martes, 16 de diciembre de 2014

Sura o capítulo I de mi libro inédito "El rey de los moriscos"



  SURA I  por Ramón Fernández Palmeral

                              LAS GALERAS DEL REY DE ESPAÑA


     Los años son escobas que nos van barriendo hacia la fosa.
                                                                                    Proverbio cristiano.



      EN EL PUERTO DE AL-MARIYA O ALMERÍA pasamos la primavera o debería decir padecimos la primavera del año de Gracia de Nuestro Señor de 1571 del calendario cristiano ó 977 año de la Hégira, mientras se recuperaban nuestros astillados huesos de la inflexión de un largo camino de desgracias y humillaciones por malos juegos de la suerte y del Alabado, abandonados al caprichoso abuso de la autoridad de unos perros que comían cmarrano seco y salado. Ya no estoy seguro de nada, el tormento me tiene confundido, pero creo recordar que éramos unos cuatrocientos morisco hacinados en un tinglado de cabotaje sucio y pestilente de un muelle olvidado en poniente, prisioneros de guerra, vencidos sin honor por los ambiciosos cristianos, parecíamos andrajos humanos, carne apaleada, los últimos supervivientes del añorado y perdido Reino de Granada de mis antepasados nazaríes: guerras civiles dicen unos, de invasión podemos afirmar nosotros, la palabra reconquista es la burla que encubre una acción bélica por apoderarse de las riquezas del Sur. De siempre sentenció el pueblo llano que del vencido todo lo malo, defectos y terribles acciones que se cuente es bueno, de esa forma la lastima sobre ellos desaparecerá por añadidura, sin embargo, nadie que pierda una ciudad de al-Andalus es digno de lástima ni de una gloriosa página de la Historia, ni siquiera ser llamado siervos de Alá. Por otra parte, he de reconocer que nosotros no fuimos un pueblo solidario, ni leales con nosotros mismos, ni buenos vasallos de Castilla, ni buenos musulmanes; no existieron en la dinastía nazarí más que discordias viscerales y envidias, nuestro orgullo fue nuestra más temible debilidad. Jamás existió una sucesión hereditaria de la monarquía nazarí que no trajera sangre de cuchillos largos, detrás siempre estuvieron presentes las intrigas del harén, la división de los territorios o los partidarios enfrentamientos, la rivalidad de los abencerrajes, una suma de errores nos llevó a la debilidad frente a los cristianos que en ese nuestro defecto basaban su paciente espera y la codicia de la inevitable invasión de Granada. Luego cómo pudieron creer mis antepasados en las promesas de Jezabel y Fernando, en su abyecta mendacidad, y no descubrir el recóndito ardid.
     La última resistencia contra los déspotas cristianos acabó en una gran diáspora o dispersión, fuimos repartidos repartió por la geografía de Castilla de la siguiente forma: Los moriscos de Bentomiz y Axarquía malagueña concentrados en el último bastión de resistencia en el Peón y Fuerte de Frixiliana, fueron tomados como esclavos y llevados al puerto de Málaga para ser desterrados a Sevilla en una galera que no llegó a destino al hundirse cerca del Cabo de Calaburras pasado Fuengirola, náufragos de su destino no hubo supervivientes para contar su corta Odisea, dejaron en la superficie del mar una escritura escurridiza y sinuosa cercana al olvido. Otros cautivos tuvieron más suerte y fueron llevados a Antequera para ser vendidos por Extremadura y Castilla. A las mujeres, viejos y niños del Albaycín se los llevaron para Toledo y Castilla por caminos de Córdoba, la de los Omeya, emboscados en las sombras y en el calor de sus cuerpos bajo el viento que sopla desnudo en la noche, sin árboles fundidos con las sombras donde cobijarse, sin bosques en apoteosis de colores ocres, rojizos, verdes oscuros como un pensamiento cobarde.
