miércoles, 13 de abril de 2016

Consejos de Do. Quijote a Sancho. "Come poco y cena más poco"

Capítulo XLIII
De los consejos segundos que dio don Quijote
a Sancho Panza

¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en tocándole en la caballería1, y en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento2, de manera que a cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en esta destos segundos documentos que dio a Sancho mostró tener gran donaire y puso su discreción y su locura en un levantado punto.
Atentísimamente le escuchaba Sancho y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote y dijo:
—En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio y que te cortes las uñas3, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel escremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero4, puerco y extraordinario abuso.
»No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuestoI da indicios de ánimo desmazalado5, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César6.
»Toma con discreción el pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus criados7, dásela honesta y provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no le alcanzanII los vanagloriosos.
»No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería8.
»Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchasIII a ti mismo, que toda afectación es mala9.
»Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago10.
»Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra.
»Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de erutar delante de nadie.
—Eso de erutar no entiendo —dijo Sancho.
Y don Quijote le dijo:
Erutar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín11, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldos, erutaciones, y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso12.
—En verdad, señor —dijo Sancho—, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
Erutar, Sancho, que no regoldar —dijo don Quijote.
Erutar diré de aquí adelante —respondió Sancho—, y a fee que no se me olvide.
—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves13, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
—Eso Dios lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester.
—¡Eso sí, Sancho! —dijo don Quijote—. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas14! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito; pero cargar yIV ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja15.
»Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampocoV vayas tan flojo, que parezca que vas sobre el rucio; que el andar a caballo a unos hace caballeros, a otros caballerizosVI, 16.
»Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura17, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo.
»Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado: y es que jamás te pongas a disputar de linajes18, a lo menos comparándolos entre sí, pues por fuerza en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado.
»Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo; greguescos, ni por pienso19, que no les están bien ni a los caballeros ni a los gobernadores.
»Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte: andará el tiempo, y según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares.

El Quijote, el escrutinio de los libros

Capítulo sexto

Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura: parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen de este; y así me parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y así, como a único en su arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él. Es, dijo el barbero, Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora am, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el barbero. Y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos. Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la ventana abajo. ¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Este es, respondió el barbero, Don Olicante de Laura. El autor de ese libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jardín de Flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral por disparatado y arrogante. Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero. ¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el cura. Pues a fe que ha de parar presto en el corral a pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo; al corral con él, y con ese otro, señora ama. Que me place, señor mío, respondió ella... y con mucha alegría ejecutaba lo que era mandado. Este es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los demás sin réplica... Y así fue hecho. Abrióse otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir tras la cruz está el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda el señor Reinaldos del Montalban con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mato Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto, al cual, si aquí le hallo, ya que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendiérais, respondió el cura; y aquí le perdonáramos al señor capitán, que no le hubiera traído a España, y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos los que se hallaren, que tratan de estas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del alma, y de ellas en las del fuego, sin remisión alguna. Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, visto por el licenciado, dijo: esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ella las cenizas, y esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan. No, señor compadre, replicó el Barbero, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís. Pues ese, replicó el cura, con la segunda y tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra casa; mas no lo dejéis leer a ninguno. Que me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el cura, dando una gran voz; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así será, respondió el barbero; pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan? Estos, dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento, sin perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y será bien, quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante. Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda del Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, los diez libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso, poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos de este género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo gusto, y el Barbero prosiguió diciendo: Estos que siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaño de Zelos. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregárselos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar. Este que viene es el Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor de ese libro, replicó el cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre. Que me place, respondió el barbero; y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano. Todos estos tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España. Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

domingo, 10 de abril de 2016

Bandoleros de la Axarquía el Melgar, el bizo de Borges y Frasco Antonio



Entre 1886 y 1889 la partida de los tres bandidos de la Axarquía: Melgares, el Bizco de Borges y Frasco Antonio Vélez-Málaga fue exterminada. Los bandoleros de la Axarquía dejaron una larga estela de hechos criminales en Andalucía. Se cuenta en la Historia de la Guardia Civil,  de Francisco Aguado, Tomo III, pág.,  303 “Intrigas soterrada entre los forajidos para usurpar al “Bizco” su jefatura, dan como resultado la eliminación de Melgares de un hachazo en la cabeza que le propina Pascasio, a los postres de una cena en la cocinilla del cortijo”. A Frasco Antonio la mató el sargento Pedro Monteleón. A el Bizco de El Borge, fue sorprendido en Cortijo Grande, término de Lucerna (Córdoba) llevaba un rifle Remington, lo mataron la tarde de 21 de mayo de 1889, el guardia Luciano Expósito, llevaba en la faja dos facas de muelle, un pistolón y un revólver.

