceite, y se ponen los salmonetes, tal como salen del mar, sin escamarlos ni quitarles las tripas, ni las agallas, ni ponerles sal. Se dejan asar suavemente, dándoles la vuelta con cuidado y, cuando estén en su punto, se colocan en la fuente de servir, se espolvorean con sal y se rocían con un hilillo de fino aceite crudo y zumo de limón.
         Si se comparan los salmonetes preparados de este modo, con los que pueden hacerse de las maneras que se prescribe en otras recetas, se verá la enorme diferencia que existe. Así, están sabrosísimos.
         Fritos.- Escamados, quitadas las agallas y tripas, se salan los salmonetes, y enharinados ligeramente, se fríen en aceite abundante.

         Después de escurrirlos se sirven sobre servilleta, adornando la fuente con cuartos de limón.

         Al horno.- Si para la parrilla o sartén convienen los salmonetes medianos, para hacerlos de esta manera deben escogerse los más grandes.

         Se limpian como los anteriores, y, marcados unos cortes de través, se colocan en la fuente de horno untada con aceite. Se hace un picadillo con ajo pelado, tomate, perejil y ralladura de pan, sal, y una pizca de pimienta, se cubre con ello a los salmonetes, se le rocía con aceite y limón y se asan al horno.
         A más de estas tres maneras, como ya saben los lectores, existen infinidad, pero, elijo tan sólo una, que no he visto publicada aún su receta.
         Rellenos.- Frescos y más que medianos, se escaman y abren por el vientre, quitándoles cuidadosamente la espina para que no se desprenda la cabeza.

         Se rellenan con una salsa de bechamel espesa con trocitos de mariscos, sazonando con sal y una pizca de clavillo.

         Se rebozan con pasta de freír, semiclara, y con fino aceite rusiente se fríen.

         En la cocina al sacarlos de la sartén, se aromatizan con raspadura y zumo de limón.
         Ni las circunstancias de ser el rodaballo –el turbot de los franceses- un pez de carne muy estimada al que se señala el primer puesto en la gastronomía universal; ni la de que, en algunas ocasiones, tengan los gourmets alicantinos la fortuna de hallarlo en nuestro mercado, sería justificación bastante para incluirlo en un repertorio de manjares típicos de la comarca alicantina; pero, cuando los lectores conozcan el motivo que nos ha determinado a darle cabida en ese recetario, seguramente que encontrarán causa suficiente para ello y, a más de convencidos, quedarán agradecidos.

         El rodaballo no es pez que abunde en nuestras aguas y, por eso, su aparición en el mercado no es frecuente, y su precio elevado. En cambio, el gallo lo encontramos poco menos que a diario, y su precio está al alcance de todas las fortunas. Pues, bien; el modesto gallo sustituye, con ventaja, al rodaballo. De ahí nuestra afirmación de merecer por tal descubrimiento la gratitud de nuestros lectores.

         El gallo y el rodaballo tienen, aproximadamente, la misma figura redonda y aplanada. Exteriormente se diferencian, no sólo por su mayor delgadez, sino porque en el segundo aparecen los dos ojos en el lado izquierdo de la cabeza. Cuando se parten, se observa que el gallo tiene un esqueleto óseo más consistente que el rodaballo. Las carnes de entrambos son blandas y fácilmente separables de sus cartiliginosas espinas.

         Claro es, después de lo dicho, que los mismos condimentos que convienen al uno sirven para el otro.

         A la manera que los españoles usamos para la preparación del besugo, la besuguera, los franceses, que en tan alta estima tienen a su turbot, utilizan para su cocimiento la turbotiére, que, adaptando la palabra al castellano podríamos llamar turbotera.

         Una turbotera necesitaríamos para el condimento del gallo, pues esta lleva un dispositivo para colocar el pescado entero y sacarlo lo mismo; más, par servirlo en igual forma habíamos de menester también un plato especial, y, como no todas las cocinas están provistas de estos menesteres, utilizaremos una cacerola plana, de diámetro suficiente, para su cocción, y una fuente redonda para presentarlo en la mesa.

         Con el gallo se pueden condimentar infinidad de platos; pero quizá el más simple y hacedero es el que, empleando el rodaballo, a diario se come en el norte de Europa. Este plato, entre otras denominaciones, lleva la de:
         A la inglesa.- Después de limpio de su escama y vientre, se pondrá a cocer en la vasija apropiada, con tres partes de agua y una de vino blanco, cebollas y zanahorias cortadas, sal, tomillo, tres clavillos, laurel y perejil en rama. Antes de haber puesto el pescado habrá cocido todo ello una hora. Cuando renueve el  hervor se deja unos instantes y se aparta de la lumbre.

         Sírvase colocándolo entero en plato especial o fuente redonda, sobre servilleta planchada y rodeado de patatas cocidas y ramitas de perejil. En salsera, manteca de vacas, derretida, con sal y alcaparras.

         Cuantos condimentos se preparan con los pescados finos blancos, otros tantos pueden hacerse con el gallo, teniendo en cuenta que se ha de poner a cocer con el agua o caldo hirviendo; que ha de cocer escaso tiempo; que es preferible cocerlo en agua del mar o simplemente salada, y que, después de cocido, se puede mantener en el propio caldo hasta que llegue el momento de su empleo.
(Al Doctor J. S. San Julián)
El rape es un pez de cabeza monstruosa y boca enorme, como para asustar chiquillos.

Tenido en poco aprecio se vende como pescado de clase común, cuando ya los romanos le estimaban grandemente. F llamado por Ovidio y Plinio «rana marinera», y en nuestros días se le conoce también vulgarmente con el nombre de «pejesapo y pez tamboril». Su carne firme y sabrosa es susceptible de diversos guisos, entre ellos un magnífico arroz, y sirve también para hacer crecer determinados platos de langosta.

En cazuela de fondo plano o cacerola, colocaremos unas rodajas de cebolla con incrustaciones de granos de pimienta y clavillo, sal un ramito de finas hierbas y una hoja de laurel. Sobre ello pondremos el rape; pelado, cortada la cabeza, aletas y cola, y el tronco dividido en trozos regulares, cubriendo con agua fría. Después de diez minutos de cocción se le añade un decilitro de buen vinagre, y transcurridos otros diez, sacaremos los pedazos del tronco, separándoles el hueso, dejando cocer el resto hasta una hora.

Al cabo de este tiempo pasaremos el caldo por colador a otra cazuela o cacerola; pondremos también los pedazos y sobre ello colaremos una salsa, que de antemano habremos preparado, majando una cabeza de ajos; a más, sal, una pizca de pimienta, azafrán, pimentón, una cucharada de perejil picado menudamente, y un decilitro de aceite fino crudo, haciendo cocer el todo durante 15 minutos.

Colocaremos los trozos en una fuente para servir, y sobre ellos, a rodajitas, el hígado cocido durante cinco minutos en el caldo del pescado; y, en salsera la salsa, reducida y bien caliente, pasada por colador.
         Una langosta; y por cada kilo de ésta, medio de langostinos; medio de lenguados; dos de gallo; uno de pescadilla y otro de cangrejos de mar.

         Se cuece todo en agua que lo cubra, añadiendo: 2 cebollas con clavos de especia hincados en ella; 4 zanahorias; 4 dientes de ajo; apio, perejil, finas hierbas y una hoja de laurel.

         Cuando esté cocida la langosta se saca, así como los langostinos, lenguado y pescadilla; el resto se deja hervir a fuego lento por espacio de dos horas.

         En el fondo de uno o varios moldes, se disponen simétricamente láminas de trufas y sobre ellas se van colocando rodajas de la cola de la langosta, la carne de sus patas, los filetes de los lenguados y los langostinos.

         Las cáscaras, cabezas y espinas se ponen en la cazuela donde cuece el pescado.

         Transcurridas las dos horas fijadas, se prueba y se cuela el caldo,  sazonando con sal y pimienta; se clarifica con un cuarto de litro de vino blanco, seco; la pescadilla hecha pasta; y seis claras de huevo batidas. Se pasa por servilleta y se deja enfriar.

         Antes de que cuaje se vierte en los moldes, por encima del pescado, y se colocan en la nevera hasta el momento de servir.



         ¿Angulas en un repertorio de platos alicantinos?... Pues, sí señor: el mes pasado hubiera estado plenamente justificada la extrañeza, porque, en Alicante, ni se pescaban ni se vendían en el mercado.
         Los aficionados a este que es majar exquisito, casi hallaban motivo para un viaje a Madrid, en el placer que les producía ingerir una o varias raciones de angulas. Últimamente se vendían aquí en un bar, pero a razón de 30 pesetas el kilo.

         Mas, ahora, desde el mes actual –abril de 1.936- a diario las encontramos en el mercado, fresquísimas y muy baratas. El milagro se ha operado gracias a un bilbaíno que ha merecido adquirir carta de naturaleza entre nosotros. Por iniciativa suya, en la desembocara del Segura, junto a Guardamar, se pescan ya todas las noches, y por la mañana bien temprano aparecen aquí en el puesto de venta.


        

           Como en las rías vascas, en Guardamar se pescan también a la luz y con salabre espeso, y, como allí se matan con polvo de tabaco; pero aquí, por su proximidad al mercado, no se someten como en Vizcaya a los efectos del agua hirviente, cosa que, al parecer, no tiene otro objeto que hacer más duradera su conservación.