Nosotros éramos gente joven, terca de la cornisa de la Alpujarra y del frondoso valle del Andarax, y la bien cobijada Axarquía, resistencia de los que se llamó última rebelión de los moriscos. A los prisiones del Anadrax con condujeron a Alhama de Almería, rábida a tres leguas de dicha ciudad, nos reunieron a todos los moriscos: hombre, mujeres, niños, ancianos y baldados, allí seleccionaron a los hombres jóvenes y fuertes a los que nos condujeron a este puerto de martirio y penitencia donde íbamos a pagar con bilis nuestra osadía de libertad, al resto de nuestros hermanos, mujeres e hijos, no útiles, los mandaron en caravana a tierras de Murcia. Habíamos sido conducidos al puerto de Almería en una cadena de condenados, bajo la vigilancia de cuatro comisarios a caballo con arcabuces de rueda y pólvora de rey, más una escolta o guarda de una veintena de soldados a pie con palos, espadas, picas o alabardas; soldados de fortuna que empleaban con nosotros la humillación de las cadenas y las formidables patadas, más el bocado del hambre venciéndonos desde dentro como la carcoma en el tronco de un viejo algarrobo.
Para estos rudos soldados éramos considerados infieles, que debíamos pagar por nuestra herejía y nuestras osadas rebeldías, perros moriscos inadaptados de la peor raza, nos llamaba la canalla, marcados por una maldición de una grandeza desesperada, sin derecho a vivir ni siquiera a un lamento sordo o telúrico, merecedores de un castigo más cercano a lo animal que a lo humano, y lo íbamos a pagar, pero que muy bien pagado con muertes y sofisticados tormentos de lesa humandiad como la de apalear a un hijo delante de su padre.
Con el doloroso acto de la escritura busco la verdad a grito pelado entre mis recuerdos despellejados, busco y doy fe a modo de testamento, por muchos adjetivos que diga, jamás lograrán transmitir todo el dramatismo humano que padecimos, toda mi tristeza enjaulada, todo el rencor que siento en el abismo líquido de mi interior, puesto que no se pueden acercar ni a una pequeña porción de realidad, oh de la realidad que es diferente a la verdad, al conocimiento del hombre, a la no sabiduría, subiendo a la claridad de la superclaridad. Algunas veces desvarío, y es el dolor del aislamiento, el dolor de la carne maltratada en la última sesión del mundo, del sueño abandonado, de los últimos interrogatorios por los frailes en los sótanos de la Inquisión. Estoy lleno de llagas, de dolores sin consuelo, de picores, de angustias por mi falta de fe, de angustia por todas la lejanías del mundo... ¡Fuga, oh fuga!, fuga por la luz de tragaluz de esta celda húmeda y pestilente cuyo colchón es una manto de paja cubil de piojos y chinches.
     Habíamos sido sentenciados por una Ley sin balanza y con los ojos abiertos del búho de la séptima noche, condenados a la esclavitud de las galeras por el simple motivo de defender nuestras tierras del perdido y llorado Reino de Granada, tierra en cuyo seno se hunden nuestras raíces hasta tocar a la de nuestros padres, abuelo o bisabuelos enterrados en ellas, tierra de líquida luz, aire que bendice nuestros pulmones y alimenta nuestra sangre. La pérgola del escribano firmó contra nosotros: condena de por vida a galeras, pena de muerte sobre los remos, mortajas de madera sobre la mar que se come el polvo de los huesos, jamás supimos los delitos que se nos imputaron a cada unos, lo que sí supimos es que habíamos sido vendidos al Duque de Sessa para bogar en sus gurapas -nombre con el que también se conocía a las galeras.
