Con su rostro ovalado, su nariz fina y delicada, piel clara y el
cabello rubio, Juana de Castilla fue atractiva desde su niñez. También
era inteligente, ya que aprendió latín y poseía notables aptitudes para
la música, que sería uno de sus escasos consuelos a lo largo de una vida
cada vez más trágica. Lejos de mostrar ningún indicio que llevara a
pensar en su futura condición de «reina loca» de España, Juana parecía
predestinada a convertirse en un brillante ornamento en la corte de
algún insigne príncipe europeo.
Y así ocurrió en 1497 cuando, a los 17 años, se trasladó a los Países Bajos para contraer matrimonio con el
archiduque de Austria, Felipe el Hermoso, heredero de las casas de Borgoña y Habsburgo. Los
Reyes Católicos habían
ideado una estrategia de alianzas matrimoniales en Europa con el
propósito de rodear a su gran enemigo, la monarquía francesa, estrategia
en la que Juana no era más que un peón. Pese a ello, y también a pesar
de diferencias de carácter que dieron lugar a numerosas riñas, entre
Juana y Felipe surgió un afecto intenso que se tradujo en constantes
embarazos para la infanta, que acabó dando a luz a seis niños.
La boda de una princesa
El
destino de Juana como archiduquesa y princesa en Flandes muy pronto se
vio alterado por una serie de fallecimientos en el seno de su familia
española. En octubre de 1497 murió su hermano mayor Juan, a los 19 años,
según se dijo por sus excesos sexuales con su también joven esposa,
Margarita de Austria; casi medio siglo después, el emperador Carlos V,
hijo de Juana, advertiría a su vástago, el futuro Felipe II, que no
debía cometer excesos en los primeros años de desposado porque aquello
había matado al infante don Juan.
Un año después falleció la otra hermana mayor de Juana, Isabel, casada con Manuel I de Portugal. Su
hijo recién nacido, Miguel, quedaba como heredero de España y Portugal,
pero murió antes de su segundo cumpleaños. De este modo, en 1500 Juana
se convirtió en la única heredera de las coronas de Castilla y Aragón,
por lo que su madre, Isabel, le imploró que regresara urgentemente de
Flandes a España.
Sus arranques temperamentales
eran del dominio público, pero se los consideraba un rasgo heredado de
su imponente madre, también propensa a sufrir accesos de melancolía
Por
entonces nadie cuestionaba la capacidad de Juana para reinar. Sus
arranques temperamentales eran del dominio público, pero se los
consideraba un rasgo heredado de su imponente madre, también propensa a
sufrir accesos de melancolía. Los dones de Juana solían recibir
exaltados elogios.
En 1501, el obispo de Córdoba, enviado por los
Reyes Católicos como
embajador a Flandes, informaba de que era «habida por muy cuerda y por
muy asentada». Ese mismo año, el embajador residente de España había
llegado a decir que «en persona de tan poca edad no creo que se haya
visto tanta cordura».
En cuanto Juana y Felipe llegaron a España, la reina Isabel lo dispuso todo para que las Cortes de Castilla reconocieran a su hija como heredera legítima al trono.
El archiduque Felipe, relegado ignominiosamente al rango de consorte,
abandonó España seis meses más tarde, dejando a su mujer embarazada de
su cuarto hijo, a quien se impuso el nombre de Fernando en honor de su
abuelo materno.
La intención de Isabel era que Juana la sucediese en Castilla como reina propietaria, con o sin el apoyo del archiduque;
lo que no podía dilucidar de antemano era si tanto Felipe como Fernando
el Católico –que legalmente era sólo rey de Aragón– aceptarían tal
resolución.
Primeras alarmas
Las Cortes de Toledo
reunidas en mayo de 1502 marcaron un punto de inflexión en la vida
pública de Juana, pues fue entonces cuando empezó a ponerse en cuestión
su idoneidad para gobernar. Cuando la reina Isabel redactó un último
testamento poco antes de su muerte, el 26 de noviembre de 1504, existían
serias dudas en torno a la salud mental de Juana. Aunque Isabel la
confirmó como heredera de sus reinos, en el documento añadía que si la
reina Juana, «estando en ellos, no quiera o no pueda entender en la
gobernación dellos», sería Fernando quien ejercería la regencia en su
nombre. En un nuevo intento de impedir una posible usurpación por parte
de Felipe de Habsburgo, la soberana subrayaba su condición de extranjero
y prohibía expresamente que se asignara cualquier cargo civil o
eclesiástico a personas que no fuesen naturales de sus reinos. Poco
importa que, sobre el papel, la expresión «o no pueda» sea sólo una
apostilla de Isabel la Católica: constituye la señal más sólida de que
ahora la madre de Juana dudaba de la capacidad de su hija para gobernar.
