viernes, 25 de agosto de 2017

Relato cinematográfico. "Los misterios de Tabarca", por Ramón Fernández Palmeral.






                             (Isla de Tabarca, donde sucende los hechos de esta película por realizar)

23

     LOS MISTERIOS DE LA ISLA DE NUEVA TABARCA

 
 1     
     Vine a la isla de Tabarca, situada a unas tres millas nauticas al sur del Cabo de Santa Pola (Alicante), no para matar a un hombre como empieza la novela Beltenebros de Antonio Muñoz Molina, sino para buscar dentro de mí el karma,  la paz interior  y la soledad suficiente como para escribir mi segunda novela después de haber ganado el Premio Alhambra de novela histórica por El cadí de Alcántara. Por ello mi editor me encargó una segunda novela. Yo elegí la isla de Nueva Tabarca como retiro para ambientarme y concentrarme como lugar elegido para mi próxima novela sobre el caudillo Almanzor. No obstante, ahora me lamento, jamás debí aparecer por aquí, porque es una isla llena de fantasmas.
   Ahora tenía un anticipo por derechos de autor para una segunda novela de la cual no tenía claro el título pero el tema  iba sobre  árabes con intrigas, una especie de thiller policiaco-medieval y tenía que estar ambientada en la Córdoba del califato omeya, si hubiese sido la editorial de Barcelona está claro que me la hubieran pedido ambientada en Franco Condado, es el precio que hay que pagar por los encargos y adelantos... Ya estaba encasillado en las novelas medievales, en cuanto te encasillan te ponen orejeras y ya no quieren que cuentes otras historias.


    2
 
     Llegué a Santa Pola por la mañana de un lunes de finales de octubre, en invierno, temporada baja de turismo, aparqué mi coche en una de las calles que llegan hasta el paseo marítimo. Me acerqué hasta el muelle donde salen los ferrys para la isla de Nueva Tabarca o isla Plana. Embarqué en un catamarán de visión submarina.  Conforme nos acercábamos al espigón de la isla (no tiene puerto) se vía el lienzo de la muralla de defensa, el paquete barroco de la iglesia con su campanario vigía de la cristiandad en medio del mar Mediterráneo como faro de esperanza y espiritualidad. Un barrio de casas tranquilo y sumido en su antigüedad de cuando fue repoblada la isla por tabarkinos venido de la isla invadida de Túnez.
     Bajé del catamarán con mi pesada maleta de ruedas me quedaba una empinada cuesta hasta llegar a la puerta principal de San Miguel.      Saque la máquina de fotos y tropecé con un hombre mayor sin querer, el hombre se puso a la gresca, a vocear, por culpa de mi torpeza, era un hombre fuerte, sin afeitar con boina gastada, moreno casi negro y fuerte Mis disculpas no le valieron, como si la presencia de los visitantes le irritara sobremanera, me disculpé varias veces educadamente, pero el hombre no se venía a razones, tenía un garrote grande de madera  en la mano grande, no hubo forma de calmar a aquel hombre enfurecido como una tormenta procelosa. Me dije mal empezamos, sin saber yo todo lo que me iba a suceder
    Continué andando por el muelle mientras me alejaba de hombre que se quedaba yo e pisar y continuaba entre sus redes sin dejar de increparme, y con razón, pero en exceso.
    Me alojé en el Hotel Boutique Isla de Tabarca (antigua fortaleza de la Casa del Gobernador). Un hotel con un primer piso y 15 habitaciones.   La ventana de mi habitación daba al mar. Por eso  elegí la isla de Tabarca, para, nunca mejor dicho, disfrutar del aislamiento que te produce en toda isla o paraje olvidado de la civilización, escollos, farallones, solitarios faros, cementerio al levante, gente humilde y pescadoras, sobre todo cuando uno no ha nacido en una isla.
    Empecé a escribir en unos folios en blanco virtual de mi ordenador.  Lo primero era buscar un título como una simple referencia, ya había pensado en uno mientras venía en el catamarán, nunca el primer tirulo es el definitivo escribí: ALMANZOR, EL INVENCIBLES. La vida de un visir del califa Hixam II, en la  Córdoba floreciente del siglo IX. Almanzor había nacido en catillo alto de Torrox  en la Cora de Rayya (Málaga) en el año 939. Ahora tenía que encontrar un narrador que me gustara, y tenía a Asmá, la esposa sultana de Almazor. Escribí en el ordenador:






                            Título: ALMANZOR, EL INVENCIBLE.

                                       CAPÍTULO  I.
                         
