Estuve en los
San Fermines de 1982
Por Ramón
Fernández "Palmeral"
Cuando veo los
San Fermines actuales en 2017, y los comparo con los de mis tiempos de hace ya
35 años, las fiestas han variado bastante y hay demasiada gente. Se han
masificado y todo está lleno de guiris. Salvo los encierros con el chupinazo
que sigue siendo a las 8 de la mañana.
Pamplona 9 y
11 de julio 1982.
(Datos tomados
de mi diario)
Hace varias
horas que acabo de venir de Pamplona (a Bilbao), y está claro que por las
fechas he venido de San Fermín, quiero empezar ahora a narrar mi viaje a estas tierras
navarras para poder tener el mayor número de detalles que con el paso de los
días se van escapando y olvidando aunque en líneas generales es muy difícil que
se me puedan borrar estos tres días de fiesta a tope y solo.
Salí de Bilbao el vienes día 9 a las 16.30
horas en mi coche, reposté gasolina, mil pesetuchas en la gasolinera es está en
al entrada del Puente de Deusto, seguí por el Sangrado Corazón, para coger el
autopista. A la entrada de la misma había gran cantidad de gente haciendo
autoestop, 10 o 12 grupos de chicos y chicas con sus dedos en alza, sobre todo
los pulgares; pero en mi coche no monto autoestopistas, primero porque no soy
un taxista gilipollas y segundo el coche anda
mejor sin pasajeros, ahorro gasolina.
Pasado el puerto de Altube me desvié por la
carretera nacional, que va a Victoria y desde aquí por la Radial I, hasta
Irduña en que se va Pamplona, el tráfico era fluido muy bueno para hacer un
viaje relámpago, no como el regreso a Bilbao que hubo caravana hasta Victora.
Desde Bilbao a Pamplona hay unos 150 kilómetros de distancia.
Cuando llegué a Pamplona aparqué en unos
aparcamientos o mejor dicho una explanada a unos 500 metros de la plaza de
toros, tuve suerte de encontrar una plaza de aparcamiento, pues Pamplona estaba
de vehículos infernal, allí dejé el coche e inmediatamente me largué al centro
que no era muy fácil encontrar. El centro se intuía porque toda la gente iba
vestida de blanco y pañuelos rojos, todos iban para allá. Lo primero que hice
para no desentonar fue comprar un pañuelo rojo para atarme al cuello, me costó
100 pesetas, al vendedor le localicé su procedencia a la primera, era de
Córdoba, fue mi primer contacto. Me estuvo contando sus andares de feria me
feria, me dijo que acababa de venir del Rocíó en Huelva, y antes de la feria de
Sevilla. Me contó que habían venido muchos vendedores de Despeñaperros para
abajo, para buscarse la vida vendiendo pañuelo, fajas o boinas, y etc.
Seguidamente tomé una calle a la izquierda,
una de las más bulliciosas, estaba llena de gitanos vendiendo claveles rojos.
En una gran plaza había un mendigo toreando a un toro de juguetes pequeñito, la
gente le tiraba monedas al suelo. Uno de los jóvenes calentaba las monedas con
un mechero y se la tiraba ardiente, y cuando el mendigo las recogía del suelo,
y hacía además de quemarse, se cagaba en los muertos de quién había sido el
hijo de puta que se la tiró. Y el joven, que estaba a mi lado no se movía y se
reía una jartá de su gamberrada. Pensé en la mala leche de algunos, y me fue de
allí a unos bares, todos estaban llenos de gente, era tasca del barrio viejo.
Yo llevaba puesto un jersey de verano con rayas rojas, y blanca, la verdad es
que mi vestimenta desentonaba mucho, pero no me iba a comprar una camisa
blanca, para unos días. Además es que yo no sabía que todos los pamploneses y
pamplonesas iban de blanco, con faja y pañuelos rojos. Había muchos extranjeros hombres y mujeres
jóvenes.
Como estaba cansado, y casi de noche tomé
silla junto a las mesas de un bar para cenar algo, un grupo de chicas, porque
la chicas van juntas en cuadrillas y lo chicos por otro lado, se me sentaron
allí, estaban muy amables conmigo, hasta que se dieron cuenta que yo habla
andaluz (la tercera lengua más hablada en el mundo, detrás del chino y del
inglés – andaluz habla todas Hispanoamérica). En fin que se me acabó el rollo
rápidamente.
Me uní a un grupo de pamploneses que
bailaban por las estrechas calles alzando las piernas al cielo, era imposible
que yo les siguiera el ritmo de danzarines. Yo no sabía por qué razón gritaban:
¡agua, agua!. Hasta que lo supe inmediatamente, cuando desde el balcón de una
casa tiraron a la calle un cubo de agua (pero sin cubo claro). Y refrescados en
el calor de la noche pamplonica, con el grupo nos metimos en un bar, subimos
las escaleras y en el primer piso estaba el ambiente. Yo me senté en un barril
de vino, no muy alto, y sobre mis piernas, y sin mi permiso se me sentó una
inglesa, que sin decirme nada ni mirarme siguió bebiendo, hasta que yo me la
pude quitar de encima a la borracha, y me fui a las ambientadas calles. Era
viernes y estuve deambulando de bar en bar, cené una hamburguesa y medio pollo
asado a las doce de la noche. Aguanté hasta las 6 de la mañana. Como no había
forma de encontrar ni una pensión ni un hostal, ni un mísero portal, me
acerqué a dormir en mi coche, en el asiento de atrás.
