(Isla de Tabarca, donde sucende los hechos de esta película por realizar)
23
LOS MISTERIOS DE LA ISLA DE NUEVA TABARCA
1
Vine a la isla de Tabarca, situada a unas
tres millas nauticas al sur del Cabo de Santa Pola (Alicante), no para matar a un hombre como
empieza la novela Beltenebros de
Antonio Muñoz Molina, sino para buscar dentro de mí el karma, la paz interior y la soledad suficiente como para escribir mi
segunda novela después de haber ganado el Premio Alhambra de novela histórica
por El cadí de Alcántara. Por ello mi
editor me encargó una segunda novela. Yo elegí la isla de Nueva Tabarca como
retiro para ambientarme y concentrarme como lugar elegido para mi próxima
novela sobre el caudillo Almanzor. No obstante, ahora me lamento, jamás debí
aparecer por aquí, porque es una isla llena de fantasmas.
Ahora tenía un anticipo por derechos de autor
para una segunda novela de la cual no tenía claro el título pero el tema iba sobre
árabes con intrigas, una especie de thiller
policiaco-medieval y tenía que estar ambientada en la Córdoba del califato
omeya, si hubiese sido la editorial de Barcelona está claro que me la hubieran
pedido ambientada en Franco Condado, es el precio que hay que pagar por los
encargos y adelantos... Ya estaba encasillado en las novelas medievales, en
cuanto te encasillan te ponen orejeras y ya no quieren que cuentes otras
historias.
2
Llegué a Santa Pola por la mañana de un lunes
de finales de octubre, en invierno, temporada baja de turismo, aparqué mi coche
en una de las calles que llegan hasta el paseo marítimo. Me acerqué hasta el
muelle donde salen los ferrys para la
isla de Nueva Tabarca o isla Plana. Embarqué en un catamarán de visión
submarina. Conforme nos acercábamos al
espigón de la isla (no tiene puerto) se vía el lienzo de la muralla de defensa,
el paquete barroco de la iglesia con su campanario vigía de la cristiandad en
medio del mar Mediterráneo como faro de esperanza y espiritualidad. Un barrio
de casas tranquilo y sumido en su antigüedad de cuando fue repoblada la isla
por tabarkinos venido de la isla invadida de Túnez.
Bajé del catamarán con mi pesada maleta de
ruedas me quedaba una empinada cuesta hasta llegar a la puerta principal de San
Miguel. Saque la máquina de fotos y
tropecé con un hombre mayor sin querer, el hombre se puso a la gresca, a vocear,
por culpa de mi torpeza, era un hombre fuerte, sin afeitar con boina gastada,
moreno casi negro y fuerte Mis disculpas no le valieron, como si la presencia
de los visitantes le irritara sobremanera, me disculpé varias veces
educadamente, pero el hombre no se venía a razones, tenía un garrote grande de
madera en la mano grande, no hubo forma
de calmar a aquel hombre enfurecido como una tormenta procelosa. Me dije mal
empezamos, sin saber yo todo lo que me iba a suceder
Continué andando por el
muelle mientras me alejaba de hombre que se quedaba yo e pisar y continuaba
entre sus redes sin dejar de increparme, y con razón, pero en exceso.
Me alojé en el Hotel Boutique Isla de
Tabarca (antigua fortaleza de la Casa del Gobernador). Un hotel con un primer
piso y 15 habitaciones. La ventana de
mi habitación daba al mar. Por eso elegí
la isla de Tabarca, para, nunca mejor dicho, disfrutar del aislamiento que te
produce en toda isla o paraje olvidado de la civilización, escollos,
farallones, solitarios faros, cementerio al levante, gente humilde y
pescadoras, sobre todo cuando uno no ha nacido en una isla.
Empecé a escribir en unos folios en blanco
virtual de mi ordenador. Lo primero era
buscar un título como una simple referencia, ya había pensado en uno mientras
venía en el catamarán, nunca el primer tirulo es el definitivo escribí:
ALMANZOR, EL INVENCIBLES. La vida de un visir del califa Hixam II, en la Córdoba floreciente del siglo IX. Almanzor
había nacido en catillo alto de Torrox
en la Cora de Rayya (Málaga)
en el año 939. Ahora tenía que encontrar un narrador que me gustara, y tenía a
Asmá, la esposa sultana de Almazor. Escribí en el ordenador:
Título: ALMANZOR, EL INVENCIBLE.
CAPÍTULO I.
La
floreciente Córdoba era trono de la Estrella Feliz, título sublime del califa
Al-Hakam II, época en la que se inauguró
una biblioteca pública donde se encontraban los incunables más raros y exóticos
de los griegos, indios y orientales, como el "Kitaba al-ganai" de Isfahani.
Pero la fecha más importante de mi vida, fue el día de mi matrimonio con
Mohammad Ibn Abi Amir, luego llamado
Al-Mansur o Almanzor el victorioso. Era la fiesta del Neiruz, el primer día de
la luna de muharram de año 367 de la Hégira, lo recuerdo porque coincidía con
el primer día del año, se celebró en los
jardines risueños de la almunia de al-Almiría, que le regaló el califa como
presente de boda, un alcázar rodeado de frondoso bosque y deliciosas sombras,
rica agua, un valle resguardado del viento de las sierras, nunca un jardín tuvo
un emplazamiento más acogedor o seductor.