      La floreciente Córdoba era trono de la Estrella Feliz, título sublime del califa Al-Hakam II,  época en la que se inauguró una biblioteca pública donde se encontraban los incunables más raros y exóticos de los griegos, indios y orientales, como el "Kitaba al-ganai"  de Isfahani.  Pero la fecha más importante de mi vida, fue el día de mi matrimonio con Mohammad Ibn Abi Amir, luego  llamado Al-Mansur o Almanzor el victorioso. Era la fiesta del Neiruz, el primer día de la luna de muharram de año 367 de la Hégira, lo recuerdo porque coincidía con el  primer día del año, se celebró en los jardines risueños de la almunia de al-Almiría, que le regaló el califa como presente de boda, un alcázar rodeado de frondoso bosque y deliciosas sombras, rica agua, un valle resguardado del viento de las sierras, nunca un jardín tuvo un emplazamiento más acogedor o seductor.  Jardines de romperían con rostro guarnecidos de flores, arcos en forma de herradura, decorados de estucos, hermosos decorados y mejores aposentos que hacía gala de arte y riqueza, un poeta de Babdag dijo al verlos que eran lugar de viciosa frondosidad.
Yo fui paseada por la ciudad  montada en una yegua blanca muy bien enjaezada, mis vestidos de seda y velos cubrían mi rostro, lucía ricas aljorfas, me acompañaban, familiares, amigos y nobles caballeros, delante de mí iba el cadí de Córdoba, los jeques y testigos de mi boda. Después de la ceremonia en la que hubo banquetes, zambras, alimas y jeceles, hubo regalos para los poetas y limosnas para las aljamas, hospitales e imágenes. Luego fui llevada al pabellón nupcial, custodiada por mis damas y esclavas cristinas, esperé a mi esposo el resto del día y de la noche, la fiesta continuaba fue en los jardines, las risas y los cantos resonaban en las bóvedas de mis aposentos. Tenía cierto temor a encontrarme con mi esposo, más que temor, eran dudas de no gustarle lo suficiente ya que no soy lo bella que son otras mujeres de Córdoba,  lo había visto tan sólo una vez a través de la celosía en el alcázar real, porque mi padre era el Hayib Gálib del califa. Jamás entré en el conocimiento de por qué quiso tomarme como esposa, pero sin duda, mi esposo quería tener como amigo a una persona influyente en el califato.  La primera noche llegó mi esposo tan cansado que no me tomó, no pudimos sellar ni consumar el matrimonio.   Al día siguiente un mensajero le dijo a mi esposo que había revueltas en la frontera y se marchó con un reducido ejército de taifas y beréberes africanos a Medina Salamanca por la puerta de Toledo de Córdoba, no me explicaba cómo prefería el reposo de las armas al reposo de los brazos de su esposa, cabía la  posibilidad de perderlo sin consumar el matrimonio, mi padre me hizo que ningún muslí podía renunciar  a la llamada de la yihad o guerra santa, y me conformé.     
El cerco de Salamanca duró tres lunas sin que pudiera reblandecer la muralla con los almajaneques y no tomar la plaza, y regresó a Córdoba, no sin antes sin saquear los arrabales y campos de Salamanca, ganar castillos cristianos y apresar esclavos y esclavas cristianas. Otra vez se trajo a Córdoba las campanas de Santiago de Compostela.  A la primavera del año siguiente volvió para ganar León encontrándose  en campo abierto a las huestes del rey cristiano don Ramiro III...

              
                       
 3
    Había escrito un folio y medio y la inspiración se me había ido. Yo seguía el procedimiento habitual, para escribir, lo primero era sentarse.
    Todavía no había visto nada de la isla de la que me habían contado que tenía forma de madeja mirando al Este. Pasé por la puerta de San Rafael hacia una roca batidas por el mar. Allí oí un siseo alguien que me llamaba desde  unas cavidades rocosas bajo la muralla, especie de gruta, me acerqué y vi que un hombre muy extraño con vestimentas muy antiguas, medieval, y con un parche de pirata sobre el ojo izquierdo como el de la Princesa de Éboli, me llamaba para que pasara a su interior, me acerqué con ciertas reservas para saber qué era lo que quería de  mí, pensé de inmediato que buscaba ayuda, cuando bajé a la cueva no más grande que una habitación le seguí por una especie de túnel.
     Iba yo siguiendo los pasos del pirata medieval que insistía en  enseñarme algo, vi bajo la luz de un candelabro que eran los resto de un barco el cual estaba lleno  de ánforas romanas de alguna excavación clandestina, cofres cerrados, remos y algunas joyas, el extraño hombre hablaba en un idioma que yo no entendía, aunque sí su mímica, me decía que cogiera un medallón circular de un palmo de diámetro con una media luna de marfil en su interior que giraba dentro de un círculo por sus extremos,  en cuento cogí el medallón, noté que desprendía calor. El pirata  me lo había ofrecido  para que  me lo quedara.
    Cuando lo tuve en mis manos, el hombre desapareció de repente de mi vista como si se hubiera metido por una puerta invisible o una puerta del tiempo, entre los muros macizos de aquella gruta en la que se podía oír el batimiento del mar. Por qué razón me lo ofrecía a mí y no a uno de la isla, a un foráneo, a lo mejor no se fiaba de ninguno de la isla y quería salvarlo, pero de qué.
    Salí muy nervioso de la cueva y la tarde se moría en una hemorragia suspendida que jamás había presenciado, me dirigí a mi habitación del Hotel para examinar el medallón que tenía una decoración periférica muy extraña y darme cuenta de que era cierto lo que habían visto mis ojos.  Cuando me tranquilicé bajé a cenar al restaurante del Hotel, no era yo el único comensal porque vi a una mujer cenando de pelo caoba, piel blanca y de cara rolliza, con un parecido a la Mónica Lewisky. Cuando llegó la camarera a servirme, una morena de unos treinta años de muy buen ver y mejores caderas.  A los postres, como quien espera que se le dé el visto bueno a la comida, le pregunté quién era el pirata del parche en el ojo que vivía en las cuevas junto a la iglesia.
     –¡Ah!, con que el moro Mohamed se le ha aparecido a usted cerca de la cueva del Lobo Marino –me respondió con naturalidad como si se tratara de un personaje familiar normal sin la más  mínima expresión de miedo…­–    Hacía tiempo que no sabíamos nada de él. Tiene que tener cuidado de que no se le meta en el cuerpo. Ya pasó con un santapolero.
     –Yo no creo en espíritus que se aparecen –le dije con rotundidad.
     –Pues créaselo. Pregunte, pregunte a los vecinos de Tabarca.