viernes, 8 de abril de 2016

Recuerdos, vivencias y leyendas de Frigiliana



                           
                9.-     Recuerdos, vivencias y leyendas


     Hay para turistas y extranjeros que podemos ver cada día despistados como un suizo por sus empinadas calles escalonadas pasando por debajo de los adarves, bares, tiendas y miradores de excepcionales vistas al mar, al pueblo o al Peñón, e incluso senderistas que aparecen por la Cruz de Pinto, se meten en la cueva Oscura o suben como ranas y salmones por los cahorros (encajonamiento) del río Higuerón o de Alconcar. La que yo quiero contaros es la otra, la otra  Frigiliana, mi pueblo oculto, la mágica, la de las supersticiones más descabelladas,  folklore, la de las leyendas, la de los curanderos; y porque no, de paseo por su casco antiguo morisco, iglesia, el que fuera castillo Lízar, de su historia antigua y contemporánea, donde muchos nuevos vecinos, muchos de ellos extranjeros se ha asentado en esta tierra afortunada Perla de la Axarquía, llamada por su enclave turístico-cultural “Ruta del Sol y del vino”.
          En mis tiempos de joven había dos taxis. El coche de Marianao Ruiz hacía la línea de Frigiliana a Málaga, tenía parada en Nerja y en el bar Central de Torre del Mar y la parada finar la tenía en Plaza del Arriola. Cuando venía mi abuela Dolores Fernández, Simona, íbamos a recogerla, y a ayudarla porque venía cargada de regalos de productos de la tierra, y una garrafa de vino dulce de una arroba par mi padre.
      Yo recuerdo en los años cincuenta haber hecho un viaje de crío encuna de las pierna de otro viajero.
    
