Un indigente logra un techo gracias al éxito de su libro
Jean-Marie Roughol ha vendido más de 40.000 ejemplares de su obra, en la que desgrana sus más de 20 años pidiendo limosna
París
La salvación de Jean-Marie Roughol fue una frase de desprecio
viajando hacia los oídos adecuados. Este indigente parisino pedía
limosna en los Campos Elíseos cuando vio cerrar el candado de su
bicicleta a Jean-Louis Debré, exministro del Interior y uno de los
políticos más reputados de Francia. Roughol lo reconoce y le propone
vigilársela mientras el dirigente entra a un complejo de tiendas. La
breve conversación atrae la atención de una pareja. "¿Has visto? ¡Debré
está hablando con un vagabundo!", le suelta él a ella en tono burlón. Lo
oyen, y en un impulso de rabia, Debré le espeta la frase que lo
cambiaría todo. "Escucha Jean-Marie, yo creo que tú tienes mucho más que
contar que esa gente. Escríbeme tu historia. Escríbeme tu vida.
Escríbeme un libro. Yo lo corregiré y encontraré un editor".
De ese encuentro fortuito con el antiguo ministro allá en 2013 salió a la luz dos años después una obra: Pido limosna: una vida en la calle, que ha vendido más de 40.000 ejemplares. Su éxito le llevó a entrar en la lista de los más vendidos en Amazon Francia y a ser traducido al chino, el coreano o el checo. Fue el inicio de un cambio de vida. Roughol tiene un techo desde que cobró los derechos de autor el año pasado. Un giro radical para un hombre que a sus 49 años ha habitado en esa despiadada trituradora de personas llamada calle la mayor parte del tiempo en las dos últimas décadas y ha salido con vida.
En su vivienda parisina, un pequeño estudio por el que paga 530 euros al mes de alquiler, la cafetera ruge. Roughol presume de fumar menos y enciende un cigarrillo cada veinte minutos. El debate político resuena en la televisión ante la inminencia de las elecciones. El izquierdista Jean-Luc Mélenchon es su preferido. "Un hombre que piensa en los desfavorecidos", le alaba. En la pared, sobre un mapa de París, aparecen señalados más de una decena de emplazamientos. Son los lugares donde ha ejercido la mendicidad.
El relato de Roughol, tanto en las páginas de su libro como de viva voz, es la historia de un buscavidas. Días y noches al raso. Las avenidas y bulevares de París, tan agradecidos con el viajero de paso, convertidos en armas mortíferas para sus inquilinos. De sus inhóspitas calles se refugia en andenes de metro habitados por ratas del tamaño de gatos y toxicómanos con la mirada perdida que algunas noches gritan entre delirios. También en los huecos de la escalera de cualquier edificio, de donde lo echan de malos modos; en casas okupadas sobre las que pende la amenaza de la llegada de la policía; en hostales plagados de cucarachas; bajo los cartones en cualquier esquina, o en albergues nauseabundos en los que apenas pega ojo víctima de robos y de la sinfonía de gases y ronquidos ajenos. A veces sube al último metro, se esconde bajo los asientos cuando todos los pasajeros salen, y al llegar el vehículo al garaje donde pasa la noche, sale de su guarida y se tumba a dormir en el vagón vacío, protegido de la inclemente meteorología.
Su primera noche en la calle, desorientado, sucio, recién retornado de hacer el servicio militar, sin haber cumplido aún los 20 años, sin familia ni trabajo, la pasa entre los arbustos del parque parisino de Buttes-Chaumont, oculto a los ojos de los guardias. Al día siguiente descubre las duchas públicas y trucos para procurarse comida. "Resbuscaba en las papeleras. Las cercanas a panaderías y tiendas de alimentación eran las mejor surtidas. Encontraba pan, dulces todavía envueltos o frutas".
Como recuerda entre calada y calada, cada jornada era para él un
nuevo aprendizaje en el arte de sobrevivir. No son raros sus
encontronazos violentos por el territorio. Sobre todo con bandas del
Este. Toma consciencia de los peligros y empieza a llevar encima una
navaja o un bastón para protegerse. "Si quieres echarme tendrás que
matarme", dice a los que tratan de expulsarle de la zona donde pide
limosna. Allí le acompañan amigos con los que forma un grupo digno de Los Miserables
de Victor Hugo. Patrick, el hombre callado que solo da los buenos días.
Gilles, el inventor de historias inverosímiles. Los veranos son la peor
época. Deshidratado bajo la tiranía del sol y con los contribuyentes
habituales de vacaciones, descubre que los turistas son un mal negocio
para el sintecho. Nada que ver con el maná de la Navidad.