    Me quedé pensando que se había equivocado de persona, luego me estuvo contando la leyenda que existía en la isla de un moro corsario que invadió la isla hace siglos y que la gente de la isla lo apresaron y lo mataron,  luego lo echaron en el interior de una cisterna o aljibe cerca de un islote que ahora llaman Cap del Moro, cuando fueron a la cisterna para sacarlo y enterrarlo, el cuerpo del moro difunto no estaba dentro, había desaparecido, dicen que como venganza se quedó en la isla junto a su tesoro, y esa era toda la historio, pero yo no le dije nada del medallón  que me había regalado el moro, no fuera a ser  que me lo pidieran como parte del patrimonio de la isla, además era la prueba de que había sido cierto la aparición del espectro. ¿Por qué me lo dio a mí?
      La chica camarera era una morena muy guapa, me dijo orgullosa que era familia de los Capriati y se llamaba Miranda, me gustaba hasta el nombre, como no le vi el anillo de casada le propuse, no sin cierto atrevimiento, si me dejaba acompañarla hasta su casa cuando terminara el trabajo y así podría contarme cosas de su extraña  isla que no vienen en las guías ni en los folletos de turismo, a la vez, te mueven al presagio de una aventura secreta.  La verdad es que no había mucho trecho que acompañar porque el poblado de San Pablo es pequeño con  las casas concentradas en la parte oeste de la isla ceñidas por la muralla de defensa.   Con cierta brusquedad me dijo que ella no se iba a perder en su isla, y como entendió que yo pretendía cortejarla, aceptó con un bueno, haga usted lo que quieras. «No me hables de usted» –le dije para intimar. Lo siendo pero usted para mí es un cliente más.
        La luna nueva se había adueñado de la isla, navegante al poniente con sus reflejos de plata como lomos de besugos. El ruido de las olas se dejaba sentir con una monotonía a la que dejé de prestar atención.
     Miranda me habló sin parar con una facilidad inusitada, sin querer, me enteré de que la  mujer pelirroja del restaurante eras una alemana de Colonia asidua de la isla, muy simpática y de mi edad. ¿Pero qué edad te crees que tengo? Me echó uno 40 años rebajando. Cuando en realidad yo tenía 29 años. Quizás la barba me envejecía. Siguió contándome datos de la isla que yo sabía porque  los había leído, pero puse cara de no saberlo, que la isla era Patrimonio Histórico Artístico desde 1964 y Reserva Marina desde 1986, y que en ella no se podía pescar ni bucear, salvo con permiso de la Consellería, que la isla tiene unos 1.500 metros de longitud y una anchura entre los 50 y los 600 metros, que en el pueblo hay dos bandos: los que quieren que la isla prospere turísticamente, y los conservadores, como su padre, son de los que quieren que la isla continúe salvaje, sin tantas molestias por parte de los turistas.
     Era Miranda  una magnífica guía que sabía mucho de la isla de Tabarca me apuntó que su apellido era originario de genoveses, de los que fueron expulsados en 1786 de la Tabarca la vieja en Túnez.  Las piedras de las murallas las sacaron del islote llamado precisamente La Cantera, me estuvo dando detalles para turistas que en realidad no me interesaban, yo deseaba conocer las leyendas y las supersticiones de la isla. Mañana, vaya usted al Museo Nueva Tabarca en el Almacén de la Almadraba y verá nuestra historia.
    Los ojos de Miranda eran espejos de cierva bajo la Luna, se iluminaban al hablar de su isla con gozo de virgen, yo me hacía ilusiones en seguir viéndola con una relación distinta a la de camarera  en el restaurante del hotel de la Casa del Gobernador, sino en una relación más íntima, pero las ganas se me quitaron cuando al llegar a la puerta de su casa que estaba abierta, vi dentro al hombre del garrote sobre el que me había caído esa mañana, así que sin que le diera tiempo a que me viera me despedí de Miranda con un «¡Hasta mañana!».



