Hornacida de San José en Hospital viejo de Almedina |
Tiempos de la II República abril de 1931 a febrero de 1037. En Torrox (Málaga)
La Iglesia, y todo
cuanto ella había representado, estaban en el punto de mira. No es de extrañar
por lo tanto que, en aquellos primeros momentos, el miliciano José Lahoz Aguilar (Presidente del Comité Permanente de Enlace) se
liara, desde la Plaza, a tiros con la veleta de la Iglesia, a la que le voló un
trozo, hasta que vino su hermano una que le echó una bronca terrible mientras
le decía que si estaba chalao 1 hacer aquella demostración de poder
innecesaria. No lo pasó mucho mejor el San José entronizado en una hornacina de
la fachada del Hospital Viejo, en la Almedina, que por ser de piedra sólo
sufrió rasguños superficiales como consecuencia de los disparos.
Una multitud iracunda
descerrajó la puerta de la casa donde vivía el párroco don Manuel Ballesteros
Jiménez, que había marchado a mediados de julio con el pretexto de hacer
ejercicios espirituales, pues era conocedor de
que tampoco contaba con el aprecio de demasiados feligreses. Y arrojaron por
el balcón la mayor parte de los muebles que encontraron en su piso, con los que
formaron una enorme pira. Parecía como si tratasen de desahogar con la inocente
madera la rabia que habían ido almacenando contra el cura, contra los curas,
contra todos los curas, durante tanto tiempo.
En los primeros
momentos -a petición del Comité- la Iglesia, que estaba cerrada como si en ella
nunca se hubiera dicho misa, fue abierta por el Alcalde Francisco Ariza Ortega Mamahospms -que había sustituido al
dimitido Francisco López Rico (1934)- pues el cura al marchar había dejado las llaves
del templo en el Ayuntamiento.
Los santos, tanto los del Convento, como los de
la Ermita de San Roque, pero de forma especial los de la Iglesia de Nuestra
Señora de la Encarnación, llevaron la peor parte y, después de ser bajados sin
muchos miramientos de sus altares, fueron arrastrados por algunas calles y
llevados a la Carretera Nueva donde, junto con los ornamentos eclesiásticos
encontrados y después de amontonarlo todo, les prendieron fuego, formando una
hoguera gigantesca cuyas llamas se elevaron al cielo entre los gritos y
aplausos de una gran cantidad de personas que habían tomado parte en la
operación. Porque, con razón o sin ella, ésta era la manera que tenían muchos
de liberarse del odio almacenado durante años y de hacer público que habían
roto, por fin, una parte de las ataduras que creían que les habían tenido
esclavizados hasta entonces.
No todo fue
consumido por el fuego. Un Cristo Crucificado escapó de la quema, al esconderlo
cuidadosamente María La Almejera en el
interior del colchón de capote -hojas
de las mazorcas que se utilizaban por las clases poco pudientes como sucedáneo
de la lana- que tenía encima de su catre, lo que la obligó a dormir en el
suelo durante más de medio año. La Virgen de las Nieves, patrona de la
localidad, también ardió como una tea, salvándose únicamente un trozo de su
cara, encontrado más tarde entre las cenizas nadie sabe por quién, que sirvió
para que a partir de él la reconstruyese el imaginero malagueño Francisco Palma
Burgos, siendo la que hoy se venera en el Convento.
Aunque aquel día
hubo más de una fogata en el pueblo porque los que mandaban es posible que
pensaran que aquel desahogo incruento tenían derecho a contemplarlo no sólo los
que vivían en las proximidades de la Plaza, sino los vecinos de otras zonas
menos empingorotadas, como las del pontil y la calle Andazalia, y organizaron
otro enorme fuego en la plaza de San Roque, ante la ermita del mismo nombre, en
el que se habían propuesto quemar al Patrón del pueblo, San Roque, que era la
única imagen a la que se rendía culto en aquel tiempo.
Pero el santo, que
siempre estaba enseñando muy orgulloso el mordisco producido por los dientes
del perro que atemorizado y a sus pies parecía implorar su perdón, no se
encontraba en su altar. Diego Sánchez Atencio Canario, que regía unas panadería en las proximidades, había decidido
salvarlo de las llamas, pese a que nadie sospechara ni remotamente que se
hallaba en posesión de una fe tan profunda, como para complicarse la vida en
pro de la católica iglesia y su imaginería. Y, sin pensarlo dos veces, se lo
echó al hombro y lo escondió en un pequeño cuarto que había en la tahona en el
que se almacenaban las piñas con las que se comprobaba si la temperatura del
horno de leña era la adecuada para empezar a introducir en el mismo las piezas
de masa que terminarían convertidas en panes, barras, rocos, bollos y violines.
Pero, como suele ocurrir en estos casos, hubo alguna filtración –delación
descarada, si seguimos llamando a las cosas por sus nombre– de lo acaecido, lo
que dio lugar a quie los milicianos encañonasen a Canario y le comunicasen a la entrega del santo que, a espaldas de
su inicial salvador, fie conducido al altar del sacrificio y arrojado al fuego
que lo redujo a pavesas, junto al resto de objetos litúrgicos encontrados en el
oratorio.
Una acción que le ocasionó
serias complicaciones a Diego Canario -eran unos tiempos en los que el franquismo
disponía de vidas y haciendas, pues la
autoridad competente no tenía demasiado en cuenta los matices, sino que se
movía a base de una política de brocha gorda- _ ue acabó con sus huesos en la
cárcel acusado de la destrucción de imágenes sacras, un delito horrible por
aquellas fechas y de imprevisibles consecuencias, ya que hasta había llegado a
costar la vida a más de uno.
(La Caja de los Hilos II. A vueltas con la memoria de Javier Núñez Yáñez. 1999
La quema santos en Torrox tomado de las paginas 45-49. La Caja de los Hilos II, autor
Javier Núñez Yáñez.
La historia no debe olvidarse para que no se repiotan los hechos