Antes de publicar el libro, en los días más productivos recauda unos 60 euros. En su camino se topa con lo peor de la condición humana. "No queremos vagabundos en Francia", le gritan entre insultos. A la vez constata la existencia de pequeños milagros: el desconocido que le da 300 euros. El bar que le permite comer gratis. Las anónimas manos que dejan una moneda en su vaso.
Cuando Debré le propuso escribir el libro, su primera reacción fue de vértigo. "No sé escribir, tengo faltas de ortografía", le advirtió. Pero dijo sí. Durante un año y medio alternó la escritura con el vaso extendido al viandante a modo de súplica. En ese tiempo vuelve sobre recuerdos lejanos y recientes. El vagabundo escribiendo en un parque o un café. El vagabundo haciendo memoria del abandono de su madre a los cinco años, de las brutales palizas de su padre, un camionero alcohólico, y del maltrato de los padres adoptivos con los que convivió temporalmente. El vagabundo, entonces niño, inventándose el regalo de cochecitos en Navidad para no ser el único del aula en admitir que Papa Noel no fue a su casa. El vagabundo recordando el día en que dos hombres intentaron robarle la mochila cuando pedía limosna y logró echarlos a golpes.
Llena cuadernos y se reúne con Debré en cafés de París, donde lo invita a comer mientras discuten sobre el texto. Alguna vez se ven en su elegante despacho del Consejo Constitucional y Roughol se mueve impresionado entre sus majestuosas estancias doradas. El político lo entrevista durante horas para llenar las lagunas de su historia. En ella hay momentos en los que parece salir del agujero con trabajos temporales, reparando averías como electricista o preparando crepes junto a los clubes de striptease de Pigalle. Con sus empleadas comparte lecho alguna noche. También hay momentos oscuros: fue detenido y multado por robar en una casa, aunque no entró en prisión.
La vida de Roughol es ahora cómoda. Duerme caliente, come caliente, se ducha caliente. Y de ser parte invisible del mobiliario urbano ha pasado a recorrer los estudios de radios y televisiones. La fama no ha zanjado la inquietud sobre su futuro económico más allá del libro. Dice que por eso cada mañana se lanza a la calle y sigue pidiendo dinero a los viandantes. Más aseado y mejor afeitado que tiempo atrás.
En el camino hacia el lugar habitual donde pide, un indigente se le acerca intuyendo en él a un personaje importante al ver que está siendo grabado por un cámara para este reportaje. Huele el dinero. Le implora unas monedas para un café y Roughol, que se sabe observado, se las da y le cuenta que él también es un hombre de la calle tendiéndole su libro como prueba. El joven le observa con incrédula admiración y se despide de él con un apretón de manos.
En la cálida forma de saludar y relacionarse con los que están
habituados a verle pedir en la calle se atisban en Roughol motivaciones
que desbordan la cuestión financiera. Reconoce que le empuja una cierta
nostalgia. Como el preso que quiere regresar a prisión porque añora a
sus compañeros de celda o simplemente porque el ser humano es un animal
de costumbres. Porque como ha conocido en la persona de algunos de sus
compañeros de periplo (muertos de frío, accidentes o enfermedades) la
calle mata, pero es el centro de un inagotable universo de estímulos que
ahora no encuentra en el silencio de su pequeño apartamento.
Entre sus paredes, dedica las tardes a escribir la adaptación de la obra al teatro buscando prolongar el éxito que le sacó de las esquinas. Ha descubierto que las palabras, mezcladas de una determinada manera, también pueden salvar vidas. "Si no hubiera escrito el libro, seguramente yo también habría muerto en la calle".
De ese encuentro fortuito con el antiguo ministro allá en 2013 salió a la luz dos años después una obra: Pido limosna: una vida en la calle, que ha vendido más de 40.000 ejemplares. Su éxito le llevó a entrar en la lista de los más vendidos en Amazon Francia y a ser traducido al chino, el coreano o el checo. Fue el inicio de un cambio de vida. Roughol tiene un techo desde que cobró los derechos de autor el año pasado. Un giro radical para un hombre que a sus 49 años ha habitado en esa despiadada trituradora de personas llamada calle la mayor parte del tiempo en las dos últimas décadas y ha salido con vida.
En su vivienda parisina, un pequeño estudio por el que paga 530 euros al mes de alquiler, la cafetera ruge. Roughol presume de fumar menos y enciende un cigarrillo cada veinte minutos. El debate político resuena en la televisión ante la inminencia de las elecciones. El izquierdista Jean-Luc Mélenchon es su preferido. "Un hombre que piensa en los desfavorecidos", le alaba. En la pared, sobre un mapa de París, aparecen señalados más de una decena de emplazamientos. Son los lugares donde ha ejercido la mendicidad.