         Como su guiso puede decirse que es único, pues igual se preparan en Madrid que en Bilbao, aquí no se ha introducido novedad alguna: se lavan y tienden sobre lienzo blanco, que redobla sobre ellas para secarlas un tanto; en una cazuelita de barro, de fondo plano, que se hallan en el mercado y son propias para raciones individuales, se fríen en medio decilitro de aceite, dos o tres dientes de ajo y unos trocitos de pimiento seco picante; tan luego se doren los ajos se sacan ambas cosas y se ponen 100 gramos de angulas, removiéndolas en el aceite; se incorpora de nuevo el ajo y el pimiento, se añade zumo de limón y sal, y todavía friendo se sirven en la misma cazuelita.

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         Se escogen pequeños, sin que rebasen el tamaño mediano; se les quita la concha y se lavan por dentro para limpiarlos de arena, pero cuidando de no reventar la bolsita de la tinta que tienen cerca de sus extremidades, pues hay que conservarla para este guiso. Se fríen en aceite rusiente hasta dorarlos y se les añade el doble de su peso de cebolla picada, dejándoles que se rehoguen hasta su completa cocción. Unos minutos antes se sofríen cuadraditos de jamón, con tomate, se sazona simplemente con sal, y juntándolo todo bien mezclado se sirve.

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         Un literato francés contemporáneo, al dar una receta análoga a la presente, hace referencia al dicho de antaño de que las mujeres son como las chuletas, que, cuando más se las golpea, más tiernas se vuelven; y aplica la sentencia los pulpos.

         Aunque es verdad que para emblandecer los pulpos grandes se les propina una paliza con el mazo del mortero, no respondemos de la certeza de la afirmación de que igual ocurre dando el mismo trato a la dulce compañera de nuestra vida, no sea cosa que algún marido lo tome en serio y para enternecer a la suya se le ocurra esperar a que vuelva de la cola y comenzar a aporrearla con la mano del almirez.

         Después de lavados los pulpos se les sumerje unos instantes en agua hirviente, se les pela y corta en pedazos con el filo de una caña. Esto hecho, se les coloca en una cazuela o cacerola y se les baña con un vaso, o más, según el tamaño de los pulpos, de vino blanco, añadiendo perejil, laurel, tomillo, sal, pimienta y clavo, dejándolos en este adobo unas cuantas horas, al cabo de los cuales los pondremos en una vasija al fuego.

         Mientras cuece, sofreiremos en aceite, cebolla y tomate, picados, ajo picado y azafrán, y lo verteremos todo en la anterior vasija, removiendo su contenido y dejando que continúe cociendo suavemente; vigilaremos el guiso, y si hace falta adicionaremos vino o agua, hasta que la blandura del pulpo nos señale el término de la operación.

         Las sepias se guisan de igual modo, cuidando de quitarles previamente las conchas y bolsas de tinta, y, si las sepias no son tiernas, no les vendrá mal una paliza como la dada a los pulpos.
         Dionisio Pérez, en el «Inventario y loa de la cocina clásica de España y sus regiones», dice: - «Hay un modo alicantino de preparar el bacalao, en que se hace acompañar de patatas cocidas de antemano y cortadas en rodajas».

         En la comarca alicantina hay tal número de platos en los que figura el bacalao con análogas y hasta iguales características que las someramente señaladas por el autor antedicho, que no es fácil acertar a cual de ellos alude.

         Entre la imposibilidad de escoger entre el que llamara la atención del distinguido escritor, daré unos cuantos modos de preparar aquí el bacalao, comenzando por el más usual y corriente:
         Borreta.- Cortado en trozos regulares y simplemente lavado pondremos en cazuela de barro la cantidad de bacalao que necesitemos.

         A esto se añade: por cada kilo, tres cabezas enteras de ajos, con un corte transversal; dos docena de ñoretes roñosetes, un kilo de espinacas, bien limpias; dos kilos de patatas, cortadas, o enteras, si son pequeñas; un decilitro de aceite crudo; otro tanto de agua, y un  picante.

         Bien tapada la cazuela se deja rehogar a fuego lento durante hora y media.
         Otro modo.- Cortado en trozos el bacalao, se pone en remojo para desalarlo. Se fríe en aceite, con cebolla, perejil y unos dientes de ajo picados; y se cubre de agua y se pone a cocer.

         Se machacan en el mortero almendras tostadas y ralladura de pan. Desleído todo con el caldo en que ha hervido el bacalao, pasando por colador se vierte sobre las patatas previamente cocidas que, cortadas en rodajas, habremos puesto juntamente con el bacalao en la cazuela. Se deja cocer todo durante un  cuarto de hora.
         Aún otro.- Se fríen patatas, cortadas al través, en rodajas de un dedo de grueso, y se colocan en el fondo de una cacerola; sobre ella trozos de bacalao, remojado, desespinado y frito, que se cubren con una capa de espinacas salteadas.

         Puesta al fuego la cacerola se rocía todo con vino tinto y se deja estofar a calor suave durante media hora.
         Todavía otro.- En una cacerola con agua fría se pone a la lumbre un kilogramo de bacalao delgado cortado en trozos, retirándolo en cuanto se inicie la ebullición.

         Aparte se fríe en aceite un cuarto de kilo de cebolla y uno de tomate, tres dientes de ajo y tres ñoras, machacándolo todo en el mortero.

         En cazuela de barro, de fondo plano, se van colocando los trozos de bacalao, sin poner unos sobre otros y cuidando de que estén todos con la piel arriba. Encima una capa de rodajas de patatas hervidas ya, y, sobre todo, la salsa del mortero que se habrá llenado de agua y pasado por colador.

         Se espolvorea con una capa de perejil, se colocan unas tiritas de pimiento, y se deja sobre fuego suave durante hora y media.
         Es digno de ser notado, que en las buenas recetas de bacalao a la vizcaína, se cuida mucho de advertir la posición de los trozos de bacalao con respecto a su piel; posición que es la misma que ya en el siglo XVIII fijaba Altamiras en su receta del «Abadejo con pebre» (Bacalao con pimiento) plato precursor del famoso «bacalao a la vizcaína».
 

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         Ángel Muro, en su «Diccionario de cocina», dice:

         «Altimiras (Juan). Nuevo arte de cocina, sacado de la esuela de la experiencia económica; su autor Juan Altimiras. Madrid. Don Jos. Doblado, 1.791, pet, núm; 8. (De 8 a 10 francos).

         Hay otra edición cuyo título es exactamente igual al copiado, pero sin fecha. Está impresa en Barcelona por Tomás Piferrer impresor del Rey, y pone Altamiras en vez de Altimiras».

         Yo poseo un ejemplar de otra, anterior -1758- que reza en su portada: «Su autor: Juan Altamiras», impresa en Barcelona en la imprenta de Don Juan de BEZÁRES.

         Dionisio Pérez, en su «Guía del buen comer español» le llama Altimiras, pag. 173; y Altamiras en la nota (2) de la misma página.

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          - ¡A real, a real la boga!
              ¡De rellevá la boga!-
Este era el pregón que a mitad de la mañana se oía por las calles alicantinas, más singularmente por sus barriadas: El Raval, San Antoni, Barrionou, Raval-Roig, Villavieja, Santacreu.

El cuévano de la bogueta era llevado por dos mozallones que a grito pelado pregonaban su mercancía.

¡La bogueta!... Triste sino el de los humildes. La gente bien, -entonces se decía señors o personas pudientes- tenían a menos se les viera comprar el vulgar pescado; y la clase artesana, por no ser menos, también le hacían dengues a la pobre bogueta. Esto no obstante, los unos y los otros la comían con frecuencia y, como es natural, la encontraban sabrosísima. Porque la bogueta era y es, un pescadito muy gustoso, aquí en Alicante. Aunque es muy común en el Mediterráneo esta especie, no creo que sea apreciada en otras partes como lo es, y con razón, en nuestra tierra. La boga suele ser un pescado basto, pero la que llega a nuestro mercado es fina y, más aún, si procede de la parte de Levante. Se pesca con redes de arrastre, con la boguera –red tendida entre dos boyas- y con nasas. Como ocurre con la mayoría de los peces, el arte con que se les pesca tiene gran influencia en su calidad: así, bogueta de la misma clase, pescada a la misma hora y en el mismo lugar, difiere notablemente si ha sido aprehendida por las parejas, por la boguera, o por las nasas, siendo la procedente de estas últimas la preferida; quizá contribuye a ello lo selecto del cebo: anchoas, salvado, canela; y aún de entre éstas las más apreciadas por los gourmets –sí, los gourmets pueden recrear su fino paladar con la bogueta- es la de rellevá. Las nasas se preparan de un día para otro, y así la bogueta que entra en ellas, aunque no sufre tanto como la que se enreda entre las mallas de la red, queda recluida durante muchas horas: 18 o 20; en cambio, la de rellevá, que se pesca después de vaciar las nasas, permanece poco en ellas, -quizá no llegue a dos horas- y así viene al mercado fresquísima, rebullente y doblada en arco por la firmeza de su carne.

Con la bogueta se hace arroz y tallarines, y aún se adereza de otros diversos modos; pero el condimento preferido es el siguiente: se escama, se le da un corte transversal a la altura de los ojos, más sin llegar a la parte posterior de la cabeza, y se sigue hacia abajo, arrancando la boca y las tripas; se sala y se fríe en aceite abundante, hasta que quede doradita, y se saca, haciendo lo propio con pimientos en tiras; se fríe tomate en cantidad proporcionada y, cuando ya esté, se deja caer el pimiento y la bogueta.