4
   Regresé  a mi habitación del hotel con cierta preocupación, no fuera a ser que,  en la soledad de las calles, me asaltara el moro Mohamed del ojo con parche, ya no estaba yo como para pasearme en mis propios pensamientos, que eran muchos para un solo día. Cerré la ventana a pesar de que hacía calor, esa noche no pude dormir, dando vueltas en la cama, tenía que comerciar con el insomnio, sacar provecho de su vista, me hizo coger un libro para leer, tampoco podía concentrarme en la lectura, pasaba las páginas sin haberme enterado de nada. Me levanté para escribir como si mi personaje, el invencible Almazor y su esposa Asmá, me esperara agazapado tras la pantalla del ordenador. Pero ya no me interesaba mi novela de Almanzor que acaba de empezar sino que me interesaba la leyenda del moro Mohamed que me había dado un medallón y tenía allí delante de mis ojos como un imán mental. Me documenté en Internet sobre el temido corsario Dragut del siglo XVI que en 1550 había asolado las costas alicantinas. Era un personaje anterior a los habitantes de Tabarca que vinieron en 1769. Por ello, cambio el nombre de Dragut por el de Dragutón y situarlo dos siglos y medio posterior.  Y empecé a escribir una nueva novela.






Título: DRAGUTÓN, EL SANGUINARIO

Capítulo I

    El 24 de mayo de 1790, desembarcó en Isla de Santa Pola el corsario Turgut Reis, llamado Dragut por los españoles, con 14 galeras. Con pretensión de atacar Alicante y su rica huerta de San Juan, arrasando los cultivos y apresando a toda la gente que encontraran para hacerlos cautivos y cobrar rescate por ellos. Los cristianos se guarecieron en su torres refugios desde cuyas almenas se defendían, una de ellas era la Torre de las Águilas, y la de la Santa Faz en la villa de San Juan.  Cuando las gentes de alrededores, tras cundir la alarma, acudieron a la villa hicieron frente al pirata Dragutón se vio obligado a reembarcarse y huir mar adentro a la isla de santa Pola, lugar de refugio donde no llegaban la galeras reales.
    En la isla había unos veinte vecinos que tuvieron que abandonar sus casas y ocultarse en la torre de la una Isla de Santa Pola donde prácticamente no había refugio para tantas personas.
    En esta ocasión, abordó las playas de la Albufereta. Desembarcaron algunas compañías árabes que se hicieron dueñas de las posiciones en la Serra Grossa y en la Sierra de San Julián. Más tarde, se apoderaron del Tossal de Manises, donde colocaron dos cañones con los que atacaron (y mucho) a la población.
     Al parecer, querían hostilizar la huerta para atacar la ciudad.
Sin embargo, la artillería del Castillo de Santa Bárbara y de los baluartes les obligó a  los corsarios a reembarcarse precipitadamente, abandonando sus pretensiones de ataque y saqueo de la ciudad de Alacant.
Nunca más, que cuenten las crónicas, se vio a Dragutón atacando nuestras tierras de Alicante, pero se quedaron en la isla de Santa Pola…

 
   5
      La presencia del medallón me iba a servir para inspirarme, sin querer meterme en una historia de Las Mil y una Noche.  Me levanté para ver el medallón y me di cuenta que la media luna color marfil se había puesto de un color púrpura como un rubí, y al tocarlo me quemó levemente el dedo índice y pulgar, ardía o era un aviso, usé en dentífrico para aliviar la quemadura en la yema de los dedos. Esta situación empezaba a inquietarme, casi a hacerme salir de la isla. Un vientecillo lebeche empezó a traquetear los postigos de la ventana como toros llenos de bravura, la volví a cerrar con fuerza, pero al par de hojas se resistían, Era una vendaval  procedente del Levante. El mar resonaba encorajinado con toda su furia, las cavidades rocosas como cañonazos de olas, cavidades sonoras a nivel del mar que existen frente a la pequeña cala de la Casa del Gobernador, el mar no es que estuviera rizado, sino escaldado. Las ventanas de la habitación silbaban cada ven con mas fuerzas como si hubiera llegado un ciclón silbante, y ya, no había forma de abrir una puerta sin enfrentarse a su resistencia aerodinámica del temporal que se avecinaba, y esto era solo el principio.