Jardines de romperían con rostro guarnecidos de flores, arcos en forma
de herradura, decorados de estucos, hermosos decorados y mejores aposentos que
hacía gala de arte y riqueza, un poeta de Babdag dijo al verlos que eran lugar
de viciosa frondosidad.
Yo fui paseada por la ciudad montada en una yegua blanca muy bien
enjaezada, mis vestidos de seda y velos cubrían mi rostro, lucía ricas
aljorfas, me acompañaban, familiares, amigos y nobles caballeros, delante de mí
iba el cadí de Córdoba, los jeques y testigos de mi boda. Después de la
ceremonia en la que hubo banquetes, zambras, alimas y jeceles, hubo regalos
para los poetas y limosnas para las aljamas, hospitales e imágenes. Luego fui
llevada al pabellón nupcial, custodiada por mis damas y esclavas cristinas, esperé
a mi esposo el resto del día y de la noche, la fiesta continuaba fue en los jardines,
las risas y los cantos resonaban en las bóvedas de mis aposentos. Tenía cierto
temor a encontrarme con mi esposo, más que temor, eran dudas de no gustarle lo
suficiente ya que no soy lo bella que son otras mujeres de Córdoba, lo había visto tan sólo una vez a través de
la celosía en el alcázar real, porque mi padre era el Hayib Gálib del califa.
Jamás entré en el conocimiento de por qué quiso tomarme como esposa, pero sin
duda, mi esposo quería tener como amigo a una persona influyente en el
califato. La primera noche llegó mi
esposo tan cansado que no me tomó, no pudimos sellar ni consumar el matrimonio. Al día siguiente un mensajero le dijo a mi
esposo que había revueltas en la frontera y se marchó con un reducido ejército
de taifas y beréberes africanos a Medina Salamanca por la puerta de Toledo de
Córdoba, no me explicaba cómo prefería el reposo de las armas al reposo de los
brazos de su esposa, cabía la posibilidad
de perderlo sin consumar el matrimonio, mi padre me hizo que ningún muslí podía
renunciar a la llamada de la yihad o guerra
santa, y me conformé.
El cerco de Salamanca duró tres lunas sin que pudiera
reblandecer la muralla con los almajaneques y no tomar la plaza, y regresó a
Córdoba, no sin antes sin saquear los arrabales y campos de Salamanca, ganar castillos
cristianos y apresar esclavos y esclavas cristianas. Otra vez se trajo a
Córdoba las campanas de Santiago de Compostela. A la primavera del año siguiente volvió para
ganar León encontrándose en campo
abierto a las huestes del rey cristiano don Ramiro III...
3
Había escrito un folio y medio y la
inspiración se me había ido. Yo seguía el procedimiento habitual, para
escribir, lo primero era sentarse.
Todavía no había visto
nada de la isla de la que me habían contado que tenía forma de madeja mirando
al Este. Pasé por la puerta de San Rafael hacia una roca batidas por el mar.
Allí oí un siseo alguien que me llamaba desde
unas cavidades rocosas bajo la muralla, especie de gruta, me acerqué y
vi que un hombre muy extraño con vestimentas muy antiguas, medieval, y con un
parche de pirata sobre el ojo izquierdo como el de la Princesa de Éboli, me
llamaba para que pasara a su interior, me acerqué con ciertas reservas para
saber qué era lo que quería de mí, pensé
de inmediato que buscaba ayuda, cuando bajé a la cueva no más grande que una
habitación le seguí por una especie de túnel.
Iba yo siguiendo los
pasos del pirata medieval que insistía en
enseñarme algo, vi bajo la luz de un candelabro que eran los resto de un
barco el cual estaba lleno de ánforas
romanas de alguna excavación clandestina, cofres cerrados, remos y algunas
joyas, el extraño hombre hablaba en un idioma que yo no entendía, aunque sí su
mímica, me decía que cogiera un medallón circular de un palmo de diámetro con
una media luna de marfil en su interior que giraba dentro de un círculo por sus
extremos, en cuento cogí el medallón,
noté que desprendía calor. El pirata me lo
había ofrecido para que me lo quedara.
Cuando lo tuve en mis
manos, el hombre desapareció de repente de mi vista como si se hubiera metido
por una puerta invisible o una puerta del tiempo, entre los muros macizos de
aquella gruta en la que se podía oír el batimiento del mar. Por qué razón me lo
ofrecía a mí y no a uno de la isla, a un foráneo, a lo mejor no se fiaba de
ninguno de la isla y quería salvarlo, pero de qué.