Se puede comer desde luego, pero está mucho más sabrosa más tarde, empapada ya en el aceite que le da transparencia y un agradable color acaramelado. A la hora del medio día, al pié de la obra destapan sus tarteras o cazuelitas los albañiles; sobre el banco los carpinteros y obreros de taller mojan su pan en la apetitosa fritada y cogiendo la bogueta entre el pulgar y el índice, oprimen el vientre sobre el lomo, mientras que con la otra mano desprenden la cabeza y la espina… y, forzosamente, la comen chupándose los dedos.

Aunque sea sobre mesas bien servidas y comida de otro modo, la bogueta resulta sabrosísima, siendo mediana y de rellevá.

Gentes ignorantes de las distancias pescatorias no se atrevían a tomarla hasta que regresaba el último tren botijo, porque ¡cómo se levaba tanta gente en el mar!

En el pasado siglo, un buen alicantino, exquisito gourmet y de gracioso ingenio, escribió una loa de la bogueta, y al leérsela a un amigo y compañero en los placeres de la mesa, y que se complementaban, pues si el primero entendía del comer el segundo no le iba a la zaga en lo del beber, al llegar al final…
                   y mullant, te fas dos coques,
                   y bevent, una mijeta.
                   - Póc vi- sentenció con gravedad el oyente.

 
Ilustración del pintor alicantino don Xavier Soler Llorca (1923-1995),
del libro «Historias de la Plaçeta de Sant Cristófol»,
escrito por su hermano don Agatángelo Soler Llorca (1918-1995)
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Legumbres y hortalizas
 
 
I.- Fabetes bollietes.  II.- Fritanga. III.- Potaje.  
 





OMO no es cosa de salir por las afueras a buscarlas por los bodegones o merenderos, ni tener que esperar a que, anochecido, pase el hombre de voz cavernosa pregonando sus ¡favetes calentetes!, con la enorme olla que, vahando, hace inclinar con su peso el vendedor, compraremos en la tienda un kilo de habas secas, escogiendo la que estén sanas; las pondremos en remojo, cambiando el agua dos veces al día, y, al segundo, las pondremos a cocer en agua abundante, sal no escasa, una hoja de laurel, media docena de granos de pimienta y dos o tres clavillos.

         Cuando ya estén cocidas; que con el agua de aquí siempre tardan unas cinco horas, tendremos a prevención vino tinto del país, pues, como las habas siempre tiran a saladitas, como aquí dicen, llaman al vino.
         Se fríen en dos decilitros de aceite, un cuarto de kilo de pimientos, limpios y troceados; otro tanto de calabaza, cortada en cuadros; e igual cantidad de atún de tronco, previamente desalado. Todo esto se saca y se deja aparte.

         En el mismo aceite se fríen 500 gramos de cebolla picada; y, a su tiempo, 100 gramos de tomate. Cuando ya esté, se añade desmenuzado el atún, y se deja caer el pimiento y la calabaza, mezclándolo bien todo y golpeándolo con la paleta de freír, de canto, para que quede bien menudo. Entonces se añade un decilitro de agua, para que el freír se convierta en ebullición, y con fuego escaso se deja que, muy lentamente, se vaya rehogando, cuando menos dos horas.



Es este un plato de clásico abolengo; de todas las edades y de todos los países; pero siempre nos encontramos con un potaje, de tal, o potaje, a la cual: el nuestro es simplemente, potaje; y al nombrarlo así, sin más apelativo, designamos un plato que merece toda alabanza.

La noche antes pondremos en remojo un cuarto de kilo de garbanzos de los mejores. En olla o puchero, puesta al fuego con agua abundante, medio kilo de espinacas y bledas –acelgas-, escrupulosamente limpias y dejadas caer al hervor. Poco después amortiguamos el fuego para que cueza suavemente hasta el final.

En un decilitro de aceite se sofríe una ñora, unos trocitos de pan, media docena de almendras, y se fríe un huevo, bien frito, hasta que aparezcan los rebordes tostados, y se saca todo dejándolo en el mortero. En el mismo aceite se fríe una cebolla mediana y un tomate pequeño, picadas ambas cosas.

Mientras fríe, asaremos una cabeza de ajos, entera, y pelada y la majaremos en el mortero juntamente con lo que ya habíamos puesto, añadiendo la sal que haga falta y una cucharada de buen vinagre. Puesta esta salsa en el potaje una media hora antes de servir, se deja cocer todo, siempre en tono bajo, hasta que esté en su punto, que aquí, por la condición del agua, no le faltará mucho para las cuatro horas, a contar desde el comienzo de la operación.

Resulta un plato muy sabroso.

Una comunidad de religiosas tenía la costumbre en Viernes Santo de obsequiar a sus favorecedores con una ollita de potaje que, en verdad –puedo dar fé de ello- era cosa exquisita. La gente dió en decir que el secreto de la suculencia estaba en que la composición del potaje entraba un rico codillo de jamón. Ello podía o no ser cierto, porque el potaje hecho cuidadosamente y tan solo con los elementos de que antes queda hecha mención, es cosa agradabilísima.
         Medio kilo de cebollas grandes, rojas, viejas; medio kilo de patatas, un cuarto de judías verdes, y otro tanto de bacalao inglés, de la parte de la cola –la Purísima-; una ñora y un trozo de col o coliflor. Se trocea y lava el bacalao y se pone a cocer junto con lo demás.

         Mientras cuece –unas tres horas- haremos el allioli, hasta llenar el mortero; tostaremos una rebanada de pan de mesa, corriente, moreno; lo migaremos, con los dedos, sobre una cazuela, mojándolo con caldo y dejándolo que s’estove; sacaremos los ajos, y una mitad, desleído con caldo, la pondremos sobre el pan migado; picaremos la ñora y el tomate, pasándolo por colador, poniéndolo encima de la sopa.

         En una fuente, el hervido, cubriéndolo con el resto de los ajos y sirviéndolo después con la sopa.

         En vez de bacalao se emplea también musola, rape, gatets, conejo; pero los inteligentes aseguran que el mejor Giraboix es el de bacalao, y que donde mejor se hace es en Jijona.

         Algo habrá, porque el cantar dice:

                   Si la Reina sabera
                   lo qu’es giraboix
                   a Xixona vendría
                   a llepar el boix.

         Otros introducen una variante todavía más encomiástica:

                   Si la Reina sabera
                   lo qu’es giraboix
                   de Madrid s’en vendría
                   mes que fora a coix coix.
         En aquel entonces privaban las novelas de Pérez Escrich y Ortega Frías. Tenía doce años, y sentado en la puerta de mi casa leía un tomo por la mañana y el segundo por la tarde. La casa era la última de la ciudad, junto a la Puerta de la Reina. Traspuesta esta comenzaba el popular barrio de San Antón, y lo primero con que nos hallábamos era un horno.

         Cerca del medio día, comenzaba el desfile de cazuelas con arroz, y rostideras y latas de tomates. El interés de la lectura no era obstáculo para darme cuenta del aspecto delicioso de los últimos, y del agradable olor que a su paso llegaba hasta mí. La vista se me iba detrás de ellos. Con su fino instinto de madre, la mía, que era madre amantísima y una más que regular cocinera, no tardó en presentarnos a la mesa el deseado plato. Aún cuando su preparación había sido la más sencilla, nos satisfizo mucho a todos. Otro día, introdujo variaciones, que aumentaban su apetitosidad, y así quedó aclimatado en casa este sencillo manjar.

         Pasado algún tiempo, la vecindad de un sacerdote extranjero –suizo- me proporcionó un valioso auxilio para el estudio del francés; y la casualidad hizo, que de los primeros ejercicios de traducción que me puso, fuera la biografía de un célebre gastrónomo de París, Grimod de la Reyniére. Hice la traducción lo mejor que pude, y como viera mi bondadoso profesor cuanto me había interesado su lectura, dióme a conocer un manual de cocina en el que, con motivo de unas recetas de tomates farcies (la denominación es idéntica en francés que en valenciano) presentaba como inventor a Grimod, el extravagante literato y cocinero. Leí las recetas y ¡nihil novum sub sole!, estas no diferían, en lo esencial, con las ya por mí conocidas.

         Las recetas leídas no sólo se han perpetuado sino cuidadosamente enriquecido, pues la cocina francesa se siente orgullosa del abolengo de este plato.

         Como mi propósito no es el de introducir en este repertorio de platos comarcales recetas exóticas, por otra parte harto conocidas, me limitaré a dar las que hace setenta años vengo viendo y practicando.

         Se toman los tomates necesarios: medianos, maduros y firmes, bien redondos e iguales; a los que se cortará un redondel de la parte del pezón, del diámetro de dos pesetas; y, con una cucharilla, se extraen las simientes y la parte de pulpa que buenamente se pueda, sin romper la piel.

         A esta pulpa se le agrega un diente de ajo picado, perejil y una miga de pan remojado y bien escurrido; se sazona con sal y una pizca de pimienta, y se rellenan los tomates que habremos colocado en una tartera de horno.

         Este es el relleno elemental, al que se puede agregar un picadillo de huevos duros y anchoas.