    En aquel puerto almeriense contagiado de un azul risueño, aire de gritos bastardos en el que fondeaban las gaviotas que con su graznido casi humano indicaban a los buitres de la guerra el lugar de la carroña de nuestros corrompidos cuerpos... Sí, allí, en el séptimo infierno hacían la aguada y el aprovisionamiento cinco galeras de treinta y ocho remos y un mástil sobre el castillo de popa, de la real armada de “elipef” II, el Rey “onesisa” que nos enviaba a una muerte segura, bien venia la muerte. Eran cinco ataúdes flotantes, mal equipados, oscuras y crujientes galeras, húmedas y hediondas, dudosas en el difícil equilibrio de flotar. Cargaban la vitualla: galletas, habas secas, bizcochos y anchoas -alimento de galeotes- en aquel puerto franco y real, joya en otro tiempo de mis antepasados los emires nazaríes, llegaron también varias cuerdas de forzados del rey de las cárceles de Málaga y Jaén, condenados a cumplir penas en galeras, delincuentes con el mismo lustre en el rostro que nosotros: escuálidos, harapientos, descalzos y enfermos por el escorbuto y las fiebres palúdicas, que se unieron a nosotros. El trajín del puerto aumentaba cada vez con más bullicio, se oía los cascabeles de las mulas, chillar de carruajes, polvo y ruido, era evidente que se armaba una flota con premura hacia un destino desconocido.
Los días de preembarque fueron terribles bajo un calor agobiante, ruidos de cadenas, voces de desgraciados, lamentos de enfermos con fiebres tercianas y abusos de soldados que nos robaban o nos golpeaban para ganarnos a la obediencia. Los soldados se distraían jugando a los naipes, un cabo era el baratero, es decir, el que alquilaba la baraja y por ese alquiler cobraba el almojarifazgo sobre las apuestas, el sargento callaba y le dejaba hacer a su antojo, porque seguro que cobraba su parte. Los condenados con algunos ahorros también jugaban al naipe y surgían reyertas con alguna churri o navaja, que inexplicablemente sacaban o hacían desaparecer con ayuda de algún soldado corrupto.
     Llevábamos allí una semana cuando llegaron más forzados del Rey, cuerda de presos, la mayoría rateros y asesinos condenados a galeras por sus muchos delitos, armaron bronca, no querían bogar mezclados con nosotros los moriscos y de esa forma conseguir favores que junto a nosotros no les darían y, por norma, congraciarse con los soldados que, a pesar de ser de la misma raza les llamaban como a nosotros, pero le añadían lo de real, es decir: real canalla. Fuimos sacados de los calurosos y pestilentes tinglado de cabotaje y pasamos a una explanada sin cobertizo donde nos encadenaros las manos con fuertes grillos, nos habilitaron tres galeras para nosotros solos, de esa forma sufriríamos severo castigo bajo un mismo puño. Bajo un látigo o corbacho que medía constantemente la longitud de nuestras espaldas. El ruido constante de la cadenas no te dejaban descansar ni un momento. A los condenados cristianos o real canalla les designaron las otras dos galeras; la separación se debió a su bronca y a nuestra mutua animadversión, nosotros tampoco deseábamos mezclarnos con ellos, eran infieles, ladrones y asesinos, gente peligrosa, nos considerábamos siervos de Alá aunque cumplíamos también forzosamente con la Iglesia Católica, ficticiamente, ¡qué remedio!, además mi padre fue de los primeros conversos, cedió en el uso de la aljuba, cedió como el junco al viento. Al reunir a todos los moriscos en los mismos remos, se nos podía castigar sin compasión hasta el exterminio, si el caso lo requería, que sin duda alguna, era lo que buscaban con más satisfacción: apalearnos. De hecho, de los cuatrocientos que llegamos, sobrevivíamos trescientos cincuenta. En cambio, a los cristianos se les trataba mejor, pues al fin y al cabo, eran forzados del rey por tres o cinco años y habían de volver a servirle en cualquier otra futura empresa. Entre los forzados a galeras, también había galeotes a sueldo, los menos, pero los ponían dirigiendo remos, todos tenían en las manos el inconfundible sello calloso de ser desgraciados pescadores de la mar, canalla de la mar, que para poder mal vivir se veían obligados a bogar en los remos guías.