Salí muy nervioso de la
cueva y la tarde se moría en una hemorragia suspendida que jamás había
presenciado, me dirigí a mi habitación del Hotel para examinar el medallón que
tenía una decoración periférica muy extraña y darme cuenta de que era cierto lo
que habían visto mis ojos. Cuando me
tranquilicé bajé a cenar al restaurante del Hotel, no era yo el único comensal
porque vi a una mujer cenando de pelo caoba, piel blanca y de cara rolliza, con
un parecido a la Mónica Lewisky. Cuando llegó la camarera a servirme, una
morena de unos treinta años de muy buen ver y mejores caderas. A los postres, como quien espera que se le dé
el visto bueno a la comida, le pregunté quién era el pirata del parche en el
ojo que vivía en las cuevas junto a la iglesia.
–¡Ah!,
con que el moro Mohamed se le ha aparecido a usted cerca de la cueva del Lobo
Marino –me respondió con naturalidad como si se tratara de un personaje
familiar normal sin la más mínima
expresión de miedo…– Hacía tiempo que
no sabíamos nada de él. Tiene que tener cuidado de que no se le meta en el
cuerpo. Ya pasó con un santapolero.
–Yo no creo en
espíritus que se aparecen –le dije con rotundidad.
–Pues créaselo.
Pregunte, pregunte a los vecinos de Tabarca.
Me quedé pensando que se
había equivocado de persona, luego me estuvo contando la leyenda que existía en
la isla de un moro corsario que invadió la isla hace siglos y que la gente de la
isla lo apresaron y lo mataron, luego lo
echaron en el interior de una cisterna o aljibe cerca de un islote que ahora
llaman Cap del Moro, cuando fueron a la cisterna para sacarlo y enterrarlo, el
cuerpo del moro difunto no estaba dentro, había desaparecido, dicen que como
venganza se quedó en la isla junto a su tesoro, y esa era toda la historio,
pero yo no le dije nada del medallón que
me había regalado el moro, no fuera a ser que me lo pidieran como parte del patrimonio
de la isla, además era la prueba de que había sido cierto la aparición del
espectro. ¿Por qué me lo dio a mí?
La
chica camarera era una morena muy guapa, me dijo orgullosa que era familia de
los Capriati y se llamaba Miranda, me gustaba hasta el nombre, como no le vi el
anillo de casada le propuse, no sin cierto atrevimiento, si me dejaba
acompañarla hasta su casa cuando terminara el trabajo y así podría contarme
cosas de su extraña isla que no vienen
en las guías ni en los folletos de turismo, a la vez, te mueven al presagio de
una aventura secreta. La verdad es que
no había mucho trecho que acompañar porque el poblado de San Pablo es pequeño
con las casas concentradas en la parte
oeste de la isla ceñidas por la muralla de defensa. Con cierta brusquedad me dijo que ella no se
iba a perder en su isla, y como entendió que yo pretendía cortejarla, aceptó
con un bueno, haga usted lo que quieras. «No
me hables de usted» –le dije para intimar. Lo
siendo pero usted para mí es un cliente más.
La luna nueva se había adueñado de la isla,
navegante al poniente con sus reflejos de plata como lomos de besugos. El ruido
de las olas se dejaba sentir con una monotonía a la que dejé de prestar
atención.
Miranda me habló sin parar con una facilidad
inusitada, sin querer, me enteré de que la
mujer pelirroja del restaurante eras una alemana de Colonia asidua de la
isla, muy simpática y de mi edad. ¿Pero qué edad te crees que tengo? Me echó
uno 40 años rebajando. Cuando en realidad yo tenía 29 años. Quizás la barba me
envejecía. Siguió contándome datos de la isla que yo sabía porque los había leído, pero puse cara de no
saberlo, que la isla era Patrimonio Histórico Artístico desde 1964 y Reserva
Marina desde 1986, y que en ella no se podía pescar ni bucear, salvo con
permiso de la Consellería, que la isla tiene unos 1.500 metros de longitud y
una anchura entre los 50 y los 600 metros, que en el pueblo hay dos bandos: los
que quieren que la isla prospere turísticamente, y los conservadores, como su
padre, son de los que quieren que la isla continúe salvaje, sin tantas
molestias por parte de los turistas.
Era Miranda una magnífica guía que sabía mucho de la isla
de Tabarca me apuntó que su apellido era originario de genoveses, de los que
fueron expulsados en 1786 de la Tabarca la vieja en Túnez. Las piedras de las murallas las sacaron del
islote llamado precisamente La Cantera, me estuvo dando detalles para turistas
que en realidad no me interesaban, yo deseaba conocer las leyendas y las
supersticiones de la isla. Mañana, vaya
usted al Museo Nueva Tabarca en el Almacén de la Almadraba y verá nuestra
historia.
Los ojos de Miranda eran espejos de cierva
bajo la Luna, se iluminaban al hablar de su isla con gozo de virgen, yo me
hacía ilusiones en seguir viéndola con una relación distinta a la de camarera en el restaurante del hotel de la Casa del Gobernador,
sino en una relación más íntima, pero las ganas se me quitaron cuando al llegar
a la puerta de su casa que estaba abierta, vi dentro al hombre del garrote
sobre el que me había caído esa mañana, así que sin que le diera tiempo a que
me viera me despedí de Miranda con un «¡Hasta mañana!».