    Al día siguiente desperté y miré la isla, los dos estábamos desnudos en nuestras soledades: la isla y yo. El vendaval continuaba dando fuerte el mar se había puesto emborregado y prácticamente no se veía nada.
    A la hora del desayuno bajé hasta el restaurante, no vi a Miranda, sin embargo, allí estaba la alemana, que me miró con sus ojos zarzos con cierto alegría de ver allí a un ser humano y con ciertas aceptación de que ocupara el asiento del conductor de su mesa.   Así lo hice, diciendo mi nombre primero como se hace en las películas, se presenta uno y ya está dado el primer paso. Estábamos solos.
     –Me llamo Miguel Bozas, y el ofrecí la mano. ¿Le importa?
     ­–Yo Hildemarie Fiegenbaummen. Siéntese vos.
     Hablaba español con acento argentino.
    Empezamos criticando el mal tiempo, y dijo que ella buscaba precisamente los días así, que por eso visitaba la isla, se asombraba de que yo me extrañara del viento. Entonces, vos vino a la isla del viento, ahora no se queje. Le respondí que a lo mejor me iba esa misma mañana, y ella negó con la cabeza mientras le daba una cuchillada al croissant, ¿por qué no?, le pregunté, seguramente con la fuerza de este temporal no llegan los ferrys,  y se sonrió llevando  una arruga a la comisura de los labios que le daban una riqueza de mujer experimentada que calzaba ya la edad de los 50 años en plena menopausia. O sea, que ahora sí que estamos verdaderamente aislados, entonces me iré en cuanto llegue un ferry, dije como consolándome a mí mismo. La alemana se disculpó diciendo que tenía que trabajar, se marchó sin yo atreverme a preguntarle por sus labores, ni a mí me importaba.
     No iba a ser fácil concentrarme en mi novela sobre Dragutón con el viento azotador de un invasor que se convierte en preocupante para quien no le conocemos, cuerpo de invisible visitante, el silbido del viento me llamaba sin cesar como si de una advertencia inminente me avisara. El viento me ponía la cabeza sonada.  Me atreví a abrir la puerta del paraíso para salir a la calle y dar un vistazo, el viento me lapidaba con sus cuerpos extraños cargado de perdigones de arena como un tiro de caza, las puertas de las casas cerradas, no había un ser humano por ninguna parte, cómo los iba a ver, y para soportar ese vacío de un lugar que no se ve a nadie, como si todos me hubieran dejado solo en la isla, había que estar preparado psicológicamente, en los prospectos turísticos no te hablan del viento que hace aquí. Quizá hay que tener mentalidad de isleño y no de peninsular. El viento te intranquiliza y te ataca los nervios.
       Así que no tuve más remedio que regresar a mi habitación para encerrarme, para ocultarme del viento si podía. Para abrir una puerta había que cerrar otra. En el momento en que yo me acercaba por el pasillo a mi habitación vi que Miranda salía con su bata de faena de limpiar mi habitación, me dio mucha alegría ver a alguien y sobre todo a ella. Quería darle conversación,  pero ella no me hablaba, era muy distinta a aquella chica parlanchina de anoche a la que le brillaban los ojos con un destello de luna en el mar, parecía como si el viento también le trastornara, no me di cuenta que se sentía en cierto modo humillaba por el trabajo de limpiadora que hacía, además yo le impedía con mi charla trabajar, no me daba cuenta que ella pensaba en enamoramientos y cosas de esas como matrimonio, sin que supiera que yo tenía fobia al matrimonio y por eso jamás me podría casar, ni con ella ni con nadie. Tenía la historia en la cabeza pero no tenía inspiración para pasarla al ordenador. A veces hay que recurrir a las botellitas de las neveras de los hoteles y tomarse un par de botellitas para empezar con un borrador, pero para empezar a escribir, la única fórmula que conozco es la de sentarse. Primero sentarse. Coger un bolígrafo un folio y empezar a emborronar dibujitos hasta conseguir que salgas las palabras y las ideas:
              

    …mujeres y niños se cobijaron con la gruta  del Lobo Marino, para no ser hechos esclavos por la flota turca que acaba de desembarcar en la isla. Eran feroces y no entendían de compasiones. Los hombres se unión con su armas en un grupo, al mando de ellos estaba un cristiano viejo, llamado Aurelio de la Vega. Había que actuar en algún tipo de sabotaje contra las galeras del turco Dragutón. Y había que actuar rápido antes de que la marea subiera por el temporal que se avecinaba e inundara la cueva donde se refugiaban las mujeres y los niños. Y venía temporal de levante, el mar los alcanzaría la gruta del Lobo Marino, aquel refugio era muy precario.