La mañana del sábado día 10 desperté cuando el sol me daba en los ojos y me perdí el encierro.
La mañana del sábado día 10 desperté cuando el sol me daba en los ojos y me perdí el encierro.
Me
acerqué a un bar muy lujoso a desayunar y almorzar de camino, además de
los pamploneses, también algunos franceses de vasco-navarro, aunque los
primeros abundaban más, también algunos norteamericanos, personas que luego
supe que van viniendo cada año más. Por los alrededores de la Plaza de Toros,
existe un busto en bronce de Ernesto Hemingway, como agradecimiento de la
ciudad a este escritor norteamericano, premio Nobel de Literatura, que tanto
promocionó esta fiesta de toros y los encierros.
Pregunté a un municipal barbudo por la hora
de los encierros, alma de la fiesta, y me respondió: “A las 8 como todos los
días”, y me pasé por la plaza de toro y empezaba una corrida a las que no me
pareció bien colarme, y que los toros a
mí no me llaman mucho la atención, será por tenerlos todos ellos en la
televisión.
Deambulé por las calles, al medio día no
había mucha gente en la calle, los barrenderos limpiaban las calles y los
camareros limpiaban los bares y sacaban las sillas. En una fuente de una
placita pequeña había un grupo de hippys fumando porros. Los melenas, harapientos
y mochileros abundan mucho, y estaban tirados por los soportales. Al medio día me comí otro medio pollo asado
con patatas fritas, y unos vinos; y como hacía un calor sofocante, fue a dormir
una larga siesta al aire libre sobre un césped en unos jardines públicos junto
a unos hippys dormidos como troncos. En un poste de hora y temperatura, ésta
marcaba 37 grados.
Los jardines estaban llenos de gente
durmiendo y sobre el césped y algunas tiendas de campañas se habían instalado
bajo los árboles de los jardines. La policía municipal no decía nada. La
gente orinaba en la calle, bebía o fumaba porros. La gente borracha estaba
acosta por todas partes, lo mismo jóvenes que chicas. Yo como en ese tiempo
estaba casado no quería líos de faldas.
Por
la noche del sábado me acerqué en una plaza grande, que no recuerdo su nombre
hacían bailes populares, y allí bailaba todo el que quería y sabía. Las
pamplonesas se ponen muy amables y hospitalarias durante estas fiestas. Lo
mismo hacía cualquier otro, bailaba son la primera que pillaba. Eran la 3 de la
madrugada y la fiesta seguía. Yo como estaba un poco tocado de vino bien cenado con un bocadillo de blanco y
negro (morcilla con longaniza), cogía del brazo a la primera que pillé y
le puse a bailar con ellas, era madurita, y como si nos conociéramos de
toda vida. A ella no le importaba, porque yo tenía 35 años, recién cumplidos, y
todo el pelo en la cabeza.
La noche del sábado me acosté otra vez en
el coche, no recuerdo bien la horas, estaba cansado. Pero puse la alarma de mi
reloj de pulsera para despertarme a las 7 horas, porque a las 8, del domingo 11
de julio, yo quería estar en el encierro, pero como yo soy precavido, no corrí
delante de los toros, sino que compré en la reventa una entrada para la plaza
de toros, por 300 pesetas, cuando la entrada del tendido 2 contaba 250 pesetas.
Para ver el encierro desde la grada, evidentemente. Yo entré en la plaza a eso
de las 7.30 horas y ya la plaza estaba llena de gente. Toda estaba de blanco,
como si hubiera nevado. Así que las 8 en punto sonó el lejano chupinazo, y a
los cinco minutos estaban entrando corriendo los mozos directamente de la
calle, y la manada de mansos conduciendo a los toros que se iban a lidiar por
la tarde.
Era muy emocionante, como los mozos con
algunas capas toreaban a los bravos toros de largo y astifinos cuernos. Un toro
bravo se quedó corneando en la plaza, los monosabios no querían que la gente se
divirtiera, y cuando llegaron unos toros mansos se lo llevaron a los chiqueros. Luego la gente en medio de la plaza pedía a
la tribuna de las autoridades más toros, y al poco tiempo le soltaron una
vaquilla con los cuernos protegidos a modo de un boxeador. Los mozos la
toreaban como podían bajo el grito de los blancos espectadores, que poco a poco
desalojaron la plaza, y yo detrás de ellos. Una vez en la calle unas chicas
estadounidenses me pidieron que le hiciera unas fotos, y luego yo con ellas con
los brazos por encima como si yo fuera el amigo español de ellas.
El domingo por la tarde regresé a mi destino
de Bilbao.
Como conclusión de mi experiencia de un fin
de semana de 1982 en San Fermín, reconozco que fue una fiesta inolvidable, y
que merece la pena vivirla. Pero lo mejor, si es posible, es ir acompañado, no
solo, como yo durmiendo dos noches en un coche.
Ramón
Fernández “Palmeral”