     No hay nada tan amargo como tener que amar la palabra por quien fui vencido y humillado y convertido en tu amo. No hay mayor dolor que ser pacto del olvido. La ingenuidad es un don natural que no desaparece ni con los desengaños.
El sentimiento natural del hombre es unirse en la adversidad contra el enemigo común; por ello, los moriscos fuimos una piña más cerrada que nunca en un pacto de sangre, sin tener en cuenta nuestra estirpe o tribu, conseguimos ser un hombre sólo, harto difícil, juramos guardar silencio de nuestras propias faltas, hurtos o delitos; era la única forma de poder sobrevivir ante un enemigo tan poderoso, mientras más grande es tu desgracia más te ensalzarán. ¿Cómo se conseguía esta unidad?. Sencillamente el que flaqueaba del pico aparecía bailando una zambra al final de una cuerda sin castañuelas. A veces es necesario el terror para conseguir la discreción total, la ley del silencio se consigue por el camino del terror. Todos callaron sobre mi personalidad, no olvidaron que yo era su emir, reconocido por el sultán otomano Selim II de Constantinopla, acataron obediencia. Sin duda veían en mí su única esperanza de salvación divina, ocultarme ante los cristianos era necesario, todos hubiesen dado su vida por mí, gran satisfacción moral. Luis de Cáceres el Canillero, que conocía mi linaje, se convirtió en mi más fiel ayudante.
        Al puerto almeriense de azul risueño y cormoranes agonizantes, fueron llegando compañías de soldados con sus armaduras mohosas y alabardas relucientes, con ruido de botas acompasadas, celadas de hierro y armas en cuyos filos se refugiaba el brillo oscuro de la muerte, sin duda embarcaba un ejército para una batalla naval. En los rostros de mis hombres nacía un orgullo disimulado, presentían que íbamos a una guerra y eso nos ensalivaba el ánimo, parecíamos perros sabuesos de los que no sueltan una presa, cantábamos canciones de soldadescas que parecen ebrias odas en la batalla. La importancia de un país se mide por lo grande que es su enemigo, dice un proverbio árabe.
Las mordeduras sobre la madera de un remo a modo de calendario, sumaban ya veinte estrías, veinte soles pasaron desde que llegamos al puerto de Almería, allí nos achicharrábamos a sol hervido en las explanadas del puerto sin tener un cobijo donde refugiarnos, una sombra nuestro deseo, sedientos de un agua racionada como premio a nuestro comportamiento animal. Las fuerzas de los hombres se recuperaban al abrigo de alguna comida, agua caliente de higos en caldero y la certeza, tal vez, imaginada que aún seguíamos vivos o todo era un sueño fuera de uno mismo, soñaba con corderos asados aromáticos a la miel, conejos cocidos, albóndigas de pollo en aceite de oliva, garbanzos, migas y pimientos rojos... Cuando el hombre vive en el regocijo del ocio no piensa en los malos momentos ni en la miseria de los demás, cuando el hombre navega sobre el mar de la abundancia no piensa en el que es aniquilado por la necesidad. Cuando el hombre tiene la barriga llena: piensa, y esto no debía ser bueno, por eso los cristianos nos mataban de hambre, con la barriga llena empezaban las protestas multitudinarias, las quejas y las peleas, y con ellas los azotes a manos ligeras de los soldados.
