GASTRONOMIA ALICANTINA
DEL LIBRO
ALICANTE: HISTORIA DE UNA
AMISTAD
entre
Don
José Guardiola y Ortiz
y
Don Agatángelo Soler Llorca
Gastronomía Alicantina
Conduchos de Navidad
Platos de Guerra:
Cuadernos
Primero y Segundo
Autores:
JOSÉ IGNACIO AGATÁNGELO SOLER DÍAZ
LUÍS JAVIER SOLER DÍAZ
FRANCISCO GUARDIOLA NAVARRO
JOSÉ LUÍS GUARDIOLA NAVARRO
DELMI GUARDIOLA ALCARAZ
JORGE NADAL BLASCO
JUAN JOSÉ AMORES LIZA
ALFREDO CAMPELLO QUEREDA
EN LA CIUDAD DE ALICANTE Y SU
PROVINCIA
año 2.012
GASTRONOMÍA ALICANTINA
CONDUCHOS DE NAVIDAD
Don
José Guardiola
y Ortiz
José Guardiola y Ortiz
CONDUCHOS DE NAVIDAD
Y
GASTRONOMÍA ALICANTINA
ALICANTE
Edita: Agatángelo Soler Llorca
Mayor, 29. Alicante.
I.S.B.N.: 84 – 400 – 5579 – X
Imprime: Gráficas Díaz. Alicante.
Depósito legal: A-493-1972
GASTRONOMÍA
ALICANTINA
SEGUNDA PARTE
Don José Guardiola y Ortiz en un aperitivo, en el barrio de Benalúa en la ciudad
de Alicante.
____________
Es propiedad
____________
J. GUARDIOLA Y ORTIZ
Gastronomía
Alicantina
____________
Contribución al estudio de
la tradición culinaria
comarcal.
_____________
Segunda edición
1944.
|
LA PEQUEÑA HISTORIA
DE ESTE LIBRO
N noviembre de
1935, un amigo muy querido requirióme para
que escribiera algo acerca de los yantares alicantinos propios de los días
navideños, a fin de dar variedad a «Fogueres», semanario propulsor de nuestras
fiestas sanjuaneras. Así
lo hice, y con solo mis iniciales se publicaron varias recetas, que después
traté de recoger en un pequeño volumen, iniciando con ello un ensayo de nuestro
folklore culinario.
Hallábame
entonces en plena actividad profesional y asaltóme el recelo de cómo acogería mi
clientela la mescolanza de cosas tan dispares como la toga y el birrete con el
mandil y gorro de cocinero, pues, por espíritu de incomprensión son todavía
muchos los que creen es cosa frívola e insustancial la literatura culinaria,
ignorantes de que hayan existido hombres de gran
talento y bien cimentado prestigio; entre ellos, pongo por caso, Brillan-Savarín,
abogado, alcalde, diputado y magistrado del más alto Tribunal francés, a la par
que autor famoso de «Fisiología del gusto», de otras obras de carácter
gastronómico, y de infinidad de recetas culinarias, algunas excesivamente
estrambóticas.
Con todo,
seguía indeciso sin acabar de resolverme, cuando un día, de súbito, asaltóme el
recuerdo de Martínez Montiño, cocinero
mayor del Rey Felipe II y autor del conocidísimo libro «Arte de cocina»; y éste
recuerdo venía asociado al de cierta Embajada japonesa que estuvo de paso en
nuestra ciudad, allá por el último tercio del siglo XVI.
Más ¿qué
extraña relación podía ligar ambos recuerdos para que en mí se produjera la
certidumbre de que en ella radicaba la solución de mi pequeño problema?
A
poco encontréme con dos buenos amigos, don Juan Guerrero y don Francisco
Navarro, que me habían proporcionado
valiosos elementos para mi «Biografía de Gabriel Miró», acabada de aparecer.
Hablamos
del libro y, a punto de separarnos: - ¿Qué
hace usted ahora?, me preguntaron. Les
conté el empeño culinario-editorial en que estaba metido; mis recelos dudas y
vacilaciones, y, al hacer mención de la embajada, ambos se echaron a reír.
Motivaba
su risa la rara coincidencia de que, hacía poco, había estado en Alicante Shizuo
Kasai, rector de la Academia de
lenguas
extranjeras en Tokyo y amigo de Navarro, a quien había conocido en Madrid; y
precisamente el motivo de su venida era adquirir datos acerca de la estancia en
esta ciudad de una embajada de su país, habiendo sido escasas y muy someras las
adquiridas.
No eran
tampoco muy complejas las que en mi memoria guardaba acerca de la misma; y su
recuerdo era vago, impreciso, sin poder localizar donde había obtenido su
noticia.
Pasé
el resto del día preocupado, tratando de aguzar mi memoria, aunque sin fruto.
Me
acosté tarde y no podía conciliar el sueño porque me desvelaba la fijeza de la
idea obsesionante. Por fin llegué a dormirme.
Y aquí,
para que de lleno se perfilara mi caso en la teoría freudiana, yo debiera decir
que soñé; pero, lo cierto es que no soñé, si bien no dormí más que un breve
rato, y que, al despertar, de nuevo surgió la idea fija, y un nombre:
Bungo. ¿Bungo?...
¿Donde
y cuando había oído o leído este nombre? Quise
dormir y un monótono, rítmico martilleo me lo impedía:
Bun… go… Bun…
go… Bun…
go…
Cuando me
convencí de que no podía reanudar el sueño, a pesar de lo intempestivo de la
hora, bajé al despacho y emprendí la búsqueda de la palabreja.
Nada en el
Hispano-Americano. En
el Espasa, una breve noticia geográfica de la situación de Bungo, en el Japón.
Acudí
al Moreri, que por su venerable antigüedad quizá me sacaría de dudas.
Nada.
Bungo,
ciudad y Reyno de la isla de Ximo, en el
Japón. Relación
histórica de la cruel persecución histórica del cristianismo…
Nada útil
para mi objeto. Ya
iba a cerrar el tomo, cuando al final del artículo entreveo una llamada: véase
“Embaxada del Japón”.
No
podía contener mi gozo: allí estaba la relación detallada que se describe en la
página 68 de la primera parte de esta obrilla.
Lo que
faltaba en el Moreri lo hallé enseguida al abrir, por azar aparente, la Crónica
de Alicante, de Viravens, por la página 127.
Habían
cesado yá mis dudas y vacilaciones. La
cosa estaba clara: Felipe II, el rey piadoso, recibía con volteo de campanas á
los egregios representantes de países que acababan de hacer profesión de fé
católica; enviaba á su encuentro a los hijos de Grandes de España, que
presentaron á los embajadores sendas carrozas tiradas cada una por seis
caballos; prodigaba á la embajada fastuosos agasajos; y, finalmente, al
trasladarse á Alicante para emprender su viaje a Roma, disponía su alojamiento;
los honores que había de rendírseles, y las fiestas y banquetes con que debían
ser obsequiados, para lo que envió a su Cocinero Mayor, Francisco Martínez
Montiño.
¿No
es verdad que así debió suceder?...
Cuando
menos tal creí yo, después de una noche fatigosa de encontradas emociones, en
aquella otoñal mañana bañada por los alegres rayos del sol naciente.
Así, con
todas las complicaciones psicoanalíticas sinceramente narradas, nacieron
«Conduchos de Navidad».
Más,
con ello no lograba ver cumplido el propósito que motivó mi empresa, pués,
aparte de ser menguada la muestra de platos alicantinos ofrecida en «Conduchos»
quedaba por llenar una laguna de cuatro siglos de tradición culinaria.
Afortunadamente,
desde hace años, vengo acumulando materiales para el estudio de nuestro folklore
comarcal, por lo que me resultó cosa fácil enjaretar en obra de pocos días una
segunda parte, dando lugar a «Gastronomía alicantina» que desechado todo vano
temor, no vacilé en publicar con mi nombre, pues que eran ya un secreto a voces
mis aficiones coquinarias.
Agotada
rápidamente la edición han sido muchos los que me han venido insistiendo para
que hiciera una nueva. Entre
ellos el insigne y nunca bien llorado escritor don Francisco Rodríguez Marín, el
primero de nuestros folkloristas, al que me unió una preciada amistad, gracias a
«Gastronomía».
Me
he resistido hasta ahora por no ser propicias las circunstancias; pero un amigo
obstinado, fervoroso alicantinista, ha recabado el concurso de otros, y, con su
cooperación, me he decidido a reimprimir el libro.
Las
principales variantes introducidas en esta edición consisten: en un aumento
considerable de sus páginas, para dar cabida a numerosos platos nuevos; en la
inserción de un documentado estudio acerca de la comunidad de origen entre un
celebrado plato de la región y otro, extranjero, que goza de una fama mundial;
estudio que por su novedad y originalidad, confío sorprenda gratamente al
lector; y en la reforma de la ortografía de la primera parte, para no continuar
incurriendo en el enojo de las señoras que al poner en práctica algunas de sus
recetas, decían, no se aclaraban con tantas efes.
Bueno
será también advertir que no considero como exclusivamente típicos de nuestra
comarca a la totalidad de los platos repertoriados; pero, como podrán observar
los lectores, todos ellos tienen una raigambre tradicional.
Si, sobre
los 72 años que llevo cumplidos,
logro alguna propineja, procuraré corregir y aumentar mi intento de sacar
del olvido cosas que están en la entraña de nuestra tradición, que es en
definitiva lo que actualmente se viene haciendo en todos los países cultos al
trabajar por el descubrimiento y conservación del caudal folklórico de sus
respectivos pueblos.
En todo
caso, lo hecho por mi hasta ahora, cuando menos, podrá servir de estímulo
para que otros, con mayores alientos, logren el empeño de enaltecer las
grandezas y maravillas de esta bendita tierra,
“la millor terra del món”.
______
Palabras
preliminares
I
EN
1876, el «Doctor Thebussem», desde su «Huerta de Cigarra» en Medina Sidonia,
envío una carta al «señor jefe de
las cocinas de S. M. el rey de España», en la que, con
elegante estilo arcaico y zumbona ironía,
protestaba de que se escribieran en francés los menús o listas de los
platos que se servían en los banquetes de palacio.
A esta
carta contestó «Un cocinero de S. M.» con
otra, no menos admirablemente escrita, y así quedó entablada una polémica
periodística que duró varios años.
Para
la generación actual, no solo el recuerdo de aquella famosa polémica, sino el de
los preclaros ingenios que la mantuvieron.
La tal
polémica que solo produjeron grato solaz entre la gente culta, fue, poco a poco,
popularizándose: la gracia con que estaban escritas las cartas sobre «El comedor
y la cocina»; la erudición que acerca de la materia controvertida mostraban sus
autores; lo castizo de la expresión y el gracejo que ponían en su impecable
estilo, lograron primero despertar la
curiosidad del público, y después, acrecer el afán de los lectores, que
esperaban impacientes las réplicas y los nuevos ataques de cada uno de los
polemistas. Bien
es verdad que estos eran: el insigne literato español don Mariano de Pardo y
Figueroa, polígrafo eminente, que amparaba su ilustre personalidad tras el
seudónimo «Thebussem», anagrama de embustes, palabra graciosamente germanizada
con
sola
adición de una hache; y «Un cocinero de S. M.», nada menos que el ya entonces
consagrado publicista, don José Castro y Serrano, proveniente de la célebre
cuerda granadina, -en la que figuraban Manuel Palacio, Pina Domínguez, Pedro
Antonio de Alarcón, Manuel Fernández y González y otros ingenios de la época,- y
autor de diversas obras de gran mérito, entre ellas «La novela de Egipto», ya
famosa en aquel tiempo por las circunstancias en que fue escrita.
En
el decurso de la controversia, «Un cocinero» había dicho: «¿Quiere Vd. señor «Thebussem» que saquemos algún resultado práctico de
esta nueva dilucidación culinaria? Apenas
hay una comarca en España que no cuente con una especialidad de cocina digna de
figurar en las mesas de los palacios. Pidámosle
a cada punto su receta, y formemos un repertorio de manjares ilustres
españoles».
Claro es
que quiso «Thebussem»; pero los esfuerzos de entrambos, a pesar de su valía, no
fueron bastantes a conseguir que sus contemporáneos, ni la generación que le
sucedió, hayan secundado la patriótica empresa para formar el repertorio
nacional de manjares que integran la gran cocina española.
Centenares
de libros de este arte se han publicado
desde entonces; pero ninguno –con la sola excepción de Cataluña que tiene un
recetario completo- dedicado especialmente a
pregonar las excelencias de los platos regionales, formar su índice, y, menos
aún, a ofrecer con documentada exactitud las fórmulas
para su confección.
Hace algunos años, el Patronato
Nacional de Turismo, encomendó a Dionisio Pérez la redacción de un «Inventario y
loa de la cocina española», que se publicó en 1929 con el título «Guía del buen
comer español». Dionisio
Pérez era un publicista notable que tenía bien demostradas sus aficiones a la
literatura coquinaria, y aún cuando produjo un libro que ofrece gran
interés, es lo cierto que por causas no imputables al autor, sino al desdén de
regiones enteras que no conceden importancia a sus peculiaridades gastronómicas;
y al desafecto inconcebible que muchos cocineros sienten por la cocina española,
el libro está lejos de dar satisfacción al requerimiento de «Thebussem» y el
«Cocinero», y aún al propósito de que el distinguido escritor se trazara al
recibir el encargo.
II
Ignoro
si después de eso el Patronato ha persistido en su loable iniciativa, y,
continuado dando muestras de la importancia que otorga a la cocina como eficaz
elemento de propaganda turística. Desde
luego en otros países le conceden para tal fin un valor primordial.
Tengo a la
vista un folletito de propaganda de atracción que hace el Franco-Condado.
En la
portada, litografiada, campea la figura gallarda de un cocinero, cuchara
en mano, en actitud de catador.
Y dice la
leyenda: «Cuando Vd. visite Besanzón y sus alrededores el CLUB DE LA CUISINE
COMTOISE le designará las hostelerías que siguen siendo fieles a la TRADICIÓN
gastronómica regional». Continúa
la lista de los platos típicos, y, después, la de vinos y licores del país.
En
los anuncios de los hoteles figuran las especialidades, entresacadas de la lista
de platos de la comarca: el «GRAND HOTEL DU PARC», «Poulet de Bresse», «Truite
au beurre blanc»; el «DES MESSAGERIES», «Terrine Maison» y «Morilles a la créme»,
y así sucesivamente. Es
decir, que en una región como el FRANCO-CONDADO, en una ciudad como Besanzon,
tan llena de recuerdos históricos y bellezas artísticas, se coloca como
principal elemento de atracción turística, la cocina.
III
La
provincia de Alicante tiene una bien destacada personalidad gastronómica.
Los frutos
que en ella se producen, los más selectos y variados, con lo que puede decir con
legítimo orgullo que se basta ella sola para que su despensa quede ricamente
abastecida.
ALCOY,
suministra ricos pasteles y famosas peladillas.
ALCOLECHA,
manzanas.
ALICANTE,
toda suerte de pescados, acreditadas conservas de frutos de la tierra, y sus
vinos, que, de antiguo, gozan de fama mundial.
ALMORADI,
naranjas, hortalizas y conservas.
ALMUDAINA,
sus cerezas, inmortalizadas por Gabriel Miró, en su novela «Las cerezas del
cementerio».
ALTEA,
alcachofas y langostas.
BENEJAMA,
manzanas, aceites y vinos generosos.
BENIDORM,
almadraba para la pesca del atún.
BIAR,
aceites celebrados.
BUSOT,
fresas y espárragos.
CALLOSA
D’EN SARRIÁ, fresas y otros frutos variados, y singularmente el tomate.
CALPE, los
más selectos salmonetes del litoral.
CAMPELLO,
rica pesca, siendo afamados sus salmonetes.
COCENTAINA,
exquisitos peros.
DENIA,
pasas, acreditadas de antiguo en el extranjero.
ELCHE,
dátiles, granadas y dulces.
GORGA, con
preciada raza de gallinas.
GUARDAMAR,
exquisitos langostinos y melones.
IBI, peras.
JÁVEA,
langotas.