6
     Llevaba una semana en Tabarca, aceptando el paso del vendaval de Levante como algo anormal, a pesar de que estos vientos constantes te pueden volver medio loco. Tengo que seguir con la novela el corsario Dragutón de la isla.  Me había dejado encariñar por Miranda. La alemana, cuyo nombre no recuerdo ha aceptado mi amistad de huésped en los desayunos y cenas.
     El medallón que me dio el pirata Mohamed cambiaba de color según el día, es como un avisador  del tiempo que se acerca pero yo no sé interpretar. Estaba convenciéndome a mí mismo, que era normal que un moro muerto hacía siglos se me apareciera y me diera un medallón, debía estar perdiendo la razón, la lógica de la ciencia, estaba inquieto, lo que conozco pero no hasta tal punto o es que  el viento de Tabarca te vuelve loco. 
      Una tarde decidí acercarme hasta las oquedades de la muralla junto a la iglesia de San Pedro y San Pablo, allí debía encontrar alguna explicación a lo que estaba pasando con el pirata. Aproveché la tarde para entrar con la linterna del móvil, el especio ganado a la roca por excavación, pero no estaba el túnel que bajaba hacia el interior, toqué la roca volcánica, di unos golpe, imploré que se me apareciera de nuevo, la falta de explicaciones a un fenómeno tan extraño me hacía sentir un vació en mi lógica cotidiana. Un efecto que no había soñado y que no podía dar por válido, y cuando uno no acepta la culpa, el error, la humillación o la insolencia se siente  terriblemente enfermo.  Me parecía que tenía fiebre.
     Desilusionado busqué de nuevo a Miranda para contarle lo del  medallón que me dio el moro Mohamed, no podía seguir así, cruzándome de brazos, argumentado que en Tabarca podían aparecer los espíritus con la facilidad que entra el viento en la isla y lo confunde todo. Yo no creía en fantasmas ni en espíritus pero cuanto más tiempo pasaba en la isla, más  convencía de su posible existencia. Haberlas ailas dicen en Galicia respecto a las brujas. 
     Pude ver a Miranda a la hora de la cena, le dije que cuando terminara del trabajo quería hablar con ella. Cuando terminé de cenar le hablé del medallón que cambiaba de color, eso no lo sabía ella, incrédula aceptó en subir a la habitación a verlo. El medallón tenía ahora un color verdoso, y que yo no podía interpretar, si lo supiera descifrar quizás supiera lo que iba a avecinarse.  Tomé el medallón, Miranda y yo nos acercamos de noche hasta la gruta del Lobo Marino, o cueva del moro Mohamed (o quizás era el corsario Dragut). Otra vez estábamos los dos en las nocturnas calles del poblado de San Pablo en Tabarca.
     Allí, en la gruta, estaba el túnel misterioso que bajaba hacia el supuesto lugar de un naufragio de barco con ánforas romanas, pero al llegar hasta el lugar previsto no había tal barco sino que todo el espacio era una manta en el suelo todo decorado con candelabros rosados y música apaciguada,  ella se enfadó por el motivo de engañarla tan sutilmente para estar con Miranda. «El lugar era otro, aquí no he estado yo nunca, es la primera vez que lo veo, te lo juro», le insistí disculpándome. Notamos la intensidad de un perfume afrodisiaco, sentimos calor, no podíamos resistir nuestros deseos de amor allí en un lugar tan privilegiado para besarnos apasionadamente, sentí el calor de sus labios.  Cuando estábamos tan entusiasmados, oímos voces, y al abrir los ojos nos encontrábamos en la playa de una cueva que daba al mar, una voces inteligibles salían del interior y salimos por donde habíamos entrado.
 
   Esa noche después de cenar y tomar una copa vi a la alemana que estaba bebiéndose una cerveza en la barra del hotel. Me acerqué a ella, y en seguida empezó a contarme las desgracias de su vida, que le hacían alejarse de Alemania, buscando un refugio espiritual como esta isla de Tabarca. Estaba depresiva y empezó a llorar, necesitaba cariño y alguien que le prestara atención. La verdad es que era una mujer voluptuosa pero atractiva. Después del calentón que había tenido con Miranda, la alemana de la que jamás aprendí su nombre ni apellido, hicimos el amor en su habitación.   