        Al fin, alabado el Altísimo, un día en que el sol volcó todo su fuego, un fraile dominico cantó una misa desde el castillo de popa de un galeón -La Capitana-, fue el día en que nos quitaron las cadenas del viaje de las muñecas y las cambiaron por unos grillos en el pie izquierdo colocadas a marro y remache caliente como un abrazo eterno, nos vimos por fin los brazos libres como alas de pichones que practican la enseñanza del vuelo. Este grillo serviría más tarde para atarnos a la argolla o aldabilla de una gruesa cadena de doce eslabones -los tuve muy bien contados- que existía en las gurapas o galeras; parecíamos longanizas atadas en aquellas alacenas de dudosa flotabilidad, cualidades por comprobar cuando todos subiéramos a bordo. Quedamos sentados de cinco en cinco en un banco detrás de un largo remo todo para nosotros, derecho como una viga palaciega. Un barbero nos rasuró la cabeza con una esquiladora más que tijeras profundizando al mismo pensamiento; con la intención de marcarnos, pues si alguno escapaba se le localizaba con rapidez. A nosotros nos venía bien este corte de lanas de estambre por no llamarlos cabellos, los piojos no anidarían en nuestras cabezas, a pesar de que gozaban de otros muchos lugares donde hospedarse. Dejáronnos una coleta amarrada con una cinta para sujetarte la cabeza cuando hubieran de azotarte, pues a un calvo de cráneo brillante carece de agarres, y por la coleta los sujetaban muy cómodamente. Por el contrario, a los hombres de pelos rizados y cortos, de estirpe berberisca no hubo forma de ganarles una coleta, y pensaron en adornar el cuello con una correa perruna, que al fin y al cabo conseguían sujetarlos; ya sí, nos podían llamar perros moriscos sin equivocarse en la imagen que dábamos. La pestilente fuerza de los cuerpos sin lavar era tan olorosa que hasta un lejano enemigo nos olfatearía a una legua.
      Los duros bancos de madera de un palmo de ancho rebotaban en nuestros adormecidos glúteos, y en cada uno cabríamos amortajados cinco galeotes, estrecho como una caja de muerto para cinco. Los galeotes que no cabían en los remos los dejaban en las bodegas, para ir sustituyendo a los moribundo, muertos o enfermos. La galera que en suertes me tocó le llamaban "La Duquesa", tal vez en honor de la ínclita esposa del Duque de Sessa, que de seguro la había comprado para el rey en pago de los favores y privilegios de su ducado. Poseía "La Duquesa", veinticinco remos, en vez de diecinueve como las otras, a este conjunto de remos le llamaban parlamento, arbolada con un mástil central y una cangreja con cofia para el vigía, al viento lucían banderolas, flámulas y gallardetes que se inflaban de colores frente a la Alcazaba de Almería que con su torreón del homenaje sobre un cerro rocoso se asomaba a un balcón del apaciguado Mediterráneo. Un águila con dos cabezas, lenguas bífidas y escudo en la quilla del pecho, eran los símbolos de la marina real, insignias que no se cansan de volar al viento dulce y blando de aquellas mañanitas de mayo donde los días se desgranan. Si mirabas a las águilas clavaban sus pupilas negras de cien noches en tus pupilas, sólo les faltaba bajar de las flámulas y degollarte besándote las venas son sus afiladas y corvos picos de dagas árabes. En la proa se asentaban cuatro cañones de crujía de balas de 36 libras -la libra valenciana 12 onzas-, en la roda un aguijón por quilla para reventar los cascos de las naos enemigas, al agujerear la cumplida panza.