JIJONA,
preciadas uvas y otros frutos, con sabrosos tomates para comer en crudo;
turrones de universal renombre.
MONÓVAR,
vinos y aguardientes.
MONFORTE,
licores.
NUCIA,
exquisitos embutidos.
ONIL,
aceitunas preparadas y aceites.
ORIHUELA,
carnes, naranjas y dulces.
PEGO, arroz
y otros frutos.
ROJALES,
naranjas.
TABARCA, la
singular islita que vive de la pesca, con su productiva almadraba.
TÁRBENA,
finos embutidos y ricas cerezas.
VILLAJOYOSA,
almendras y pesquerías de almadraba.
VILLENA,
ajos, cardos, coles de Bruselas, aceites y dulces.
En
todas partes, averío de corral, ganado lanar, vacuno y porcino; caza, aunque no
abundante, y múltiples fábricas de harinas y conservas.
Es también
proverbial la fama de que goza por su afición al buen comer.
En su
cocina cuenta con platos, de tal suculencia y exquisitez, que pueden competir
ventajosamente con los más famosos de otros países.
No obstante
esta condición de privilegio en que nuestra provincia se encuentra, nadie ha
cuidado de dar a conocer tal riqueza de medios, en el arte coquinario;
malbaratando de tal suerte los beneficios que recaerían sobre el país al
divulgar estos conocimientos que tanto podrían contribuir al fomento del
turismo.
No tengo
noticia de obra alguna escrita con miras a este propósito, ni conozco tampoco
más actos de resonancia en lo que se atienda a tal fin, que los siguientes:
En febrero
de 1911.- La
Diputación ofreció un almuerzo al Rey, y la lista estaba compuesta de platos
alicantinos.
Entremeses.-Aceitunas
de Onil.-Bacalao a la alicantina.-Lomo
de atún.-Sobreasada
de Tárbena.
Platos.-Arroz
con costra.-Pescado
a la marinera.-Perdiz en cazoleta a la Albufera.-Espárragos
de Busot.-Filetes
de ternera de Orihuela.
Postres.-Pasas
de Denia.-Pasteles
y peladillas de Alcoy.-Turrones
y uvas de Jijona.-Almendras de Villajoyosa.-Granadas
y dátiles de Elche.-Manzanas
de Alcolecha.-Peras
de Ibi.-Naranjas
de Rojales.-Tortada de almendras.
Vinos.-Clarete
y tinto Dupuy, Alicante.-Fondillón,
1872, Alicante.
En
diciembre de 1928 vino a nuestra ciudad, el celebrado escritor don Wenceslao
Fernández Flores, invitado por la «Asociación de la Prensa», para que probara
nuestros arroces. El
insigne humorista comió de ellos y de otros yantares genuinamente alicantinos.
Aún
perdura en nosotros el recuerdo de aquel delicioso comensal y la admiración por
su esforzada voluntad, que le permitió mostrarse sonriente a las duras pruebas a
que fué sometida su potencia digestiva. En
sus admirables «Memorias de un devorador de arroces», saldó prodigiosamente,
como un gran señor, la cuenta de los agasajos recibidos, y en su prodigioso
canto a nuestra ciudad, «de calor dulce y amable regazo de mujer», que esculpió
en «La casa de la Primavera», nos dejó encadenados a los alicantinos en una muy
honda y sincera gratitud.
______
Dejeuner
offert á la réprésentation des espéditionnaires oranais par José Guardiola
Ortiz, ex-Foguerer Major de la Foguera de Oran, dans sa propieté «Belvédére»,
Plage de San Juan, á une heure.
Alicante le 23 Juin 1936
MENÚ
DEUX DOUZAINES D’HORS D’OUVRE,
UN ESPECIAL: «ESCARGOTS A LA BOURGUIGNONE»,
POUR UN «COKTAIL LAMBERT»
VIN ROUGE GAZPACHOS
VIN BLANC ASPIC DE
POISSON
CHAMPAGNE CUISSE DE
POULET A LA PERIGUEUX
FROMAGE FRAIS DE LA MAISON
MACEDOINE CREME DE VAINILLE.
PUDING D’ORANGE
VINS
ROUGE «ALICANTE», MARCIAL SAMPER 1928
BLANC «LUCENTUM» ID.
FONDILLÓN
MISTELA
CAFÉ, LIQUEURS, CIGARRES HAVANNES
Le
grand nombre d’hors d’oeuvre inscrit sur le menú est du au désir de présenter
deux qui ordinairment se servent sur les tables d’Alicante; d’autres typiques,
spéciaux de notre table traditonelle et d’autres encore particuliers de la
maitresse cuisine de la glorieuse patrie de nos hôtes.
______
Como de
antiguo, comparto la opinión del «Doctor Thebussem» y de otros, no muchos, que
dicen debe escribirse en castellano las listas de platos que se sirven en mesas
españolas, parecerá una inconsecuencia que haya escrito menú, y en
francés, la de los servidos en este almuerzo; pero, lo hice correspondiendo a la
galantería que conmigo se tuvo en Orán, al obsequiarme con una comida en que los
platos llevan nombres españoles; rojas y amarillas eran las flores que adornaban
la mesa; y banderas españolas cubrían las paredes del comedor.
La
receta de los platos servidos se halla en los correspondientes capítulos de este
tomito.
Barco en el puerto de Alicante a punto de zarpar para Orán
______
______
El arroz
I
L
arroz se le atribuye un origen
divino-gastronómico:
Según
refiere una tradición budista, Siwa, el dios mayor de la trimurti india, creó
una
doncella tan hermosa que la llamó Retna-Dumila (joya radiante), y deslumbrado
por su belleza quiso casarse con ella; pero Retna le impuso varias condiciones,
figurando entre ellas la de que le presentara un manjar que nunca le causara
hastío. El
pobre dios enamorado se encontraba en una
situación análoga a la de Pigmalión:
también éste se había enamorado de la estatua de marfil que
labrara,
pero, a diferencia de Siwa, el escultor chipriota se vió apasionadamente
correspondido apenas sus amantes besos dieron con su calor de vida humana a la
hermosa Galatea. Como Retna persistía en su condición y el desdichado pretendiente no
conocía ningún manjar como el apetecido por su amada, desconfiando de su poder
divino, envió a la tierra a su favorito predilecto; pero éste, en vez de cumplir
el encargo, se entretuvo en devaneos amorosos, por lo que Siwa, desesperado ya,
quiso casarse a la fuerza, muriendo al instante la débil sensitiva flor.
El príncipe
encargado de la custodia de su tumba, observó que de ella brotaba a los cuarenta
días un extraño resplandor, y después, una planta desconocida.
Entonces
Siwa dijo al guardián: «En esta planta vive el espíritu de Retna-Dumila.
Lo que ha
nacido de su ombligo se llama padi, arroz.
Reparte sus
semillas entre los hombres, porque desde hoy será su principal alimento».
Desde
entonces –cinco mil años antes de nuestra era- bajo el patrocinio de Dewi-Sri,
la diosa indostánica del arroz, se cultiva este en China, y a nuestra región
llegó en época tan remota, que no se ha logrado determinar la fecha.
Su
producción, consumo, riqueza y variedad de condimentos ha sido tal, que Retna-Dumila
no habría muerto sin ver satisfecho su deseo, pues hubiera podido comer sin que
le causara hastío, arroz todos los días, y cada día un arroz distinto.
Esta es la
leyenda de la preciada gramínea que se cree introdujeron en España los árabes y
la cultivaron durante su permanencia, en Alicante, Córdoba, Granada, Murcia,
Sevilla, Tarragona y Valencia, y que constituye el alimento principal de la
región levantina.
II
Aunque
suele atribuirse al arroz grandes cualidades alimenticias, es lo cierto, que,
por su pobreza en substancias nitrogenadas,
dista mucho
de poder ser considerado como un alimento completo.
Esto no obstante, en el grupo de los energéticos, el arroz representa uno
de los más estimables por su riqueza en hidratos de carbono.
Es también
–como diría un boticario- un magnífico excipiente para poder incorporarnos las
nutritivas suculencias de las viandas con las que se suele condimentar.
Ha sido el
punto de partida de la doctrina de las vitaminas, pues habiéndose observado que
el origen de la terrible enfermedad denominada beri-beri radicaba en el
consumo del arroz descascarillado y pulido, se prosiguieron los estudios que han
dado por resultados llegar al conocimiento de esas substancias imponderables que
son tan necesarias para la nutrición. En
el arroz completo se encuentra, aunque no en cantidad suficiente, la vitamina A,
de crecimiento; la B, antipolioneurítica; y, aunque no bien comprobada en sus
efectos y especificidad, la E, antiesterilidad.
Se le
atribuyen también otras valiosas cualidades, tales como la de templar la sed, el
calor del cuerpo y el ardor de la orina. En
purés y decocciones se utiliza con éxito para la alimentación de los enfermos
del aparato digestivo; y es de fácil digestibilidad, aún en su empleo corriente,
con tal de que su cocción haya sido completa; y, finalmente, compensa los
inconvenientes que tiene para el organismo una sobrealimentación albuminoidea.
III
Lunes
santo, 3 de Abril.-
A
fines del mes presente se acabará la impresión de este libro, y calculo que a
mediados del próximo, autorizada ya su venta, aparecerá en las librerías.
Ascensión
se apresurará a comprarlo, por varias razones: porque es muy alicantinista; por
ser aficionada a la cocina, y porque el 18 es su santo.
A su marido
le gusta mucho el arroz. El
jueves habrá, pues, arroz y gallo muerto.
A ella le viene de casta la afición a la
cocina. Su
madre hacía primores y la recién casadita no quiere desmerecer a los ojos de su
marido. Abre
el libro y busca con afán las reglas para hacer un buen arroz, aunque, en
verdad, no le interesa más que una: la que diga con fijeza la cantidad de caldo
que hay que poner. Ha probado ya todas las reglas
conocidas: tantos litros de caldo por kilo de arroz; tantas tazas de caldo, por
tantas de arroz; tantos dedos de líquido por encima del nivel que alcanzan en la
cazuela los ingredientes; la plantada del cucharón… y unas veces el arroz le ha
salido bien, y, otras mal. Ella
quiere una regla fija, concreta, que le diga la cantidad que ha de poner… y esto
precisamente, es lo que es, ni aún reunidos en Aerópago los más afamados
arroceros, podrían decirle. Entonces,
¿habrá de renunciar a saber hacer un buen arroz?...
De ningún modo: discurriremos
acerca de la materia y, si no un precepto axiomático, algo podrá sacar que le
sea de provecho.
Tres son
los factores que hay que tener en cuenta para la solución del problema y que,
por la variabilidad de su condición, imposibilitan el establecimiento de una
regla: la calidad del arroz; la del agua que se utilice para su cocción; la del
combustible que se emplee.
Calidad del
arroz.-
Exceden del
millar las clases de arroz que se producen en todo el mundo, y, aún en España,
es crecido el número de las que se cultivan, conocidas unas por su nombre propio
y otras por el lugar en que se cosechan: arroz de Valencia, de Sueca, de
Cullera, de Pego, de Calasparra… Cada
una de estas clases tiene un grado de dureza distinto y a ella hay que acomodar
la cantidad de caldo y tiempo que requiere su cocción.
La
composición del agua.-
Esta tiene
gran importancia, y que de su calidad depende el volumen a emplear para la
cocción del arroz, el tiempo que hade durar ésta, y aún hasta la exquisitez del
plato.
Baste
para su demostración tener presente lo que ocurre con el agua de Madrid: con los
mismos elementos, el cocido resulta allí con notable diferencia con el que aquí
hacemos: los garbanzos tiernísimos; las carnes ablandadas; las verduras con
suavidad y suculencia envidiables. Las
mismas favorables condiciones se reproducen en el condimento del arroz.
El
combustible empleado.-
Para hacer
un buen arroz, el combustible ideal es la leña, leña seca, de ramas ligeras, o
sarmientos, susceptible de producir gran llamarada, para la viva ebullición del
primer tiempo, y buen rescoldo para ir graduando los demás instantes de la
cocción.
Como
es natural, hay que poner más caldo por ser mayor la cantidad que se evapora.
Ascensión
ha podido ya convencerse de la dificultad que existe para que pueda dársele la
regla apetecida; pero no debe preocuparse por ello: aquí, en esta tierra tan
arrocera, no parece sino que de padres a hijos se transmite la facultad
instintiva de saber la cantidad precisa de caldo que requiere cada arroz.
Déjese
guiar por el instinto y, dando al olvido todas las reglas, al arroz del jueves
póngale el caldo que la inspiración le dicte, y vigile su marcha.
Si a mitad
de la cocción observa que el caldo abunda, haga más viva la ebullición; si, por
el contrario, escasea, meta la cazuela o sartén en el horno, o cúbrala con
tapadera metálica y ponga brasas encima.
Salvo
casos de tragonía, 125 gramos de arroz por cada comensal para los arroces secos
y melosos, y la cuarta parte para los caldosos.
El
arroz puede hacerse con leña sobre trébedes, en la cocina económica, sobre un
hornillo con carbón vegetal y a la llama de gas.
El primer
modo es el más recomendable y el fuego ha de regularse de manera que pueda
producirse en los primeros cinco minutos una gran ebullición, que se va
reduciendo paulatinamente apartando el rescoldo a las orillas manteniéndolo
suave hasta el final. Igual
efecto procuraremos conseguir cualquiera sea el combustible que empleemos.
La
cocción dura de 15 a 20 minutos, sin que su fijación constituya un problema,
pues los que no sepan apreciarlo por la vista deben irlo probando hasta
encontrarlo cocido, penetrando el grano hasta el corazón.
El
arroz no debe ser removido más que una vez: cuando se pone.
Si
se observa que falta caldo para acabar de cocerse, antes que dejarlo crudo y que
se pegue, se le añade caldo o agua, siempre hirviente, poco a poco, y por las
orillas de la vasija en que se condimente.
Cuando
se da por acabada la cocción, se aparata el arroz de la lumbre y se le deja
reposar durante tres a cuatro minutos antes de sacarlo a la mesa.
Aparte
de de su aptitud coquinaria, que la juzgo sobresaliente, si Ascensión,
sigue atenta la observación de las anteriores indicaciones, le predigo un éxito
completo en el arroz el día de su santo, y como
El dia
de L’Asenció
sireretes a montó,
quiero sumarme a los regalos que reciba, con uno,
insignificante: la sencilla receta de un delicioso…
Al
baño-maría se cuecen durante una hora 100 gramos de cerezas, limpias y
deshuesadas, con igual cantidad de azúcar y una cucharada de mantequilla.
Durante
igual periodo de tiempo se tiene en remojo con leche un migón de pan blanco, de
peso aproximado a 200 gramos, con una pizca de sal.
Se
acaramela una flanera; se bate un par de huevos; se mezclan con el pan, la leche
y las cerezas y se vierte todo en la flanera.
Después
de media hora en el horno se saca el flan sobre plato redondo, se rocía con una
copita de coñac y se sirve.
______
______
Los arroces
con carne
E
inaugura la serie de
nuestros arroces con los arroces con carne, cuando parecía natural que siendo
esta comarca totalmente costanera hubiérase dado la prioridad a los arroces con
pescado; pero hay que tener en cuenta que en nuestro folklore culinario, el
arroz a la alicantina ocupa
por derecho propio el primer lugar, y es, fundamentalmente, un arroz con carne.
Componentes
para seis raciones.-
Indefectiblemente
se requiere un pollo, y además, tres pimientos colorados, tres
alcachofas, 125 gramos de guisantes tiernos, un tomatito maduro, una ñora, tres
decilitros de aceite fino, tres dientes de ajo, una pulgarada de azafrán, sal y
750 gramos de arroz.
Estos
son los elementos esenciales; pero pueden, y comúnmente suelen agregarse, todos,
o alguno de los siguientes: tres docenas de chonetes; 250 gramos de magro
de cerdo; seis langostinos; seis trocitos de langosta.