         En ambos casos, espolvoreamos los tomates con ralladura de pan, y los rociamos con un buen aceite antes de ponerlos al horno fuerte, o sobre el fuego y con cobertura metálica y brasas.

         Este relleno admite multitud de variantes: picada la pulpa con el ajo y la miga de pan, lo verteremos todo en una sartén, en la que habremos puesto a sofreír con aceite una cebolla finamente picada, dejando cocer la mezcla hasta que el tomate esté en su punto. Entonces añadiremos yemas de huevos batidas y un picado de carne asada, setas, jamón…

         Pondremos el relleno en los tomates, sazonando en sal y pimienta y espolvorearemos el copete con ralladura de pan y perejil picado, rociando con aceite. Como en los casos anteriores, conviene para el término de la operación un horno fuerte, o el empleo de la cobertera con brasas. No obstante su sencillez y aparente vulgaridad, el plato tiene derecho propio a figurar en este inventario porque, aparte de su origen, los tomates todos de esta comarca son de excelente calidad, y muy apreciados para su relleno.
         Grimod de la Reyniére (Alejandro-Baltasar), nació en París, y aunque su familia era acomodada, su abuelo paterno fue salchichero.

         Iba camino de la magistratura y llegó a ser abogado del parlamento; pero, sus extravagancias fueron tales, que a los 28 años sus parientes le internaron en un manicomio. Después viajó por Suiza y Alemania, y, a su regreso, se estableció en Lyón y  más tarde en Beziers. Llegada la época del terror, para librase de sus peligros, recorre el Midí con una especie de bazar, de feria en feria.

         Arruinado por la Revolución se entrega a la literatura y, sobre todo, a la gastronomía. Aunque produjo diversas obras, las que le dieron gran renombre fueron las de este último carácter: de 1803 a 1812, publicó su famosísimo Almanach des gurmands ou Calandrier nutritif, y en 1808, Manuel des anphitrions. Ambas publicaciones obtuvieron un éxito enorme.

         A tal punto llegó la consagración de su autoridad en materia gastronómica, que pudo nombrar por su libre elección, un «Jurado degustador». Los miembros de esta original institución se sentaban en los días señalados a la bien provista mesa del hotel entonces habitado por Grimod en los Campos-Elíseos, y de una manera solemne degustaban los platos y comestibles a tal fin enviados por los proveedores ganosos de publicidad.

         El Jurado actuaba como una especie de fiel contraste de vituallas, y el fallo otorgado, siempre laudatorio, se tenía en alta estima; pero, los no favorecidos con la admisión de sus productos, formularon clamorosas protestas acusando de parcialidad a los jurados y hasta al mismo Grimod, por lo que el gastronómico Jurado hubo de cesar en su funcionamiento.

         Consagrado de lleno a la literatura culinaria, a más de tratadista actúo como inventor de recetas, que por cierto no acrecentaron su ya, bien cimentada fama, según sus detractores de entonces; si bien estos se han visto después contradichos por la posteridad, cuando menos por lo que respecta a la creación del plato que motiva esta nota.

         Desde 1812 vivió Grimod retirado en su castillo de Villierssur-Orge. Murió a los ochenta años.

 

         En una de las ocasiones, a que hice referencia en el artículo Pollo a la Marengo alguien protestó de que Mr. Labée hubiera incluido en el menú un plato de patatas… -¡Patatas a la Mac-Mahón!... dijo en tono despectivo-; replicó con viveza nuestro hospedero, y, para cortar el incidente, procedí a la narración de la siguiente anécdota, que recordaba haber leído:

         «La primera campaña emprendida por Napoleón después de haberse coronado emperador de los franceses, fue la que había de culminar en la batalla de Austerlitz. Tenía prisa; no quería dar tiempo a los austriacos para que se les unieran los ejércitos coligados, y caminaba a marchas forzadas, sin servicio de aprovisionamiento, viviendo sobre el país. Una noche había acampado en un lugar inhóspito, y, llegada la madrugada, conocedor de que la hora peligrosa para los centinelas era la inmediata al amanecer, recorría a pie y solo las líneas avanzadas, cuando llegó hasta él un agradable tufillo. Como tomaba parte en las fatigas y privaciones de sus soldados, todavía se hallaba sin cenar. A no mucha distancia vio un granadero, que, al socaire de un derruido tapial, avivaba el fuego sobre el que se hallaba una marmita.

          - ¿Qué guisas?

- Unas patatas con cebollas que he logrado encontrar en este campo cercano.

- ¿Consientes en compartir conmigo tu cena?

- No, Sire; tengo mucha hambre atrasada.

- Luego, ¿me conoces y no me invitas?... Yo te hubiera devuelto el convite en París, a nuestro regreso.

- A tal precio, Sire…

Es fama que a poco se queda el granadero sin probar sus patatas, pues, el Emperador las halló tan de su gusto que rebañó la marmita.

De regreso a las Tullerías, después de la resonante victoria de Austerlitz, un ayudante penetró un día en el despacho, anunciándole que un granadero debía haberse vuelto loco, pues pretendía que el Emperador le había invitado a su almuerzo.

Napoleón y el soldado almorzaron mano a mano; se habló de patatas, y preguntado el granadero, dijo llamarse Mac-Mahón.

- Pues así se dominará tu guiso: «patatas a la Mac-Mahón».
  
         Dos años después, al improvisado cocinero le nacía un hijo, al que llamó Mauricio, y que llegó a ser un personaje histórico: el general Mac-Mahón, mariscal de Francia y Presidente de la República Francesa.

         Las patatas que nos sirvió Mr. Labée estaban sabrosísimas, y no solo fueron del agrado de todos, sino que resultaron plato obligado para los sucesivos yantares.

         Las preparaba de este modo: en una marmita honda de hierro, desproporcionada para la cantidad de patatas, colocaba cubriendo su fondo rodajas de cebolla como medio centímetro de gruesas, y encima patatas escogidas de forma alargada, peladas y cortadas a octavos; 50 gramos de manteca por cada kilo de aquellas; hierbas aromáticas, sal, pimienta negra y blanca y nuez moscada. Cerraba herméticamente la marmita colocando entre esta y la tapadera un paño y, encima, peso. Comenzaba la cocción a fuego vivo y al cuarto de hora rociaba con un decilitro de caldo por cada kilo de patatas y amortiguaba el fuego, para que la ebullición fuera muy suave. Con frecuencia, sin destapar la marmita, sacudía su contenido con movimientos secos, cuidando de que no se deshicieran las patatas. Para lograr que la remoción fuera completa, de fond en comble, exageraba el tamaño de la vasija. Al cabo de dos horas o más según la calidad de las patatas, estas se encontraban ya prontas para ser servidas.

         Producirá extrañeza que con tales elementos se lograra un plato que mereciera muy merecidos encomios; pero hay que tener en cuenta que Labée empleaba especias muy finas, aromáticos, que daban al guiso un sabor exótico; excelente mantequilla de Isigñi; caldo cuidadosamente preparado y, sobre todo, alguna que otra cucharada de salsa madre o gran jugo, que tan sabiamente ha preparado siempre la cocina francesa.

         Lo curioso del caso es, que, pasado el tiempo, pretendí hallar la receta en algún libro de cocina y no encontré ni rastro de tales patatas; que, fijando la atención en el relato, deduje que quizá la verdad histórica no quedara bien parada, pues, nuestro granadero, el padre del Mac-Mahón renombrado, pertenecía a una distinguida familia irlandesa, era amigo íntimo de Carlos X y llegó a ser par de Francia; y, por último, que habiendo buscado el texto en que había leído la anécdota, hasta la fecha no he logrado encontrarlo. Si alguien tiene mejor fortuna y la cortesía de comunicarlo, el autor de esta obra le quedará muy sinceramente reconocido.

         Como el examinado del cuento, que al ser preguntado por la enfiteusis, dijo, después de una resoplada interjección, -¡vaya una palabrita!- así, algún lector, no dejará de preguntarse un tanto asombrado: -¿grañón, y con qué se come eso?...

         Pues se come con cuchara y la palabrita es la empleada por la Academia para denominar al grano de trigo cocido.

         El grañón que voy a describir, aunque no es plato exclusivo de la comarca, si puede afirmarse que, desde luengos tiempos, se hace de él gran consumo, como lo acreditan los antiguos morteros de piedra, grandes, especiales para majar el trigo, que aún hoy se encuentran en muchos de nuestros pueblos.

         Este potaje de trigo, tiene variedad de nombres: corrientemente se dice, «trigo picado»; «forment picat» en diversos puntos de la provincia; «olleta de blat», en Jijona y pueblos de la montaña; «greñons» en Elche y sus aledaños; «guisado de trigo», en algunos lugares de la Mancha, y «trigo escorfao» en otros.

Este plato evoluciona desde una frugalidad puramente vegetariana, a una peligrosa suculencia, pasando por un intermedio que es aconsejable; pero, en todos los casos, las operaciones preliminares, son las mismas.

         Se aecha y se aventa el trigo, para lo que se emplea una pequeña zaranda o garbillo y se sumerje en una vasija que contenga bastante agua, para que floten las semillas hueras y quede el grano limpio y remojado. Después de secarlo un tanto se maja con tiento en el mortero, ya que no hay que despachurrar el trigo, sino simplemente descascararlo, y se aventa de nuevo. Estos morteros suelen ser antiquísimos, grandes, de piedra, y el mazo de madera.

