jueves, 10 de agosto de 2017

Noches de calor en Frigiliana. Foto antigua




La casa de mi abuelo estaba en un descansillo de la calle Dr. Fleming, hoy calle del Darra, desde el atardecer en cuento el sol se iba por la loma del Fuerte, mi abuela abría  balcones del primer piso, y la puerta de color azul de la calle más abierta aún (porque siempres estaba abierta), levantada la cortina de canutillo, como la de los bares. Era la única forma de que se formara una corriente de aire para que entrara el fresco. Era julio, ya había pasado la Virgen del Carmen, las mozas se preparaban para ir a la novena de Santiago apóstol, dentro, junto a los banco del altar mayor hacía fresco, porque el gran muro de la fachada de la iglesia de San Antonio, ancalá hasta el cuello, ya dejó de recibir las cornada del sol.
Era ese tiempo en que algunos jóvenes cogían el ciclomotor y se iban a tomar unos baños a Nerja, bien en el Bajondillo o en algún bar de la plaza Cavana.
—¿Por qué no te llevas a los niños a dar una vueltecita por el Ingenio?, decía mi abuela Virtudes a mi madre. El Ingenio de azúcar tenía una buena explanada llana como la hoja de una faca. Allá que nos íbamos, algunos niños a jugar a la pelota. Debajo del muro, cerca de bar Virtudes, paraba la alsina de Mariano  y allí que íbamos los niños corriendo a oler quién venía de la capital o de Nerja. Ya el sol había recogido sus rayos de calor y se había fugado con la Luna llena como un candil en el cielo hasta mañana a las seis.  Con mucha suerte, mi madre nos compraba un refresco al tío Lucas, o un helado al corte: dos galletas con una pasta helada dulce de vainilla y chocolate.
Al par de horas subíamos otra vez la cuesta de la calle Real, por los escalones empedrados y algunos cantos sueltos y algunas maceta de geranios marchitos. Algunas mujeres todas vestidas de luto bajaban para hacer algún madao en la tienda de ultramarinos de Eloysa.
Cuando llegábamos al descansillo de la casa del abuelo Emilio ya habían sacado las sillas a la calle, ya era de noche, y el fresco parecía tener un respiro y se movía algo. Varios hombres y mujeres hablaban de campo, de viñas, de cabras y de algún pulgón que le había entrado a los pámpanos, ya con la uva menuda pero tirando a rubias perlas.
Los niños en el descansillo aguantábamos poco, por eso nos íbamos dentro a seguir jugando en la cocinilla, hasta que el sueño nos derribaba y te quedabas dormido encima de una estera de esparto, hasta que mi madre nos pasara al colchón de fresco palmito.
Así un día y otro, y aun quedaba agosto, el mes de la Virgen, un 15 como un farol grande de luz divina.

Frigiliana 1954.
Ramón Fernández