Modo de
preparación.-
Escogeremos
un pollo ya hecho, pero tierno y con un par de horas de antelación a la señalada
para servir el arroz, se sofríe el pollo que, para su más provechosa
utilización, debe ser troceado en la forma siguiente:
Después se
sofríe el magro y se pone a cocer, juntamente con los caracoles.
Se fríen
los pimientos, partidos en cuartos a la larga, se apartan para pelarlos cuando
se enfríen, y se guarda el aceite.
En
cazuela de barro, paella o cacerola plana, cuando ya el pollo y el magro
estén a punto, se pone el aceite y se fríe la
ñora, cuidando mucho de que no se queme. Se aparta, y en el propio aceite se
fríe el tomate, limpia y menudamente picado, las alcachofas, los guisantes y los
ajos pelados.
En
el mortero se pica la ñora con sal, el azafrán y los ajos, pelados, añadiendo
caldo hasta llenar el mortero.
En
la cazuela, paella, o cacerola que hemos empleado anteriormente, y con el aceite
mismo y con el tomate, alcachofas y guisantes sofreiremos el arroz, removiendo
constantemente y bañándolo con el contenido del mortero, pasado por colador
fino, y se añade el caldo necesario, con más el pollo, magro, caracoles…
Se procede
a su cocción del modo ya dicho en el capítulo anterior.
He
leído muchos libros de cocina, pues su lectura resulta a las veces divertida, ya
que abundan, más que los discretos e instructivos, los que contienen dislates de
grueso calibre. Como
es natural, tantas veces como tropezaba con el epígrafe «arroz a la alicantina»
lo pasaba por alto, pues presumí no había de hallar nada interesante en su
lectura; pero, un día, el azar hizo que me fijara en una de tales recetas y
quedé sorprendido al leer que el arroz a la alicantina era un arroz con pescado.
Busqué
en otros libros y todos estaban unánimes en describir el tal como un arroz con
pescado, llamándome la atención la perfecta concordancia en la forma de
redacción que podía, en todos, observarse.
Para
cerciorarme de que no había yo vivido ofuscado, pregunté a varios amigos y me
contestaron acordes: el arroz a la alicantina era nuestro clásico arròs en
pollastre (arroz con pollo); de igual dictamen fueron los diversos
cocineros, profesionales, a los que interrogué.
La igualdad
de redacción en la receta me hizo pensar que el error patentizado en los libros
tenía un origen común; y busqué y hallé. Mi
búsqueda llegó hasta el año 57 del pasado siglo, año en que se publicó un
notable libro. «La
Cocina Moderna», por M. Garciarena y M. Muñoz, cocineros de la Condesa del Campo
de Alange. En el tomo 1º página 31 figura una receta que tiene por epígrafe:
Arroz con pescado a la Alicantina.
En
ella se describen acertadamente los elementos típicos de la cocina alicantina:
ñora, tomate, ajos, alcachofa, guisantes, aceite… pero el primero que la copió,
suprimió con pescado dejando reducido el título simplemente al anunciado
«Arroz a la Alicantina» y como el que describía era una arroz con pescado, los
sucesivos copiadores, tal cualidad atribuyeron a nuestro plato.
Que no
dijeron esto los autores antedichos lo demuestra el párrafo segundo de la
receta: «Así en este país se mezcla el arroz con toda clase de pescados, aves
y carnes…», y como este párrafo también fué suprimido, dióse con ello
ocasión a que se incurriera en el error que, en los libros, se ha perpetuado y
que yo aprovecho esta ocasión para que rectificado quede.
Como
hemos visto anteriormente, éste arroz se hace en cazuela, o en paella, y desde
luego, en hoteles y restaurantes, siempre en el segundo utensilio por lo
quebradizo de primero. Así es frecuente oír decir, «hacer una paella», «ir de paella», «encargar
una paella»… Por
ello y por la casi identidad de los componentes que se emplean en la nuestra y
en la valenciana, con frecuencia se me ha preguntado: - ¿Qué
diferencia hay, pues, entre la paella valenciana y la alicantina?
-
Una muy importante: que en la valenciana
no se sofríe el arroz, y en la nuestra, sí.
La
diferencia es de monta, y acatando de antemano cualquier otro más acertado
parecer, juzgo preferible sofreír el arroz porque en el sofreimiento del grano
se asimila mejor la suculencia que los diversos ingredientes han dejado en el
aceite.
Lejos
de mi ánimo el pretender con esto establecer una opinión de superioridad en
nuestro método. Admirador de la famosa cocina valenciana he llevado mi fervoroso
entusiasmo por ella, hasta el extremo de haber osado, en una ocasión tan solemne
como los Juegos Florales de lo Rat Penat, entonar un canto a la paella,
que, traducido del lenguaje vernáculo, me complazco en transcribir:
«Ver
hacer una paella es asistir a la celebración de un culto extraño de una religión
desconocida. Rito
que tiene sus sacrificios, sus sacerdotes o sacerdotizas, su liturgia, y hasta
su altar.
Sobre
la losa de la cocina, junto a la barraca, a la sombra de un árbol a la orilla
del río, cabe un resguardo de la playa, se dispone el altar, que es bien simple:
unas trébedes, o tres piedras, y un haz de leña.
Sobre el
altar la paella valenciana. La
paella tiene semejanza con una plaza de toros: ancho el ruedo y bajas las
paredes.
En
holocausto a la suculencia de la paella se han sacrificado víctimas expiatorias:
aves de las que vuelan por los aires y de las que picotean por los corrales;
peces que nadan en la mar o que se deslizan por ríos y acequias; caracoles que
se pasean por la sierra tomando el sol tras la lluvia, y mariscos que se agarran
a las rocas costeras.
Las
viandas están a punto y llega el momento solemne de «poner el arroz».
De padres a
hijos se transmiten el sabor
instintivo del caldo que hace falta, porque de esto, y del fuego y del tiempo,
depende que el arroz de deshaga, o quede suelto, y cada grano por su lado.
Removido
el arroz por vez postrera, el fuego rompe en llamas y la paella hierve a
borbollones. El
oficiante se arrodilla y sopla a las brasas para hacer más grande la llamarada,
y entonces, el borbollonear de la paella y los estallidos de la leña que arde,
cantan una música, que és como el forte de un andante de
maravillosa sinfonía. El oficiante traza una especie de
bendición sobre la paella, se inclina, y por el olor conoce como está de punto
de salsas. Poco
a poco se va haciendo más lento el ritmo del bullir y más apianado el crepitar
de la leña: es el morendo de la frase musical.
Se aparta
el rescoldo a las orillas… el grano ha perdido su opacidad, porque está
penetrado hasta el corazón. Unos
instantes de reposo… ha durado la ceremonia
lo que tarda en decirse la misa de doce…
Y
cuando se lanza el grito sacramental ¡caballeros, a la mesa!, entonces… entonces
la paella es placer del olfato, porque exhala un aroma que aventaja el mejor
aperitivo; y en breve será delicia del paladar: pero, ahora, es admiración de la
vista, porque el azafrán ha dorado el arroz; y el rosa nacarado de los
langostinos, y el verde de los guisantes, y el rojo del pimiento, hacen que
asemeje la paella una paleta de pintor; pero, una paleta, con los colores que
ponía Sorolla en la suya para pintar el oro de nuestro sol, el azul de nuestro
cielo y mar, el verdor de nuestras huertas y el rojo de la ubérrima tierra
levantina».
(Arroz caldosito)
Toma
el nombre de su condición, y, al denominarlo así, en lenguaje vernáculo, lo
diferenciamos ya de cualquier otro arroz
caldosito, que no sería, en definitiva, más que eso: un arroz
diminutivamente caldoso; pero no este, que tiene sus características
especiales.
Por
cada diez: un kilo de cabeza, un pie y un rabo de cerdo; cinco morcillas de
cebolla, de tripa cular, que, con perdón así se llaman; tres chorizos y tres
blancos, tres o cuatro nabos; unos carditos, medio kilo de patatas, un cuarto de
garbanzos remojados y medio de arroz.
Con
excepción de las patatas, se pone a cocer todo con la antelación necesaria,
según la terneza del cerdo; más tarde las patatas y, veinte minutos antes de
sentarse a la mesa, se prueba de sal, se pone azafrán y el arroz, que se remueve
bien en el caldo abundante, pues que ha de quedar, como su nombre requiere,
caldosito.
Este
plato se denomina, también, arroz, u olla de escribano, y aunque alarma un tanto
su composición, pues parece ha de resultar indigesto, no lo es.
A este
propósito quizá no esté fuera de lugar, la siguiente jovial anécdota: cuando,
como queda dicho anteriormente, estuvo en Alicante Fernández Flores, en calidad
de catador de arroces, sufrió un verdadero asedio y se vió negro para rehusar el
sin fin de invitaciones para que probara una nueva modalidad en el condimento
del arroz; pero, ya casi puesto el pie en el estribo, no pudo sustraerse a
aceptar un arroz de despedida que le brindaba una «peña» de matrimonios jóvenes
ultramodernistas.
El
lugar donde había de perpetrarse el obsequio era un chalet, que, aunque
no lejos, estaba ya en las afueras de Alicante.
A media
noche fué a buscarle un auto, sin que, como parecía natural, algún anfitrión
hubiera ido a acompañarle. El
gran humorista comenzó a sentir recelos de que los invitantes le superaran en
humor, pues, aparte de la perspectiva de un arròs caldoset, comido de
madrugada, veía un auto misterioso que vacío le precedía, y aumentó su
desconfianza cuando llegados a la verja del jardín oyó mugidos de sirena y
fuerte ruido de cadenas y cerrojos, y un coro de furiosos ladridos.
Llegado
al comedor, sentáronle entre una princesa y una gran duquesa.
Había otras
damas con trajes anacrónicos que recordaban los tiempos de María Estuardo, y el
de los Médicis, y el de la emperatriz Catalina, y el de Isabel II.
Entre los
caballeros, con uniformes incognoscibles, mezcla de diplomáticos, de académicos
y de jefes de telégrafos, descollaba el príncipe Danilo, de la Viuda Alegre.
De
pronto se puso en pie un caballero de casaca y peluca, y, gravemente preguntó,
si en conciencia, había motivo.
- ¡Sí,
sí! ¡Hay motivo, hay motivo!- clamaron todas las damas y todos los uniformes y
alzando las copas, bebieron.
Poco
después, se repitió la pregunta y la respuesta, y Fernández Flores, asombrado,
preguntó qué significaba aquello.
Le
dijeron que todos eran abstemios y, por tanto, que creían no se debía beber, a
menos que un motivo muy poderoso lo aconsejase.
Y de aquí
las repetidas consultas.
El
arroz fué servido por hoteleros alicantinos, los hermanos Samper, y llevaba lo
suyo. El
invitado que, a cada trozo de cerdo que ingería, sentía un sobresalto, y que
había descubierto aquella noche quince o veinte motivos, que todos estimaron muy
legítimos, digirió la cena perfectamente, y aún le quedó humor para describir la
original fiesta en su admirable libro «La conquista del horizonte».
Volvamos,
pues, el crédito al arròs caldoset, que es un plato agradable, suculento
y nutritivo.
A su
merecida fama de orador portentoso, Castelar unía la de ser, a la par, un buen
gourmet y un gran gourmand.
No
obstante
que en algún tiempo se comentaron sus proezas gastronómicas, es lo cierto que
ahora apenas si se guardaba recuerdo de aquellas; por eso juzgo interesante
sacar a colación esta anécdota del genial tribuno.
Allá
por el año 80 del pasado siglo, Eleuterio Maissonave tenía invitado a comer en
una de sus fincas de la Huerta, a Emilio Castelar.
Al
almuerzo, señalado para la una, asistían algunos amigos y correligionarios.
Transcurrida
la media hora de mal entendida cortesía sin que apareciera el convidado de
honor, los demás invitados comenzaron a mostrar su impaciencia.
Y sonaron
las dos, y las dos y cuarto, y Eleuterio que era de genio un tanto vivo y no
aguantaba ancas de nadie, dio orden de que se sentaran todos a la mesa, llegando
en esto Don Emilio, todo sudoroso y pidiendo mil perdones por la tardanza.
Sirvióse
en primer término «arroz con costra», y a Castelar, que tenía un estómago tan
prodigioso como su cerebro, se le sirvió
colmado el plato. Alabaron,
todos, la suculencia del arroz y no fué el más parco en los elogios don Emilio,
a quien le gustaba extraordinariamente. No
tardó mucho en preguntar si podía repetir, dando buena cuenta en breves
instantes del segundo plato que le fué servido.
Aunque
para no suscitar celos en sus correligionarios tuvo buen cuidado de callarlo,
sus compañeros de mesa supieron aquella misma tarde, con el natural asombro, que
el gran orador había tardado en acudir al convite, porque estuvo comiendo antes
en casa de don Ramón Vidal, donde, con excelente apetito, había despachado
también otros dos platos de «arroz con costra».
Aparte
de la razón antes expuesta, cuento esta anécdota con la doble finalidad de que
sepa el lector, que si bien los arroces han de servirse en su punto, sin plazo
de cortesía, éste tiene más aguante que otros, hasta el extremo de que,
debidamente acondicionado, se remita a Madrid, donde después de solo calentarlo,
se come muy gustosamente; y que posee excelentes condiciones de digestibilidad,
pues a don Emilio nada le sucedió, a pesar de sus cuatro platos de arroz
ingeridos, amén de otras viandas de que se vieron surtidas las dos mesas que
fueron honradas con su presencia.
Para seis
comensales: 750 gramos de arroz; 500 de carne de ternera y otro tanto de magro
de cerdo; un kilo de pollo,
gallina
o pavo; dos chorizos, dos blancos, dos morcillas de las que aquí llaman de carne
y un cuarto de kilo de garbanzos remojados.
Hay que
tener en cuenta que la descripción de componentes para este arroz es simplemente
enunciativa, no limitativa; pues, si, bien es esto lo que de ordinario se pone,
si se tienen menudillos de ave, o langostinos, su incorporación antes mejora que
perjudica el arroz. Todo
ello, con excepción de los langostinos, se pone a cocer.
Se
capola bien finamente un trozo de ternera y otro de magro, -así como la quinta
parte- y un hígado de ave; con pan rallado –no mucho,- un par de huevos, perejil
picado menudamente y piñones, se amasa una farsa, sazonándola con sal, un polvo
de pimienta y una pizca de nuez moscada; se moldean unas albóndigas muy
pequeñitas, se pasan por zumo de limón y se fríen con mucho cuidado para que no
se deshagan.
En
una cazuela de barro, honda, de las aquí llamadas de Biar, se sofríe un poco de
tomate y una cabeza entera de ajos. Se
sofríen también los ingredientes puestos a cocer, cortados en trozos regulares,
y el arroz y los garbanzos, sazonando con sal y azafrán; se cubre con caldo, y
cuando levante el hervor, pónganse, bien limpios, los langostinos y la
albondiguillas. Se deja cocer fuego regular, y
pasados quince minutos, si se ha tenido acierto con el caldo, éste se habrá
consumido, y si no, se saca el sobrante con la cuchara, añadiéndolo a un batido,
cuando menos de diez huevos, que se vierte por encima, y se mete la cazuela en
el horno, cuando lo hay, o se le cubre con una tapadera metálica en la que se
ponen brasas, cuidando de avivarlas.
Es
obra de pocos minutos el que la cocina toda trascienda a olor de rica
bizcochada.
Este
arroz, se confecciona en la capital y diversos pueblos de la comarca,
especialmente en Elche y Orihuela, donde puede
decirse que a diario se sirve en los hoteles y restaurantes.
La
receta dada es según el modo de hacerlo en la capital, y las variantes
introducidas en los demás puntos no son esenciales.
Dionisio
Pérez, en el libro antes citado, le denomina arroz con costrá, y en un
libro de cocina que hace años tuvo un formidable éxito editorial, se inserta la
fórmula de este arroz, que señala como creación de la cocina alicantina; pero la
receta es tan disparatada, que si alguien ha intentado ponerla en práctica habrá
renegado de tal creación.
Castelar
llamaba a este arroz «tesoro escondido», pero en verdad, tan acertado nombre se
lo puso Tomás Carratalá, un alicantino por los cuatro costados, que tocaba el
trombón de varas, y que, con peregrino ingenio, dejó rebautizados a numerosos
platos de la cocina alicantina.