Muchos
estudiosos han sostenido que la presunta «locura» de Juana obedecía
únicamente a una conspiración política masculina. Dado que suponía un
obstáculo para que Felipe o Fernando ejercieran el control absoluto
sobre Castilla, inhabilitarla satisfacía los intereses de ambos. Su
trastorno mental, alegan, se exageró deliberadamente con objeto de
hacerla inaceptable como soberana. Se ha argüido además que su conducta
extravagante fue, en realidad, un intento legítimo de reafirmarse en un
mundo dominado por los hombres. Esta línea de argumentación convierte a
Juana en un exponente de todas aquellas mujeres que, en el transcurso de
la historia, han sido excluidas injustamente del poder.
Comportamiento imprevisible
Existen,
sin embargo, innumerables pruebas que sugieren que Juana de Castilla
era efectivamente demasiado inestable para confiarle el gobierno. Muchas
veces se ha argumentado que Juana heredó su locura de su abuela
materna, Isabel de Portugal. Aunque no hay indicios suficientes para
emitir un diagnóstico clínico, si nos limitamos a decir que Juana era
excesivamente imprevisible para gobernar, entonces las evidencias de un
comportamiento fuera de lo normal resultan abrumadoras. Lo cierto es que
su actitud fue tan anómala que hasta sus últimos días su familia temió
sinceramente que estuviera poseída por el diablo.
Existen innumerables pruebas que sugieren que Juana de Castilla era efectivamente demasiado inestable para confiarle el gobierno
Fue
en los meses inmediatamente posteriores al abrupto regreso de Felipe a
los Países Bajos cuando, por primera vez, Isabel dudó seriamente de las
aptitudes de su hija para gobernar. El ferviente deseo de Juana por
reunirse con su esposo chocaba con las intenciones de su madre de que
aprendiera a gobernar. Las discusiones entre ambas mujeres tuvieron un
grave efecto en la salud de ambas, hasta el punto de que la reina sufrió
serios dolores en el pecho. Juana fue confinada en el castillo de La
Mota,una espléndida construcción de ladrillo ubicada en Medina del
Campo, donde se produjo un incidente singular y desconcertante. Según el
relato de la propia Isabel, su hija Juana estuvo en el recinto exterior
del castillo, descalza y sin ropa de abrigo, hasta las dos de la
madrugada de una de las noches más frías del año. Con este gesto, Juana
forzó a su madre a concederle una entrevista y, en última instancia, a
permitirle partir hacia Flandes en busca de su esposo el archiduque,
pero logró su propósito a expensas de su dignidad personal, una cualidad
imprescindible en cualquier gobernante.
En junio de 1506 ocurrió
otro incidente similar. Su esposo y ella habían vuelto a España en
abril, dieciséis meses después del fallecimiento de
Isabel la Católica.
El 28 de junio, Felipe le comunicó que había firmado con su padre la
concordia de Villafáfila, en la que se estipulaba que si la nueva reina
no quería o no estaba en condiciones de gobernar, Felipe asumiría total
autoridad y hasta continuaría siendo rey a la muerte de su esposa.
Fernando se comprometió a retirarse a Aragón, aunque conservó la mitad
de las rentas que reportaba a Castilla el Nuevo Mundo, así como pleno
control sobre las órdenes militares. En un principio a Juana le habían
indignado estas negociaciones, pero luego pareció no prestarles
atención. En lugar de pronunciarse, sólo pidió recorrer los jardines del
conde de Benavente, famosos por su colección de animales. Cuando hubo
visto los pavos reales, Juana se alejó a la carrera hasta topar con la
casa de una mujer, de oficio tahonera. Refugiada en la cocina, se
resistió a salir pese a las súplicas de su esposo y a que la casa quedó
rodeada por los soldados alemanes de Felipe.
Estas
dos anécdotas arrojan luz sobre los trastornos mentales de Juana. Desde
la perspectiva del siglo XVI, es irrelevante que definamos su dolencia
como locura o como una forma severa de depresión posparto. Juana se
había revelado incapaz de cualquier pensamiento estratégico. Su mente ya
no podía ir más allá de las circunstancias inmediatas. Su única
obsesión era sentirse libre, pero libre ¿para qué? ¿Para gobernar o para
ser gobernada? Ni las murallas de La Mota ni la casa de la tahonera
cerca de Benavente llevaban a ninguna parte.
La muerte de Felipe
La
muerte repentina de Felipe el Hermoso, el 25 de septiembre de 1506,
supuso sin duda un tremendo golpe emocional para Juana, embarazada de su
sexto hijo. No se han podido verificar las historias macabras sobre su
empeño en reabrir el féretro del esposo, mientras lo trasladaba de un
pueblo a otro de Castilla, a fin de examinar sus restos, quizá para
evitar que se extraviaran o fueran robados. Por el contrario, es
importante concentrarse en los aspectos políticos de su reacción frente a
la muerte del archiduque en Burgos. Al día siguiente, cuando el
presidente del Consejo de Castilla fue a ver a la reina, la soberana en
persona le abrió la puerta del palacio donde se alojaba, la llamada casa
del Cordón, y le dijo que volviera más tarde.
Cuando los miembros del Consejo se presentaron de nuevo tuvieron que perseguir a Juana por toda la casa
y, finalmente, despachar a través de una reja que comunicaba la capilla
con sus aposentos. Al negarse a tratar los asuntos urgentes,
independientemente de que fuera por falta de interés o por enfermedad,
Juana de Castilla había demostrado una vez más su incapacidad para el
gobierno. De este modo, Fernando el Católico se hizo con las riendas del
gobierno de Castilla, además del de Aragón. A su muerte, en 1516, tras
la breve regencia del cardenal Cisneros, el primogénito de Juana,
Carlos, sería proclamado rey sin atender a los derechos dinásticos de su
madre, que quedaría confinada en el castillo-palacio de Tordesillas
desde 1509 hasta su muerte.
La muerte repentina de
Felipe el Hermoso, el 25 de septiembre de 1506, supuso sin duda un
tremendo golpe emocional para Juana, embarazada de su sexto hijo.
Cuando
llegó a Tordesillas, Juana estaba acompañada de su hija menor, la joven
infanta Catalina, y no se hallaba lejos del cadáver de su marido,
depositado provisionalmente en el vecino monasterio de Santa Clara. Sin
embargo, su primer guardián se ponía cada vez más nervioso cuando ella
se negaba a colaborar, y en 1516 el cardenal Cisneros lo destituyó por
maltrato.
A mosén Luis Ferrer, que así se llamaba, le aterraba que la
cautiva muriese estando a su cargo y admitió «haber usado de violencia
en alguna ocasión para preservarle la vida, pues se negaba a tomar
alimento». El segundo gobernador de la casa de doña Juana, Hernán Duque
de Estrada, era un hombre culto que la trató con mayor compasión.
Escribió al cardenal Cisneros que, si se tenía algo de paciencia, a
veces la reina era capaz de períodos prolongados de lucidez, aunque
confesaba que «lo que no cabe dudar es cuánto conviene razonarla con
amor, porque si se quiere torcer su voluntad por fuerza, todo se
desbarata».
Encierro de por vida
El más criticado en su
función de guardián de Juana fue el marqués de Denia, cuya familia se
encargó de vigilar a la reina hasta su muerte en el año 1555. Siguiendo
órdenes de Carlos V, restringió a Juana el acceso a cualquier
información políticamente sensible. Durante cuatro años no informaron a
Juana de que su padre había fallecido. Denia apartó a la infanta
Catalina del cuidado de su madre en 1525, y dos años después se llevó en
secreto el ataúd de Felipe el Hermoso para sepultarlo en la Capilla
Real de Granada.
En contra de la idea de una conspiración masculina
contra Juana, cabe destacar el profundo apego que le mostró su familia.
Entre 1535 y su muerte, la historiadora Bethany Aram ha calculado que
recibió al menos dieciséis visitas de sus hijos y sus nietos, algunas de
las cuales duraron varios días. Todos creían sinceramente que Juana
sufría una enajenación, e incluso se sospechó que estuviera endemoniada.
Hacia
el final de su vida, a su familia empezó a preocuparle que el alma de
la reina estuviera en peligro. No quería comer, ni se peinaba, ni tan
siquiera se aseaba o vestía y se negaba obstinadamente a oír misa. Desde
1534, su hijo Carlos había intentado en vano conseguir que se
confesara. En 1554, Francisco de Borja, jesuita y antiguo conde de
Gandía, fue enviado a Tordesillas por el futuro Felipe II con la misión
de averiguar el porqué de su negativa a ir a la iglesia. El clérigo
reprochó a la reina que viviera sin asistir a los oficios ni tener
imágenes sagradas en sus estancias privadas, recordándole que su nieto
era ahora rey de Inglaterra y subsistía el riesgo de que los
protestantes de aquel país declarasen públicamente que su fe no difería
de la de ella. Juana proclamó que las mujeres de la familia de Denia
obstaculizaban su vida religiosa y, tras acusarlas de ser «unas brujas
empedernidas», demandó que fueran investigadas por la Inquisición.
Juana
I de Castilla murió el Viernes Santo de 1555, a los 76 años, tras haber
permanecido confinada casi medio siglo. Francisco de Borja atestiguó
que sus últimas y balbuceantes palabras habían sido «Jesucristo
crucificado, ayúdame». Juana luchó durante toda su vida para ser una
buena hija, esposa y madre. Aceptó que enfermaba con frecuencia y que,
cuando eso ocurría, era incapaz de gobernar sus múltiples reinos. El
mayor tributo que puede rendirle la historia es reconocer sus
debilidades.
Para saber más
Juana la loca, la cautiva de Tordesillas. M. Fernández Álvarez. Espasa, Madrid, 2000.
La reina Juana: gobierno, piedad y dinastía. Bethany Aram. Marcial Pons, Madrid, 2001.
«Felipe el Hermoso».
Historia National Geographic, núm. 58.