Nuestro capitán o arráez : don Luis de Bazán, sobrino de don Álvaro de Bazán, Almirante, Marqués de Santa Cruz, con silla en la Corte, Gobernador de Nápoles en aquellos años. Lo supimos por un alférez canalla que no paraba de beber vino de una bota de piel de cabra, y cantaba a viva voz todos sus enfados y enojos contra su alférez. En la batayola o castillo de popa cabían con estrechez cerca de doscientos infantes, y en la bodega se estibaban las tinas de agua, arencas, pertrechos y vitualla. Tres cómitres y otros tantos sota cómitres se encargaban de disciplinar a la chusma o galeotes, hablaban con sus pitos y si no con sus corbachos o rebenques terminados con un par de abrojos, andaban o corrían como mensajeros por la crujía o corredor central de la galera de popa a proa, y de vez en cuando mosqueaban las laceradas espaldas de los más débiles o remolones con varas de acebuche, pues los corbachos fueron empleados más para castigar la indisciplina o para cuando se ordenaba navegación de combate. Sobrevivíamos desnudos, un taparrabos anudado nos cubría las vergüenzas, presos del hierro y del miedo, indefensos y al capricho del destino más feroz, bogábamos en silencio, sin advertir que si aquellas galeras se hundían quedábamos para siempre en el fondo del océano vigilando su esqueleto de maderas podridas; pues no cabía la posibilidad de escapar ni de moverse. Yo remaba encajado en boga-adelante que era el sitio del primer remero que se agarra al guión, para dirigir el remo, como si pareciera, a la vista de los demás, que es un puesto de confianza o de recomendado del que había que estar agradecido. Cada remo era de madera de haya dotado de diez varas de envergadura sin dudar que pesaba cada uno, al menos, seis arrobas, pero como eran imposibles de agarrar por su grosor, disponían de manillas de hierro clavadas en el remo, de esta forma, empuñando las manillas se podía mover. A la parte del remo que se encontraba dentro de la galera le llamaban rodilla y a sus extremos guión, al centro galaberna, y a la parte que se hunde en el agua, pala, era la pluma más grande cogida en mi vida, el símil valía para decir que el tintero era la galera y la tinta el agua del mar. Pasábamos el día al aire libre, hiciera frío o calor, y de vez en cuando te tiraban por el cuerpo un refrescante balde de agua de mar con el objeto de desinfectarnos más que aliviar la peste humana a sudor, durante la navegación cabía la posibilidad de moverse de nuestros sitios, dormíamos apilados unos sobre otros entre codazos y cabezazos.
     Empezamos a practicar el remo en la rada de Almería, el mar es un coloso dulce y fiero, depósito de suspiros eternos, necesitábamos aprender a bogar uniformemente, con sabiduría, con ciencia, con amor propio, con lágrimas unidas en llanto por el hueso apaleado. "Repartid el esfuerzo y unidlo en un solo tirón ", decía Sanguijuela Martín, un cómitre del que aprendimos la boga bajo el pito infernal y las varas de los sota cómitres. Al primer toque de silbato, levantar el remo, después empujarlo hacia la proa y una vez la pala en el agua tirar hacia la popa. Se bogaba de pie, se conocen cuatro formas de bogar: boga normal, pasa-boga o de combate, boga larga o boga adelante. La peor boda de todas se conoce por pasa-boga, en media hora estás extenuado, lo usaban no sólo en el momento de acudir al embiste decisivo de otra galera sino para infligir castigos colectivos, de esa forma nadie se escapaba del esfuerzo. Los movimientos del remo consistían en asir la manilla con los brazos extendidos sin doblar los codos, se ponía el pie izquierdo sobre el pedañe, y el derecho se llevaba hasta el contrapedañe, y desde esta posición se hacía fuerzas con todo el cuerpo tirando hacia atrás, hasta llegar con la rabadilla a tocar el banco, pero sin llegar a sentarse, porque se ha de repetir la operación lanzando de nuevo el remo, así tantas veces como se indique para avanzar.