4
Regresé a mi habitación del hotel con cierta
preocupación, no fuera a ser que, en la
soledad de las calles, me asaltara el moro Mohamed del ojo con parche, ya no
estaba yo como para pasearme en mis propios pensamientos, que eran muchos para
un solo día. Cerré la ventana a pesar de que hacía calor, esa noche no pude
dormir, dando vueltas en la cama, tenía que comerciar con el insomnio, sacar
provecho de su vista, me hizo coger un libro para leer, tampoco podía
concentrarme en la lectura, pasaba las páginas sin haberme enterado de nada. Me
levanté para escribir como si mi personaje, el invencible Almazor y su esposa
Asmá, me esperara agazapado tras la pantalla del ordenador. Pero ya no me
interesaba mi novela de Almanzor que acaba de empezar sino que me interesaba la
leyenda del moro Mohamed que me había dado un medallón y tenía allí delante de
mis ojos como un imán mental. Me documenté en Internet sobre el temido corsario
Dragut del siglo XVI que en 1550 había asolado las costas alicantinas. Era un
personaje anterior a los habitantes de Tabarca que vinieron en 1769. Por ello,
cambio el nombre de Dragut por el de Dragutón y situarlo dos siglos y medio
posterior. Y empecé a escribir una nueva
novela.
Título:
DRAGUTÓN, EL SANGUINARIO
Capítulo
I
El 24 de mayo de 1790, desembarcó en Isla de
Santa Pola el corsario Turgut Reis, llamado Dragut por los españoles, con 14
galeras. Con pretensión de atacar Alicante y su rica huerta de San Juan,
arrasando los cultivos y apresando a toda la gente que encontraran para
hacerlos cautivos y cobrar rescate por ellos. Los cristianos se guarecieron en
su torres refugios desde cuyas almenas se defendían, una de ellas era la Torre
de las Águilas, y la de la Santa Faz en la villa de San Juan. Cuando las gentes de alrededores, tras cundir
la alarma, acudieron a la villa hicieron frente al pirata Dragutón se vio
obligado a reembarcarse y huir mar adentro a la isla de santa Pola, lugar de
refugio donde no llegaban la galeras reales.
En la isla había unos veinte vecinos que
tuvieron que abandonar sus casas y ocultarse en la torre de la una Isla de
Santa Pola donde prácticamente no había refugio para tantas personas.
En
esta ocasión, abordó las playas de la Albufereta. Desembarcaron algunas
compañías árabes que se hicieron dueñas de las posiciones en la Serra Grossa y
en la Sierra de San Julián. Más tarde, se apoderaron del Tossal de Manises,
donde colocaron dos cañones con los que atacaron (y mucho) a la población.
Al parecer, querían hostilizar la huerta
para atacar la ciudad.
Sin embargo, la artillería del Castillo de Santa Bárbara y de los baluartes les
obligó a los corsarios a reembarcarse
precipitadamente, abandonando sus pretensiones de ataque y saqueo de la ciudad
de Alacant.
Nunca más, que cuenten las crónicas, se vio a Dragutón atacando nuestras
tierras de Alicante, pero se quedaron en la isla de Santa Pola…
5
La presencia del
medallón me iba a servir para inspirarme, sin querer meterme en una historia de
Las Mil y una Noche. Me levanté para ver el medallón y me di
cuenta que la media luna color marfil se había puesto de un color púrpura como
un rubí, y al tocarlo me quemó levemente el dedo índice y pulgar, ardía o era
un aviso, usé en dentífrico para aliviar la quemadura en la yema de los dedos.
Esta situación empezaba a inquietarme, casi a hacerme salir de la isla. Un
vientecillo lebeche empezó a traquetear los postigos de la ventana como toros
llenos de bravura, la volví a cerrar con fuerza, pero al par de hojas se
resistían, Era una vendaval procedente
del Levante. El mar resonaba encorajinado con toda su furia, las cavidades
rocosas como cañonazos de olas, cavidades sonoras a nivel del mar que existen
frente a la pequeña cala de la Casa del Gobernador, el mar no es que estuviera
rizado, sino escaldado. Las ventanas de la habitación silbaban cada ven con mas
fuerzas como si hubiera llegado un ciclón silbante, y ya, no había forma de
abrir una puerta sin enfrentarse a su resistencia aerodinámica del temporal que
se avecinaba, y esto era solo el principio.
Al día siguiente desperté y miré
la isla, los dos estábamos desnudos en nuestras soledades: la isla y yo. El vendaval
continuaba dando fuerte el mar se había puesto emborregado y prácticamente no
se veía nada.
A la hora del desayuno bajé hasta
el restaurante, no vi a Miranda, sin embargo, allí estaba la alemana, que me
miró con sus ojos zarzos con cierto alegría de ver allí a un ser humano y con
ciertas aceptación de que ocupara el asiento del conductor de su mesa. Así lo hice, diciendo mi nombre primero como
se hace en las películas, se presenta uno y ya está dado el primer paso. Estábamos
solos.
–Me llamo Miguel Bozas, y el ofrecí la mano. ¿Le importa?
–Yo Hildemarie
Fiegenbaummen. Siéntese vos.
Hablaba español con acento argentino.