  7
    A mi novela sobre el corsario Dragutón había que darle un empujón, llevaba aquí dos semanas, jodiendo con una alemana, engañando con palabras a una isleña y no habiendo pasado del primer capítulo.
    Mi editor me llamó al móvil quería que le mandara ¡ya! unas páginas por correo electrónico. Me amenazó que si no le mandaba algo vendría el mismo a visitarme y tomar unos días de descanso conmigo. «Ahora no es el mejor momento». Le pedí que no viniera porque que esta isla era la muerte, el culo del mundo, lo que me faltaba era decirle que había fantasmas.  Esa misma tarde me hice cinco folios y empecé el segundo capítulo. Por la noche esperé a Miranda para acompañarla hasta su casa quería hacerle miles de preguntas. Me contó una fábula de un  antiguo pescador de la isla que tocaba la armónica en su barca creyendo atraer a los peces, y que su armónica los encantaría, y al acercarse los peces a su barca los cogería con la mano, pero como los peces no se acercaban entonces inventó el ral o red redonda para lanzarla desde la barca y cogía muchos peces con ese sistema, entonces le dijo a los peces: Yo creía que os gustaba la música  porque saltáis de alegría cuando os sacas del mar. Pero viendo que con la música no conseguía atraerlo siguió con las redes y cada vez las hizo más largas y laberínticas como una red de almadraba.  Yo sabía que me sonaba a una fábula de Esopo, no conocía con el que se contaba la fábula en la isla, y cuando nos acercamos a casa y vi a una de sus hermanas felicitarla con su cumpleaños y decirle que se aligerara para soplar las velas de una tarta, en una fiesta de amigos y familiares, yo vi la ocasión de entrar en su casa como uno más, estabas todos muy complacientes conmigo; por eso, el sentido de la moraleja de esta fábula la descifraba con la siguiente fórmula:  Si el pretendiente no se acerca con la música de la dama hay que tenderle las redes. Toda su familia estaba muy complaciente conmigo, con el escritor. Menos su padre.
    En casa de Miranda se habían reunido sus hermanos: dos varones de una percha impresionante, una hermana menor, su padre que me miraba con cierta resignación en aceptar mi presencia, su madre cariñosa y amable hasta la melosidad, varias amigas vecinas y el cura, era lo único que me faltaba.  Pero mi alivio fue saber que el cura estaba allí para unos días, no estaba fijo, sino que venía los sábados para la misa.  
    Aprecié que era una familia modesta, la casa era amplia y reformada con patio interior, los trabajos que desempeñaba ella y el  padre no demostraban su patrimonio, no entendía que la isla producía el trabajo que en realidad requería su mercado turístico.
    Esperé la  ocasión para hablar con el cura, como hombre ilustrado.  Cuando el conté mi oficio de escritor me habló de la pequeña biblioteca existente en el despacho del cura párroco junto a la sacristía de la iglesia, tesoro de libros sagrados y otros que se conservaban de los primeros colonos y que trajeron consigo de la Tabarka tunecina.  Me ofrecí en investigar sobre la isla si me dejaba meter las zarpas en tan exótica biblioteca, petición concedida y me presentó a la vecina Jacinta, la beata o guardiana de la llave de la iglesia.
    Cuando terminé de hablar con el cura, éste se despidió porque se marchaba al día siguiente en el ferry a Santa Pola. Entonces, si había barcos yo también me podía marchar, pero tal y como estaba el temporal de levante no se podía salir en barco de la isla. Además yo cambiado de opinión,  ahora no tenía intención  de marcharme porque tenía otros asuntos pendientes, además de escribir mi novela. Ahora estaba ocupado con investigar en la profundidad de la historia de la isla gracias la biblioteca. Tenía un medallón indescifrable. Una historia entre mano, que apuntaba bien. También debía reconocer que Miranda me gustaba mucho, y sobre todo después de la fiesta de su cumpleaños en las que todos fueran tan amables conmigo. Me sentía aceptado en la familia tabarquina,  incluso hasta por el hombre del garrote, que era su padre.


8
   Regresé muy tarde al Hotel, no sabía la hora que era ni tampoco nadie me esperaba, la conversación en el convite en la casa Miranda me daba nueva ideas sobre mi novela de Dragutón. En cuanto abrí la puerta de mi habitación, oí en el mismo pasillo que se abría la puerta de la alemana estaba con bata, despeinada, con ojeras, cargada de alcohol, y empezó darme una bronca a puros gritos como si fuera una esposa cuando llega el marido tarde, estaba histérica:  No creas vos que me puedes dejar así como a así por esa monada. Puse cara de no entender. Así no me la vas a pegar con esa camarera, a mí no me desprecia nadie, me gritó mientras se tambaleaba en la puerta de la habitación.  ¿Qué camarera?, pregunté abriendo las manos como queriendo dar a entender que yo podía hacer lo que quisiera.  La morenita del hotel, que no me dejas, cómo te lo tengo que decir que no, que no me dejas, a la vez que ponía cara de enfado y se le salían los ojos.
     «Acuéstate -le dije y olvídame–, estás borracha».  Ella se echó a llorar con desconsuelo como último recurso para llamar mi atención y entré dentro de su habitación para saber a qué venía aquel espectáculo. Si tan solo nos habíamos acostado una sola vez y lo hice por elevar su autoestima. No creas que a mí se me deja tan fácilmente, si me dejas soy capaz de cualquier cosa, te acuestas conmigo y al día siguiente me desprecias, me olvidas como si yo fuera una prostituta, como si yo no tuviera sentimientos. Por favor, no me dejes, no me vayas a dejar, yo te quiero, eres el único hombre que he querido desde la muerte de mi hija. Di que no me va a dejar por esa chica.
     La alemana insistía llorando y secándose las lágrimas con el dorso de la mano, sentados los dos en el borde de la cama, luego empezó a besarme, la verdad es que no sabía muy bien lo que hacer si consolarla o marcharme y dejarla allí en un estado de nervios que no me daban tranquilidad de que actuara sensatamente. No podía despreciarla. Sería peor. Ella se echó sobre mí, empezó a besarme con sonoros besos por el cuello, por el pecho, por el vientre y llegó a meterse en la boca todo mi ser vesubiano, prepuciano hasta que noté que, a pesar de mi no-disposición a hacerle el amor a tan desequilibrada mujer, se me puso de mármol con un David de Miguel Ángel.  Creí ingenuamente que una noche más con ella le iba a sentar bien, que, después, una explicación por la mañana sobre mi limitada disponibilidad amorosa, le iban a hacer comprender que yo era un capricho ocasional nada mas, y por supuesto que nos separaríamos siendo tan sólo, amigos, pero no, no fue así.  
    A la mañana siguiente cuando me desperté en la cama, la alemana había bajado a la cocina a por el desayuno que me lo traía en un bandeja con una roja de plástico en un vaso, y además su contento había despertado interés en la gobernanta y cocinera por saber quién era el afortunado que estaba en su dormitorio, y que sin duda no iba a quedar en el secreto. Yo no quería que Miranda se enterara de mi lío con la alemana era ocasional y pasajero, solamente sexo.
    Yo había cometido un error imperdonable, el de apiadarme de una mujer sola y menopáusica que sin saber por qué causa o razón se refugiaba en aquella isla desértica reina de los vientos tan lejos de la civilización y de su ciudad de Colonia.
    ¿Cómo podía yo concentrarme en mi Dragutón, el sanguinario, si no encontrar paz, para qué había elegido yo Tabarca, sino para sentirme relajado y comprar tiempo.  El tiempo que me quitaba la alemana con sus actos de celos, no comprendía su necesidad de cariño por mi parte, ella me lo ofrecía todo a cambio de una fidelidad convertida en amistad, pues entre nosotros no cabía otro asunto.   Ella era una esponja de cariño, de atenciones, me decía que quería reciprocidad. Incluso me ofreció dinero por quedarme con ella. Después de desayunar me disculpé diciéndole que tenía que trabajar, me fue a  mi habitación y abrí el ordenador:

