El rey de los moriscos. (Novela historica de ficción)
Obra del escritor Ramón Fernández Palmeral
De venta en Amazon
PRESENTACIÓN (El Rey de los moriscos)
El mismo año que me licencié en
Arquitectura en Sevilla conseguí un contrato laboral como fijo discontinuo o de
los llamados temporales en una subcontrata de ACK para trabajar en la
Exposición Universal de 1992 (Expo'92) de Sevilla. Mi cargo: ayudante del
director de proyectos. La contrata de la empresa consistía en restaurar el Monasterio de la Virgen de las
Cuevas en la Isla de La Cartuja. Dicho monumento del siglo XV se hallaba en
avanzado estado de deterioro, no se le
habían puesto un ladrillo desde los tiempos de la desamortización de Mendizábal
de 1836, cuando dejó de pertenecer a los cartujos para convertirse, aquel
monasterio, en una factoría de porcelanas y cerámicas a cargo del inglés
Charles Pickman. El conjunto se encontraba ruinoso desde que Pickman abandonó
la porcelana, pero la organización de la Expo'92 quiso reconstruirlo como
edificio emblemático del V Centenario, y no se equivocaron, acertaron en su
elección. Cuando finalicen las obras de rehabilitación nacerá una nueva Cartuja
con el semblante de una renovada hermosura.
Cuenta la leyenda que la Virgen de
Santa María de las Cuevas se les apareció a unos alfareros del Arrabal de
Triana cuando recogían arcillas en la isla, y ella se personificó en barro en
testimonio de su milagro. A raíz de este hallazgo mariano, en los albores del
siglo XV, los frailes cartujos -seguidores de la Orden de San Bruno, fundada en
1084-, aprovechando el magnífico enclave y el milagro, construyeron en la isla,
formada por dos brazos del río Guadalquivir, una capilla de estilo gótico
tardío para adorar a la Virgen. Y
posteriormente como un verdadero y progresivo milagro se llegó a lo que
es hoy, una joya de la arquitectura
religiosa recuperada de la voraz dentadura del tiempo. En La Cartuja existe una
capilla, la de Santa Ana, donde estuvieron enterrados los restos de Cristóbal
Colón desde 1506 hasta 1536 por deseo de sus herederos, ya que estos tenían
gran amistad con los cartujos y con el prior Fray Gaspar. En la puerta del
monasterio florece un magnífico árbol, un zapote cuyo semblante ecuatorial fue
un regalo de Colón a la capilla, traído
desde Nueva España en uno de sus viajes.
Fue en
la capilla de Santa Ana, en una de las obras a mi cargo, donde se produjo un
gran acontecimiento, y donde sentí una de las mayores alegrías de mi vida. Una
mañana de mayo dos obreros de Marchena: Pedro y Jesulín, que trabajaban bajo mi
dirección, picaban una pared en las proximidades del ábside, cuando, de
repente, cayeron al suelo viejos estucos de una hornacina y un poco de argamasa. Cuando dieron unos golpes a la pared sonó a hueco, como si detrás hubiese una
cámara vacía, y, por fortuna así fue. Con gran habilidad hicimos un butrón por
debajo de la pared hasta poder entrar a gatas. Primero entró Pedro como un
valiente espeleólogo en una cueva desconocida, pero salió enseguida como si
hubiese visto los ojos encendidos del mismísimo demonio, aterrado, empezó a persignarse una vez y tras otra, sin
parar, sin darle tiempo a la mano derecha a cruzarse ante su rostro de
inexpresiva máscara de horror. “¡He tocado a un muerto, os lo juro, es una
canina!” –gritó Pedro con la cara blanca como un folio.
Más
tarde, con calma, tomé la linterna y entré yo solo por el butrón. Pedro había
ido a buscar ayuda, solamente quedábamos Jesulín y yo. Me introduje agachado
por aquella zorrera abierta y, una vez hube avanzado un metro a gatas, me pude
poner de pie, era un cubil pequeño, de momento no veía bien hasta que mis ojos se fueron
acostumbrando a la oscuridad y a la luz pobre de la linterna. Me impresionó ver
en el suelo, en posición decúbito supino, un esqueleto humano; su faz de momia
seca impresionaba terriblemente. El miedo de Pedro unido a su superstición se
justificaba, aunque tampoco era para ponerse así de los nervios, de un
esoterismo de infarto, pues los muertos no muerden y son aún más inofensivos
que los vivos. La momia, de estatura
mediana, quizás mermada por los siglos, tenía el cuello abrazado por un grillete
oxidado, un crucifijo de plata entre sus huesudas manos y, junto a él, un
pequeño cofre de madera envejecida, cuyas aldabas oxidadas cedieron al abrirlo,
y dentro encontré unos escudos de plata y un manuscrito con
forro de pergamino cual carpeta con un
manojo de cartas apretadas por una correa de cuero. Los indicios indicaban que
aquel hombre debió ser condenado al emparedamiento hasta la muerte,
posiblemente por la Inquisición u otro enemigo brutal e inhumano. No debemos
asustarnos ni engañarnos: la Edad Media no fue más cruel que la actual.
Salí
del reducido cubil y mandé a Jesulín a que fuera a avisar al jefe de obras.
Cuando me quedé solo, cogí el manuscrito y lo guardé en mi cartera junto con
los planos; mi intención era la de examinar detenidamente aquella joya
bibliográfica, con la primera tentación, no nos engañemos, de quedarme con
ella, pues lamentaba tener que entregarla al Patrimonio Histórico
Artístico, siempre vigilante, quedarse
con el manuscrito suponía un riesgo, sí, pero mi curiosidad me superaba y
cegaba. Cuando llegó el jefe de obras y los funcionarios del Patrimonio, les
enseñé la momia, los escudos de plata y el crucifijo para saciar su curiosidad,
como si fuera carnada para los tiburones. No fui capaz de entregarlo, hasta no
examinarlo detenidamente, porque era superior a mi poder de curiosidad y amor a
los libros antiguos; de momento me quedé con el mamotreto forrado en piel
curtida, y creo que cualquier bibliófilo hubiera hecho 1o mismo que yo, ¿o no?...Seguir leyendo al comprar el libro en Amazon por 9.20 €
También existe una version de lectura gratis en Calaméo hasta la página 150