Empezamos criticando el mal
tiempo, y dijo que ella buscaba precisamente los días así, que por eso visitaba
la isla, se asombraba de que yo me extrañara del viento. Entonces, vos vino a la isla del viento, ahora no se queje. Le
respondí que a lo mejor me iba esa misma mañana, y ella negó con la cabeza
mientras le daba una cuchillada al croissant, ¿por qué no?, le pregunté, seguramente
con la fuerza de este temporal no llegan los ferrys, y se sonrió llevando una arruga a la comisura de los labios que le
daban una riqueza de mujer experimentada que calzaba ya la edad de los 50 años
en plena menopausia. O sea, que ahora sí
que estamos verdaderamente aislados, entonces me iré en cuanto llegue un ferry,
dije como consolándome a mí mismo. La alemana se disculpó diciendo que tenía
que trabajar, se marchó sin yo atreverme a preguntarle por sus labores, ni a mí
me importaba.
No iba a ser fácil concentrarme en mi
novela sobre Dragutón con el viento azotador de un invasor que se convierte en
preocupante para quien no le conocemos, cuerpo de invisible visitante, el
silbido del viento me llamaba sin cesar como si de una advertencia inminente me
avisara. El viento me ponía la cabeza sonada.
Me atreví a abrir la puerta del paraíso para salir a la calle y dar un
vistazo, el viento me lapidaba con sus cuerpos extraños cargado de perdigones
de arena como un tiro de caza, las puertas de las casas cerradas, no había un
ser humano por ninguna parte, cómo los iba a ver, y para soportar ese vacío de
un lugar que no se ve a nadie, como si todos me hubieran dejado solo en la
isla, había que estar preparado psicológicamente, en los prospectos turísticos
no te hablan del viento que hace aquí. Quizá hay que tener mentalidad de isleño
y no de peninsular. El viento te intranquiliza y te ataca los nervios.
Así que no tuve más remedio
que regresar a mi habitación para encerrarme, para ocultarme del viento si
podía. Para abrir una puerta había que cerrar otra. En el momento en que yo me
acercaba por el pasillo a mi habitación vi que Miranda salía con su bata de
faena de limpiar mi habitación, me dio mucha alegría ver a alguien y sobre todo
a ella. Quería darle conversación, pero
ella no me hablaba, era muy distinta a aquella chica parlanchina de anoche a la
que le brillaban los ojos con un destello de luna en el mar, parecía como si el
viento también le trastornara, no me di cuenta que se sentía en cierto modo
humillaba por el trabajo de limpiadora que hacía, además yo le impedía con mi
charla trabajar, no me daba cuenta que ella pensaba en enamoramientos y cosas
de esas como matrimonio, sin que supiera que yo tenía fobia al matrimonio y por
eso jamás me podría casar, ni con ella ni con nadie. Tenía la historia en la
cabeza pero no tenía inspiración para pasarla al ordenador. A veces hay que
recurrir a las botellitas de las neveras de los hoteles y tomarse un par de
botellitas para empezar con un borrador, pero para empezar a escribir, la única
fórmula que conozco es la de sentarse. Primero sentarse. Coger un bolígrafo un
folio y empezar a emborronar dibujitos hasta conseguir que salgas las palabras
y las ideas:
…mujeres y niños se cobijaron con la gruta del Lobo Marino, para no ser hechos esclavos
por la flota turca que acaba de desembarcar en la isla. Eran feroces y no
entendían de compasiones. Los hombres se unión con su armas en un grupo, al
mando de ellos estaba un cristiano viejo, llamado Aurelio de la Vega. Había que
actuar en algún tipo de sabotaje contra las galeras del turco Dragutón. Y había
que actuar rápido antes de que la marea subiera por el temporal que se
avecinaba e inundara la cueva donde se refugiaban las mujeres y los niños. Y
venía temporal de levante, el mar los alcanzaría la gruta del Lobo Marino,
aquel refugio era muy precario.
6
Llevaba
una semana en Tabarca, aceptando el paso del vendaval de Levante como algo anormal,
a pesar de que estos vientos constantes te pueden volver medio loco. Tengo que
seguir con la novela el corsario Dragutón de la isla. Me había dejado encariñar por Miranda. La alemana,
cuyo nombre no recuerdo ha aceptado mi amistad de huésped en los desayunos y
cenas.
El medallón que me dio
el pirata Mohamed cambiaba de color según el día, es como un avisador del tiempo que se acerca pero yo no sé
interpretar. Estaba convenciéndome a mí mismo, que era normal que un moro
muerto hacía siglos se me apareciera y me diera un medallón, debía estar
perdiendo la razón, la lógica de la ciencia, estaba inquieto, lo que conozco
pero no hasta tal punto o es que el
viento de Tabarca te vuelve loco.
Una tarde decidí acercarme hasta las oquedades
de la muralla junto a la iglesia de San Pedro y San Pablo, allí debía encontrar
alguna explicación a lo que estaba pasando con el pirata. Aproveché la tarde
para entrar con la linterna del móvil, el especio ganado a la roca por
excavación, pero no estaba el túnel que bajaba hacia el interior, toqué la roca
volcánica, di unos golpe, imploré que se me apareciera de nuevo, la falta de
explicaciones a un fenómeno tan extraño me hacía sentir un vació en mi lógica cotidiana.