     Pensé que nos costaría trabajo aprender a bogar, pues no éramos los moriscos hombres que viven de la mar, por el contrario, aprendimos rápido, con la voluntad certera del cómitre y sus ayudantes, pues ante el cimbreo del acebuche no aparecen preguntones ni rezagados. El primer vergajazo que recibí sobre las cenizas de mis espaldas, me recordó a mi padre cuando siendo un niño me acertó un garrotazo por no aprender las aleyas del Corán, me pegó con amor "Hijo, el castigo que recibes de tu padre no constituye un agravio, sino que es más un propósito de enmienda, debes comprender que entre familia un castigo es una lección. No cabe duda al afirmarse que el remo y la letra con sangre entra. El primer día bogamos una hora, que fue mucho tiempo para una chusma inexperta; fue una primera boga sangría en nuestras manos, que se colmaron de ampollas como un rebaño de borregas, palmas en carne viva, dolor, un esfuerzo hasta el límite del agotamiento. El primer día Diego López alias el Primo, quinterol de mi remo se quejó al cómitre enseñándole las ampollas reventadas, exhibiéndolas como manos de una Virgen Inmaculada, mas cuando el cómitre se las vio se echó a reír toma vara, perro moriscos de las Alpujarras, ya no te acuerdas de cuando cogías el alfanje contra nosotros. Y de tal palmetazo que le arreó sobre las ampollas se las reventó todas como huevos de palomas caídos del palomar. Berreó el Primo, (se le apodó el Primo, porque ser primo segundo de Aben Humeya, fue carpintero en Bérchules, casado y padre de familia con cuatro hijos) como un mulo cuando se le capa, y el cómitre llamó la asistencia del barbero que le hizo una cataplasma de aceite con ajos para adobárselas, receta que usaron los barberos y galenos para curar todas las heridas de guerra. Después de aquella brutalidad no hubo quien se lamentara de sus lacerías; cuando el río baja como una fiera, todos callan, aguantan asidos a un tocón hasta que haya pasado el peligro. Es penoso saber que con palos se aprenda tan pronto.
        Al tercerol de mi remo, Miguel de Bombarón mi buen amigo de confidencias, encanijado por la fatigas, le dieron una tanda de veinte latigazos con el corbacho, porque profirió maldiciones en árabe, enloqueció por un momento y se arrojó contra uno de los sota cómitres, sin éxito porque se lo impidió la corta longitud de la cadena del grillo, se quedó como un perro ladrando sujeto por la correa. Tenía 25 años, soltero, lazarillo de su padre ciego, que solo Alá sabe que fue del viejo ciego. No tuve más remedio que pensar, que aquella penitencia no era más que un castigo extraordinario de Alá. En la madrasa aprendí que solo el Alabado es invencible, que perdona pero que no olvida y sobre los pecadores tiene siempre su mano alzada como una espada ejecutora. Éramos pecadores, desde luego, porque nos hacían comer carne de cerdo salada, habíamos dejado profanar las mezquitas y abandonado las abluciones y rezar cinco veces al día. Le habíamos dado la espalda por el miedo al invasor, y Él nos había abandonado sin duda alguna.
Se dieron casos, en la historia de las galeras, que la chusma enloquecida, cogieron a un cómitre de la punta del corbacho, lo llevaron contra ellos y lo asesinaron a bocados.
Esta canción del galeote la compuso Diego López el Primo:


Cuerpo endurecido por la sal y la hiel del cómitre,
Con las espaldas en carne viva y el estómago vacío.
Voy bogando por la vida,
Si es vida vivir en esta prisión flotante.

El galeote es un montón de huesos
Que mueve un remo al son del corbacho,
Que canta para que no le duelan las manos y el alma,
Y darse cuenta que al cantar sigues vivo.

Cuando te cansas queda mucho para descansar
Así pasamos los días, olvidando que nacimos, si
Es verdad que nacimos a1guna vez.
No sentimos la piel ni los huesos, somos
Ya madera, una cuaderna más de la galera,
O un mástil o un remo.

