La casa
de mi abuelo estaba en un descansillo de la calle Dr. Fleming, hoy calle del Darra,
desde el atardecer en cuento el sol se iba por la loma del Fuerte, mi abuela
abría balcones del primer piso, y la
puerta de color azul de la calle más abierta aún (porque siempres estaba abierta), levantada la cortina de canutillo, como la de
los bares. Era la única forma de que se formara una corriente de aire para
que entrara el fresco. Era julio, ya había pasado la Virgen del Carmen, las
mozas se preparaban para ir a la novena de Santiago apóstol, dentro, junto a los banco del altar mayor hacía fresco, porque el gran muro de
la fachada de la iglesia de San Antonio, ancalá hasta el cuello, ya dejó
de recibir las cornada del sol.
Era ese
tiempo en que algunos jóvenes cogían el ciclomotor y se iban a tomar unos baños
a Nerja, bien en el Bajondillo o en algún bar de la plaza Cavana.
—¿Por qué no te llevas a los niños a dar una vueltecita por el Ingenio?, decía mi abuela Virtudes a mi madre. El Ingenio de azúcar tenía una buena explanada llana como la hoja de una faca. Allá que nos íbamos, algunos niños a jugar a la pelota. Debajo del muro, cerca de bar Virtudes, paraba la alsina de Mariano y allí que íbamos los niños corriendo a oler quién venía de la capital o de Nerja. Ya el sol había recogido sus rayos de calor y se había fugado con la Luna llena como un candil en el cielo hasta mañana a las seis. Con mucha suerte, mi madre nos compraba un refresco al tío Lucas, o un helado al corte: dos galletas con una pasta helada dulce de vainilla y chocolate.
—¿Por qué no te llevas a los niños a dar una vueltecita por el Ingenio?, decía mi abuela Virtudes a mi madre. El Ingenio de azúcar tenía una buena explanada llana como la hoja de una faca. Allá que nos íbamos, algunos niños a jugar a la pelota. Debajo del muro, cerca de bar Virtudes, paraba la alsina de Mariano y allí que íbamos los niños corriendo a oler quién venía de la capital o de Nerja. Ya el sol había recogido sus rayos de calor y se había fugado con la Luna llena como un candil en el cielo hasta mañana a las seis. Con mucha suerte, mi madre nos compraba un refresco al tío Lucas, o un helado al corte: dos galletas con una pasta helada dulce de vainilla y chocolate.
Al par
de horas subíamos otra vez la cuesta de la calle Real, por los escalones
empedrados y algunos cantos sueltos y algunas maceta de geranios marchitos. Algunas mujeres todas vestidas de luto
bajaban para hacer algún madao en la tienda de ultramarinos de Eloysa.
Cuando llegábamos
al descansillo de la casa del abuelo Emilio ya habían sacado las sillas a la
calle, ya era de noche, y el fresco parecía tener un respiro y se movía algo.
Varios hombres y mujeres hablaban de campo, de viñas, de cabras y de algún pulgón
que le había entrado a los pámpanos, ya con la uva menuda pero tirando a rubias
perlas.
Los
niños en el descansillo aguantábamos poco, por eso nos íbamos dentro a seguir
jugando en la cocinilla, hasta que el sueño nos derribaba y te quedabas dormido encima de una
estera de esparto, hasta que mi madre nos pasara al colchón de fresco palmito.
Así un día y otro, y aun quedaba agosto, el mes de la Virgen, un 15 como un farol grande de luz divina.
Frigiliana
1954.
Ramón Fernández