jueves, 28 de julio de 2016

La quema de los santos en Torrox. Javier Núñez Yáñez. La Caja de los Hilos II. Violencia anticlerical

Hornacida de San José en Hospital viejo de Almedina

Tiempos de la II República abril de 1931 a febrero de 1037. En Torrox (Málaga)


La Iglesia, y todo cuanto ella había representado, estaban en el punto de mira. No es de extrañar por lo tanto que, en aquellos primeros mo­mentos, el miliciano José Lahoz Aguilar (Presidente del Comité Permanente de Enlace) se liara, desde la Plaza, a tiros con la veleta de la Iglesia, a la que le voló un trozo, hasta que vino su hermano una que le echó una bronca terrible mientras le decía que si estaba chalao 1 hacer aquella demostración de poder innecesaria. No lo pasó mucho mejor el San José entronizado en una hornacina de la fachada del Hospi­tal Viejo, en la Almedina, que por ser de piedra sólo sufrió rasguños superficiales como consecuencia de los disparos.
    Una multitud iracunda descerrajó la puerta de la casa donde vivía el párroco don Manuel Ballesteros Jiménez, que había marchado a media­dos de julio con el pretexto de hacer ejercicios espirituales, pues era conocedor de que tampoco contaba con el aprecio de demasiados feli­greses. Y arrojaron por el balcón la mayor parte de los muebles que encontraron en su piso, con los que formaron una enorme pira. Parecía como si tratasen de desahogar con la inocente madera la rabia que ha­bían ido almacenando contra el cura, contra los curas, contra todos los curas, durante tanto tiempo.
En los primeros momentos -a petición del Comité- la Iglesia, que estaba cerrada como si en ella nunca se hubiera dicho misa, fue abierta por el Alcalde Francisco Ariza Ortega Mamahospms -que había susti­tuido al dimitido Francisco López Rico (1934)- pues el cura al marchar había dejado las llaves del templo en el Ayuntamiento.
Los santos, tanto los del Convento, como los de la Ermita de San Roque, pero de forma especial los de la Iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, llevaron la peor parte y, después de ser bajados sin muchos miramientos de sus altares, fueron arrastrados por algunas calles y lleva­dos a la Carretera Nueva donde, junto con los ornamentos eclesiásticos encontrados y después de amontonarlo todo, les prendieron fuego, for­mando una hoguera gigantesca cuyas llamas se elevaron al cielo entre los gritos y aplausos de una gran cantidad de personas que habían tomado parte en la operación. Porque, con razón o sin ella, ésta era la manera que tenían muchos de liberarse del odio almacenado durante años y de hacer público que habían roto, por fin, una parte de las ataduras que creían que les habían tenido esclavizados hasta entonces.
No todo fue consumido por el fuego. Un Cristo Crucificado escapó de la quema, al esconderlo cuidadosamente María La Almejera en el interior del colchón de capote -hojas de las mazorcas que se utilizaban por las clases poco pudientes como sucedáneo de la lana- que tenía en­cima de su catre, lo que la obligó a dormir en el suelo durante más de medio año. La Virgen de las Nieves, patrona de la localidad, también ardió como una tea, salvándose únicamente un trozo de su cara, encon­trado más tarde entre las cenizas nadie sabe por quién, que sirvió para que a partir de él la reconstruyese el imaginero malagueño Francisco Pal­ma Burgos, siendo la que hoy se venera en el Convento.
Aunque aquel día hubo más de una fogata en el pueblo porque los que mandaban es posible que pensaran que aquel desahogo incruento tenían derecho a contemplarlo no sólo los que vivían en las proximidades de la Plaza, sino los vecinos de otras zonas menos empingorotadas, como las del pontil y la calle Andazalia, y organizaron otro enorme fuego en la plaza de San Roque, ante la ermita del mismo nombre, en el que se habían propuesto quemar al Patrón del pueblo, San Roque, que era la única imagen a la que se rendía culto en aquel tiempo.
Pero el santo, que siempre estaba enseñando muy orgulloso el mordisco producido por los dientes del perro que atemorizado y a sus pies parecía implorar su perdón, no se encontraba en su altar. Diego Sánchez Atencio Canario, que regía unas panadería en las proximidades, había decidido salvarlo de las llamas, pese a que nadie sospechara ni remota­mente que se hallaba en posesión de una fe tan profunda, como para complicarse la vida en pro de la católica iglesia y su imaginería. Y, sin pensarlo dos veces, se lo echó al hombro y lo escondió en un pequeño cuarto que había en la tahona en el que se almacenaban las piñas con las que se comprobaba si la temperatura del horno de leña era la adecua­da para empezar a introducir en el mismo las piezas de masa que terminarían convertidas en panes, barras, rocos, bollos y violines. Pero, como suele ocurrir en estos casos, hubo alguna filtración –delación descarada, si seguimos llamando a las cosas por sus nombre– de lo acaecido, lo que dio lugar a quie los milicianos encañonasen a Canario y le comunicasen a la entrega del santo que, a espaldas de su inicial salvador, fie conducido al altar del sacrificio y arrojado al fuego que lo redujo a pavesas, junto al resto de objetos litúrgicos encontrados en el oratorio.
    Una acción que le ocasionó serias complicaciones a Diego Canario -eran unos tiempos en los que el franquismo disponía de vidas y  haciendas, pues la autoridad competente no tenía demasiado en cuenta los matices, sino que se movía a base de una política de brocha gorda- _ ue acabó con sus huesos en la cárcel acusado de la destrucción de imá­genes sacras, un delito horrible por aquellas fechas y de imprevisibles consecuencias, ya que hasta había llegado a costar la vida a más de uno.

(La Caja de los Hilos II. A vueltas con la memoria  de Javier Núñez Yáñez. 1999


La quema  santos en Torrox tomado de las paginas 45-49. La Caja de los Hilos II, autor
 Javier Núñez Yáñez.

La historia no debe olvidarse para que no se repiotan los hechos