Un efecto que no había soñado y que no podía dar por válido, y cuando uno no
acepta la culpa, el error, la humillación o la insolencia se siente terriblemente enfermo. Me parecía que tenía fiebre.
Desilusionado busqué de nuevo a Miranda para
contarle lo del medallón que me dio el
moro Mohamed, no podía seguir así, cruzándome de brazos, argumentado que en
Tabarca podían aparecer los espíritus con la facilidad que entra el viento en
la isla y lo confunde todo. Yo no creía en fantasmas ni en espíritus pero
cuanto más tiempo pasaba en la isla, más convencía de su posible existencia. Haberlas ailas dicen en Galicia respecto
a las brujas.
Pude ver a Miranda a la hora de la cena, le dije
que cuando terminara del trabajo quería hablar con ella. Cuando terminé de
cenar le hablé del medallón que cambiaba de color, eso no lo sabía ella,
incrédula aceptó en subir a la habitación a verlo. El medallón tenía ahora un
color verdoso, y que yo no podía interpretar, si lo supiera descifrar quizás
supiera lo que iba a avecinarse. Tomé el
medallón, Miranda y yo nos acercamos de noche hasta la gruta del Lobo Marino, o
cueva del moro Mohamed (o quizás era el corsario Dragut). Otra vez estábamos
los dos en las nocturnas calles del poblado de San Pablo en Tabarca.
Allí, en la gruta, estaba
el túnel misterioso que bajaba hacia el supuesto lugar de un naufragio de barco
con ánforas romanas, pero al llegar hasta el lugar previsto no había tal barco
sino que todo el espacio era una manta en el suelo todo decorado con
candelabros rosados y música apaciguada,
ella se enfadó por el motivo de engañarla tan sutilmente para estar con
Miranda. «El lugar era otro, aquí no he estado yo nunca, es la primera vez que
lo veo, te lo juro», le insistí
disculpándome. Notamos la intensidad de un perfume afrodisiaco, sentimos calor,
no podíamos resistir nuestros deseos de amor allí en un lugar tan privilegiado
para besarnos apasionadamente, sentí el calor de sus labios. Cuando estábamos tan entusiasmados, oímos
voces, y al abrir los ojos nos encontrábamos en la playa de una cueva que daba
al mar, una voces inteligibles salían del interior y salimos por donde habíamos
entrado.
Esa
noche después de cenar y tomar una copa vi a la alemana que estaba bebiéndose
una cerveza en la barra del hotel. Me acerqué a ella, y en seguida empezó a
contarme las desgracias de su vida, que le hacían alejarse de Alemania,
buscando un refugio espiritual como esta isla de Tabarca. Estaba depresiva y
empezó a llorar, necesitaba cariño y alguien que le prestara atención. La
verdad es que era una mujer voluptuosa pero atractiva. Después del calentón que
había tenido con Miranda, la alemana de la que jamás aprendí su nombre ni
apellido, hicimos el amor en su habitación.
7
A mi novela sobre el corsario Dragutón había
que darle un empujón, llevaba aquí dos semanas, jodiendo con una alemana,
engañando con palabras a una isleña y no habiendo pasado del primer capítulo.
Mi editor me llamó al
móvil quería que le mandara ¡ya! unas páginas por correo electrónico. Me
amenazó que si no le mandaba algo vendría el mismo a visitarme y tomar unos
días de descanso conmigo. «Ahora no es el mejor momento». Le pedí que no viniera
porque que esta isla era la muerte, el culo del mundo, lo que me faltaba era
decirle que había fantasmas. Esa misma
tarde me hice cinco folios y empecé el segundo capítulo. Por la noche esperé a
Miranda para acompañarla hasta su casa quería hacerle miles de preguntas. Me contó
una fábula de un antiguo pescador de la
isla que tocaba la armónica en su barca creyendo atraer a los peces, y que su
armónica los encantaría, y al acercarse los peces a su barca los cogería con la
mano, pero como los peces no se acercaban entonces inventó el ral o red redonda
para lanzarla desde la barca y cogía muchos peces con ese sistema, entonces le
dijo a los peces: Yo creía que os gustaba
la música porque saltáis de alegría
cuando os sacas del mar. Pero viendo que con la música no conseguía atraerlo
siguió con las redes y cada vez las hizo más largas y laberínticas como una red
de almadraba. Yo sabía que me sonaba a
una fábula de Esopo, no conocía con el que se contaba la fábula en la isla, y
cuando nos acercamos a casa y vi a una de sus hermanas felicitarla con su
cumpleaños y decirle que se aligerara para soplar las velas de una tarta, en
una fiesta de amigos y familiares, yo vi la ocasión de entrar en su casa como
uno más, estabas todos muy complacientes conmigo; por eso, el sentido de la
moraleja de esta fábula la descifraba con la siguiente fórmula: Si el pretendiente no se acerca con la música
de la dama hay que tenderle las redes. Toda su familia estaba muy complaciente
conmigo, con el escritor. Menos su padre.