Años
atrás, el día 25 de Julio, los caminos afluyentes a la playa de San Juan se
veían obstruidos por interminables filas de
toda
clase de vehículos que, no solo de la Huerta, sino desde apartados lugares del
interior, se dirigían al mar para solemnizar, siguiendo tradicional costumbre,
la festividad de San Jaime. Desde
la rinconada que forma el espolón del cabo de la Huerta, hasta el Campello, toda
la extensión de la playa estaba festoneada por la pintoresca teoría de carros
que, en alto los varales, con mantas y sábanas, quedaban acondicionados como
tiendas de campaña, refugio contra el sol y vestuario de los bañistas, que para
dar comienzo a la temporada acudían en este día.
La
magnífica pista construida, las palmeras que la ornamentan, han transformado las
características de la playa; y los antiguos carros entoldados se ven hoy, en
gran parte, sustituidos por automóviles; pero aún quedan bastantes fieles a la
tradición que, desde las primeras horas de la mañana, se instalan a la
misma orilla del agua, tienden la peseta y se regocijan con la esperanza
de capturar entre sus redes alguna llisa o tal cual esparrelló.
Del
extremo de una vara del carro pende un conejo abierto en canal, atravesado por
una cañita y con unos brotes de romero y tomillo.
Así estuvo,
al oreo, durante toda la noche en la hacienda bajo la parra, después de rociado
con vinagre. Sobre
las trébedes, o del improvisado hogar formado con tres piedras, está la perola
con un dedo de aceite que ya humea. Se
sofríe una cabeza de ajos y el conejo debidamente troceado, y se añade la media
libra de garbanzos remojados que en una ollita se han traído, y se cubre de agua
con exceso. Pasadas
unas dos
horas,
el sol cae a plomo y esto indica que es llegado el mediodía y la hora de poner
el arroz. Así
se hace, sazonando simplemente con sal y azafrán.
Se regula
el fuego, y transcurrido un cuarto de hora, los bañistas que no han sido
previsores, buscan apresuradamente lugar para satisfacer el apetito abierto por
el delicioso olorcito que se desprende del crecido número de arroces, que
reposan unos instantes para acallar las hambres que han despertado el madrugón,
la pesca, el baño, y la borrachera de
regocijo, de sol y de azul que se siente en esas prodigiosas mañanas de nuestras
playas levantinas.
En
la terminología coquinaria de Carratalá se denomina este plato «un árabe
en el desierto».
Post-Thebussem,
que en su ya citada «Guía del buen comer español», dedica merecidos encomios a
la cocina alicantina, al hacer el inventario de sus platos parece aludir a este
arroz, aunque con nombre distinto.
Su
receta es la misma que la marcada para el «arroz con costra», en la que tan solo
se introducen las siguientes variantes.
Las
pequeñas albondiguitas que en aquella se mencionan, deben moldearse en grande,
como naranjas, y se sacarán antes de poner el arroz.
Cuando
éste se encuentra ya en el debido punto de cocción, en vez del batido de huevos,
se colocan encima las pelotas, cortadas en rodajas, y se termina de cocer al
horno, extremadamente fuerte; sirviéndose en la misma cazuela.
En un
repertorio de platos de la cocina alicantina parecerá fuera de lugar la receta
del arroz a la milanesa; pero hay que tener
en
cuenta que, desde hace siglos, los Sforza, Basigalupo, Montecatini, Coronati,
Leveroni, Salvetti, Parodi, Giacomelli, Chacopino… constituyeron en nuestra
ciudad una numerosa colonia italiana, de las que son originarias distinguidas
familias alicantinas que aún perduran. Así,
los canelóni, macaroni, ravioli, y otros platos peculiares
de la cocina italiana han llegado a adquirir carta de naturaleza entre nosotros.
La
adaptación a nuestra cocina del arroz al estilo milanés, aunque con alguna
variante, bien puede decirse que aventaja al famoso rissoto.
Para
seis raciones: Se fríen en manteca de cerdo 200 gramos de cebolla –preferiblemente de la
tierna- finamente cortada, y en cuanto se dore se ponen 750 gramos de arroz,
dándole vueltas con cuchara de madera, y se le cubre con caldo concentrado de
carne y ave, sazonado con sal y azafrán.
Mientras
cuece freiremos en manteca de vaca fresca unos trocitos de jamón, el ave
empleada para hacer el caldo, cortada en pequeño trocitos; y unas delgadas
longanicitas del país, divididas en porciones.
Se le añade
caldo y se deja cocer.
Cuando el
arroz esté a punto, completamente seco, si disponemos de molde apropiado,
después de mezclar con el arroz queso de Parma, a voluntad, lo iremos apretando
en el molde y pondremos en la oquedad del centro la salsa, hasta formar copete.
A
falta de molde lo improvisaremos poniendo en el centro de un plato redondo un
vaso boca arriba, y en su redor el arroz que iremos moldeando con paleta o
espátula; sacaremos el vaso con cuidado y llenaremos el hueco con la salsa.
(Ollita de músico)
La
olleta es un arroz peculiar de Alcoy, la ciudad admirable cuya industria es
el orgullo de España, pues resiste el parangón
con las similares de más fama en el extranjero.
Como
todos los pueblos trabajadores, Alcoy es un poble fester, y por ello pone
el mayor entusiasmo en la celebración de sus tradicionales fiestas de Moros y
Cristianos, que anualmente tienen lugar en el mes de Abril.
Para
sus pintorescas filaes contrata un crecido número de bandas, y los
músicos que las componen son alojados por el vecindario, que la víspera del
comienzo de las fiestas les obsequia en la cena inaugural con la olleta a
la que los obsequiados dan nombre, y cuya suculencia es promesa del envidiable
trato con que durante su permanencia en la ciudad han de verse favorecidos.
Son
sus componentes: arroz, ternera, tocino, cabeza, pié, asadura, corazón e hígado
de cerdo; morcilla de cebolla; pencas y
habichuelas.
La
manera de hacer este arroz es la misma descrita para el arròs caldoset y
la característica de la olleta es que abundan más los trozos que el
arroz.
«¡Ay
callos!» «a la andaluza», «a la gaditana», «a la madrileña», «a la catalana», en
España; «a la mode de Caen», «a la
Lionesa»,
«a la mode de Roan», «a la poulette», en Francia; y «a la milanesa», en Italia.
Casi
todos estos modos de guisar el vientre de la vaca o de la ternera, llevan el
aditamento de la pata, extremidad de esas reses; pero, tan solo en Alicante se
le da importancia a este último elemento para incluirlo en la denominación del
plato. Hasta
no hace mucho, habréis podido leer el siguiente rótulo en una taberna
establecida, en lugar bastante céntrico: «Oi
ay Pata». No
tengo noticia de que fuera de Alicante se utilice la pata para el condimento del
arroz, sabroso y nutritivo, al que da su nombre.
La
difamación que se hace recaer sobre este plato, atribuyéndole cualidades poco
digestivas, es calumniosa; pues, singularmente por lo que respecta a la manera
que aquí se hace, está muy lejos de merecer el defecto que se le imputa.
Aquí, en la
confección de este plato, predomina la pata, constituida principalmente por el
elemento gelatinoso, que, como es sabido,
se digiere con facilidad. En
Italia se hace gran consumo de este alimento, que se dá principalmente a las
recién paridas, por existir la creencia de que produce un acrecentamiento de los
jugos que han de nutrir a sus hijos.
Claro,
que no es plato para tomar a diario, pues, aparte de lo entretenida que es su
preparación, al comerlo, hay que regarlo abundantemente con vino,
preferentemente blanco, y como acicatea el paladar, las porciones que se
ingieren suelen ser abundantes, y por tanto, la sobremesa ha de ser
excesivamente reposada.
La
víspera del día en que hemos de, refocilarnos con este manjar, adquiriremos una
pata delantera de vaca –preferiblemente la de ternera, a no ser ésta ya
talludita-, con el callo correspondiente y, a más, una manita de cerdo.
Puesto
todo sobre la mesa, con mucho cuidado y no menor paciencia, se rasca con
cuchillo toda la suciedad, que no es poca la que contienen estos desperdicios; y
entonces os hallaréis frente a un pavoroso conflicto: las amas de casa, y no
digamos las cocineras, rehúyen poner este plato por lo enfadosa que resulta la
limpieza de sus componentes; y si, como buen alicantino, sois aficionado a
comerlo, pensaréis, vista la cantidad de porquería que contienen, cuan difícil
os resultará hacerlo, ya que en casa os lo escatiman, en lugares donde no estéis
completamente seguros de la pulcritud y aseo con que se guisa.
Cuando
ya no se puede limpiar más con el cuchillo, con sal y limón se restriegan bien
los trozos unos con otros, y se lavan en agua, y se vuelven a restregar y lavar,
hasta que todo quede ya blanco e inodoro, y entonces se colocan los callos y la
pata, en vasija de barro, bajo un hilillo de agua corriente, o, en su defecto,
se cambia esta cuantas veces sea posible.
Al propio tiempo, se ponen en remojo
garbanzos en cantidad de 125 gramos, y tanto esto como lo demás, ha de quedar
así durante toda la noche.
Al
día siguiente, pondremos a cocer, sin sal y en agua que cubra con exceso, las
patas, el vientre y la manita. La
ebullición no ha de ser tumultuosa, pero si constante, y tendremos en cuenta que
la cocción ha de durar, aproximadamente, de cinco a seis horas, según la terneza
de la res. De
todos modos, se prueba, pues, hasta que no esté bien cocido todo para poder
deshuesarlo fácilmente, no lo apartaremos del fuego.
Terminados
estos preliminares, en cazuela o sartén, freiremos una cebolla, finamente
picada, sofreiremos la pata, cuidadosamente deshuesada y cortada en trozos, como
asimismo el vientre; tres chorizos en rodajas, los garbanzos, y 750 gramos de
arroz, añadiendo el caldo, pasado por colador fino, en cantidad bastante para
que no resulte completamente seco.
Este
arroz, que se denomina también arrebatado, es propio exclusivamente, de
venta o parador. Hacían
alto los caminantes y querían emplear para comer poco tiempo más del necesario
para la remuda del tiro.
Cuando
los automóviles vuelvan normalmente a surcar raudos las carreteras, es seguro
que torne a ponerse en auge.
Uno,
o más pollos tiernos, según el número de viajeros.
Se limpian y cortan en pedazos y
se ponen a freír en aceite rusiente con dos dientes de ajo por pollo, tomate,
perejil, alcachofas y guisantes tiernos; pocos minutos después, pimientos, sal,
azafrán, pimienta, clavo, ñora previamente sofrita y picada, y el arroz; se
mezcla y saltea todo y se recubre con agua.
Desde
el comienzo todo marcha a gran fuego de leña, pues no ha de emplearse en total
más de media hora.
De
ahí su nombre: arrebatado, precipitado, hecho de pronto; pero, no mal cocido
como define la Academia.
El
saborete del humo de la leña hace que este arroz sepa a gloria.
______
______
Arroces con
pescado
I
L
día no lejano en que llegue a formarse el
repertorio de platos ilustres españoles, figurará en lugar preeminente esta
verdadera joya culinaria, plato característico de la cocina ribereña levantina.
Su
fama ha traspuesto ya las fronteras, y los extranjeros que nos visitan se hacen
lenguas de este arroz, calificado por alguno como «afortunada creación de la
ciencia culinaria».
Nuestra
cocina regional tiene sobrados merecimientos para poder parangonarse con las que
más alto renombre hayan alcanzado; pero, lo cierto es, que, hasta ahora, se ha
venido estimando en poco a si misma.
Predicando
con el ejemplo, quiero hoy aportar mi insignificante concurso al remedio de tal
incuria; tomando pie, no de los méritos intrínsecos, del arroz abanda, ya
que son voceros de sus excelencias cuantos han tenido ocasión de probarlo, sino
prestigiándolo con la exposición de los blasones de su antigüedad, que casi se
remonta a los tiempos prehistóricos: exactamente, a los mitológicos, según la
leyenda; a los remotos de la Hélade, conforme a la historia.
II
Venus
Afrodita, la diosa del amor y de la hermosura, en correspondencia a cierto
señalado servicio, había entregado su
mano a Vulcano, el dios del fuego; pero esta unión no fue feliz, porque Vulcano
era extremadamente celoso, y Venus liberalmente pródiga de sus gracias y de sus
afectos.
Para
verse libre de la celosa vigilancia a que estaba sometida, Venus, conocedora de
las virtudes soporíferas de la mezcla del azafrán con el pescado, ideó un plato
que presentó a su esposo, aparentemente para regalarle, en realidad para
adormecerle y aprovecharse de su sueño, y así poder descuidadamente entregarse a
sus amorosos devaneos.
III
La
cocina griega alcanzó un esplendor tal, que no pudo ser superada por los
romanos, ni aún en la época de su mayor magnificencia:
Atenas tuvo
cocineros ilustres, entre los que descuella Cadmos, cocinero que había sido del
rey en Fenicia, e introductor en Grecia, según la leyenda, de las dieciséis
primeras letras de su alfabeto; escritores que produjeron abundante literatura
gastronómica-culinaria, como Archestrato, que recorrió el mundo estudiando las
costumbres y usos de la mesa; y muchos más, ilustres, cuyas obras perecieron en el incendio de la biblioteca de
Alejandría; existían maestros que aleccionaban a los aprendices en el difícil
arte culinario; los cocineros eran verdaderos personajes y les bastaba el
hallazgo de un solo
plato
afortunado para conseguir la celebridad y la riqueza, pues una ley especial les
concedía la exclusiva para su preparación y venta; en las casas principales el
personal de la cocina estaba constituido por una numerosa jerarquía, a cuyo
frente estaba un intendente general, llamado éleatros, no siendo éste, a
pesar de su importancia, el puesto más codiciado, sino el de agorastés,
por ser el encargado de hacer las compras en el mercado (agora).
Y he aquí
cómo, investigando para demostrar el origen más que milenario del arroz
abanda, nos hemos topado con el de la sisa, que ya entonces, al parecer,
era cosa corriente.
Los
banquetes tenían en Grecia un carácter cívico-religioso, y comenzaban con la
invocación a los dioses del hogar y la patria.
Mientras se
comía sonaban liras y arpas, y se cantaba, y bailaban las más célebres
danzarinas. Eran
numerosos y suculentos los platos servidos, y los convidados se chupaban los
dedos, no como expresión de gusto, sino por no haber tenedores, ni servilletas
para secárselos…
Homero,
en el canto III de su Odisea, describe un banquete en el que había nueve lagas
mesas, y sentadas a cada una de ellas quinientos ciudadanos.
Para cada
mesa se habían inmolado nueve toros negros en homenaje a Neptuno.
Pero,
antes de este periodo de grandeza, en los primeros siglos, los griegos no tenían
cocinero ni cocina, y, como es sabido, se alimentaban casi exclusivamente de
pescados, crudos o salados y secados al sol.
Aunque con algún retardo sobre
otros pueblos, siguen el proceso evolutivo de la civilización: el
aprovechamiento del fuego, que en un principio solo les sirvió para calentarse,
y que un día, deliberada o inconscientemente, acercaron a él los pescados y los
asaron; más tarde hicieron una oquedad en la piedra y los cocieron; un paso más,
y, con los alfares, surgen las ollas, de arcilla cocida; otro, y aparece la
Kakkabé, el caldero metálico.
IV
La
aparición del caldero marca el punto de arranque para el establecimiento del
entronque de nuestro plato con su ancestral
helénico:
los griegos, después de tantos siglos de régimen ictiófago, se hallaban próximos
a caer en el ahitamiento, más que hartos de tanto pescado, crudo, asado, o
rudimentariamente cocido. Por
fortuna se hallaban rodeados de tales dones con que la naturaleza les había
favorecido, que, para hallar remedio a su mal, no tenían más que dirigir la
mirada en su redor, y así lo hicieron.
La
península helénica y las numerosas islas del mar Egeo se hallaban sembradas de
olivos que les producían grandes cantidades de finísimo aceite, ya entonces muy
justamente afamado.