     …Aurelio de la Vega y sus hombres nadaron para abordar y hacerse con el control, de un barco turco. Sorprendieron a las centinelas y lucharon hasta hacerse con el control. Dragutón en venganza prendió fuego a todas las casas de la isla, que ardieron con facilidad porque eran cabañas de madera más que casa de mampostería. El turco Dragutón sabía que los habitantes de la isla estaban ocultos en algún lugar de la isla pero no sabía dónde, esto solamente era cuestión de tiempo, porque la isla no tenía escapatoria.
    Uno de los piratas dijo que había encontrado una gran gruta marina, a la que se accedía por un peligroso acantilado, y allí se dirigió aquel grupo de piratas sin compasión para hacerlos cautivos, y venderlos en alguna ciudad del Norte de África.
    Las mujeres y los niños refugiados en la gruta del Lobo Marino ya no estaban seguros. Hallaron unos antiguos restos de un barco antiguo naufragado, tenía una especie de tesoro, entre ellos un medallón con una media luna que giraba. No era…
   

9
   El tiempo amainó, el cura se marchó. Yo debí haberme ido con él si hubiera previsto lo que iba a pasar. La curiosidad de que el despacho del párroco dispusiera de una biblioteca sobre Tabarca podía más que la obligación que me unía a un editor que me había pagado por anticipado por una novela, de la que no era capaz de salir del II capítulo, por eso le pedí a Miranda que le pidiera la llavea Jacinta, la Beata, y me acompañara dentro de la iglesia pues según dicen posee una cripta o sótanos donde antiguamente se almacenaban víveres y otros enseres de pesca. Después de comer fuimos los tres: Jacinta, Miranda y yo al despacho del cura... Encontré un libro antiguo de repoblamiento de los primeros habitantes de la isla, y lo tomé prestado, y así se lo hice saber a la Beata que me lo llevada por unos días.
    Regresé a mi habitación, la alemana estaba en mi habitación tendida en mi cama y  temblando de frío, sumida en la inseguridad, sin arreglar, llorando diciéndome que le habían robado todas sus joyas y su máquina fotográfica profesional. En secreto me decía que sospechaba de Miranda, ya que era la sirvienta que entraba a hacerle las camas, estaba segura.  Yo no podría aceptar la acusación, sabía que Miranda era incapaz de cometer un robo, no era una condición. Era un tema que estaba muy visto: el de culpar al servicio del hotel de un robo.
    La alemana quería ir a Santa Pola a presentar la denuncia, yo le dije que se espera, que no se precipitara  que no se podía acusar a una persona sin pruebas, por simple arrebato. Yo me comprometía a hablar en serio con Miranda. La alemana se puso muy pesaba, luego se bebió un whisky, se fumó medio paquete de rubio. Pues a mí me interesaba calmarla para que no metiera a Miranda en un lio penal, pues la fama se pierde en un momento pero luego, es posible que no se restituya jamás. La alemana estaba, sin motivos,  celosa, enfermamente celosa.
    La cuestión del supuesto robo se supo en todo el Hotel, y la recepcionista del mismo le pidió a Miranda que no volviera por el Hotel hasta que se averiguara la verdad. Yo hablé con Miranda, se puso de un humor de las que se tiran a los pelo, yo estaba en medio de las dos mujeres, haciendo de árbitro.  Me vi obligado a consolar a la alemana para que no denunciara, no son muy dados estas mentalidades protestantes a confesarse con alguien que no sea su psiquiatra, me contó que ella fue fotógrafa que incluso hacía trabajos para Nacional Geografhi, pero ocurrió una desgracia, su hija también fotógrafa se tiró por una ventana en Nueva York a los veintitantos años de edad, sin haber encontrado la explicación, la alemana perdió la relación con su marido, un argentino, porque, reconocía, que se puso insoportable, desde entonces viajaba a los lugares más solitarios para descansar, no para hacer fotos profesionales, sino para buscar la paz de las soledades isleñas...


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