En casa de Miranda se habían reunido sus
hermanos: dos varones de una percha impresionante, una hermana menor, su padre
que me miraba con cierta resignación en aceptar mi presencia, su madre cariñosa
y amable hasta la melosidad, varias amigas vecinas y el cura, era lo único que
me faltaba. Pero mi alivio fue saber que
el cura estaba allí para unos días, no estaba fijo, sino que venía los sábados
para la misa.
Aprecié que era una
familia modesta, la casa era amplia y reformada con patio interior, los
trabajos que desempeñaba ella y el padre
no demostraban su patrimonio, no entendía que la isla producía el trabajo que
en realidad requería su mercado turístico.
Esperé la ocasión para hablar con el cura, como hombre
ilustrado. Cuando el conté mi oficio de
escritor me habló de la pequeña biblioteca existente en el despacho del cura
párroco junto a la sacristía de la iglesia, tesoro de libros sagrados y otros
que se conservaban de los primeros colonos y que trajeron consigo de la Tabarka
tunecina. Me ofrecí en investigar sobre
la isla si me dejaba meter las zarpas en tan exótica biblioteca, petición concedida
y me presentó a la vecina Jacinta, la beata o guardiana de la llave de la
iglesia.
Cuando terminé de hablar con el cura, éste se
despidió porque se marchaba al día siguiente en el ferry a Santa Pola. Entonces,
si había barcos yo también me podía marchar, pero tal y como estaba el temporal
de levante no se podía salir en barco de la isla. Además yo cambiado de
opinión, ahora no tenía intención de marcharme porque tenía otros asuntos
pendientes, además de escribir mi novela. Ahora estaba ocupado con investigar
en la profundidad de la historia de la isla gracias la biblioteca. Tenía un
medallón indescifrable. Una historia entre mano, que apuntaba bien. También
debía reconocer que Miranda me gustaba mucho, y sobre todo después de la fiesta
de su cumpleaños en las que todos fueran tan amables conmigo. Me sentía aceptado
en la familia tabarquina, incluso hasta
por el hombre del garrote, que era su padre.
8
Regresé muy tarde al
Hotel, no sabía la hora que era ni tampoco nadie me esperaba, la conversación
en el convite en la casa Miranda me daba nueva ideas sobre mi novela de
Dragutón. En cuanto abrí la puerta de mi habitación, oí en el mismo pasillo que
se abría la puerta de la alemana estaba con bata, despeinada, con ojeras, cargada
de alcohol, y empezó darme una bronca a puros gritos como si fuera una esposa cuando
llega el marido tarde, estaba histérica:
No creas vos que me puedes dejar
así como a así por esa monada. Puse cara de no entender. Así no me la vas a pegar con esa camarera, a
mí no me desprecia nadie, me gritó mientras se tambaleaba en la puerta de
la habitación. ¿Qué camarera?, pregunté abriendo las manos
como queriendo dar a entender que yo podía hacer lo que quisiera. La
morenita del hotel, que no me dejas, cómo te lo tengo que decir que no, que no
me dejas, a la vez que ponía cara de enfado y se le salían los ojos.
«Acuéstate -le dije y olvídame–, estás borracha». Ella se echó a llorar con desconsuelo como
último recurso para llamar mi atención y entré dentro de su habitación para
saber a qué venía aquel espectáculo. Si tan solo nos habíamos acostado una sola
vez y lo hice por elevar su autoestima. No
creas que a mí se me deja tan fácilmente, si me dejas soy capaz de cualquier
cosa, te acuestas conmigo y al día siguiente me desprecias, me olvidas como si
yo fuera una prostituta, como si yo no tuviera sentimientos. Por favor, no me
dejes, no me vayas a dejar, yo te quiero, eres el único hombre que he querido
desde la muerte de mi hija. Di que no me va a dejar por esa chica.
La alemana insistía llorando y
secándose las lágrimas con el dorso de la mano, sentados los dos en el borde de
la cama, luego empezó a besarme, la verdad es que no sabía muy bien lo que
hacer si consolarla o marcharme y dejarla allí en un estado de nervios que no me
daban tranquilidad de que actuara sensatamente. No podía despreciarla. Sería
peor. Ella se echó sobre mí, empezó a besarme con sonoros besos por el cuello,
por el pecho, por el vientre y llegó a meterse en la boca todo mi ser
vesubiano, prepuciano hasta que noté que, a pesar de mi no-disposición a
hacerle el amor a tan desequilibrada mujer, se me puso de mármol con un David
de Miguel Ángel. Creí ingenuamente que
una noche más con ella le iba a sentar bien, que, después, una explicación por
la mañana sobre mi limitada disponibilidad amorosa, le iban a hacer comprender
que yo era un capricho ocasional nada mas, y por supuesto que nos separaríamos
siendo tan sólo, amigos, pero no, no fue así.
A la mañana siguiente
cuando me desperté en la cama, la alemana había bajado a la cocina a por el
desayuno que me lo traía en un bandeja con una roja de plástico en un vaso, y
además su contento había despertado interés en la gobernanta y cocinera por
saber quién era el afortunado que estaba en su dormitorio, y que sin duda no
iba a quedar en el secreto. Yo no quería que Miranda se enterara de mi lío con
la alemana era ocasional y pasajero, solamente sexo.