La
maravillosa planta del ajo, proveniente del Egipto, se daba casi espontáneamente
en el suelo griego.
Habían
podido ya apreciar las muy útiles aplicaciones que para usos medicinales y para
la cocina tenían los estigmas tostados de la purpúrea flor del azafrán, así como
el tónico y estimulante perejil.
De
la India les había llegado el aromático laurel, con el que coronaban a sus
héroes y poetas y les servía para sus estofados; y en el Parnaso, Helicon y el
Himeto, los sagrados montes de la mitología griega, crecían el hinojo y el
tomillo, las plantas aromáticas por excelencia.
Con
fino instinto culinario supieron ver su utilidad para romper la monotonía de sus
guisos de pescado, y fueron echando en el caldero los tales maravillosos
elementos, dando por resultado la obtención de un plato sabrosísimo, que, desde
hace tres mil años, viene haciendo las delicias de los aficionados al buen
comer.
También
en una parte considerable de la costa alicantina, los pescadores en sus barcas
vienen echando en el caldero, pescados, aceite, ajo, azafrán, perejil…
Van
transcurridos veinticinco siglos y «caldero» continúa llamándose hoy en día, el
plato que en el caldero se guisa.
Allá,
en Grecia, las mujeres esclavas molían el trigo con cuya harina los mageiros
amasaban el pan, que en cortadas se ponía en el caldo del caldero, haciendo una
sopa que llegó a tenerse en alta estima en todo el territorio griego.
V
Así,
cuando 600 años (a de J. C.) los griegos de la Fócida, huyendo ante la ruina de
su patria, se ven obligados a emprender un éxodo al occidente, consigo llevan la
receta de la preciada sopa, que dán a conocer en las colonias y factorías que
fundan, o en las que se establecen porque ya antes habían sido creadas por los
fenicios, y que citamos sin otro orden que el de su emplazamiento geográfico:
En
Kirnos (Córcega) fundan Alalia; Nike (Niza), Massalia
(Marsella), Rodas (Rosas), Emporión (Ampurias), Zacyntia
(Sagunto), Hemoroscopio (Denia), Alona (¿Benidorm?), Leukon
Teijos (Tosal de Manises, a media legua de Alicante) y Menake (Torre
del Mar, al Este de Málaga). Hay
que advertir, que no todas estas fundaciones o establecimientos, fueron hechas
por los primitivos griegos invasores, pues algunas las llevaron a cabo los
griegos marselleses (Massaliotas), hechos ya poderosos en la antigua colonia
fenicia.
La
influencia griega fué ejercida entre nosotros durante siglos.
Como es
natural, su régimen alimenticio adquirió carta de naturaleza y, por lo tanto, el
caldero y la sopa focense se viene aquí comiendo desde hace más de dos mil años;
pues, aún cuando en el siglo III (a de J. C.) Aníbal conquista toda la costa
oriental de la península y acaba con las colonias griegas, ello no implica la
total desaparición de los usos y costumbres que aquellos establecieron, tanto
más, cuanto que los cocineros de los cartagineses, así como los demás
servidores, eran también griegos.
VI
La sopa
focense ha perdurado desde Málaga al Ampurdán, en España; y en Francia, de
Cap-Cerbére a Menton; pero, mientras que en la costa francesa mediterránea,
ha subsistido el plato focense como tal sopa, en nuestro litoral, especialmente
en el reino de Valencia, tan luego fué conocido el arroz, al caldo del caldero
ya no se le puso más pan, sino el arroz, que se cocía y se servía aparte (abanda),
del pescado, dando lugar así a la creación del arroz abanda.
Demostrada
ya la remota ascendencia de este plato y su comunidad de origen con la famosa
sopa marsellesa, a la que se dedica el siguiente capítulo, es ya llegada la hora
de que demos la receta del celebrado arroz:
VII
Componentes
para seis raciones.-
Dos kilos,
cuando menos, peso neto, de pescado, vivito y coleando, y variado: mero, dentón,
pajeles, merluza, salmonetes, mariscos, crustáceos… un kilo de morralla y 750
gramos de arroz.
Procedimiento.-
Se
prepara un caldo con la morralla, cabezas de los pescados y partes no
aprovechables de los mismos, concentrándolo bien, pasándolo por colador,
oprimiendo suavemente para extraer toda la sustancia; se pasa también por
servilleta y se reserva para el instante oportuno.
En cacerola
plana, de tamaño proporcionado a la cantidad de pescado, se pone aceite en
cuanto bañe el fondo; y en estando caliente, rodajas finas de cebolla cortada de
través, y el pescado, en trozos grandes, regulares,
cuidando de poner primero los de carne dura, y siete minutos más tarde los de
carne blanda como la merluza y salmonetes; seis granos de pimienta en rama, sal,
tomillo y una hoja de laurel.
Se
cubre con el caldo preparado anteriormente y se le añade agua, en cantidad
bastante para hacer el arroz y la salmorreta, y se deja cocer todo de 15
a 20 minutos, según la viveza del fuego y la dureza del pescado, pues éste ha de
quedar cocido pero no deshecho.
En
cazuela, cacerola plana, caldereta o sartén, se ponen a calentar dos decilitros
de aceite fino, en el que se sofríen dos ñoras, que se sacan pronto para que no
se quemen; una cabeza de ajo, pelada y con un corte transversal; un tomate
maduro, limpio, pelado y picado con la media luna, sal, azafrán y una
cucharadita de pimentón.
Se
sacan las ñoras y la cabeza de ajo y se pican las unas y se machaca la otra en
el mortero, añadiendo caldo hasta
llenarlo.
Se
sofríe el arroz, dejando caer sobre él el contenido del mortero, cuidadosamente
pasado por colador, y se le añade caldo suficiente para su cocción, debiendo
tener en cuenta que el arroz ha de quedar seco.
Cuando
ya el arroz está a punto de quedar cocido, y para saberlo se prueba si no se
sabe apreciar con la vista, se pone en el horno, o se cubre con tapadera
metálica con brasas encima, hasta que adquiera un bello tono dorado.
Antes
de servirlo se le deja en reposo cuatro o cinco minutos.
La
salmorreta.-
Mientras el
arroz ha estado en marcha, se pican en el mortero tres dientes de ajo, pelados;
un tomate asado y una ramitas de perejil; se le añade una cucharada de vinagre
fino, sal, una pizca de pimienta, caldo, y se deja cocer durante 5 minutos.
El
pescado se sirve aparte –abanda- colocados los trozos en una fuente, y
sobre los que se ha vertido la salmorreta, pasada por colador.
Es
una buena práctica la de hacer bastante cantidad de esta salsa que, al servir el
arroz, se pase en salsera, pues alguna cucharada a gusto del comensal, sobre el
arroz seco, hace que éste tenga mayor sabrosidad.
De
ordinario se sirve primero el arroz y después el pescado, aunque algunos
invierten los términos, cosa que no estimo acertada.
______
______
BOUILLABAISSE
I
OMO ya llevo
dicho, en toda la costa del Mediodía de Francia, continúa haciéndose la
famosa sopa griega, que, ahora, se denomina bouillabaisse.
Desde
cuando se le ha dado tal denominación es
cosa que no he logrado averiguar; lo que sí parece, como veremos más adelante,
es, que el nombre hace referencia al modo de guisar este plato.
Los
marselleses no admiten como auténtica más que la bouillabaisse del
espacio de costa entre Marsella y Tolón.
Bien es verdad que son ellos lo
que la han prestigiado y expandido su fama por el mundo entero.
Pero,
es, que, a más de la exclusividad pretenden ser también los inventores del
celebrado plato: Mery, excelente poeta marsellés ha dicho:
«Un
viernes de vigilia, la abadesa
De
un convento de monjas marsellés
Creó
la bouillabaisse».
(Plato que es un regalo en cualquier mesa),
añado, yo, porque es verdad, y para redondear la
estrofa.
Téngase
en cuenta para valorar la afirmación, que Mery merecía ser andaluz por el humor
gracioso de que ha dado diversas muestras, como cuando dijo: «Si
París tuviera una Cannabiére, París sería un pequeño Marsella».
II
Mery
escribió también, dedicado a la bouillabaisse, un poema receta, del que
un tanto libremente, traduzco los siguientes fragmentos:
«Escuchad
esto bien, los cocineros viejos
Que
nos hacéis langosta con cangrejos,
Y
obráis como novicios,
Siguiendo feos vicios
Al
traducir, cual hacen Potel o de Chabot
Mi
plato griego, en ragout de turbot.
La hora llegó al fin, y nuestra capital
Unirá a sus banquetes la gran mesa oriental,
Y
un guiso marsellés servirá en restaurantes
Que
no un plato embustero como se hacía antes.
………………………………………………………………………………………
A este plato focense, acabado, perfecto,
Antes que todo, le pondréis, sin defecto,
Rascasa, que si es pez, con razón, poco apreciado
Para comerlo asado,
Puesto en la bouillabaisse al punto esparce
Tal
fragancia, que bien puede jactarse
De
lograr por si solo el mejor éxito.
La
rascasa se nutre –de ahí viene su mérito-
En
las sirtes quebradas;
En
los golfos y riberas orladas
De
mirtos y laureles
Y floridos vergeles,
O
junto al roquedal, que en un altillo
Se
corona con flores de tomillo.
………………………………………………………
Y después, los pescados que fuera de la rada
Buscan los arrecifes: el rojo salmonete, la dorada,
El
pajel delicado, el saint-pierre oloroso,
Que, cazador cazado, escapa temeroso,
Seguido muy de cerca, por la voraz lubina,
De
carne dura y fina.
En fin, la gallineta con sus ojos de boga,
Y
otros, que ya olvidados por la ciencia ictióloga,
Son
los finos pescados que Neptuno
Escoge cuidadoso, uno por uno,
Bajo el fuego de un cielo, azul, ardiente,
Siempre con tenedor, jamás con el tridente.
III
En
el año 34, el expreso París-Marsella, hacía de noche el recorrido.
En el
coche-cama no pude conseguir, no obstante los
medios
persuasivos empleados y que otras veces obtuvieron éxito, ir solo, pues no había
ni una sola plaza vacante.
En
el comedor se me designó sitio en una mesita ya ocupada por una joven alta, de
fatigado aspecto, y cuyo hermoso y demacrado rostro y lánguidas maneras,
evocaban la poética figura de Costanza, la romántica viajera del «Tren-expreso»
campoamoriano, y como ella, también rubia, «y digna de ser morena y sevillana».
Casi
no probó bocado. Para
contraste, en la mesa de la derecha, un hombrón de faz apoplética, rezumando
gourmandisse por todos los poros, comió cuanto le sirvieron, pidió extras,
apuró el burdeos blanco y tinto, tomó café, duplicó el «doble» de coñac,
encendió un habano «churchilesco»… y fuése.
Tardé
en retirarme, pues no me seducía la idea de hallarme en la cabina con un
desconocido. Y,
efectivamente, cuando entré en ella sonaban estrepitosamente los ronquidos del
ocupante de la litera superior. Tan
luego se hizo de día me encontré con que mi vecino era el tragaldabas de la
noche anterior; y como ya había podido apreciar sus aficiones, le espeté: -¿Dónde
cree usted que podría tomar en Marsella la mejor bouillabaisse?
-¿Oh?-
alzando los ojos con expresión inefable y prontamente, como si la respuesta no
pudiera ser otra: - ¡A
La Cascade!
Me
invitó que le acompañara a Tolón, pues allí –decía- la bouillabaisse era
superior a la de Marsella; y, extremando su amabilidad, dióme una tarjeta
respaldada para el patrón de La Cascade.
En
este restaurante pude observar se le tenía en gran consideración, pues apenas
sentado a la mesa para tomar un aperitivo, habiendo pasado la tarjeta, al
acercarse una pizpireta camarera para que eligiera, como hacía con los demás, de
entre los mariscos y pescados que llevaba en una gran bandeja, los que quisiera
para la bouillabaisse, vino pronto el dueño, mandándola retirar, pues,
dijo, que ya lo había hecho por mi el cocinero, al que me presentó seguidamente.
En mi ya
larga vida de amateur jamás habíame encontrado con un cocinero tan bien
dispuesto a satisfacer mi insaciable curiosidad.
Quizá ello
fuera debido al deseo de complacer a mi recomendante o a mi calidad de
extranjero; lo cierto es, que con generosa espontaneidad no tuvo reparo en hacer
todas las operaciones en mi presencia, y aún en revelarme los pequeños secretos
que tan celosamente guardan los cocineros, temerosos de la divulgación que de
ellos pueda hacerse entre lo competidores.
Aunque,
desde muchos años antes, había ya comido y aun confeccionado la bouillabaisse,
he de reconocer que la que entonces tuvo el cocinero la cortesía de hacer,
personalmente, para mí, era superior a todas las anteriores.
IV
Y, he
aquí, cómo una dichosa casualidad, me depara la ocasión de ofrecer a mis
lectores la verdadera receta de este plato, tomada de visu en su propia
sede.
Aunque
generalmente las recetas que van insertadas en este libro son para seis
porciones, ésta lo es para diez, pues así en aquel, como en los demás grandes
restaurantes, se fijan para la más rápida multiplicación.
COMPONENTES
DE LA BOUILLABAISSE.- Las mismas clases de
pescado señaladas para el arroz abanda, pero con la proscripción del
empleo de mejillones, almejas y fiélas, nombre con que en la Provenza se
designa al congrio; y con la recomendación de preferir entre los crustáceos las
langostas pequeñas. De
todo, alrededor de 3 kilos, en limpio.
MÉTODO
A SEGUIR.- También
allí, como aquí para el arroz abanda, se prepara con antelación un caldo
con morralla, las cabezas de los crustáceos y pescados, y las partes inferiores
de los mismos.
En
una cacerola se ponen 200 gramos de cebolla menudamente picada; 3 tomates,
limpios de piel y simientes, hechos pasta en el mortero; 50 gramos de ajo
picado; una ramita de hinojo y tres de perejil, machacado; una ramita de
tomillo, una hoja de laurel y un poco de corteza seca de naranja.
Sobre
esto, los crustáceos y pescados de carne firme, que se rocían con dos decilitros
de aceite fino y uno de vino blanco, seco, sazonando con sal, pimienta molida y
una buena pulgarada de azafrán, añadiendo caldo preparado, pasado como ya
dijimos en la página 159, y en cantidad suficiente para que los pescados queden
bien cubiertos.
Entonces se
hace marchar a fuego vivo, con la cacerola tapada, manteniendo viva la
ebullición durante siete minutos transcurridos los cuales se añaden los pescados
de carnes tiernas, tales como merluza y salmonetes y se acaba de cocer a fuego
más moderado. En total no deben emplearse más que de 16 a 19 minutos.
Tres antes
de dar por terminada la cocción, se prueba el caldo, que ha de hallarse en su
punto de salsas, suculento, dorado, limpio, y perfectamente ligado, añadiendo
entonces una cucharada de perejil, groseramente picado y una pizca de ajo
finamente rallado. Levantando de nuevo el hervor, se aparta del fuego la cacerola y se rocía
su contenido con una copita de Pernod.
Se
dispone el pescado en una fuente, y, en otra, honda, un par de docenas de
cortaditas de pan blanco, de un centímetro de gruesas y simplemente secadas,
no tostadas, al horno. En Marsella se empleaba entonces un pan apropiado denominado marette,
que se empleaba tal como lo servía la panadería.
Sobre el
pan se vierte el caldo y se polvorea la sopa con perejil picado.
La
casi totalidad de los libros franceses de cocina muestran singular empeño en
prescribir que la cocción se ha de efectuar en los dos tiempos, de manera
pronta, con ebullición fuerte, violenta; parece que están muy lejos de compartir
los cocineros, pues a ello se oponen dos razones: la una, de índole etimológica,
pues, precisamente el plato toma su denominación de la manera de hacerlo,
Bouille-abaisse, bulle-abate, hierve-rebaja, en el sentido de que el hervor
ha de abatirse, rebajarse, reducirse; la otra,
práctica, pues si en el segundo tiempo, puestos ya los pescados de carne tierna
como la merluza y el salmonete, continuara la
ebullición, fuerte, viva, tumultuosa, estos pescados se desharían.