     «¡Bendito sea el Rey, nuestro señor, que Dios le guarde por muchos años!». Hemos de vocear a grito pelado cada mañana en el parlamento de remos, después de rezar una Salve Marinera, antes de la penitencia de bogar hasta echar en el remo toda la sangre de tu cuerpo corrompido por un odio que podría andar solo si se le dejara. Te duelen las manos, la espalda, las piernas, las plantas de los pies, y si al menos comiéramos algo sustantivo, decente, y nos dieran un poco de fruta, la resistencia física mejoraría, aunque, quien o quines les hace entender a estos soldados que no somos burros de las norias, azud de un río que tiene la anchura del mundo. La primera mañana que nos negamos a pedir bendiciones en oración, beneplácitos a nuestro amo y señor Rey, nos dieron como castigo inmerecido un pasa-boga de combate de una hora, hasta que algunos hombres sangraban por las manos como corderos degollados o tal vez ya no era ni sangre, si la sangre es negra, ni sudor negro, sin resina de la costra que se cos caía de los latigazos, debilitados en el esfuerzo hasta morir en vida la nave llegó a pararse sola por falta de empuje humano, villana fuerza de unos moriscos abandonados por Alá, y todos loa arcángeles y huríes del cielo. Nunca más nos dieron ese tremendo y vil castigo de acémilas resabidas en la coz, por falta de dar los matinales ¡vivas y bendiciones!, rezos, súplicas de una vida parecida a la de los perros cristianos con sarna de la que te despellejas a rascadas, no fue necesario, no, la sumisión se consigue sin explicaciones que convenzan a nadie, el mejor diálogo: el palo y la violencia. Tras un mes de penar en los remos aprendimos a bogar, ejecutando el avance con el orden de una boga militar de quien ha concluido un curso de formación y, para nosotros, era ya la luz del remo tan familiar como la cuchara en manos de los cristianos. Nuestra voluntad pertenecía totalmente y sin dudas al duque nuestro amo, sometida al látigo, se transformó en trabajo en vez de odio y, como árboles sedientos de venganza, nuestros cuerpos se llenaron de cicatrices mal curadas, pupas mal olientes y mordiscos de ratones.
     Las riñas entre nosotros mismo se suscitaban por las envidias, si Harún el Manco -de un solo brazo-, aguador de la galera le daba a uno doble cazo de agua, era suficiente para dar codazos o mordiscos. De ordinario éramos unos salvajes abandonados de toda suerte divina, yo había perdido la noción del tiempo, sabía los días porque los soldados se encargaban de contarlos y de comentarlos entre ellos, los remos perdieron las señales que grabamos. Una mañana nos prepararon para zarpar hacia un destino incierto, nadie lo sabía, aunque el destino nos importaba ya poco, habíamos perdido el deseo de vivir. La navegación de galeras se practicaba en verano y con buen tiempo. Cargamos los pertrechos de las galeras: ancoras, gavias, tinas, víveres, municiones y sacos de habas e higos secos. Se celebró una misa, levó anclas la escuadra aprovechando un ligero leveche, y gracias a Alá salimos al fin del puerto de nuestras miserias. En bahía de Almería y cerca ya del cabo de Ágata, notamos un ligero poniente, izaron el velamen y dejamos de bogar. El rumbo de las escuadra tomaba el levante, por donde el sol despierta, los ataúdes se balanceaban provocando vómitos. Y al mirar hacia la costa de montañas blanquecinas vimos la altiva alcazaba como la piedra preciosa de un anillo sobre la rica ciudad de Almería y el torreón del homenaje imaginando que sobre sus almenas nos despedían con la alegría de pañuelos bancos. Era el primer lunes de junio. Azules y ligeras como la muerte, movidas por un viento contrario, las olas del mar Mediterráneo corrían al encuentro de la escuadra del Almirante, seguimos la costa dirección levante, cruzamos el temido Cabo de las Serenas, con peligro escollos. Se sucedieron arriadas en casi todos los puertos: Águilas, Cartagena, Alicante, Valencia, Sagunto, Burriana y otros en el refugio de las chatas colinas de la costa, hasta que veinte días más tarde arribamos a Barcelona. Atracadas en los muelles, se adormecía la increíble flota de unas cincuenta embarcaciones entre náos, galeras y galeazas, fustas y carabelas. Allí permanecimos una semana sin saber a quién esperábamos, hasta que apareció al fin el Almirante de la Flota. Don Juan de Austria, el "Diablo de Hierro", hermanastro del rey epeileF onisesEsta novela histórica, sigue busote generalizado en todos sus reinos.


Nota.- Esta novela histórica, sigue buscando editor.