Yo había cometido un error imperdonable, el
de apiadarme de una mujer sola y menopáusica que sin saber por qué causa o
razón se refugiaba en aquella isla desértica reina de los vientos tan lejos de
la civilización y de su ciudad de Colonia.
¿Cómo
podía yo concentrarme en mi Dragutón, el
sanguinario, si no encontrar paz, para qué había elegido yo Tabarca, sino
para sentirme relajado y comprar tiempo.
El tiempo que me quitaba la alemana con sus actos de celos, no
comprendía su necesidad de cariño por mi parte, ella me lo ofrecía todo a
cambio de una fidelidad convertida en amistad, pues entre nosotros no cabía
otro asunto. Ella era una esponja de
cariño, de atenciones, me decía que quería reciprocidad. Incluso me ofreció
dinero por quedarme con ella. Después de desayunar me disculpé diciéndole que
tenía que trabajar, me fue a mi
habitación y abrí el ordenador:
…Aurelio de la Vega y sus hombres nadaron
para abordar y hacerse con el control, de un barco turco. Sorprendieron a las
centinelas y lucharon hasta hacerse con el control. Dragutón en venganza
prendió fuego a todas las casas de la isla, que ardieron con facilidad porque
eran cabañas de madera más que casa de mampostería. El turco Dragutón sabía que
los habitantes de la isla estaban ocultos en algún lugar de la isla pero no
sabía dónde, esto solamente era cuestión de tiempo, porque la isla no tenía
escapatoria.
Uno de los piratas dijo que había
encontrado una gran gruta marina, a la que se accedía por un peligroso
acantilado, y allí se dirigió aquel grupo de piratas sin compasión para
hacerlos cautivos, y venderlos en alguna ciudad del Norte de África.
Las
mujeres y los niños refugiados en la gruta del Lobo Marino ya no estaban
seguros. Hallaron unos antiguos restos de un barco antiguo naufragado, tenía
una especie de tesoro, entre ellos un medallón con una media luna que giraba.
No era…
9
El tiempo amainó, el cura se marchó. Yo debí
haberme ido con él si hubiera previsto lo que iba a pasar. La curiosidad de que
el despacho del párroco dispusiera de una biblioteca sobre Tabarca podía más
que la obligación que me unía a un editor que me había pagado por anticipado
por una novela, de la que no era capaz de salir del II capítulo, por eso le
pedí a Miranda que le pidiera la llavea Jacinta, la Beata, y me acompañara dentro de la iglesia pues según dicen
posee una cripta o sótanos donde antiguamente se almacenaban víveres y otros
enseres de pesca. Después de comer fuimos los tres: Jacinta, Miranda y yo al
despacho del cura... Encontré un libro antiguo de repoblamiento de los primeros
habitantes de la isla, y lo tomé prestado, y así se lo hice saber a la Beata que me lo llevada por unos
días.
Regresé a mi habitación, la alemana estaba en
mi habitación tendida en mi cama y
temblando de frío, sumida en la inseguridad, sin arreglar, llorando
diciéndome que le habían robado todas sus joyas y su máquina fotográfica
profesional. En secreto me decía que sospechaba de Miranda, ya que era la
sirvienta que entraba a hacerle las camas, estaba segura. Yo no podría aceptar la acusación, sabía que Miranda
era incapaz de cometer un robo, no era una condición. Era un tema que estaba
muy visto: el de culpar al servicio del hotel de un robo.
La
alemana quería ir a Santa Pola a presentar la denuncia, yo le dije que se
espera, que no se precipitara que no se
podía acusar a una persona sin pruebas, por simple arrebato. Yo me comprometía
a hablar en serio con Miranda. La alemana se puso muy pesaba, luego se bebió un
whisky, se fumó medio paquete de rubio. Pues a mí me interesaba calmarla para que
no metiera a Miranda en un lio penal, pues la fama se pierde en un momento pero
luego, es posible que no se restituya jamás. La alemana estaba, sin motivos, celosa, enfermamente celosa.
La
cuestión del supuesto robo se supo en todo el Hotel, y la recepcionista del
mismo le pidió a Miranda que no volviera por el Hotel hasta que se averiguara
la verdad. Yo hablé con Miranda, se puso de un humor de las que se tiran a los
pelo, yo estaba en medio de las dos mujeres, haciendo de árbitro. Me vi obligado a consolar a la alemana para
que no denunciara, no son muy dados estas mentalidades protestantes a
confesarse con alguien que no sea su psiquiatra, me contó que ella fue
fotógrafa que incluso hacía trabajos para Nacional Geografhi, pero ocurrió una
desgracia, su hija también fotógrafa se tiró por una ventana en Nueva York a
los veintitantos años de edad, sin haber encontrado la explicación, la alemana
perdió la relación con su marido, un argentino, porque, reconocía, que se puso
insoportable, desde entonces viajaba a los lugares más solitarios para
descansar, no para hacer fotos profesionales, sino para buscar la paz de las
soledades isleñas...
contacto: ramon.palmeral@gmail.com