Juan Goytisolo: lo bueno y lo malo de tener una voz propia
Eternamente insatisfecho, el autor de Señas de identidad quiso hacer de su obra un gran proyecto monumental. Tan mionumental que, a veces, se convirtió en autoparodia.
Lo cierto es que la ambición de Juan Goytisolo le llevó a probar sus fuerzos y talentos en un modo de narrar que no se conformara con unas maneras que, en sus propias palabras, no servían más que para poner de manifiesto la impotencia de unos recursos.
Fue así como, en cinco años más dedicado aparentemente al periodismo que a la narración, se entregó a la composición de su primera obra mayor: Señas de identidad, una novela caudalosa en la que, oyendo las lecciones del modernismo, juega con distintas voces y tiempos para hacer una indagación en la propia experiencia -personal y familiar- utilizando a un personaje, el fotógrafo enfermo Alvaro Mendiola, que regresa a España para reencontrarse con un país aplastado por la grisura, la mediocridad, el asco contagioso. Un regreso que le depara una sola evidencia: la necesidad de romper con todo, desarraigarse como único método de salvación, toda vez que las raíces están podridas. Goytisolo se empeñó en esa empresa de largo alcance, a la que agregó una Reivindicación del Conde Don Julián y un Juan sin Tierra que, a cambio de darle monumentalidad a su proyecto quizá le restó potencia e intensidad, pues lo llevó al peligro al que se expone todo aquel que consigue dar con una voz propia, reconocible, influyente: caer hacia lo pompier, hacer que la pomposidad vuelva parodia lo que fue genuino. De ahí que, embarcado en ese proyecto, para superarlo, llegase a firmar novelas que parecían escritas por sus más enervados discípulos. Esa necesidad, que en un principio no era sólo formal sino también de fondo, acabó quedándose sólo en lo formal en obras que, como Makbara, aunque llegaban a imponerse como lectura obligatoria en los institutos de bachillerato para evidenciar la presunta modernidad de nuestra narrativa, hoy parecen tener sólo un interés histórico, aunque quepa valorar el riesgo que corría el autor por eliminar cualquier tapia que separase a los géneros: de ahí que pueda leerse la novela como un despeinado conjunto de poemas, o más bien oírse como un no siempre bien afinado coro de voces que tratan de agarrar una realidad cambiante, fugaz, inasible, de la que apenas nos puede llegar un reflejo de prosa nerviosa y puntos suspensivos.
Dado que Juan Goytisolo firmó una amplia obra ensayística, dejó bien clara cuál era la tradición en que quiso inscribir su propia obra narrativa: una heterodoxia de voces que compartían ese desarraigo en el que él quiso buscar sus raíces, por paradójico que suene. De ahí que se buscara constantemente en unos cuantos autores como Blanco White, de quien fue impenitente defensor, el católico que abjuró del catolicismo, el español que detestaba la España imperial y luchó y celebró que España perdiera sus colonias de ultramar. No en vano el ensayo con el que, en 1972, recuperaba la enigmática figura de Blanco terminaba con una confesión que por otra parte no hubiera hecho falta: "Al hablar de Blanco White no he cesado de hablar de mí mismo". De sí mismo y de un país y una sociedad que le repugnaban y que le llevó a una disidencia que terminó por convertirse en un disfraz poco convincente, están llenas las mejores páginas de Señas de identidad, que todavía conservan su altanera frescura cuando se entregan a la sátira más descarada y violenta -como cuando se caricaturizan los mitos nacionales y el carácter español- pero que se desinflan cuando se quiere, unamunianamente, hacer de España un dolor, un martirio, el nombre de una enfermedad incurable, otorgándole acaso una importancia que, a qué engañarse, tampoco era para tanto.