     Posteriormente vieron años de despoblamiento, nueva repoblación, guerra de independencia, reclutamientos para las guerras de Cuba y Filipinas, guerra de Marruecos, Dictadura de Primo de Rivera, II República, guerra civil y la posguerra en que le tocó sufrir la guerrilla antifranquista o también llamado el maquis o bandoleros hasta 1952. Unos desgraciados abandonados por el Partido Comunista y Santiago Carrillo, que tras la II Guerra Mundial, los aliados no pensaban derrocar a Francio, ni tampoco le comunicaron que Stalin decido disolver al Guerrilla en 1948, por ello el dirigente comunista hoy tertuliano en la cadena Ser, podía haber ahorrado mucho dolor  Ha tenido fama por sus pasas, sus vino, su aceite, su agricultura en bancales, caña de azúcar, y pasa por ser el único lugar de Europa donde todavía se fábrica la famosa miel de caña. Ha recibido el impacto del “boom” turístico que ha transformado su periferia, aunque ha sabido conservar su casco antiguo morisco. La construcción, hoy parada por la crisis del ladrillo, ha sido el principal sustento económico de los frigilianenses o aguanosos -como también les llaman- en las últimas décadas. Cuenta Francisco Sánchez que una vez fue un arriero de Frigiliana a Nerja con una carga de níspero en unos capachas a granel, y cuando llegó a Nerja se le “empazurraron” (se machacaron unos con otros) todos  decía “Vendo nísperos muy aguanosos”. Y la gente empozó a llamarse “aguanosos”, pero como tienen gran sentido del humor no les importó, y así se quedaron.
    Mi recuerdos de Frigiliana se remontan a los años cincuenta y sesenta, una Frigiliana que olía mal a cagajones de bestias por las calles, cuadras (que eran los cuartos de aseo) y marranos de corraletas como el mejor amigo. Que sonaba a acequias de aguas y a pisadas de bestias a las cuatro de la mañana. Aquí llamaos bestias a las acémilas burros, mulos y caballos, aunque también hay algunas bestias humanas. Cuando por los "chumajumos" salía el humo dormido de las mañanas y unos con otros se unían en torres etéreas blandas y tranquilas de los amaneceres azul cobalto donde el mar se une que el cielo. Recuerdo la lumbre violeta de los sarmientos y algunas cepas en el cortijo del Mayarín al amanecer para preparar los maimones con uvas moscatel o vidueña (aceite frito con ajos, aguas y pan duro del día anterior, sal), y para los críos más pequeños tazones de cerámica blanca con leche de cabra y pan migado con azúcar morena de "cañadú".  Y el tío Antonio salía al alba a vinar las tierras como un ejercicio ancestral de flexionar la columna vertebral sin dolor ni lumbago. En septiembre la vida era muy dura, hasta los críos sacábamos las uvas en canastos de mimbre en la cabeza desde la viña a los paseros. Me daba mucho miedo pasar por la vereda del pocillo porque con el canasto en la cabeza no podía mirar para abajo, solo de frente. Las abarcas de goma se me resbalaban por el sudor y la rotura fortuita de algunas ampollas en las talones. Las abarcas esparto majado se llamaban gubias o esparteñas, ninguna me venían al pie. Y los tortuosos inviernos de la cava de las viñas la poda de los sarmientos que luego en haces servirían para la lumbre.
    En las calles solitarias no veías a nadie, las calles empedras con escalones era imposibles de andar sin dobarte el tobillo, y las pocas mujeres, casi todas iban con pañuelos de luto, porque los lutos por los familiares eran de muchos años. La mujeres en casa por un lado y los hombres por otro como si permaneciera arraigada la costumbre de los moriscos. Todo el mundo te miraba asomado y temerosos desde las ventanas y puertas abiertas. Aun persistía la costumbre de esconder a los niños cuando llegaban visitas, no fuera les echaran mal de ojo o los fuera a secuestra para venderlos como esclavos como en tiempos de la rebelión.
    Y si alguna mujer con velo negro siempre, siempre vestidas de luto, estaban por la calle es porque estaban encalando su portal y pintando en azul la cenefa bajera, o era para ir a misa. Mis primeros paso los di fue en casa de mi abuelo Emilio Fernández, el Simón que estaba en la subida de lo que es hoy calle Hernando el Darra, antes Fleming. De más niño recuerdo el ki ki Ki kí... de los gallos que te despertaban a las 3 de la mañana. A las 4 ó 5 de la madrugada empezaban a oírse los cascos de las bestias al golpear sobre el empedrado de la calles. No había agua corriente en las casas, había que ir a las fuentes públicas más próximas. En todas las casas estaban los botijos a la entrada de la casa en el alfeizar de alguna ventana sobre un plato. Recuerdo que todos ellos tenían en la boca una caperuza de gachillo, e incluso algunos los tenían en el pitorro. El caramelo que podías pillar en tiempo de cañas, era un canuto de “cañadú” que te daban “retorcío”, o una ragua (parte superior de las cañas), que disputabas en el pesebre a las bestias. La arropía no estaba al alcance de todos, había comprarla. No había médico, ni teléfono, ni farmacias. Diariamente subía por la tarde el coche de Mariano Ruiz, un ómnibus para diez o 12 personas. Para en el Ingenio y todos los chiquillos acudían a ver quién había llegado.
    Mis primeros amigos fueron mis primos los Vacas, el padre era quinquillero y se había casado con Carmen Fernández, una hermana de mi madre. Años después se fueron a vivir a Vélez-Málaga.  Y en el verano cuando iba al Mayarín y a la Acebuchal mi amigo de juegos eran mis primos y Aurelio Torres, apadado El Obispo, hijo de Baldomero Torres, amigo íntimo de mi padre. En la Acebuchal (dividida en dos partes: la de Arriba y la de Abajo) no faltaba comida, pues los bancales tenían de todas la verduras y hortalizas, y no faltaban los algarrobos, los olivos verdiales, las higueras (una de ellas es gigante).  La carne que se podía comer era poca, algún conejo, o alguna vieja gallina, alguna montés. La leche de la cabra en tazón con miga de pan, el queso de cabra viejo se conservaba en aceite, estaba fuerte, fuerte  y olía mal como el de Cabrales.  A los de la Acebuchal no nos querían mucho, porque decían que éramos muy catetos y “apretaos”, en realidad lo que nos tenían era envidia, porque teníamos bancales, cabras y quesos para vender y una sierra que daba leña, carbón, cal, madera, es decir riqueza y trabajo. Y además no pasábamos hambre. Aunque algunos, los menos, no tenían nada, solamente sus brazos de jornaleros. Cuando la mujeres de los cortijos iban a Frigiliana paraban en la ermita de Santo Cristo (unos 100 metros del pueblo) y allí mismo sustituían las alpargatas por unos zapatos, y se ponían el matón y se arreglaban un poco. 
   Hoy os la quiero mostrar otra Frigiliana, de la misma forma en que a mí me ha sorprendido, deleitado y maravillado, en mi viaje de hice en enero de 2013, como una conquista de la infantería de todo viajero que se precie.
    En mi caso fue un viaje de placer y familiar, pues mi padres habían nacido en la Acebuchal, aldea aunque situada en el término municipal Competa, la proximidad a Frigiliana propiciaba que  sus habitantes se acomodaran más a Frigiliana que a Cómpeta.  Podríamos decir que somos del Acebuchal, no de Frigiliana, por ellos os voy a contar algunas historias que mis padres me contaron, y que hoy son increíbles de creer.