         En una olla estarán cociendo, garbanzos, carditos, acelgas, pencas, nabos y un trocito de chirivía; al hervor se deja caer el trigo y, algún tiempo después, una salsa hecha sofriendo una ñora, que se pica con azafrán y sal, con más el aceite del sofreimiento. Mientras hierve, añadiremos de vez en cuando un poco de agua fría para que el trigo se abra, continuando la cocción hasta que tanto el trigo como los garbanzos estén en su punto.

         La sobriedad de este guiso se altera algunas veces con la adición de pié y cabeza de cerdo, cuyos trozos se ponen juntamente con los garbanzos.

         Todavía se extrema en otros lugares la suculencia de este plato juntando a lo anterior, jamón, chorizos y otros embutidos.

         En muchas partes, al servirlo, se aromatiza con hierbabuena, pebrella u orégano.

         Hay que advertir que el trigo tarda en cocerse, no pudiendo fijar tiempo preciso, porque ello depende de su calidad, de la condición del agua y aún del gusto del consumidor; pero, quizá en ningún caso baje de las cuatro horas.
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Miscelánea
 
 
I.- EntremesesII.- Allioli.  III.- Farinetes
IV.- MiquesV.- Pericana.
VI.- Caracoles. VII.- La mona. VIII.- Aigua sivá.










 ESTE vocablo ha dado entrada en su Diccionario la Academia, pero con significación distinta del que procede: entremets. Los franceses dan el nombre de entremets a los platos que se sirven entre el asado y los postres: le mets qui termine le diner au tout au moins qui precede la dessert; para la Academia es entremés «cualquiera de los platillos que se ponen en las mesas con viandas ligeras, como encurtidos, aceitunas, etc., a diferencia de los manjares que constituyen la verdadera comida». Precisamente a lo que, con mayor acierto, llaman los franceses des hors d’oeuvre.

          En acatamiento a la decisión de la autoridad lingüística, designaremos con el nombre de entremeses a las viandas que, como peculiares, se ponen en las mesas alicantinas; y en las que, pueden verse y saborearse cuantas, con la finalidad de estimular el apetito, se sirven en los diversos países del mundo.
         Aceitunas.- Todas las especies están representadas en nuestra zona de cultivo del olivo.

         Se adoban y aliñan caseramente y con excelente resultado, pues las finas hierbas aromáticas de las que están pobladas nuestras sierras, singularmente Mariola, las hacen muy estimulantes.

         He aquí una completa receta del maestro Altamiras:

         «Cogerás las Aceytunas de el Arbol: quando veas alguna morada, que es indicio tienen el grueso que pueden tener, darás quatro, o cinco cuchilladas a cada una, ponlas en agua dulce, mudándolo de dos a dos días, hasta que todas se undan en el agua: dispondrás un adobo de agua y sal, toma una vasija de medio cántaro, llénala de Aceytunas poniendo ruedas de limón, hojas de laurel, y olivo, e hinojos; llénala de la misma agua de las Aceytunas, y ponle un poco de canela, y clavillo, y la mitad de pimienta, un poco de azafrán; todo deshecho con el mismo adobo. Nota, que el adobo de las especias no dura mucho tiempo, porque se pone agrio con los limones, por eso han de componer pocas de una vez, y acabadas aquellas, compondrás otras de modo dicho: para esto puedes tenerlas todo el año en agua y sal,  irás sacando, y componiendo: Advierte, que las Aceytunas, después del día que las pones en agua, han de estar cubiertas, porque de lo contrario se pierden.

         Otras Aceytunas más fáciles compondrás así: Recién cogidas, escogerás las más gruesas para enteras, como no estén dañadas, las pondrás, si puedes, en vidrio con agua, y sal, en piedra, con abundancia, que queden bien sabrosas: de este modo sin tocarlas, se conservan todo el año; las menudas, y tocadas partirás; si se han de gastar luego, cocerás el adobo con hinojo, tomillo, hojas de laurel, cascos de naranja, cabezas de ajos machacados, que sepan bien a sal; este adobo frío echarás sobre las Aceytunas; pero no las podrás conservar sino un mes, poco más o menos. Si quieres conservarlas más tiempo, pondrás las Aceytunas con agua y sal y un puñado de hinojo, dos matas de tomillo, cascos de naranja, y así se conservarán dos y tres meses. Antes de echar el adobo a las partidas, las mudarás de agua nueve días, para que pierdan la actividad, y fortaleza del verdor».

Alcaparras.- Abundantes en nuestra región montañosa. En su aliño debe predominar el vinagre.

         Atún de zorra.- Salazón apreciadísimo, con aspecto de jamón, por la veta de tocino que le acompaña.

         Bacalao.- Al natural o en menudos trocitos aliñados en aceite, de un buen bacalao inglés, tierno y en su punto.

         Goza de merecida fama el bacalao inglés, que se dice de Alicante. Ello es debido a lo siguiente: el bacalao, desde que se pesca y sala para su curación, inicia un proceso de fermentación que no se para hasta que se consume, o se descompone. Los inteligentes saben apreciar cuándo, en este proceso, se halla el bacalao en su punto; y como en Alicante han pasado por su almacenes millares de millones de bacalaos, se tiene una práctica de que en otras partes se carece. Para dar una idea de la importancia de su tráfico en Alicante, baste decir, que, en el pasado siglo, un impuesto voluntario de un real sobre cada quintal manipulado, creó capital bastante para la edificación de nuestro Teatro Principal.

         Capellanets.- Estos peces pescados en Terranova, salados y puestos a secar, se embarrilan y envían a nuestra capital, quizá en mayor cantidad que a ningún otro punto; se calientan para comerlos, y es muy agradable manjar que incita a beber.

         Embutidos.- Morcillas de cebolla, muy apropiadas para comerlas asadas y con alioli; blanquitos, embutido de magro, huevo y especias, cocido; longaniza y sobreasada, picado de magro y tocino fuertemente especiado, para comerlo en crudo.

         Encurtidos.- Tomates, pimientos y cebollas, en vinagre, constituyen poderosos estimulantes, tal y como aquí se preparan.




          Garrofetes.- Huevas de melva, saladas, secas y prensadas.

         Huevas de atún y de corbina.- En lonjas muy finas, al natural.

         Mojama.- Mojama de Alicante, dicen en todas partes, seguramente por ser la plaza que mayor comercio ha hecho de estas incitantes tiras del lomo desecado del atún.

         Tomates.- Se cosechan aquí de clase muy selecta, para tomar en crudo, cortados de través, y sobre cada mitad trocitos de bacalao o mojama que se riegan con aceite.


         De puro sabida es cosa olvidada, que en Alicante, ni hace frío ni llueve; pero, alguna vez, en el rigor del invierno nos llegan noticias de fuera, de que una ola de frío va dejando ateridos a los habitantes de diversos países; y vemos, casi a nuestras puertas, al Aitana embozarse en un blanco alquicel de nieves para resguardarse de las inclemencias del tiempo. Entonces, la ciudad siente rubor de verse mostrada como fenómeno, siempre en riente primavera, y deja que su cielo se entolde, que caigan cuatro gotas y que sople un fresco airecillo, que no logra mover las hojas de las palmeras ni achicar la columna termométrica, pero que hace que los buenos alicantinos, que estamos en el secreto, nos levantemos el cuello del gabán, metamos las manos en los bolsillos y apresuremos el paso, haciendo un ¡brrrr…! cuando encontramos a cualquiera camino de casa.

         - ¡Hoy es día de ajos!- decimos al entrar; porque los alicantinos no necesitamos, para mencionar el allioli, más que decir, simplemente, ajos: hacer ajos, comer ajos…
         Bueno; pues para hacerlos pondremos en el mortero una cucharadita de sal y tres o cuatro dientes de ajo, limpios y abiertos de arriba abajo para sacarles el grillo. Se machacan hasta dejarlos convertidos en pasta y con la mano izquierda iremos dejando caer, gota a gota, aceite fino, mientras con la derecha hacemos girar suavemente el mazo del almirez para verificar bien la mezcla y emulsionar el aceite con el zumo de los ajos. Poco después ya se puede verter el aceite en forma de hilillo y cuando se tiene práctica, de vez en vez, se añade una chorrada y no suele suceder otra cosa que aumentar la cantidad de allioli; pero, otras, aún llevando el más exquisito cuidado, cuando más seguro nos parece estar del éxito, los ajos s’esgarren, es decir, se rompe la homogeneidad, se disgregan.

         Entonces se emplea el recurso de pasar a un plato el contenido del mortero, poner en éste una molla de pan mojado, bien escurrido, o un poco de patata cocida, o una yema de huevo, e ir agregando poco a poco lo desunido para, trabajándolo como antes, tratar de unirlo, cosa que unas veces se consigue y otras no, en cuyo caso  hay que comenzar totalmente de nuevo, si queremos comer ajos.

         Si se prefiere que el allioli no esté demasiado fuerte, desde el principio se adicionan a los ajos, cuando ya estén hechos pasta, una o más yemas de huevo. Antes de darlos por terminados se sazonan con unas gotas de limón o vinagre.

         Esta salsa tiene múltiples aplicaciones, sobre todo, para el aliño de pescados y carnes asadas.

        El ajo, que como ya hemos visto, entra como principal elemento de su producción, ha tenido sus detractores y sus panegiristas, y cuenta con una copiosa literatura que refleja los opuestos pareceres.