El relato de Roughol, tanto en las páginas de su libro como de viva voz, es la historia de un buscavidas. Días y noches al raso. Las avenidas y bulevares de París, tan agradecidos con el viajero de paso, convertidos en armas mortíferas para sus inquilinos. De sus inhóspitas calles se refugia en andenes de metro habitados por ratas del tamaño de gatos y toxicómanos con la mirada perdida que algunas noches gritan entre delirios. También en los huecos de la escalera de cualquier edificio, de donde lo echan de malos modos; en casas okupadas sobre las que pende la amenaza de la llegada de la policía; en hostales plagados de cucarachas; bajo los cartones en cualquier esquina, o en albergues nauseabundos en los que apenas pega ojo víctima de robos y de la sinfonía de gases y ronquidos ajenos. A veces sube al último metro, se esconde bajo los asientos cuando todos los pasajeros salen, y al llegar el vehículo al garaje donde pasa la noche, sale de su guarida y se tumba a dormir en el vagón vacío, protegido de la inclemente meteorología.
Su primera noche en la calle, desorientado, sucio, recién retornado de hacer el servicio militar, sin haber cumplido aún los 20 años, sin familia ni trabajo, la pasa entre los arbustos del parque parisino de Buttes-Chaumont, oculto a los ojos de los guardias. Al día siguiente descubre las duchas públicas y trucos para procurarse comida. "Resbuscaba en las papeleras. Las cercanas a panaderías y tiendas de alimentación eran las mejor surtidas. Encontraba pan, dulces todavía envueltos o frutas".
Antes de publicar el libro, en los días más productivos recauda unos 60 euros. En su camino se topa con lo peor de la condición humana. "No queremos vagabundos en Francia", le gritan entre insultos. A la vez constata la existencia de pequeños milagros: el desconocido que le da 300 euros. El bar que le permite comer gratis. Las anónimas manos que dejan una moneda en su vaso.
Cuando Debré le propuso escribir el libro, su primera reacción fue de vértigo. "No sé escribir, tengo faltas de ortografía", le advirtió. Pero dijo sí. Durante un año y medio alternó la escritura con el vaso extendido al viandante a modo de súplica. En ese tiempo vuelve sobre recuerdos lejanos y recientes. El vagabundo escribiendo en un parque o un café. El vagabundo haciendo memoria del abandono de su madre a los cinco años, de las brutales palizas de su padre, un camionero alcohólico, y del maltrato de los padres adoptivos con los que convivió temporalmente. El vagabundo, entonces niño, inventándose el regalo de cochecitos en Navidad para no ser el único del aula en admitir que Papa Noel no fue a su casa. El vagabundo recordando el día en que dos hombres intentaron robarle la mochila cuando pedía limosna y logró echarlos a golpes.
Llena cuadernos y se reúne con Debré en cafés de París, donde lo invita a comer mientras discuten sobre el texto. Alguna vez se ven en su elegante despacho del Consejo Constitucional y Roughol se mueve impresionado entre sus majestuosas estancias doradas. El político lo entrevista durante horas para llenar las lagunas de su historia. En ella hay momentos en los que parece salir del agujero con trabajos temporales, reparando averías como electricista o preparando crepes junto a los clubes de striptease de Pigalle. Con sus empleadas comparte lecho alguna noche. También hay momentos oscuros: fue detenido y multado por robar en una casa, aunque no entró en prisión.
La vida de Roughol es ahora cómoda. Duerme caliente, come caliente, se ducha caliente. Y de ser parte invisible del mobiliario urbano ha pasado a recorrer los estudios de radios y televisiones. La fama no ha zanjado la inquietud sobre su futuro económico más allá del libro. Dice que por eso cada mañana se lanza a la calle y sigue pidiendo dinero a los viandantes. Más aseado y mejor afeitado que tiempo atrás.
En el camino hacia el lugar habitual donde pide, un indigente se le acerca intuyendo en él a un personaje importante al ver que está siendo grabado por un cámara para este reportaje. Huele el dinero. Le implora unas monedas para un café y Roughol, que se sabe observado, se las da y le cuenta que él también es un hombre de la calle tendiéndole su libro como prueba. El joven le observa con incrédula admiración y se despide de él con un apretón de manos.
Entre sus paredes, dedica las tardes a escribir la adaptación de la obra al teatro buscando prolongar el éxito que le sacó de las esquinas. Ha descubierto que las palabras, mezcladas de una determinada manera, también pueden salvar vidas. "Si no hubiera escrito el libro, seguramente yo también habría muerto en la calle".