La
bouillabaisse se hace no sólo en la costa mediterránea de Francia y
España, sino en la de Atlántico y hasta en América.
En
París, en un gran restaurante, fuí obsequiado con una bouillabaisse,
especialidad de la casa; pero una bouillabaisse estilizada: se le había
disminuido el ajo y el azafrán, y adicionado yemas de huevo batidas.
Para mi
gusto, lo que le faltaba de «tipismo», lo suplía en exquisitez.
Bueno
será advertir, no obstante, que con esta rica sopa parisina, no se podrán lograr
los fines para los que Venus creara la suya.
______
______
Los arroces
con pescado
(Continuación)
E
sofríen un par de ñoras y se fríe el atún, dejando aparte éste y poniendo las
ñoras en el mortero. En el mismo aceite se sofríen
pimientos, verdes o colorados, y guisantes o alcachofas, todo según la estación;
una cabeza de ajos, tomate y el arroz. Se
añade agua y el atún y se deja cocer, sazonando con sal y las ñoras picadas con
el azafrán.
Este arroz
ha de quedar seco y las proporciones de los elementos que lo constituyen y
método de cocción, los mismos que se determinan en los capítulo precedentes.
A
otras partes llega el bacalao fresco, pero el arroz que con este se hiciera
resultaría poco gustoso. El bacalao que se
emplea
para hacer el arroz, es el curado, seco; para cada kilo de arroz se pone la
cuarta parte de bacalao; y tostado ligeramente al fuego, cuando ya blandea se
deshace menudamente quitándole las espinas y se pone a remojo durante media
hora, cambiándole el agua tres o cuatro veces.
En una
cazuela, sartén o paella, se fríe en
aceite
una cabeza de ajos, tomate y perejil; cuando está frito se añade el bacalao bien
escurrido, azafrán, pimienta, clavo y un cuarto de kilo de garbanzos previamente
cocidos; se echa el arroz y agua caliente; se remueve; se le añaden unas tiras
de pimiento, frito o asado y mondado, y se deja cocer hasta que esté en su
punto. Conviene
no poner sal hasta probarlo a última hora.
Si
no es tiempo de pimientos colorados se emplean en conserva, lavándolos, y sin
trocearlos, tal como vienen, se ponen
sobre el arroz, que entonces se le llama arròs en capetes de torero.
Un
arroz muy substancioso, es el que aquí se denomina arròs en pelletes de
bacallar. Se
hace de igual modo que el anterior, pero sustituyendo el bacalao por medio kilo
de sus pieles, que habrán de estar en remojo durante cuatro horas.
'Filá' de toreros. Ilustración de don Luís
Javier Soler Díaz.
Tabarca
es una interesante islita que tiene un modesto caserío, una almadraba para la
pesca del atún, un faro, una iglesia y
cuatro
aljibes. Cuando escasea la lluvia, el conflicto es grande.
Su campo,
plantado de cebada, lo siega un hombre en un día; los guisantes que produce son
muy apreciados.
Los
tabarquinos viven todos de la pesca, y los platos que con ella condimentan,
sabrosísimos.
De
Tabarca guardo gratos recuerdos gastronómicos, que espero les llegue el turno de
ser relatados; pero, hoy, viene a cuento el siguiente: un día de excursión,
varios amigos esperábamos la hora de comer; del interior de la casa en que nos
hallábamos salía un tufillo que aguzaba nuestro apetito.
Llevado de
mis aficiones, y para dar un poco de prisa, me asomé a la cocina y pude ver
diversos platos ya dispuestos para servir; pero habíamos de comenzar por un
arroz con calamares. Bajo
el toldo de un patio inmediato, cuatro mujeres se hallaban al cuidado de otras
tantas calderetas en que el arroz marchaba.
Me acerqué
a la más inmediata, una viejecita que picaba azafrán y ñora; sobre un anafe con
carbón vegetal, tenía su correspondiente caldereta.
- ¿Qué
ha puesto usted? – le dije.
-
Pues mire; -me contestó en valenciano- he
sofrito unos ajos tiernos, dos docenas de calamares, menos que medianos, con su
tinta, y un kilo de arroz.
Llenó
de agua el mortero, removió bien su contenido y pasando por colador, lo vertió
en la caldereta; después con cuchara de palo, mezcló concienzudamente su
contenido y lo tapó.
Le
hice observar que había puesto poco caldo y que el arroz no debe taparse,
limitándose ella a mirarme sonriendo. Poco
después ví, asombrado, que, tanto la interpelada como las otras mujeres, de vez
en cuando destapaban la caldereta, vertían un poco de agua y rascaban con la
cuchara el fondo de la vasija. Ya
no pude contenerme e increpé a la viejecita que, sin inmutarse me replicó:
- Cuando
lo pruebe, si no le gusta, no lo coma.
Hay
que advertir que el arroz, si cuece tapado, fácilmente se engacha; que el
caldo se pone todo de una vez; pero, si falta, para que acabe de cocer, se añade
del mismo caldo, o si no queda, agua, pero siempre hirviente.
Pues bien;
al sentarnos a la mesa y probar el arroz, que, como aquí decimos estaba
meloset, me encontré con que estaba superiorísimo.
Esto
prueba que, cuando se saben hacer las cosas, pueden impunemente saltarse a la
torera aún las reglas más fundamentales dictadas por los maestros.
Narré
esta anécdota a Fernández Flores, durante su estancia aquí en calidad de catador
de arroces; y él la refirió después con fino gracejo, en su amenísimo libro «La
conquista del horizonte»; pero, con tal relieve le había yo descrito la magnitud
de la contravención de la reglas coquinarias, al agregar agua fría a un
arroz en plena ebullición, que, al llegar a éste punto de relato, dice, saqué mi
revolver y mate a la vieja de un tiro.
Cuando
aquí hagamos una guía completa de lugares bellos o simplemente interesantes para
el turismo, no debe faltar en ella Tabarca; y, los turistas que se decidan a
visitarla, darán por bien empleado el viaje –once millas desde Alicante y tres
desde Santapola-, pues allí encontrarán la
misteriosa «Cóva del llop mari»,
restos de murallas y de un castillo, y podrán hacerse la ilusión de que se
encuentran en un enorme navío, anclado en medio del mar; y, como la travesía y
el encanto del Mediterráneo les habrá despertado el apetito, a más de la
ilusión, podrán contar con realidades tan suculentas como las que brinda la
cocina alicantina en el condimento de sus pescados, que en Tabarca casi saltan
de la red a la cazuela.
Este
pescado se aprecia poco y con razón, pues su carne blanda no es apropiada para
freír, ni para otro guiso que el arroz, pero este resulta muy agradable.
Se
sofríe ñora, ajos tiernos, o no, según la época; pimientos verdes, o colorados,
si no hubiere de los primeros, y, muy ligeramente, la lampuga, que se deja
aparte.
Sofrito
el arroz, se le echa sal, azafrán y la ñora picada.
Seguidamente agua fría y el
pescado. El arroz ha de quedar un si es no es caldoso.
De
esta manera se hace el infinito número de arroces de pescado, con que, casi a
diario, se regodean las clases humildes… y otras que no lo son.
Este
arroz se hace con diversas clases de pescados, preferibles los de carne firme, y
crustáceos.
Se
fríen un par de ñoras, y dos o tres dientes de ajo, y se ponen en un mortero; se
sofríe tomate, alcachofas o guisantes,
según la estación.
Picadas
las ñoras, con los ajos, el tomate, sal, azafrán, una pizca de pimienta, y una
cucharada de pimentón, se adiciona agua hasta llenar el mortero.
En
el sofreímiento, echamos el arroz, y después de bien mezclado todo, verteremos,
pasado por el colador, el contenido del mortero, y se remueve añadiendo el agua
necesaria y se deja cocer.
______
'Estudio del pintor Xavier Soler Llorca' (1923-1995), en el bonito y agradable
barrio del Raval Roig, en la ciudad de Alicante
______
______
Arroces con
verduras y legumbres
STE
arroz, denominado humorísticamente «arroz con pava», -por la coliflor,- es un
arroz bien simple.
Se
sofríe ñora, ajo y una cebollita troceada y el arroz.
Se pica la
ñora con el ajo y se añade el arroz, que se sazona con sal y azafrán y se cuece
en agua.
Pero
los humildes serán ensalzados: este plato vulgar y de poco coste, quedó
convertido en un rico plato de fantasía, gracias al buen humor de un distinguido
y simpaticísimo caballero inglés, que vivió muchos años entre nosotros y que
llegó a hablar el dialecto alicantino mejor aún que el castellano.
Decía de sí
mismo: «Yo soc un inglés de la Villavella» por que su casa, situada en la
plaza de Ramiro, daba por la espalda a la calle de la Villavieja.
Míster
Carey, «Queri», como exigía que le llamaran, era un tanto aficionado a la
cocina, y un día invitó, como ya había hecho otras veces, a comer en su casa a
unos cuantos amigos. Pero este día, en vez del plato suculento que en diversas ocasiones les había presentado, les puso en la mesa ¡un arroz con coliflor!... La
sorpresa de los invitados no tenía límites, y aún
fué
mayor, cuando al probarlo vieron que era cosa notablemente exquisita.
Carey
les contó una historia de una misteriosa receta india, que escucharon
incrédulamente, pero reconociendo todos que era cosa de maravilla hacer de un
arroz con coliflor, un manjar tan exquisito.
Llegó
a hacerse famoso el arroz con coliflor de «Queri», y el lance se repitió muchas
veces y todos quedaban intrigados.
Un
día, en el que loaba unos garbanzos que había comido, hechos por mí, en vena de
confidencias «entre compañeros» me reveló el verdadero secreto de lo que comenzó
por ser una broma: el arroz con coliflor, hecho a la manera corriente, en vez de
agua para cocerlo, le ponía un suculento caldo de cocido, en el que predominaban
las zanahorias; y lo hacía apetitoso con una salsa de curry, que en polvo
se hacía traer de Londres.
Arròs empedrat,
y en Jijona, arròs de fábrica, porque es el que se les sirve a los
operarios de las fábricas de turrón.
En
una olla con agua fría se pone a cocer medio kilo de habichuelas blancas, y
transcurrido un cuarto de hora, se cambia el agua, renovando la cocción hasta
que comiencen a abrirse, que según clase tardarán de hora y media a dos horas.
Se
sofríen una cabeza de ajos, un tomate, una ramita de perejil, añadiendo el arroz
y las habichuelas con el caldo en que han cocido.
Después de
esto se regula el fuego y se vigila el caldo, pues el arroz ha de quedar
completamente seco.
Este
arroz con habichuelas, aunque lleve nabos, se limita su denominación a
calificarlo por el primero de sus componentes, para diferenciarlo de su similar
valenciano, el famosísimo arròs en fresóls y naps, que ha inmortalizado
el gran poeta Teodoro Llorente:
«Habichuelas
blancas y de carita, lentejas, nabos, acelgas, espinacas, calabaza, patatas…».
Se
procede con respecto a las habichuelas como en la receta anterior, y cambiada
el agua se pone el resto de las verduras, menos las patatas.
Cuando aquellas estén ya cocidas se añade cebolla picada, frita; ñora y
azafrán picado, las patatas, y 15 minutos después el arroz, que ha de quedar un
tanto caldoso.
En
la nomenclatura pintoresca a que hemos hecho referencia páginas atrás se
denomina este plato «Las once mil vírgenes».
Llegúm,
en valenciano, significa tan solo legumbre; pero en Jijona donde este majar goza
de muy justa fama, se denomina así a un arroz con legumbres, aunque el arroz
figure en una proporción mínima para el condimento de este plato.
|
Llegúm a
l'Hotel Gastronòmic Pou de la Neu a l'Alt de la Carrasqueta. Xixona
|
Se
pone a cocer con el agua suficiente para que resulte caldoso, medio kilo de
habichuelas y a la hora y media o dos horas, se añaden seis nabitos y tres
docenas de chonetes convenientemente preparadas.
Cuando ya
las habichuelas estén cocidas, se adicionan seis u ocho pencas, cortadas a
trozos; se fríe en dos decilitros de aceite una ñora y se aparta, vertiendo
aquel en el cocimiento. A
la media hora de haber puesto las pencas se dejan caer seis medianas patatas, o
seis pedazos y se sazona con ñora picada, sal, azafrán y una pizca de pimienta y
clavillo. Un
cuarto de hora después se ponen 200 gramos de arroz, se amortigua el fuego y se
deja cocer lentamente hasta que esté cocido.
Hay
un llegúm de invierno y otro de verano.
Es el
primero el que se acaba de describir y difiere del de verano en que este lleva
alcachofas en vez de pencas y en que se emplean patatitas tempranas.
Como
ya queda dicho, es un plato de entretenido condimento, pues se invierten cinco
horas para hacerlo y sin que la atención se distraiga.
El
lector forastero quedará asombrado de tanta meticulosidad y complicación para
confeccionar un plato de tan vulgar apariencia; pero a esto hemos de objetar,
que en las cosas atañentes a los guisos hay que poner siempre todo cuidado y
atención si no queremos hacer una bazofia en lugar de una vianda exquisita; y
que el llegúm, pese a lo poco substancioso de sus componentes, es un
plato que causa las delicias de los gourmets, que, desde muy diversos
puntos se trasladan a Jijona, para regodearse con este manjar casi exclusivo de
la ciudad del turrón.
______
Entrada al pueblo de Xixona, por el Barranc de la Font, hace ya
muchos años
______
______
Pastas
N la
página 140, al insertar la receta del «arroz a la milanesa» se hizo ya
constar la razón que justificaba la presencia de platos genuinamente italianos
en un repertorio de platos alicantinos.
Como
las familias italianas aquí establecidas eran de distintas procedencias, así los
platos que aquí dieron á conocer, eran al estilo de la región de cada una de
ellas; pero el transcurso del tiempo ha hecho que en su adaptación hayan sido
objeto de modificaciones que las apartan un tanto de como, sin duda, eran sus
recetas originales.
De
los que aún subsisten, elegimos solamente dos, por ser los que con mayor
frecuencia se hacen:
A
la napolitana.-
Se trocean
200 gramos de macarrones y se sumergen en agua hirviente –poco más de dos litros
aproximadamente- y salada, en proporción de 10 gramos por litro, dejándolos
cocer de 15 a 20 minutos, según el gusto de cada cual, pero teniendo en cuenta
que no conviene que se ablanden demasiado.
Se tapa y
aparta del fuego la cacerola en que han hervido y se les deja reposar durante
algunos minutos.
Bien
escurridos y lavados en agua fría, recolocan en fuente de horno y se espolvorean
con ralladuras de parmesano, gruyère o bola.
Mejor aún
si los quesos se mezclan. Encima
se pone otra capa de macarrones con salsa de tomate y se gratinan al horno.
En
timbal.-
Se preparan
como en la receta anterior; colocados ya en la fuente, sobre la primera capa se
polvorea con queso y se pone una segunda con pellas de mantequilla y menudillos
de ave a pedacitos; todavía una tercera que también se polvorea con queso,
añadiendo rodajitas de chorizo, y un batido de huevos en cantidad suficiente
para que el timbal quede bañado. Se
sazona con sal y moscada y se gratina al horno fuerte.
Los
que cambian la ortografía del nombre de este plato, sustituyendo la v por
b, es porque ignoran que rabiole significa
cosa de poco valor, y los ravioles constituyen un plato de exquisito
gusto.
Sobre
el mármol 500 gramos de harina, haciendo una oquedad en el montoncito, dentro de
la cual pondremos 4 huevos batidos con 30 gramos de mantequilla, sal, pimienta y
nuez moscada.
Se
amasa con cuidado, por que si se deshace la fuente quedan grumos, y se añade
mitad de agua y mitad de vino blanco, en la cantidad necesaria para que la masa
quede semidura. Se deja en reposo durante una hora y después se la abate, estirándola con
el rodillo cuanto se pueda para que, sin perder la uniformidad en el espesor,
quede reducida a una capa finísima.
Dividiremos
ésta en dos iguales porciones, y en una de ellas distribuiremos bolitas de
farsa, dejándolas simétricamente separadas unos dos dedos, poniendo encima la
otra hoja de masa, y aplanado un tanto, dividiremos el todo con el cortapastas,
dejando equidistantes las bolitas, con lo que obtendremos rectángulos, de 4 a 5
centímetros, aproximadamente.
La
farsa.-
La farsa o
relleno, se prepara con 500 gramos de espinacas, bien limpias y hervidas; 150
gramos de sesada de cerdo y otros 150 de hígado de ave, machacándolo bien todo,
hasta reducir a pasta.
A
esto se mezclan 250 gramos de pequeños trocitos de ave, ya cocidos.
Con
manteca de cerdo se fríen 100 gramos de tomate maduro, añadiendo los elementos
antedichos, especiando como en la masa, y dejándolo rehogar todo.
Cocimiento.-
Al
hervor, y con cuidado, se ponen en un recipiente que contenga agua salada en
cantidad bastante a cubrir, y se dejan cocer, mansamente, durante 8 minutos.
Final.-
En
las fuentes, rostideras, o platos de horno que sean menester, pues los ravioles
no han de quedar superpuestos,
después
de untados con manteca, se van colocando, bien escurridos y abrillantados con
huevo, los ravioles, que se polvorean con parmesano y se ponen a gratinar a
horno fuerte.
Al igual
que he dicho respeto, a los macarrones, aquí se han venido haciendo, y siguen,
diversas clases de ravioles, cuyas diferencias no son esenciales.
De entre
ellas elegimos:
Otra
clase de ravioles.-
Ninguna
variante respecto de los anteriores en la manera de hacer la pasta.
En
cuanto al relleno, en esta segunda se emplea un picadillo de ave y trufas; y el
procedimiento el mismo, salvo que a estos se les adiciona un poco de leche
durante el rehogo.
No
se gratinan.
Otros
de vigilia.-
Como los
anteriores, por lo que respecta a la masa.
El relleno, de cualquier clase de
pescados, crustáceos y mariscos, finísimamente picados; farsa a la que se
adiciona una espesa bechamel. Rellenos
ya los ravioles, se cuecen, se saltean con manteca de vaca y se gratinan después
de polvoreados con queso rallado.
Hace
ya muchos años que no vienen de Italia unos macarrones cortos y gruesos, con
hueco interior bastante capaz para
ser
rellenados, que llamaban «sansones», y que servían admirablemente para la
confección de este plato.
Ahora
se utilizan para hacerlos unas plaquetas (bastante malas), que se ablandan con
agua caliente, se rellenan y arrollan en forma de tubitos.
Juzgo
preferible hacerlos en casa con la masa descrita en la receta anterior, cortando
la hoja obtenida a cuadritos de unos 8 centímetros, dejándolos en reposo durante
15 minutos.
Después
se cuecen otros diez en agua hirviendo con sal, se lavan en agua fría y se dejan
escurrir.
En
el centro de cada cuadradito pondremos el relleno, los arrollaremos en la forma
antedicha y se colocan de manera idéntica a los ravioles, dejando caer sobre
ellos, e hirviendo, un caldo concentrado de cocido, solamente hasta cubrir.
Se
cuecen un cuarto de hora y, a su término, se vierte encima una bechamel espesa
hecha con mantequilla, leche y harina.
El
relleno se hace friendo cebolla, a la que se añade jamón y menudillos picados, y
todo se sazona con especias de los platos antes mencionados, se espolvorea con
queso y se gratina.
Como
ocurre con los ravioles, hay también unos:
Canalones
de vigilia.- Todas
las operaciones preliminares lo mismo que para los anteriores.
Igualmente
el relleno, pero añadiendo a la bechamel una salsa espesa de tomate.
Asimismo
se cuecen con agua y sal, se saltean con manteca de vacas, se espolvorean con
queso rallado y se gratinan.
Para
hacer este plato, de origen piamontés, se requiere harina de maíz secada al sol,
harina de buena calidad y sobre todo
recientemente molida, porque de lo contrario pierde el aroma que es cosa
esencial.
Se
pone una cacerola mediada de agua con un poco de sal, y cuando cuece se va
dejando caer harina en forma de lluvia revolviendo sin cesar para que no quede
grumosa. Cuando
adquiera consistencia se pasa a otro fuego más lento, revolviendo constantemente
durante un cuarto de hora; se requiere quede bien cocida, trabajada y dura.
Entonces
se le añade manteca de vacas y queso parmesano y se sirve.
También
se hace aplanando la pasta sobre una placa hasta que quede de un dedo de espesor
y cuando se enfría se corta en
cuadraditos, se cubre con salsa de tomate, espolvorea con parmesano, se gratina
y se sirve.
De
media docena de huevos se separan dos claras y se baten los restantes con 400
gramos de azúcar, dejando caer sobre
ella
poco a poco y en forma de lluvia 400 gramos de harina de trigo.
Después de
bien
mezclado y batido todo, se añaden 3 decilitros de aceite fino y 100 gramos de
mantequilla fundida y 250 gramos de almendras finísimamente ralladas, trabajando
el conjunto durante un buen rato, regando con una copita de coñac y aromatizando
con ralladura de la corteza amarilla del limón.
Bien
ligada la masa se extiende con el rodillo hasta reducirla al grosor de medio
centímetro, y se hincan en la lámina resultante, 150 gramos de pasas que, si no
son de Corinto, hay que quitarles el orujo y partirlas en pequeños trozos,
colocándolas regularmente espaciadas.
Se
cuece al horno, se corta en rectángulos de 4 por 5 centímetros, que se
abrillantan con las dos claras separadas y remontadas; se polvorean con azúcar
fina y se ponen de nuevo al horno durante dos minutos.
Constituye
un buen postre y unas excelentes pastas para té.
Los
tallains (tallarines), constituyen la pasta que más se ha popularizado,
pues, por su baratura, es entre las demás
importadas,
la que está más al alcance de las clases modestas.
Cuando
de niño iba yo a la escuela situada en el barrio de San Antón, veía a las
puertas de las casas y puestos a secar al sol sobre esterillas de esparto, los
tallarines caseros que entonces se hacían.
Agua,
harina y sal, entraban únicamente en la composición de la masa, que se trabajaba
hasta hacerla dura, se aplanaba y cortada a tiritas se ponía a secar.
Los
tallarines que no se empleaban el mismo día del amasijo se dejaban secar más, al
sol, en días sucesivos par utilizarlos
cuando conviniera.
Se
hacían de muy diversas maneras, siendo los más comunes con menudillos de
ave, salazón de atún y bogueta, y el
aderezo consistía en cebolla, tomate y pimientos, que se sofreían, sazonando con
sal, ñora picada y azafrán; con la adición de agua se hacía un caldo en el que
se cocían los tallarines.
Si
eran con bogueta esta se sofreía después de las hortalizas; si con atún había
que desalarlo previamente y desmenuzarlo antes de ser sofrito; y, si con
menudillos simplemente cocerlos con el caldo.
O
de molletes. De
la masa que se hace el pan, apenas se inicie la fermentación, sacaremos una
porción de pasta que se hiñe
y
se aplana dejando caer sobre ella un hilillo de aceite, que por igual se
extiende con la mano; se dobla sobre sí misma un tercio de su superficie y de
nuevo se aplana, repitiendo la operación tres veces.
Se
coloca sobre placa de horno y se extiende con el rodillo, dándole un grueso de
medio centímetro y forma rectangular; se bordea con repulgo grueso y alto; con
las rebañaduras de la masa, harina y sal, haremos una mezcla que puesta entre
las palmas de las manos y restregándolas, iremos dejando caer sobre la
torta. De
nuevo se la riega con un hilillo de aceite y se cuece a horno no muy fuerte.
Con
antelación se pone a desalar un cuarto de kilo de esta salazón y, a rehogar, dos
de cebolla, finamente picada; 100
gramos
de tomate, un puñadito de hojas de perejil, todo, también picado, y 30 gramos de
piñones.
Sobre
el mármol un kilo de harina de trigo, y, un cuarto de kilo de manteca de cerdo;
bien trabajada la mezcla, la pondremos en una vasija y verteremos sobre la masa
un cuarto de litro de aceite, del mejor, rusiente, procurando trabar la masa con
el cucharón de madera, y, si por haberla escaldado excesivamente no lo logramos,
se le añade un poco de agua, y, en todo caso, una copita de aguardiente anisado.
Con
los puños se le soba un buen rato, siempre teniendo en cuenta que no ha de
quedar fina y compacta, sino un tanto disgregada, pero que después de heñida
permita extenderla hasta conseguir la delgadez necesaria.
Colocada en
un plato de horno se la aplana con el rodillo para dejarla de un medio
centímetro de espesor, recortándola con cuchillo procurando quede doble larga
que ancha y con las esquinas redondeadas.
Desmenuzado
el atún con los dedos se mezcla con la fritada y se extiende encima de la pasta;
sobre una hoja de papel se lamina, cuan delgada podamos, una porción de masa y
volteándola cubriremos lo anterior, se cierra con un menudo repulgo, se unta con
huevo batido, empleando el pincel, y se cuece al horno.
En las
veladas de San Juan y San Pedro se hace en Alicante un enorme consumo de estas
riquísimas tortas de atún.
Manjar
que ya se conocía en los tiempos hebreos y que con igual denominación perdura en
nuestra comarca La Marina; si
bien ahora se hacen ya tan solo como regalo.
Medio siglo
atrás, en dicha comarca se comía más pan de daxa –maíz-, que de trigo; pan de
escaso alimento, sentado, frío, desagradable.
Pan de
panizo,
Mahoma lo hizo.
- Pues
si lo hizo Mahoma,
que Mahoma se lo coma.
Hoy,
ya ni Mahoma lo come; y esto, que supone un progreso en la alimentación, ofrece
una gran dificultad para hacer los minchos, pues no suele hallarse para
su confección la indispensable harina de maíz.
Con
harinas de esta clase, agua y sal, se hacen unas tortitas sumamente delgadas que
se escaldan en agua hirviendo y, se aliñan con aceite y se cuecen en horno
fuerte.
Si
las circunstancias lo permiten, sobre los minchos se ponen, en crudo y rociados
con aceite, unos salmonetitos diminutos que suelen pescar las parejas.
Es
manjar agradable recién salido del horno.
Será
raro encontrar un español que no conozca, aunque solo sea de oídas, el gazpacho
andaluz, y aún en el extranjero se
halla
bastante extendida la noticia del clásico manjar con que se regodean los
andaluces de toda clase y condición, singularmente en los caliginosos días de la
estación veraniega. En
cambio, más de las tres cuartas partes de nuestros compatriotas ignoran la
existencia de un plato suculentísimo que se denomina «gazpachos» y que se come
en toda una extensa y estrecha zona, que comienza en nuestra comarca, pasa al
norte de la murciana, atraviesa La Mancha, toca en algún lugar de Castilla la
Nueva, y tiene su remate en tierras extremeñas.
Estos
nuestros gazpachos son la antítesis del andaluz: pan, aceite, ajo, cebolla,
tomate, pepino, agua y vinagre, constituyen los ingredientes para la preparación
de éste; los nuestros, pollos, caza, magro…; los unos tienen más de refresco que
de alimento; los otros, cosa substanciosa que hace innecesarios otros platos
para llenar una comida.
Aunque
se desconoce su origen, por su composición y por la manera de hacerlos, todo
permite suponer que se eleva a la más remonta antigüedad; elemento primordial de
este manjar es el pan ázimo con el que hace más de dos mil años obsequiaban los
hebreos a sus huéspedes inesperados; el pan tipo de sinceridad y verdad, según
San Pablo; éste pan se heñía, y aún continúa haciéndose así en algunos lugares,
sobre pieles de carnero preparadas y reservadas a este solo uso; y se cocía
sobre la piedra del llar.
Comida
de pastores y de cazadores, pues que la caza es elemento punto menos que
indispensable, todavía en diversas partes se les denomina «gazpachos de pastor»,
o «a la cazadora». Aquí
se les llama simplemente, gazpachos.
El
modus faciendi, varía algún tanto según la región y, a las veces, en cada
pueblo de una misma comarca; pero la receta que se inserta puede considerarse
como un término medio entre los extremismos a que suelen mostrarse propicios los
gazpacheros.
Para
diez comensales, amasaremos sencillamente con agua y sal, dos kilogramos de
harina tierna de trigo, que se hiñe sobre la piel o sobre la mesa, en forma de
tortas de medio centímetro de espesor y con un diámetro de unos doce, menos una,
que tendrá la dimensión máxima que permita el medio de cocción que se emplee.
Estos
son cuatro: sobre la piedra del hogar, en la pala, a la plancha de la cocina
económica, y al horno.
Con
leña liviana y bien seca se hace en el hogar una gran fogata, que se alimenta
durante media hora, apartando el rescoldo y barriendo con una escobita, que se
tiene a propósito, la losa, sobre la que colocaremos la torta grande cubriéndola
con la ceniza caliente y procurando que las brasas no se pongan en contacto con
la masa. Es obra de unos cuantos minutos que se halle cocida, repitiendo igual
operación con las restantes, que se ponen cuatro en cada vez.
A medida
que se van sacando las tortas se las arropa con mantel y mandil, hasta que
llegue la hora de deshacerlas.
Como
el hogar o cocina en tierra es solo propia de las casas de campo, y no de todas,
para simplificar la operación del cocido de las tortas, se ha ideado la pala,
que es como una sartén que no tiene paredes, de plancha gruesa de hierro y con
su mango correspondiente. Se
coloca sobre las trébedes y con fuego de leña ligera se cuecen las tortas,
dándoles las vueltas que se necesiten.
Por
el mismo procedimiento pueden cocerse también sobre la plancha de la cocina
económica y aún en el horno de la misma.
Cuando
no se dispone de algunos de estos medios suelen encargarse a los hornos de cocer
pan, pero hay que cuidar de advertir que se hagan con masa sin levadura.
Cualquiera
que sea el medio que se emplee, antes de ponerlas cocer, se pinchan con la punta
de un cuchillo o con el tenedor, para que no hagan ampollas.
Con
independencia de la elaboración de las tortas, se trocean y se sofríen, un
pollo, dos perdices, un conejo y una liebre.
Como no siempre podremos disponer
de estos elementos, utilizaremos los que tengamos a mano, siendo bueno saber
que, a más, o como sustitutivos, podemos emplear el pato,
ganso, pichón, magro de cerdo, caracoles…
Lo que hayamos sofrito dejando aparte el
hígado de pollo, lo pondremos a cocer en orden inverso a su terneza, sazonándolo
tan solo con sal y añadiendo el aceite del sofreimiento.
Para
hacer los gazpachos se requiere una sartén de grueso calibre y forjada a
martillo; leña de llama, a ser posible sarmientos; y unas trébedes o tres
piedras que hagan sus veces.
Cuando
estén casi a punto las viandas se sacan del caldo y se ponen a escurrir.
En la
sartén con medio litro de aceite se sofríen dos ñoras y media docena de
pimientos verdes cortados en cuarto a lo largo, dejándolos aparte, y el hígado,
que después de bien picadas las ñoras en el almirez con un poco de sal, se pica
a su vez. Dejaremos
que el aceite se ponga rusiente y doraremos la carne, sacándola de la sartén.
Pondremos
a freír un kilo de cebolla menudamente picada y algo después un tomate también
picado. Mientras, si entre los invitados hay chicas jóvenes, les daremos la
satisfacción de que colaboren en la confección de los gazpachos haciendo
que dividan las tortas en trozos tan menudos como monedas de a dos reales.
A ellos, podremos encomendarles la tarea de aproximar leña y cuidar del
fuego, pues se acerca el momento decisivo.