         Cuando Don Quijote aconseja a Sancho, cómo ha de comportarse en el gobierno de la ínsula Barataria, le dice: «No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería».

         Homero refiere que cuando Circe convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises, ese se salvó del hechizo, merced a esta planta que había recibido de Hermes.

         El ajo era un dios entre los egipcios y causaba horror a los griegos.

         Horacio escribe una époda en la que lanza contra el ajo las más terribles imprecaciones.

         Marcelo, exquisito poeta de la Francia meridional, defiende con calor la planta tan estimada de sus compatriotas.

         Planta maravillosa que espantaba los malos espíritus, deshacía el embrujamiento de los ganados y hacía invulnerable al que la llevaba consigo.

         Los romanos la empleaban como rubefaciente y en la farmacopea antigua como componente del acetum quatur latronum y de la «mostaza del diablo». Un solo diente, oculto en lugar recóndito del cuerpo, producía fiebre a los simuladores de enfermedades.

         En la farmacopea moderna se utiliza para combatir la gangrena pulmonar, la tuberculosis con brotes congestivos y la hipertensión arterial.
A base de ajo se preparan, la Ajovitina, la Allisatina, el Fenallito, el Ajolín, el Opsonillo, la Stasima Allium, y el Yodalillo.

El allioli es el progenitor de la mayonesa y principal elemento de nuestro famoso giraboix.


         A pesar de la pobreza de su condición, tiene un pasado glorioso, y una copiosa nomenclatura. Homero las menciona en la Iliada, y, con diversos nombres, es manjar que se consume en toda la península. Generalmente, se denominan puches, gachas; poleás, en Andalucía, farinetas en el Maestrazgo, fariñes y farrapes en Asturias, y aún el fangollo y gofio canarios no viene a ser más que una variedad de este plato, de origen remotísimo y de ordinario consumo en nuestra comarca.
         Primera fórmula.- En cazuela o sartén pondremos, para seis comensales, tres cucharadas de aceite, dos de buen bacalao, pura molla, finísimamente cortado y sin remojar; cuatro de cuadraditos de patatas y seis de harina. Cuando está en su punto el aceite, se fríen, por su orden, estos componentes, y después se añade agua en cantidad bastante para que el todo, después de cocido, resulte de consistencia ligeramente pastosa. Como el bacalao se pone en seco y sin desalar, no necesitamos añadir al guiso sal ni especia alguna, dejándolo cocer moderadamente durante un cuarto de hora.
         Segunda fórmula.- Igual cantidad de harina que para la anterior; un cuarto de kilo de patatas, cortadas en trozos regulares y otro tanto de bacalao; una ñora, una cabeza de ajos, un tomate mediano y dos nabitos.

         Se asa el bacalao y quitadas las espinas se desmenuza y lava; se sofríe la ñora y se saca; después se fríen las patatas, los ajos, el tomate picado, los nabitos y el bacalao, añadiendo agua para que mansamente hierva durante media hora. Cinco minutos antes se saca una taza de este caldo, se enfría y se deslíe en él la harina y, bien removido todo, se junta con el anterior para que cueza cinco minutos más.

         ¡Ah!... la ñora sofrita se pica y se añade.
         Tercera fórmula.- En esta se eleva un tanto la condición del plato: en el almirez se pica una ñora convenientemente sofrita, tres dientes de ajo pelados, una ramita de perejil y un tomate mediano. Se echa todo en la sartén o cazuela y se fríe, añadiendo, cuidadosamente pasado por servilleta, caldo de pescado, ordinariamente bogueta, morralla, almejas… Cuando levanta el hervor se saca una taza de caldo para enfriarlo y desleír la harina, y una vez conseguido se mezcla con el anterior. Si hemos puesto almejas, se sacan las mollas, se añaden al propio tiempo y cinco minutos de cocción tranquila bastan para que estén en su punto las farinetes.

         Hay que llevar cuidado con el tamizado del caldo, pues es peligroso, o cuando menos desagradable, que se cuele alguna espina.

         A este propósito considero aleccionadora una anécdota ocurrida en mis años infantiles.

         En el carrer el Pouet, del popular barrio de San Antón, vivían frente por frente, la señá Dolores y la tía Pebrella. La primera, mujer ya cuarentona, guapa, y con un genio de mil demonios, era la protegida de don Juan, rico comerciante de aquel entonces. La tía Pebrella, una mujer del pueblo, a la que sin agravio se la podía llamar vieja, pero lista y alegre y muy conocedora de los menesteres domésticos.

         La señá Dolores solía preguntarle.

         - ¿Cómo se guisa tal cosa?
  
Y la tía Pebrella, con la mejor buena voluntad le explicaba el condimento, pues era una más que regular cocinera; pero, indefectiblemente, cuando terminaba la explicación  le decía la otra:

- ¡Así ya lo sabía yo!
La escena se repetía con frecuencia, hasta que un día, al ser preguntada cómo se hacían les farinetes en morralla, harta ya la tía Pebrella, vió la ocasión propicia y dió la receta, pero introduciendo la variante de decir que la morralla se picaba en el almirez y se mezclaba con el caldo.

- ¡Así las hago yo!- dijo, como de costumbre, la  señá Dolores.

Cuando al medio día llegó don Juan, tipo cincuentón siempre malhumorado, no tardó en producirse un fenómeno sísmico que la tía Pebrella contempló impávida, pues quedó limitado a la casa fronteriza; por fortuna, los daños que produjo el terremoto, no pasaron de la rotura de un buen número de platos y vasos, unas cuantas sillas cojas, y contusiones de menor cuantía en las cabezas de los habitantes.

Cuando la señá Dolores, hecha una furia y con la cabeza entrapajada, quiso fulminar con sus dicterios a la tía Pebrella, esta limitose a replicar con sorna:

          - ¿Pero, no me decía usted, que así ya sabía hacerlas?


         Sería infundada la pretensión de presentar este plato como peculiar de nuestra cocina, ya que migas se hacen en toda España, y aún quizá que más allá de los Pirineos; pero, lo que sí puede decirse, es que, en nuestra comarca, se comen las migas y hasta de modo característico.

         Dícese que este plato no encaja sino en el almuerzo, y aquí se toma en cualquiera de las comidas, incluso en el desayuno. La vez primera que probé las migas con chocolate fué en una almazara. Migas hechas con el primer aceite recién salido, y entonces me enteré de la costumbre existente de obsequiar con migas al dar comienzo la temporada, a cuantos intervienen en las operaciones para la obtención del aceite.

Comida propia de pastores, su preparación es sencillísima. Se pone en remojo pan duro, y una vez se ablande, se escurre bien, tomándolo a puñados y apretándolo firmemente, pues de que llegue a quedar relativamente seco depende en gran parte del éxito.

En la sartén se pone aceite abundante y se fríen unos dientes pelados de ajos, y una cebolla picada, dejando el pan migado y suelto, para que no se apelmace, poniendo sal y removiendo constantemente hasta que queden doradas las migas y un si es no es, crujientes.

A las veces se ilustran con trocitos de tocino, pimiento y su poquito de tomate.

En la estación oportuna, suelen tomarse con uvas.


         Una agradable fruslería alcoyana: pimientos secos, tostados; bacalao asado; uno o más dientes de ajo, cortados a través en delgadas laminitas.

         Se parten los pimientos a trocitos y se deshace el bacalao, sin empleo de cuchillo; se sofríen en aceite con el ajito; y con un polvo de pimienta, una puntita de picante, se añade agua, que apenas alcance a cubrir y se deja cocer durante unos minutos.

         En otras partes se suprime el cocimiento.


         En Francia emplean los llamados de viña, de gran tamaño, especie que no creo se produzca en España. Hace años importé un buen número de ellos, que se aclimataron y reprodujeron abundantemente, pero, más tarde, una prolongada ausencia mía, hizo que se perdieran casi en su totalidad.

         Aunque con desventaja pueden ser sustituidos por nuestros barbachos, escogiendo los mayores.

         Quince días antes de su empleo se meten en un cachulero de esparto para que se desintoxiquen. Se lavan bien y se les «engaña», poniéndoles después –los que tengan la molla fuera- en una vasija con un puñado de salvado, vinagre y sal. Se lavan de nuevo y se ponen a cocer en un caldo de cabeza de vaca, bien concentrado, con un ramito de finas hierbas y un saquito de ceniza, o una pulgarada de potasa. Cuando estén cocidos se saca la carne y se suprime la cloaca (parte negra de su extremidad) procediendo a un nuevo lavado.

         Para cada 100 caracoles dispondremos 500 gramos de mantequilla, una cebolla asada, dos dientes de ajo machacados, una pizca de cayena, sal, pimienta, moscada, y dos grandes cucharadas de perejil picado.

         Embutiremos en cada concha dos mollas mezcladas con la mantequilla preparada, se colocan en una escargotiére o,  en su defecto, en una fuente plana de horno con un poquito de agua, espolvoreamos la boquilla de los caracoles con chapelure o pan rallado, y  los pondremos a horno fuerte para servirlos a los pocos minutos bien calientes.

