Montaigne constituye
uno de los pensadores de mayor influencia de la historia, sin embargo,
se le ha considerado históricamente más como literato que como pensador
propiamente dicho, quizás principalmente, por atribuírsele a él la
invención del género ensayístico. Y es precisamente ese género, su
método al fin y al cabo, el que nos da las pistas para rastrear su
pensamiento.
Ensayo… es decir: prototipo, intento,
experimento… no hay mejor palabra para acercarse a la figura de
Montaigne. Él no escribe un “Tratado” o unos “Principios”, Michel “no
sienta cátedra”, no es detentor de la verdad, no persigue certezas,
pone en entredicho las verdades de su tiempo y el conocimiento como
algo absoluto: es escéptico. Pero escéptico no es negar, es dudar. La
duda de Montaigne no persigue refutar ninguna tesis anterior a él, sino
criticar el fácil dogmatismo que afecta a todos los aspectos de la
cultura (ciencia, filosofía, política y religión) y las consecuencias a
las que nos conduce – y de las que él es testigo en la Europa de su
tiempo – como el fanatismo y la guerra.
Montaigne descubre que el hombre ha
olvidado su situación en el cosmos, al estimarse por encima de todas las
demás cosas. La pretensión de Montaigne es la supresión de esa actitud
presuntuosa, la prudencia y la tranquilidad en todos los aspectos de
la vida. Consideración de la vida como un continuo devenir y del hombre
como un ser de naturaleza mutable y cambiante, no fija y monolítica.
Un hombre que valora siempre que se
lleven con moderación y mesura los placeres mundanos y corporales. Para
Montaigne, el cuerpo y sus placeres no deben ser algo a evitar y de lo
que avergonzarse o ser purgado, puesto que Dios no nos ha dado un
cuerpo para sentir vergüenza de él o para mortificarlo y reprimirlo.
Esta conciencia del hombre nos da lo que para Montaigne es sabiduría.
Aboga por la templanza y la prudencia. Apuesta por la moderación en los
placeres y en la supresión de los vicios, pero no supresión por
ignorancia o miedo, sino por conocimiento y por las consecuencias
dañinas que nos puede suponer cualquier cosa en exceso.
Montaigne es un perfecto mediador en
muchas cuestiones de su época, como las guerras de religión, puesto que a
pesar de ser católico, no duda en recriminar a los suyos sus defectos y
fallos y considerar las virtudes y aspectos positivos de los
protestantes. Todo ello en armonía, lo que le valió tanto amistades
como enemigos en ambos bandos de la contienda, debido a su espíritu
crítico, tolerante y templado. “Que sais-je?” es su lema
definitorio: un escéptico acerca de las “verdades” que conocemos, por
ello un ser tolerante con las opiniones y posturas diferentes a la suya
y alguien más preocupado por intentar conocerse a sí mismo y guiarse
por la templanza, que de aprender lecciones y dogmas de memoria y caer
en fanatismo.
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Influencio en el modo de pensar de Azorín
Azorín y el maestro Montaigne Fragemneto de Monserrat Escartín Gual Relacionar a Azorín con Montaigne es ya un lugar común para la crítica especializada; en concreto la admiración del alicantino por el gascón —su modelo vital— cuyas ideas estoicas, epicúreas y escépticas cristalizan en una filosofía de vida y se traducen en una conducta y ética particulares: «yo amo a este gran filósofo por estas cosas: Montaigne representa la concepción ondulante, flexible, circunstante, contingente de la vida» (Martínez Ruiz, 1992: 176). Azorín confiesa identificarse con el pensador francés —a cuya sombra es un «pequeño filósofo»—, fundiendo como él literatura y biografía; binomio que se evidencia en sus novelas (La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo); en sus artículos de periódico, protagonizados por el mismo yo narrativo («Los buenos maestros: Montaigne», Helios , oct. 1904); en los textos personales (Memorias inmemoriales) o en aquellas obras donde analiza la creación literaria como un quehacer más del personaje (Capricho). No parece azar que el mencionado artículo de 1904 fuera el último que el autor firmase como «J. Martínez Ruiz» y no con el pseudónimo «Azorín», que ya había empezado a usar ese mismo año. En sus Memorias, el escritor quiere hablar de lo que ha sido; pero de lo que ha sido ¿quién?: «Soy otro, soy otro». O sea: antaño fui un hombre escritor llamado «Ariman» y «Cándido», luego otro hombre escritor que firmaba sus obras con el nombre de José Martínez Ruiz, y después otro , Antonio Azorín, y poco más tarde otro , Azorín a secas, y ahora otro que ya no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer...[ Valencia, 1941]. La tesis azoriniana no plantea que con el paso del tiempo «somos otros», sino que «somos de otro modo» (Laín Entralgo, 1974: 40-41), mezclando la realidad y el deseo. El alicantino no pretende hablar de uno, sino de todos y de ninguno: del hombre múltiple que quiso ser, al modo de los heterónimos de Pessoa y los complementarios de Machado. En suma, Azorín y Montaigne analizan sus inclinaciones personales y se afanan por retratarse en su constante evolución, viéndose con objetividad, a la vez que recreándose con la imaginación; lectores voraces en su paraíso libresco, pero también alquimistas escuchándose vivir para transmutar su experiencia en escritura. Todas las novelas de Azorín tienen el aire de autobiografías (se han calificado de egopeyas) por la condición de los personajes, puras variaciones de la etopeya del autor. Aunque se afirma que Martínez Ruiz es uno de los autores más autobiográficos, por incluir siempre materiales personales en sus escritos, en ellos no muestra al hombre con sus sentimientos; sino al novelista, no en vano, en sus Memorias, el alicantino reconoce: «el subjetivismo de sus primeros años de escritor —el uso del yo que tanto se le reprochaba— era cosa encimera y que lo más recóndito y personal continuaba escondido.» [«Otras influencias », Memorias]. Incluso busca distanciarse del que fue hablando de sí mismo en tercera persona: «Y en estas cuartillas me propongo escribir de los gestos y dichos de X.» [«Nadie», Memorias]. Lo mismo sucede en los Essais, donde, pese a la interminable referencia a gustos, costumbres e ideas de Montaigne, se advierten verdaderas lagunas para el conocimiento de su personalidad, oculta tras el velo sutil del autobiografismo. Aunque se ha dicho que dicha estrategia suple la falta de fantasía en los relatos del alicantino, lo cierto es que plantea un recurso muy actual en sus tentativas para crear una nueva novela: el uso distorsionado de los propios recuerdos como materia literaria. «La vida no es lo que uno vivió, es lo que uno recuerda», sentencia García Márquez en la primera línea de sus memorias Vivir para contarla (2002). Lo cierto es que en los siglos XX - XXI se impondrá una variante de la autobiografía —la autoficción— que funde lo biográfico con la narrativa al identificar el nombre del protagonista con el del autor, que busca así reinventarse (Alberca, 2007), caso de C. Martín Gaite, J.Marías, J. Llamazares, J. Cercas, A. Muñoz Molina o E. Vila-Matas... Mucho antes que ellos, en 1904, José Martínez Ruiz se convierte en personaje al firmar sus trabajos con el apellido de su ente de ficción, «Azorín», un joven rebelde y anarquista, como él, cuyo mentor (Yuste) encarna las ideas del alcalde de Burdeos: «Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso a ir a ver al maestro, que era como salir de un hoyo para caer en una fosa». No extraña que su evolución le lleve a convertirse en un intelectual resignado y contemplativo como el perigordino, a quien cita y parafrasea: «Ahora Azorín lee a Montaigne. Este hombre que era un solitario y un raro, como él, le encanta». (La voluntad, I,7). Algún crítico ha puntualizado que Azorín no leía a Montaigne, sino a uno de sus descendientes más lúcidos, La Rochefoucauld. Lo cierto es que lo leía de joven diariamente: «Todas las tardes la filosofía de Montaigne iba entrando en mí...» y de adulto: «Montaigne ha pasado también en mi espíritu; dejó su sedimento», «Yo no leo a Montaigne; lo releo por tercera, por cuarta, por quinta, por sexta vez. Pocos filósofos hay que puedan soportar esta prueba». (Campos, 1964: 138 y Martínez Ruiz, 1970: 126). Con su habitual laconismo, Martínez Ruiz no anotaba al margen sugerencias o dudas; sino que se limitaba a marcar con lápiz la frase o párrafo de su interés. Los elegía de diversos colores (azul, verde, rojo y marrón) para destacar conceptos a los que regresar en lecturas posteriores: «Abro ahora el libro y voy buscando, por entre las múltiples señales hechas con lápices de colores, los pasajes en que el maestro escribe sobre este trance terrible...» (Martínez Ruiz, 1948:70). Algo parecido hacía Montaigne respecto de las ediciones que manejaba de autores clásicos, cuyas frases subrayaba, además de anotar al margen sus comentarios y la fecha de sus impresiones. Varias tratan del conocimiento propio a través del acto de escribir, y es el hecho de compartir dicho objetivo y verlo desarrollado por Montaigne de manera brillante, lo que explica el trato de maestro que el alicantino le dispensa. La edición de Martínez Ruiz —de los hermanos Didot, encuadernada en piel, en cuatro volúmenes de pequeño formato, hoy conservada en la casa-Museo de Azorín en Monóvar— fue su texto de cabecera, por cuanto lo menciona en entrevistas: «El Montaigne que yo leía en el Bélix —aquí lo tengo— es el publicado en 1802 por Fermín y Pedro Didot, en cuatro tomitos [...] ahora mismo acabo de hojear a Montaigne en la misma edición» (Campos, 1964: 133 y 159). Es el ejemplar que aparece en sus novelas como preciado equipaje de su protagonista, el mismo que nosotros hemos manejado (3): «... en la maleta va colocando unas camisas de finísimo hilo, unos calzoncillos, unos calcetines, unos pañuelos —cuatro tomitos impresos por Didot, limpiamente, en el año 1802—.Azorín los pasa, los repasa, los acaricia, los abre al azar». [Antonio Azorín, II, 21]. |
Escritor alicantino de novelas, relatos, ensayos y artículos. Su contacto: ramon.palmeral@gmail.com