Estos dos vocablos se convierten en
un binomio indisoluble en la figura del gran escritor y humanista José
Luis Sampedro (Barcelona, 1917-Madrid, 2013).
Define su obra con la palabra “autenticidad”, término que también se le podría atribuir a su persona.
Madruga para escribir, porque es cuando
las ideas le vienen, y escribe sobre una tabla apoyada en los brazos del
sillón. ”La lentitud mayor sin ordenador me acerca más a mi propia obra
y la hace más mía. (…) La tremenda facilidad para corregir que ofrece
el ordenador destruye los pequeños defectos que son esenciales para el
estilo de cada uno y que dan vida a la obra. No me interesa tanto la
“perfección” que se logra a cambio.”
Escribe por una necesidad interior y eso
le lleva a vivir lo que ha escrito. Nunca ha trabajado buscando fama o
dinero. Y es que el éxito le llegó en los años ochenta cuando llevaba
desde los cincuenta publicando. Lo que sí ha necesitado siempre es la
respuesta de los lectores, ser querido. Porque ese trabajo solitario del
escritor lo compara al naufrago que escribe desde una isla, y la
botella que lanza al mar considera que es la novela.
En sus novelas el tratamiento del
paisaje es fundamental, así como el título y el nombre de los
personajes. Estos presentan calidad humana. Añade que construir un
argumento es escoger una posibilidad entre muchas. “En síntesis, pienso
que
la clave de un libro es situarlo todo en su contexto”.
A la hora de escribir ha partido de la premisa de reflejar sus
vivencias, sus percepciones y sus sentimientos con la máxima
autenticidad: “mi esencia” como escritor pienso que incluye de algún
modo mis facetas como economista o como profesor universitario; facetas,
por cierto, a las que he dedicado una parte importante de mi vida”. De
hecho, muchos le conocieron primero por sus trabajos de economía, en los
que aboga por “una economía más humana y solidaria, capaz de contribuir
a desarrollar la dignidad de los pueblos”.
La literatura es para él el camino de la vida. Ha leído mucho para documentarse; considera que
leer es vivir la vida propia y la de los otros.
Como escritor, persigue la emoción del lector, mucho más que la
admiración. De ahí que señale las dos reglas de la escritura: primera,
sentir la necesidad de escribir y segunda, creerse lo que se está
escribiendo.
Confiesa que, de no haber sido escritor, habría sido músico: primero estudió violín y después se pasó al piano, inspirado por
su compositor favorito, Chopin.
Fue maestro durante muchos años y su
pedagogía se asentaba en dos elementos: el amor mutuo —él creía
imprescindible amar a la persona que se enseña, además era correspondido
por sus alumnos— y la provocación, unida a la libertad de pensamiento.
“Ser escritor y enseñar ha sido la continuación de toda mi vida”.
Compara la educación con un árbol. Lo mismo en la semilla como en el
hombre hay unas potencialidades que mejorarán o empeorarán según las
circunstancias en que se nace y se crece.
Gracias a su longeva vida (vivió hasta
los 96 años) hemos podido disfrutar mucho de su lucidez, y en definitiva
de su eterna juventud. Él la justifica porque
ha sabido reírse de todo, incluido de sí mismo,
y porque le resulta más agradable tener ese espíritu que le ayuda a
vivir mejor. “Me he hecho a mí mismo. Y, aunque la literatura no es la
única vía para ello, es la que yo he necesitado”. Está convencido de que
conversar rejuvenece el espíritu.
Toda la vida ha pregonado lo mismo: la
indignación ante la indiferencia; la humildad para llevarse bien con uno
mismo; tener felicidad para ser capaz de darla; procurar ser siempre
mejor persona, no hacer daño a nadie… Persistentemente ha mostrado ser
una persona muy comprometida con la vida y con el ser humano.
Según su pensamiento, el ser mortales
agudiza el sentido de la vida. Se apena de que en nuestra cultura no se
enseña a vivir; alto y claro clama que “vividor debería ser la profesión
de todos”.
Maestro innato, gran comunicador, su
forma de expresarse ante cualquiera tiene una única finalidad: ser
entendido, por eso ejemplifica mucho. Persona humilde que ha anhelado
una sociedad en la que primen los valores, no el beneficio. “En el ser
humano debe prevalecer lo que es intrínseco a él, su pensamiento”.
Resulta un inmenso placer leer y
escuchar las sabias e inmortales reflexiones de este grandioso ser
humano. Ese amor que él profesaba en todo lo que hacía (novelas,
ensayos, obras económicas, cuentos, teatro) debiera perdurar e impregnar
a toda la sociedad. “Siento una cierta envidia por el hombre que vive
según sus instintos, sin conocimientos ni razonamientos”. “Cada vez me
siento más hombre de pueblo. De gente de corazón y de honradez”.