         Esta nuestra mona no es la hembra del mono, ni la cogorza, cuyos efectos alegres y vocingleros llegan hasta mí, en esta tarde de fiestas de Resurrección; ni la armadura con que defienden los picadores su pierna derecha: nuestra mona es la calumniada mona de Pascua, porque se supone que solo pueden pensar en ella los tontos y distraídos; la que da nombre a esas regocijantes meriendas campestres con que se festeja el retorno de la Primavera; porque si bien en estas meriendas se consume todo género de viandas transportables, como tortillas, fritos de pollo o conejo, jamón, embutidos, habas tiernas…, lo que constituye un manjar obligatorio, aunque se reserve para el final cuando el apetito está saciado, es, la mona.

         La mona se puede adquirir en infinidad de bollerías, pastelerías y confiterías, pero, por si en casa de algún lector se sienten con ánimos para elaborarlas, o, cuando menos, para que la posteridad no se quiebre los cascos en averiguación de lo que fuera la mona, y no se vea privada nuestra descendencia de saborear el ancestral producto gastronómico, quede aquí consignada su receta.

         Tres kilos de harina de fuerza; kilo y medio de levadura de igual clase; kilo y cuarto de azúcar; medio litro de aceite; docena y media de huevos; medio litro de leche, el zumo de tres naranjas y raspaduras de limón.

         Con estos componentes, si se sabe amasar, saldrán unas monas deliciosas; si no, mejor será que no se intente.

Cuando la masa está buena -alrededor de treinta y seis horas, hacen falta- se moldea en forma de lanzadera, poniendo en el centro huevo cocido que se aprisiona con dos tiritas de masa cruzadas; en bollos, y en roscas o rollos, a los que también se les hincan huevos, en cuyo caso, aunque solo sea en el aspecto, guardan semejanza con los hornazos de otras partes.

La forma peculiar de la mona propiamente dicha es la descrita en primer término.

Hace cincuenta años, Eleuterio Maisonnave, que era un fiel observante de la tradición alicantina, se trajo desde Madrid a Marcos Zapata, para que comiera nuestra mona; el insigne autor de «La Capilla de Lanuza», que a más de ser inspirado poeta era hombre de sutil ingenio, cautivó a los comensales e hizo honor a la apetitosa merienda; pero no cesaba de preguntar, cuado sacaban la mona. En el instante preciso hizo su aparición una, monumental, adornada con doce huevos, lustrosa, azucarada y estallante en fuerza de la bondad y riqueza de sus componentes.

- ¿Es esto la mona?- dijo asombrado Zapata; - ¡pero si a esto, en mi tierra, le llamarían mico!...
Para don Rafael Altamira,
ilustre alicantino y fervoroso
alicantinista.
                                     
         Aparentemente, nada: un simple cocimiento de cebada vulgar, edulcorado con azúcar de caña y granizado en la heladora. Nada; mas, para los alicantinos, tiene una significación tan honda que quizá, no ya compartida, ni siquiera pueda ser comprendida por los extraños; pues, forzoso es reconocer que muchas veces, como ahora, hay una falta de ecuación entre lo baladí de la causa (personas, paisajes, costumbres, manjares) y la emotividad que su recuerdo nos produce: padecemos una como hiperestesia de nuestra afectividad hacia la terreta.

         ¿No le ha ocurrido alguna vez, querido don Rafael, hallarse en un país lejano en tarde bochornosa del estío, sufriendo el tormento de la sed y sentir doblada su añoranza por nuestras cosas de aquí, al pensar con cuánta fruición hubiera aliviado el resecor de sus fauces con esa deliciosa maravilla, -el frío hecho miel,- lograda por el típico refresco alicantino?

         A mí, sí; y de tal suerte veía plasmada la evocación, que parecíame llegaba a mis oídos el repiqueteo cortante del hierro sobre el bronce de la heladora, sonando en ella como el alegre tañido de esquilón de aldea en día de fiesta; y escuchaba a la par transido de pena y de gozo, el cadencioso modular del típico pregón: - ¡ai… guá… si… vá…!... y surgía ante mí la venerable figura de don Manuel Ausó, el sabio higienista que despertaba nuestra admiración y envidia de niños, viéndole en el desayuno servirse copiosamente de un jarro de agua de cebada y de otro de leche, mientras nos ensalzaba las excelencias de la mezcla; y se me aparecía, con todo detalle la vieja horchatería del tío Rico, en el desparecido paseo de la Reina, obstruida la entrada por las enormes garrapiñeras y los empajados bloques de nieve, traídos de la Carrasqueta; y el olor a humedad, y la fresca dulzura de la cebada, que chupábamos sirviéndonos dels rollets morenets, como ahora se utilizan las pajas para tomar cócteles…

         Y venía a mi memoria el alegre despertar mañanero al grito prometedor: ¡aiguá sivá!...; y el ¡aiguá sivá! de la tarde, apenas entreoído, por la modorra de la siesta; y el ¡aiguá sivá! por la noche, en las verbenas de las barriadas; y al regreso de la explanada, después del castell de foch, saboreada la inigualable del tío Quico, en la esquina del carrer de la Brossa; como ahora, en los puestos cercanos a les fogueres, esperando el último estampido de las tracas, después de la cremá

         El día que se forme el repertorio de temas musicales alicantinos, no dejará de figurar en él esta quisicosa del popular pregón callejero, incorporado ya al Himno d’Alacant y al pasodoble Fogueres de San Joan. Y, he aquí mi insigne amigo y correligionario en la devoción a nuestras tradiciones, el porqué de haber incluido el aigua sivá en este prontuario del folklore de la cocina alicantina, pobre ofrenda de filial cariño a la tierra adorada; y la pobre música del pregón, tan adentrada en nosotros, que si un alicantino se encontrara en uno de esos colosales estadios en que se congregan millares de personas y oyera que alguien entre la multitud daba al viento las cuatro notas del pregón, diría, sin vacilar: ¡ese, es un alicantino!

         Para usted, tan amante de nuestras cosas, no ha de menester, tampoco, justificación alguna que haya elegido esas cuatro notas para remate de este librito, porque ellas vibran al compás del alma alicantina, y cantan siempre en nosotros las dulces memorias de ayer, y, en ocasiones, las melancólicas nostalgias del presente; pero, si usted no la necesita, a los nacidos fuera de la terreta, no está demás el dársela, y pedirles en cambio benevolencia para este intento de folklore coquinario, cuya última línea quiero esté constituida, únicamente, por las decantadas notas, transcritas de su puño y letra por un glorioso músico alicantino.
ai – guá             si -  vá

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         Brillan-Savarín, no solo dió a los gastrónomos reglas para el buen comer, sino que señalaba los lugares en donde podían hallarse las cosas que habían sido de su agrado.

         Claro es, que la inmensa autoridad del insigne autor de la «Fisiología del gusto», y su posición social le suponían fuera de toda sospecha acerca del desinterés con que procedía a estampar sus valiosas indicaciones. Pero, sin establecer parangón ni tratar de escudarme con el ejemplo, aún a trueque de despertar alguna suspicacia, no vacilo en ofrecer al lector la relación de mis abastecedores:

         Jaime Llorca, casetas 67 y 69, de la plaza de Abastos: Carnes finas y bien cortadas.

         José Cano, 40 y 42.- Embutidos finos.

Gabriel Ivorra, 22 y 24.- Jamones bien curados.

Vicente Enriquez «el Chiquillo», 62 y 64.- Finos pescados, y de corte.

«La Esperanza», 84 y 86.- Donde muy amablemente, Esperanza os servirá selectos salazones y conservas.

«Campo Alto», Maero Mollá, 15.- Vinos puros de mesa y licores de marca.

Bodega Marimón, Labradores, 25.- Viejas soleras; escasas reliquias de los tan afamados vinos alicantinos.

«Clarisol», el mejor hojaldre; dulcería repostería fina.

«Leopoldo Asensio», Altamira, antigua y acreditada tienda de comestibles.

Hace treinta años, hallándome en Sevilla tuve ocasión de acompañar a una señora amiga que vivió algún tiempo en Alicante. Nos dirijimos al mejor provisto colmado, pues iba a realizar sus compras para la «fiesta de la espiga» que aquel año se celebraba en una finca suya; pero antes de entrar en la tienda me dijo: - le advierto que esta no es la casa de Leopoldo; allí no falta nada. Y, efectivamente, en la mejor abacería de Sevilla no encontramos cosas de las que nunca carece nuestra alicantina tienda.

Claro que existen, a más de los relacionados, muchos otros lugares dignos de ser visitados por el buen gourmet. En esta lista solo figuran mis predilectos.

¡Honi soit qui mal y pense!...
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Contiene unas cuantas voces empleadas en este libro, cuya acepción convenía fijar, y otras, con noticias que pueden ser útiles para algún lector.
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Abadejo.- Bacalao.

Abanda.- Aparte.

Aceite.- El que debe emplearse en la cocina es el de oliva. En el mercado   se encuentra con bastante frecuencia aceite de cacahuet, que no sirve para utilizarlo en la cocina. El aceite preferible es el de oliva, fino, que conserva su sabor, olor y color característicos, y que para su refino no se hayan empleado agentes químicos. Los aceites blancos, inodoros e insípidos, no son apropiados para los menesteres de nuestra cocina.

Aguardiente.- En la página 28 se menciona el aguardiente del Charenta. En ese departamento francés se halla enclavada la comarca de Cognac, y, desde muy antiguo, son famosos los aguardientes del citado departamento, pero en 1589,  fecha en que se supone escrita la primera parte de este libro, todavía no había adquirido  renombre el coñac, que es un aguardiente de vino, elaborado en Cognac y envejecido en piperío de roble.

