lunes, 11 de mayo de 2020

"El rey de los moriscos" novela de ficción historica de que ocurrieron en las guerras civiles de Granada 1569





El rey de los moriscos. (Novela historica de ficción)



Obra del escritor Ramón Fernández Palmeral 

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PRESENTACIÓN (El Rey de los moriscos)
         
          El mismo año que me licencié en Arquitectura en Sevilla conseguí un contrato laboral como fijo discontinuo o de los llamados temporales en una subcontrata de ACK para trabajar en la Exposición Universal de 1992 (Expo'92) de Sevilla. Mi cargo: ayudante del director de proyectos. La contrata de la empresa consistía en  restaurar el Monasterio de la Virgen de las Cuevas en la Isla de La Cartuja. Dicho monumento del siglo XV se hallaba en avanzado estado de deterioro,  no se le habían puesto un ladrillo desde los tiempos de la desamortización de Mendizábal de 1836, cuando dejó de pertenecer a los cartujos para convertirse, aquel monasterio, en una factoría de porcelanas y cerámicas a cargo del inglés Charles Pickman. El conjunto se encontraba ruinoso desde que Pickman abandonó la porcelana, pero la organización de la Expo'92 quiso reconstruirlo como edificio emblemático del V Centenario, y no se equivocaron, acertaron en su elección. Cuando finalicen las obras de rehabilitación nacerá una nueva Cartuja con el semblante de una renovada hermosura.
         Cuenta la leyenda que la Virgen de Santa María de las Cuevas se les apareció a unos alfareros del Arrabal de Triana cuando recogían arcillas en la isla, y ella se personificó en barro en testimonio de su milagro. A raíz de este hallazgo mariano, en los albores del siglo XV, los frailes cartujos -seguidores de la Orden de San Bruno, fundada en 1084-, aprovechando el magnífico enclave y el milagro, construyeron en la isla, formada por dos brazos del río Guadalquivir, una capilla de estilo gótico tardío para adorar a la Virgen. Y  posteriormente como un verdadero y progresivo milagro se llegó a lo que es hoy,  una joya de la arquitectura religiosa recuperada de la voraz dentadura del tiempo. En La Cartuja existe una capilla, la de Santa Ana, donde estuvieron enterrados los restos de Cristóbal Colón desde 1506 hasta 1536 por deseo de sus herederos, ya que estos tenían gran amistad con los cartujos y con el prior Fray Gaspar. En la puerta del monasterio florece un magnífico árbol, un zapote cuyo semblante ecuatorial fue un regalo de Colón a la capilla, traído  desde Nueva España en uno de sus viajes.
         Fue en la capilla de Santa Ana, en una de las obras a mi cargo, donde se produjo un gran acontecimiento, y donde sentí una de las mayores alegrías de mi vida. Una mañana de mayo dos obreros de Marchena: Pedro y Jesulín, que trabajaban bajo mi dirección, picaban una pared en las proximidades del ábside, cuando, de repente, cayeron al suelo viejos estucos de una hornacina y un poco de  argamasa. Cuando dieron  unos golpes a la pared  sonó a hueco, como si detrás hubiese una cámara vacía, y, por fortuna así fue. Con gran habilidad hicimos un butrón por debajo de la pared hasta poder entrar a gatas. Primero entró Pedro como un valiente espeleólogo en una cueva desconocida, pero salió enseguida como si hubiese visto los ojos encendidos del mismísimo demonio, aterrado,  empezó a persignarse una vez y tras otra, sin parar, sin darle tiempo a la mano derecha a cruzarse ante su rostro de inexpresiva máscara de horror. “¡He tocado a un muerto, os lo juro, es una canina!” –gritó Pedro con la cara blanca como un folio.
          Más tarde, con calma, tomé la linterna y entré yo solo por el butrón. Pedro había ido a buscar ayuda, solamente quedábamos Jesulín y yo. Me introduje agachado por aquella zorrera abierta y, una vez hube avanzado un metro a gatas, me pude poner de pie, era un cubil pequeño, de momento no  veía bien hasta que mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y a la luz pobre de la linterna. Me impresionó ver en el suelo, en posición decúbito supino, un esqueleto humano; su faz de momia seca impresionaba terriblemente. El miedo de Pedro unido a su superstición se justificaba, aunque tampoco era para ponerse así de los nervios, de un esoterismo de infarto, pues los muertos no muerden y son aún más inofensivos que los vivos. La momia, de  estatura mediana, quizás mermada por los siglos, tenía el cuello abrazado por un grillete oxidado, un crucifijo de plata entre sus huesudas manos y, junto a él, un pequeño cofre de madera envejecida, cuyas aldabas oxidadas cedieron al abrirlo, y dentro  encontré  unos escudos de plata y un manuscrito con forro de pergamino cual carpeta con  un manojo de cartas apretadas por una correa de cuero. Los indicios indicaban que aquel hombre debió ser condenado al emparedamiento hasta la muerte, posiblemente por la Inquisición u otro enemigo brutal e inhumano. No debemos asustarnos ni engañarnos: la Edad Media no fue más cruel que la actual.
        Salí del reducido cubil y mandé a Jesulín a que fuera a avisar al jefe de obras. Cuando me quedé solo, cogí el manuscrito y lo guardé en mi cartera junto con los planos; mi intención era la de examinar detenidamente aquella joya bibliográfica, con la primera tentación, no nos engañemos, de quedarme con ella, pues lamentaba tener que entregarla al Patrimonio Histórico Artístico,  siempre vigilante, quedarse con el manuscrito suponía un riesgo, sí, pero mi curiosidad me superaba y cegaba. Cuando llegó el jefe de obras y los funcionarios del Patrimonio, les enseñé la momia, los escudos de plata y el crucifijo para saciar su curiosidad, como si fuera carnada para los tiburones. No fui capaz de entregarlo, hasta no examinarlo detenidamente, porque era superior a mi poder de curiosidad y amor a los libros antiguos; de momento me quedé con el mamotreto forrado en piel curtida, y creo que cualquier bibliófilo hubiera hecho 1o mismo que yo, ¿o no?...

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