Puerto de Alicante, tiempos de Gabriel Miró. (Foto en Alicante vivo)
Cuando Sigüenza salía
de su ciudad [Alicante] al campo, el
tránsito de todo su sentir era rápido y puro hasta en su atmósfera interior. La
vida rural de entonces, sus soledades, su silencio, su calma, su olor, sus
gentes, correspondían al concepto prometido. Alicante era una ciudad de
terrados blancos, con palomos que iban y volvían en el azul. Todas sus casas,
con sensación de escollera, de faro, de haber sido mar y de tenerlo bajo de la
piedra. Arrabales marineros; barcas volcadas en el portal, como el labrador
deja el carro en el suyo. Clima de invierno diáfano y caliente. En el puerto,
tan íntimo y viejecito, sin Junta de Obras, sin palacios argelinos, los veleros
barrocos, los vapores rollizos tenían de ayo a un barco de guerra, un galeón de
ruedas de aspas en sus costados, como dos norias inmóviles que criaban cortezas
de musgos, de ovas con nervios de acantos. Los señores principales iban en
tartanas, en galeras, en cabriolés a sus huertas románticas. Había un brigadier
repolludo, de gabán de manteo y pantalones flojos; sobre su vientre de siesta
sudada le caía una onza de Fernando VI. Todas las tardes jugaba en el Casino su
partida de tresillo, tosiendo y congestionándose bondadosamente. De seis y
media a siete, un ordenanza del Gobierno militar dejaba en manos del portero
del Casino un bastón de ébano con puño redondo de moneda de marfil, y recogía
la sombrilla del brigadier. Entonces, por el ámbito de la escalera subía un silbo
de lechuza: el aviso del tubo acústico -no había teléfono-, y por ese cañuto le
decía el portero al fámulo de sala: -Que acaban de traerle el bastón al
general-. El criado llegábase de puntillas a la butaca de velludo, color
frambuesa, donde el brigadier se sumergía en las bascas [ganas de vomitar] de su tos y de su
vientre, en el afán de su abanico de naipes, del cordoncillo de los anteojos,
que se le resbalaban en los sudores; y todos los tresillistas se esperaban,
diciéndose: «Acaban de traer el bastón del general».
Este buen
sosiego nos hará creer que si viajábamos en una diligencia de entonces
-arrancaban a mediodía del portal de Correos, y a media noche del parador de la
Balseta-, los campos, los pueblecitos interiores y costaneros seguirían siendo
una prolongación de la vida parada de aquel Alicante. Y no lo eran. Allí nos
sentíamos en la soledad de la naturaleza y de la aldea; más naturaleza y más
aldea antaño que ahora. Desde allí, el Alicante del XIX semejaba remoto; y
ahora se tarda emocionalmente menos desde Madrid a los campos. Porque el
paisaje tiene, a veces, el olor de Madrid, de Alicante, de todas las ciudades,
el mismo rastro de bullanga y prisa. En una revuelta aparece un mesón con
máscara y letrero de bar. Entre los chopos sensitivos, emocionados de
ruiseñores, puede salir la laringe [la voz] de un gramófono. Los campos van trocándose
en afueras. Los cables de una central eléctrica traspasan el cielo de un olivar
de plata. En un confín suben las antenas de una estación radiotelegrafía.
Sirven de vallado de una josa [terreno sin vallar] en flor los anuncios de una marca de conservas,
de abonos químicos, de academias preparatorias, con la dirección de la calle y
el número del teléfono.
Sigüenza se
apresura a sentir una repugnancia de conciencia estética y de idioma que no
sintió delante de los postes y tornapuntas del telégrafo y de los carriles del
tren. Los nuevos paisajistas inician la acomodación de las presencias urbanas a
su lírica. Y las antenas radiotelegrafías, las chimeneas industriales adquieren
para sus ojos una dulzura de vigilancia civilizadora en los desamparos de la
llanura, con exactitudes y categorías de imágenes literarias.