Albornia.- Vasija grande de barro vidriado.

Almirez.- Mortero de metal. En muchos libros de cocina hemos visto empleadas indistintamente ambas denominaciones, como si fueran sinónimas; pero no lo son y hay que estar atentos con respecto al uso del primero; pues es peligroso machacar en él cosas ácidas.

Allioli.- Alioli, ajiaceite.

Andouilletes.- Hors d’oeuvre, producto de la salchichería francesa, que consiste en un embutido de tripas de cerdo, fuertemente especiado, cocido, y tostado a la parrilla a punto de servirse.

Aromáticos.- El tomillo, romero, estragón, laurel, verdolaga, azafrán, pimienta, pimentón, clavo, nuez moscada, hinojo, orégano, canela, y vainilla.

Aparar.- En castellano antiguo, trinchar.

Artaletes.- Aunque los diccionarios definen el artel y su diminutivo artalete como especie de empanada es lo cierto que, desde antiguo recibe este nombre la lonja fina de carne, ave o pescado que en forma de rollo envuelve algo comestible, ordinariamente en farsa o picadillo.

Azenoria.- Nombre de la zanahoria en castellano antiguo. Como la zanahoria se llama en francés carotte, aquí se ha arraigado la mala costumbre de nombrarla carrota y hasta carlota.

Boix.- El pilón o mano del mortero.

Bouillabaisse.- El plato provenzal, extensamente descrito en el capítulo V. Los escritores culinarios españoles castellanizan su denominación, llamándola bullabés, bullabesa, bullabessa, bouilla-baisse, bullbés… No deja de tener gracia, que Ángel Muro, que la llama bullabés, diga: «algunos cocineros franceses, que se han metido a escribir de cocina, escriben bouille abaisse, pero se dice bouille baisse, y no se debe decir de otro modo». Dionisio Pérez, bullabesa, y añade que «el nombre francés bouillabasse significa hierve bajo; en el fondo», cuando es lo cierto que ni los franceses lo escriben así, ni el significado es el que le asigna –como tengo demostrado- el meritísimo escritor.

Broqueta.- Más usualmente empleado el vocablo en diminutivo: especie de aguja o estaquilla, de madera o caña, que sirve para ensartar o espetar carnes o pescados para su asado o condimento. Los artaletes, servidos en crudo –los de jamón, por ejemplo- se mantienen arrollados por una broquetilla.

Caldo corto.- Es el court-bouillon francés, propio para cocer pescados y que se obtiene por ebullición de cebolla, ajo, apio, perejil, zanahoria, unos granos de pimienta y menos de clavillo; pero, en ocasiones se habla de caldo corto en otro sentido: en el de reducido, y para cocer viandas.

Capolar.- Picar carne para hacer picadillo.

Carcasa.- Armazón ósea de las aves.

Cardos.- En el mercado se encuentran dos especies, ambas comestibles; una que la constituyen las pencas de las alcachoferas, y, otra, más fina y carnosa, de pencas grandes, vulgarmente llamados cardos blancos, producto de una planta que se siembra anualmente. Esta es la preferida, y hasta nosotros llega de Villena, casi exclusivamente.

Cascaruja.- Nombre con que aquí se designan los frutos secos, como nueces, almendras, avellanas, piñones, castañas y bellotas, de los que se celebra mercado la víspera de Navidad.

Conduchos.- Del latín conditus, condimentado. En castellano antiguo, lo guisado, aderezado para comer. Úsase todavía, en el lenguaje familiar, en varias provincias. Formaba parte el conducho de las prestaciones de los vasallos a sus señores, y cuando las viandas eran para el rey, recibían nombre de yantares.

Emparrillar.- Asar en parrillas. En algún lugar de este libro se leerá esparrillar, como también así se encuentra en más de un libro de cocina antiguo.

Espolique.- Mozo que camina a pié delante de la caballería en que va su amo.

Estovar.- Esponjar.

Farsa.- En castellano antiguo se denomina así el picadillo.

Freír.- Hacer que una cosa se condimente en aceite, manteca u otra cosa.
  Operación de cocina, sencilla en apariencia, y que, haciéndola bien, acredita la pericia de un cocinero.
  Indebidamente, en algunos libros de cocina se emplean como sinónimas las voces freír, rehogar, sofreír y saltear. En su lugar respectivo definiremos cada una de ellas. La diferencia esencial de la primera con las otras es, que las cosas fritas pueden ir de la sartén a la mesa, sin más preparación.

          Cuando, como de ordinario sucede aquí, se fríe en aceite, ha de procurarse se halle éste en su punto y si por falta de práctica no se sabe, basta con sumergir en el aceite una rebanadita de pan por espacio de cinco o seis segundos; si con esto se pone dura y toma color, pueden echarse las viandas a la sartén; sino, hay que calentarlo más y repetir la prueba.

Gastronomía.- Es, a la vez, ciencia y arte: la primera nos suministra los conocimientos necesarios para la elección de los alimentos convenientes al hombre; y el segundo, el agradable condimento de los mismos y su fina presentación en la mesa.

         Para el vulgo, es un hombre entregado desconsideradamente a los placeres de la mesa; pero no debe ser considerado como tal, más que aquel que posee los principios de la ciencia gastronómica y la reglas de su arte, y que, además se muestra aficionado a su inteligente y exquisita práctica.

Giraboix.- La g, suena como la ch, pero suave; girar, dar vueltas al boix, pilón o mano del mortero.

Luz.- Castellano antiguo: merluza.

Ñora.- Su nombre no figura en los diccionarios y, fuera de nuestra parte de levante, no se conocen este fruto.

           La ñora es la variedad del pimiento que se cosecha en las provincias de Alicante y Murcia y que se denomina en botánica «pimiento de Murcia y Orihuela».

           Las ñoras se emplean secas, y en la fabricación del pimentón. Las hay dulces y picantes.

Perdigar.- Poner sobre las brasas por un buen rato la perdiz u otra ave o vianda, para que se conserve algún tiempo sin dañarse. Preparar la carne en cazuela con alguna grasa para que esté más sustanciosa.

Pernil.- Jamón, castellano antiguo. Continúa llamándose así en diversos lugares.

Rala.- Por clara.

Rehogar.- El condimento reposado, lento, en vasija tapada, de algún manjar que se empape y penetre de las sustancias en que se cuece.

Rusiente.- Estado que toma el aceite cuando llega a su máximo de capacidad calórica.

Saltear.- Término culinario no admitido acertadamente por la Academia. Tomado del francés sauter, significa freír rápidamente alguna cosa, de ordinario para hacerla objeto de nueva preparación. Se emplea salteado, frecuentemente e impropiamente, en las listas de platos, en lugar del verdadero vocablo castellano: cochifrito.

Sobrasada.- O sobreasada. Ambas voces admitidas por la Academia: embutido en crudo de cerdo picado, fuertemente especiado.

Sofreír.- Freír ligeramente una cosa; comúnmente para continuar después su condimento.

Zaque.- Odre para envasar vino.

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de la segunda parte.
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Páginas.
La pequeña historia de este libro………………….
81
Palabras preliminares………
93
El arroz………………………
108
Los arroces con carne………
119
Arroces con pescado…………
149
Bouillabaisse…………………
163
Los arroces con pescado (continuación)…………………
175
Arroces con verduras y legumbres………………………
183
Pastas……………………………
191
Platos de carne………………
215
Los pescados…………………
235
Legumbres y hortalizas………
265
Miscelánea……………………
285
Guía del buen gourmet……………………………
311
Vocabulario………………………………………
315
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COLOFON
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Este libro se acabó de imprimir el día de la invención de la Santa Cruz del año 1994 en la imprenta «Guardiola» de la ciudad de Alicante.

La presente edición es facsímil de la citada y se acabó de imprimir en los talleres de Gráficas Díaz sitos en el vial de los cipreses, 19, de la ciudad de Alicante, en la Navidad, por encargo y a expensas de D. Agatángelo Soler Llorca autorizado por la familia Guardiola.

LAUS † DEO



Los pedidos deben dirigirse a Mayor, 29 – Alicante
Contraportada viñeta de Xavier Soler

GASTRONOMÍA ALICANTINA
Contiene:
Cuatro siglos de tradición culinaria de la comarca.
Los más famosos arroces.
Comunidad de origen entre el arroz «abanda» y la «bouillabaisse».
Repertorio de valiosos platos con sus correspondientes recetas.
Inventario de la despensa alicantina.
Recuerdos históricos.
Castelar, gastrónomo.
Anécdotas…
Aunque insignificante, este libro es la primera piedra de nuestro folklore culinario comarcal. Por ello, los aficionados a esta clase de estudios hallarán interés en su lectura, así como las buenas amas de casa, por las valiosas recetas que se insertan, fiel trasunto de aquellas que en sus cuadernos anotaban meticulosamente las antiguas hacendosas gobernantes de su hogar, con cabal manera de hacer nuestros platos tradicionales, tenidos en tanto aprecio porque durante siglos fueron perfeccionándolos con sus exquisitos cuidados.
El recetario que se inserta es absolutamente inédito, y los lectores pueden aplicarlo seguro de su eficacia.
El editor:
Agatángelo Soler Llorca
Alicante, Navidad de 1972
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Fin

Continúa con el libro:


de

Don José Guardiola y Ortiz

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