Mis padres eran del Acebuchal. Mi abuelos paterno y maternos llegaron a vivir en Frigilia, en 1960, recuerdo unviaje que hice con mis padres.

jueves, 7 de abril de 2016

Traslado de la revista PERITO de HTM a un blog.




Los 28  números de la emblemática revita PERITO (cuyo nombre se debía al título del poemario "Perito en lunas" de Miguel Hernández). Han pasado de la edición HTM al presente blog.

Pinchando aquí http://revistaperito.blogspot.com.es/ se pueden leer lo contendidos de todos los números (28 en total), donde quedaron reflejado la obra de grandes escritores, poetas y artistas alicantinos entre 2005 a 2008.

Sis directores fueron Rosario Salinas y  Ramón Fernández Palmeral


 Journal of Iberian and Latin American Literary and Cultural Studies


Indigenismo de Frigiliana. Fragmento de "Análisis de la necrópolis del Cortijo de las Sombras" ( Frigiliana)



Al resultado del análisis podemos añadir otros aspectos que nos llevan nuevamente a postular el indigenismo de Frigiliana, como son los ajuares, en los que sólo aparecen como elementos claramente coloniales algunas formas cerámicas y un escarabeo [escarabajo egipcio] junto a objetos metálicos de raigambre autóctona (fíbulas de doble resorte y tipo Frigiliana-Quintos 20, broches de cinturón de doble gancho...) y cerámicas a mano indígenas. No podemos olvidar que, como ya hemos expuesto en otra ocasión existen materiales exclusivos de las necrópolis tartésicas y de las fenicias. Desde esta perspectiva, vemos como en Frigiliana aparecen algunos tipos de fíbulas (Acebuchal [Sevilla], por ejemplo), broches de cinturón y cerámicas a mano que sólo aparecen en las necrópolis indígenas. Sería además necesario reconocer la procedencia de las cerámicas de tipo fenicio mediante análisis de pastas, para cerciorarnos si es o no un producto colonial o de fabricación indígena, como se viene sospechando para algunos materiales. En consecuencia, la cultura material de la necrópolis del Cortijo de las Sombras es predominantemente indígena en su tipología....

 Párafo de un articulo del profesor José Manuel Martín Ruiz. Universidad de Granda.
Arqueología. fenicios. tartesicos, fíbula de el Acebuchal (Málaga)

miércoles, 6 de abril de 2016

Capítulo I de la Primera parte del Quijote. Miguel de Cervantes.

Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha.


 
    En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

      Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

     En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.

     Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

     Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

   Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

   Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él a sí:

   -Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante''?

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.


Por los 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes.