EL ARTE DE HABLAR EN PÚBLICO, por Ramón Palmeral
                        Ramón Palmeral |
            
                        
            sábado, 21 de septiembre de 2019, 19:12
            
                        
            
Gran demanda es el de ser buen orador o hablar en público. Ello se  debe
 sin duda a la necesidad que tenemos las personas de comunicar mensajes y
  conceptos, algunos complejos, o en grupo de amigos para expresar 
nuestras ideas  o dirigirnos a ellos para homenajear a alguien. Hablar 
en público puede ser,  para algunas personas, una verdadera tortura, una
 pesadilla. Pero todo esto  tiene su enmienda y tratamiento. A todos nos
 aterra hablar en público, porque  tememos quedar en ridículo, lo cual 
es una evidente angustia por el hecho de adelantar  el temor, a veces 
ficticio que nos acude como un complejo. Algunos crío hablan  sin parar 
porque no tienen miedo a que nadie les reprenda, es  la base educativa 
moderna: no reprender al niño hablador.
 Pero  esto, por lo general, no es así, mandamos callar constantemente a
 los críos  para que no nos molesten, y a la vez estamos creando a un 
potencial tímido e incluso  hasta un tartamudo. Los críos deben hablar 
todo lo que les parezca, y encima  ensalzarlos, es el caso de los niños 
cantantes prodigios, se les aliente y  anima a que canten en público, 
otros no serían capas porque están aterrados  (sus padres lo han 
aterrado), porque nosotros los hemos atemorizados por imponerles  una 
disciplina autoritaria basada en la obediencia.
        Habéis de saber que  hablar en 
público no es innato en el hombre ni en las mujeres, es una  asignatura 
que se aprende como se aprende Gramática o Matemáticas.  El don natural 
de la oratoria lo tiene pocos.  A los vendedores y a los políticos les  
imparten cursos de Oratoria. Tenéis ante vosotros a un viejo-joven que 
fue  un crío atemorizado desde la infancia, que no  podía hablar en 
casa, en el colegio, ni en ninguna parte pública, únicamente  entre 
amigos. Y que salió un gran tímido.   Pero a partir de los cuarenta años
 me impuse el deber de poder hablar en  público con fluidez, con gracia y
 con armonía. Es decir, a aprender a ser un  orador como lo hiciera Demóstenes en  su Filípicas contra Filipo de Macedonia en el senado,  porque Demóstenes además era tartamudo.
        Los mejores políticos  aprenden a
 hablar en público con una asignatura que se llama Retórica. Ir a la  
Universidad no es suficiente para hablar bien y que se te entienda. 
Porque la  palabra es el instrumento del pensamiento. En cuanto hablamos
 ya estamos  denunciando nuestra posición social. Todas las personas que
 se dedican a la  política hacen cursos para aprender a hablar y 
comunicar, con arreglo a las tres Ces fundamentales: Comunicar, Convencer y Conmover, e incluso se  puede agregar Emocionar con argumentos. El presidente Obama de
 los EE.UU., es un claro ejemplo de los que dieron uno de  estos cursos,
 lo hace tan bien que no es espontáneo, sino adquirido, por ejemplo,  
usa una de las reglas: Hablar lento y  con aplomo, 
girando la cabeza de izquierda a derecha, para que todos los  
espectadores reciban su dosis de mirada del orador. Y, a lo mejor, como 
dicen  los libros de oratoria, no mirar a los ojos, sino a un palmo por 
encima de las  cabezas. Por lo tanto, esta cualidad es una más de tus 
zonas de éxito que debes  trabajar.
         Lo que un orador ha de 
practicar es la  concentración mientras habla, y pensar que el auditorio
 está vacío, y que estás  hablando solo ante el espejo. ¿Y cómo se 
consigue esto? Practicando. Para  superar las fobias la única receta 
eficaz, es la de exponerte al objeto  desagradable, lo que se llama 
«exposición gradual a lo temido».  Por ello uno de los ejercicios que se
  recomiendan es escribir lo que se va a  decir, y 
leerlo delante de un espejo, y corregirte. A nadie aconsejaría que  se 
pusiera a hablar en público o dar una conferencia, sin haberla escrito  
primero y estudiada y hacer esquemas, reduciendo el texto hasta 
memorizar los  esquemas. Hay que aprende a argumentar (sin argumentar no
 se puede convencer).  Porque el orador, en el momento que está en el  
atril o en el estrado o en la cámara de diputados, es quien tiene la 
palabra, y  nadie sabe qué esquemas guarda su cabeza. Otro asunto 
diferente son los  comunicados institucionales, discursos académicos o 
científicos, que se deben  leer pues una palabra equivocada  puede  
provocar conflictos o errores insalvables.
         No es que yo tenga  buena 
memoria cuando doy una conferencia, es que me la he aprendido y la tengo
  en la cabeza, no improviso, sé de lo que hablo. Una de las prácticas 
de quien  pretende ser orador  es aprenderse poemas  de memoria, y 
recitarlos en público, esto se llama ser rapsoda. Ensaya y  reconocerás 
tu errores, y lo que hacía yo al principio era grabarme y luego  oírme. 
Conozco a algunos/as, y  me dicen  lo mismo: «Hasta que suelto el primer
 verso estoy nervioso». Todos los poetas nos  ponemos nerviosos, pero 
cuando se llevan años recitando en público se convierte  en una droga. Y
 estás deseando que llegue el próximo recital para salir a por  todas. 
 Cuando uno se equivoca ante un  auditorio lo más conveniente es 
aceptarlo inmediatamente y rectificar. Por  consiguiente, el 
enfrentamiento con el público es un error grave, puesto que  tendrás en 
contra a todo el auditorio.
         Tú también puedes ser un gran 
orador, si entrenas,  para adquirir habilidad y le echas valor, nadie se
 va a reír de ti, peor lo tengo  yo que, tengo acento andaluz, no 
vocalizo muy bien y encima estoy cojo y me  tengo que sentar, o si me 
quedo de pie, me tengo que apoyar el muslo del pie en  una mesa.  
Nuestra palabra es nuestra  tarjeta de presentación.     Existen  
ciertos secretos en el arte de hablar que cada cual aprende. Hace unos 
días  tuve que presentar la exposición de una pareja de amigos, que los 
dos son  pintores, Juana López y Fran Gallego.  Como me
 lo dijeron con un mes de antelación me dio tiempo a pensar en ideas  
varias, como la de inventar un nombre para una matrimonio de pintores y 
me vino  a la cabeza «cónyuge-pintores». De aquí nació la primera chispa
 del discurso, y  tuve tiempo de meditar y darle vueltas a la cabeza. 
Hice la presentación con  micrófono en mano sobre unas ideas mentales, 
en plan orador y como tenía  confianza en mí mismo, la gente salió muy 
contenta porque no les aburrí. Hice  el discurso del espontáneo que se 
tira al ruedo a capotear al toro, a un ruedo  de amigos, no a un ruedo 
de académicos. 
         Al día siguiente, con  el 
discurso fresco en mi mente, escribí dos páginas y media. Hice lo que se
  llama un discurso inverso: primero hablas y luego escribes. Este 
sistema no lo  recomiendo a no iniciados en la oratoria. Porque lo 
lógico, según los textos,  para enseñar a los oradores, es prepararlo, 
hacer un esquema y memorizarlo. 
          El único sistema que  conozco 
para no bloquearte, ni quedarte en blanco es practicar ante el espejo,  y
 luego dar muchos discursos en público, todos lo que te ofrezcan, para 
perder  el miedo. Exponerte al público en algún recital como rapsoda, es
 la única regla  que existe para superar los temores que uno pudiera 
tener al hablar en público  si no eres muy ducho en las artes de la 
oratoria y la argumentación. Ten la  seguridad que cuando te pongas a 
hablar en público, en un auditorio, nadie te  va a interrumpir ni te va a
 tirar tomates. 
            Firmado: Ramón  Palmeral autor de Tus zonas de éxito  para El Monárquico
 