Bien
provistos de una larga paleta dejaremos hacer los gazpachos en la sartén,
removiéndolos; y en el almirez pondremos caldo hasta llenarlo, con una pizca de
pimienta, azafrán y un chorrillo del mejor vinagre, mezclándolo todo y rociando
con ello los gazpachos que ya humean. Sin
parar de removerlos iremos añadiendo caldo, hasta cubrir con exceso, y
avivaremos el fuego para que una gran llamarada haga que hierva por todas partes
el contenido de la sartén. Se
prueba para rectificar si acaso la falta de sal, y paulatinamente se deja
amortiguar la llama. Se ponen por encima las tiras de pimiento, y transcurridos unos minutos
se aparta el rescoldo a las orillas y si el cocinero o cocinera estima que ya
están los gazpachos en su punto quita la sartén del fuego y los deja reposar.
Según
sea el estilo de los gazpachos la operación ha durado entre cinco y
veinte minutos.
Mientras
cuece se habrá cuidado de remover el fondo para que no se peguen, a no
ser que sintiéndose con fuerzas para ello, el cocinero los haya volteado al
aire, como se hace con las tortillas.
A
diferencia de los arroces, los gazpachos admiten que se les añada caldo, si con
el que tienen no bastare para ultimar su cocción.
Han de
quedar no apelmazados, pero tampoco caldosos.
La
manera clásica de servirlos es la siguiente: en el centro de la mesa se coloca
la torta grande; sobre ella, los trozos, vertiendo sobre los mismos el contenido
de la sartén. Este
modo ofrece el inconveniente de que, al servir platos, hay que hacer túneles en
la pirámide de los gazpachos, para encontrar los trozos adecuados con que
obsequiar a cada invitado.
Para obviar
este inconveniente se colocan los pedazos en una fuente; en cada plato una torta
individual y sobre ella los trozos que elija la señora de la casa, cubriéndolos
con los gazpachos, que se sirven de la propia sartén.
El
rito exige que se tomen con cuchara de madera, y entre gente campesina he visto
comerlos de un modo primitivo poco recomendable: los comensales se sientan en
torno de la gaspachá; tienden su mano ahuecada hasta el borde del montón
y con el pulgar van remetiendo y apretando en el hueco de la mano un monolito de
gazpachos que parece mentira puedan caberles en la boca.
En
algunas partes aromatizan los gazpachos con pebrella.
La
meticulosidad y honradez con que ha sido formulada esta receta nos permite
decir, que si después de tan engorroso detalle, el aficionado que se lance a su
ejecución no obtiene una maravilla, bien puede cortarse la coleta para toda
empresa culinaria.
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Platos de
carne
N
el pasado siglo, Alicante tenía una
importancia mercantil de tanta categoría, especialmente por las importaciones
antillanas, que, a más de la colonia italiana de la que ya hice referencia,
existía otra inglesa, por el gran comercio de vinos y salazones que por este
puerto se hacía, aparte de los que desempeñaban
cargos representativos de su país.
Entre
ellos, que yo recuerde los Gower, Wallace, Leach, Cuming, apellidos que aún
ostentan distinguidas familias de esa capital.
Cuando
en 1.834, el cólera morbo asiático invadió por primera vez nuestra provincia,
Sir Robert Gower acudió en socorro de los que sufrían los horrores de tan
terrible azote, con importantes donativos a la Junta de beneficencia constituida
por señoras, que para tal fin acababa de ser creada.
Como
es natural, en sus respectivas casas imperaba la cocina inglesa, y sus platos,
dados a conocer a los alicantinos que con aquellas familias se relacionaban.
De
entre ellos elijo solamente uno, porque no solo perdura, sino porque su modo de
hacerlo difiere notablemente de las infinitas recetas que del mismo figuran en
los libros de cocina.
Refiérome
al roast-beef, que condimentaban y continúa haciéndose de igual modo y es
como sigue:
Para
obtener un buen rosbif necesitamos proveernos de un trozo del centro del lomo
bajo de la vaca; carne de buena calidad, de animal joven y grueso.
Limpiarlo
cuidadosamente, aunque sin lavarlo; quebrantarlo, pero, no con la maza sino con
los pulgares, oprimiéndole fuerte e insistentemente y, sobre todo, conservándolo
en casa hasta tres o cuatro días después del sacrificio de la res de que
proceda.
El
asado puede hacerse a la broche, o al horno.
Como de
ordinario se carece en casa el primer elemento, al segundo he de atenerme para
el método a seguir.
Dispondremos
una rostidera, o simplemente una lata con reborde o una parrilla ordinaria, bien
limpia, hasta las patitas, que han de estar en contacto con el jugo del rosbif.
Ataremos
fuertemente el trozo de lomo con hilo grueso; pondremos sobre la cara que en el
primer momento ha de quedar arriba, pequeños trocitos de manteca en rama que
formen rosario y envolveremos el todo en papel engrasado.
Puesta
la parrilla sobre la rostidera o lata, encima de aquella colocaremos el rosbif y
le pondremos en el horno.
Al
cuarto de hora lo regaremos con un hilillo de excelente vinagre; y después, cada
diez minutos, con una cuchara, tras de quitarle el papel, bañaremos con la parte
grasienta del jugo que habrá ido soltando, y le daremos media vuelta; y así
sucesivamente, hasta que termine el asado, que según la terneza de la carne y
la viveza del fuego, se habrá invertido de hora a hora y media en su cocimiento.
Se
quita el hilo; y si se han observado escrupulosamente estas prescripciones, se
le ha mojado con la frecuencia prevenida y volteado para que la acción del fuego
haya sido ejercida por igual, el rosbif habrá quedado tierno, jugoso, y, en su
interior, de un agradable color sonrosado.
No
le habremos puesto más aliños que sal; y esto, en el mismo instante que lo
saquemos del horno.
Se
sirve solo. El
jugo y las verduras aparte. Estas
pueden consistir en patatas cocidas al vapor, coliflor, cogollitos de apio,
coles de Bruselas…
Sobre
la mesa, sal, mantequilla, pimienta, mostaza, salsas inglesas…
Una
«molla redonda» de ternera, de animal sacrificado tres o cuatro días
antes,
según la estación, que se limpia, -aunque
sin lavarla- y quebranta del modo que ya dije para el rosbif.
Se
disponen de unos filetes de tocino cortados a cuadrilongos, de un dedo de
grueso, sazonados con sal, pimienta negra y blanca, y una pizca de moscada.
Se
agrega perejil picado y un par de dientes de ajo finamente rallados.
Con
la punta de un cuchillo estrecho se practican incisiones en la carne para hacer
agujeros en los que se embuten los filetes
de tocino; se oprime y ata fuertemente la carne con hilo grueso, y en aceite
rusiente se saltea,
poniéndola a cocer en agua, que la cubra.
La
cocción debe verificarse lentamente y transcurrida una hora se prueba de sal y
se rocía con un vasito de buen vino blanco, seco.
Reducido
ya el caldo, se tantea con la aguja de cocina para apreciar cuando esté cocida y
se saca.
Una
vez fuera de la vasija se la deja reposar y desbrida.
Se
sirve caliente, cortada en rodajas y acompañada de la salsa obtenida.
Fría,
la carne mechada es un delicioso fiambre.
(A Dª Conchita Sanz de Martínez Blanquer).
Con
un cuchillo largo, ancho, de hoja delgada y bien afilado, sobre un lomo de cerdo
convenientemente preparado, se
practica,
en sentido longitudinal y de extremo a extremo, una incisión profunda, pero que
no llegue a partirlo. A
ambos lados de la primera, otras dos, cuidando también de no cortar la parte
opuesta, con lo que el lomo quedará dividido en seis filetes, en la forma de un
libro abierto.
Entre
cada dos de ellos, iremos colocando sucesivamente, jamón, huevo duro, pepinillos
y dos clases de embutido fresco del país, tales como blanco y sobrasada.
El orden de
coacción es indiferente, pero, en cada corte, solo pondremos relleno de una sola
clase. Hecho
esto, lo volveremos de lado y lo apretaremos para que adquiera la homogeneidad
posible.
Especiaremos
con sal, pimienta, nuez moscada y unos dientes de ajo picados, teniendo en
cuenta que el embutido ya lleva las suyas, y rociaremos con vino añejo.
Se
pasa y repasa por la máquina de picar, mitad de magro y de tocino, se amasa con
el número de huevos necesarios para que la pasta quede fluida, se sazona como la
anterior, y con ella embadurnaremos el lomo procurando quede compacto.
Se
pone al horno fuerte, y mientras dure la cocción, alternando, y cada cuarto de
hora, mojaremos con aceite previamente calentado, y con el vino anteriormente
empleado.
Según
la terneza del cerdo y el calor del horno, el asado tardará en estar en su
punto más o menos, pero, siempre en redor de una hora.
Muslos
de pollos grandes, tiernos y bien cebados.
Se escogen
los más iguales posibles y se conservan dos o tres días
según
la estación.
Después
de chamuscados y lavados se les quita el hueso y ensanchando cuanto se pueda la
oquedad, se rellena con foié-gras casero con trufas picadas, se colocan
en una cacerola, plana y lo suficientemente grande para que no tengan que
superponerse los muslos, y cuyo fondo habremos cubierto con finas rodajas de
cebolla vieja cortada al través, zanahorias, jamón, unos granos de pimienta,
ralladura de moscada y un ramito de finas hierbas.
Puesta
al fuego la cacerola se sazona su contenido con sal, se riega con vino generoso,
se tapa herméticamente la vasija y se deja cocer durante doce minutos;
transcurridos estos se le añade un buen caldo concentrado de carne y ave, hasta
cubrir y se deja terminar la cocción.
Se
colocan los muslos en la fuente; sobre ellos finas láminas de trufas, se deja en
la nevera hasta el momento de servir, y antes de hacerlo se bordea la fuente con
escarola y cogollitos de apio aliñados, y pepinillos.
Preparados
convenientemente una y otros según queda minuciosamente explicado en la receta
del «arroz con pata» –página
77- se sofríen con manteca de cerdo, unos 200 gramos de jamón, que vaya bien
cargado de su tocino, dos chorizos, cortados a rodajitas, una morcilla extremeña
picada, 100 gramos de garbanzos remojados, y la patas, bien deshuesadas, a
trozos, y el vientre a cuadraditos. Se
sazona con sal, azafrán, unos granos de pimienta, un polvo de moscada, y, si la
morcilla no fuera picante, una pizca de cayena, amén, de unas tiritas de
pimiento colorado, previamente asado y pelado.
Se baña con
su propio caldo, añadiendo un ramito de finas hierbas y se mete en el horno para
que se gratine.
Se
ha de servir bien caliente, hasta el punto que en París se utilizaban antes unos
braserillos de barro. En
los restaurantes suelen utilizar calientaplatos eléctricos.
La
templanza de nuestro clima permite comerlos sin estas prevenciones, cuidando tan
solo de calentar antes los platos y de que el manjar vaya del horno a la mesa.
Mr.
Labée era un notable chef de la cocina francesa, al que los achaques, aún
más que los años, habían obligado a
abandonar
su país y venir al nuestro en busca de la benignidad de nuestro clima.
Medio siglo
ha transcurrido desde su llegada y establecimiento en una casa vieja que estaba
arrinconada, pero que tenía enfrente el mar y la doble fila de palmeras del
poético paseo de la Explanada.
En
su reducido local, Mr. Labée despachaba sus ostras verdes de Marennes –seis
reales docena, las de primera clase-; mantequilla de Isigni; selectos productos
de la charcuterie francesas, especialmente unas andouillettes
inigualables; tal cual plato para llevar a domicilio… pero cuando se le
encargaba sirviera en el local alguna comida para más de tres o cuatro personas,
contestaba invariablemente y en son de protesta:
- ¡Pero,
si yo no estoy montado por esto!
Y era
verdad; más, como ya nos eran conocidas sus habilidades culinarias, insistíamos,
y acababa siempre por ceder y prepararnos unos yantares de los que se guarda
perdurable recuerdo.
Un día vino
a verme Mr. Labée. Para
solemnizar un venturoso acontecimiento familiar, uno de los amigos que concurría
a las comidas celebradas en casa de Labée, había encargado a éste un almuerzo y
que sometiera a mi aprobación los platos que proyectaba servirnos.
Tortilla
trufada, salmonetes a la parrilla, pollo a la Marengo…
Involuntariamente
dirigí la mirada a las cuartillas que tenía sobre la mesa.
- Como
he supuesto que había de darme usted su conformidad, he preparado ya dos
hermosos pollos, puesto que el almuerzo será pasado mañana.
Le
escuchaba distraído, pensando en la rara coincidencia…
- Pues,
si, señor; he logrado encontrar dos magníficos ejemplares, grandes, tiernos,
bien cebados. En
total, después de vaciados, han pesado, juntos cuatro kilos.
En la
mirada interrogante que me dirigió comprendí que se había dado cuenta por mi
silencio, de que algo me sucedía y juzgué preferible decírselo.
- Cuando
usted entraba –le dije- acababa un capítulo de un libro que estoy escribiendo,
y, precisamente el capítulo está dedicado al plato napoleónico que proyecta
usted servirnos.
A su
instancia se lo leí y me rogó le dejara llevarse las cuartillas, pues quería
saborearlas detenidamente.
El día
señalado, al sentarnos a la mesa todos los comensales –incluso yo- nos
encontramos sorprendidos al hallar, junto al menú, impresas mis
cuartillas.
POLLO A LA MARENGO
«Por
larga que fuera la duración de una batalla, Napoleón no comía hasta que se
decidiera la suerte de la misma. Así
ocurrió en la de Marengo, quizá la batalla cumbre en la carera del gran
conquistador, por el influjo que su victoria había de tener no ya solo en los
destinos de Francia sino en los del mundo entero.
El
ejército francés había luchado todo el día contra el austriaco, muy superior en
número, siendo varia la suerte de los diversos y sangrientos combates que se
libraron. A
las tres de la tarde la batalla estaba perdida para los franceses y Napoleón
había ordenado ya la retirada, cuando la inesperada aparición del general Desaix
convirtió la derrota en victoria.
Este
había sido enviado a Génova, más por el camino tuvo la inspiración de
retroceder, llegando en el preciso momento de poder impedir se consumara el
desastre, si bien su heroica intervención le costó la vida.
Aunque los
austriacos habían sufrido grandes pérdidas, los franceses quedaban también mal
parados: los heridos, muertos y prisioneros fueron numerosos; las bajas en el
estado Mayor considerables; y, sobre todo, lo que más debía pesar en el ánimo de
Napoleón era la pérdida del joven y ya ilustre general Desaix, su compañero en
las más célebres y afortunadas campañas.
No obstante
tantas emociones, lo cierto es, que terminado el combate y en franca huída el
enemigo, el general victorioso sintió hambre, por lo que ordenó a su cocinero
Dunand le sirviera la comida; pero, habíanse distanciado tanto de la
impedimenta, que Dunand se encontró en el más grande de los aprietos: no tenía
nada, absolutamente nada, que poder ofrecer a Napoleón.
Para
solucionar el conflicto destacó a todo el personal de que pudo echar mano, para
que salieran en busca de víveres y utensilios.
No fué muy
fructífera la colecta: dos o tres huevos, un pollo menos que mediano, cuatro
cangrejos, tomates, ajos, sal, un poco de aceite y una sartén.
Dunand
sofrió en aceite el pollo con un tomate y dos dientes de ajo; añadió agua con un
poco de coñac que por fortuna
todavía guardaba la cantimplora del general, y puso encima los cangrejos.
Como la
vajilla del Primer Cónsul aún no había llegado, el cocinero colocó el pollo en
el plato de estaño de un soldado; lo regó con la salsa obtenida por el
sofreimiento, y lo guarneció con los huevos, fritos, los cangrejos, y unos
costrones de pan de munición.
A Bonaparte
le supo el plato a gloria, por lo que ordenó a su cocinero que, en lo sucesivo,
después de cada batalla, le sirviera un pollo condimentado de igual manera; pero
Dunand era demasiado buen cocinero para dejar de ver que a los cangrejos nada se
les había perdido en un plato de aquella naturaleza, y los suprimió:
Cuando
Napoleón observó su falta se incomodó grandemente y, según cuentan, dijo: -
«esto me traerá desgracia».
Así pues, volvieron los cangrejos
a guarnecer el plato, y, por tradición se ha venido siguiendo tal costumbre.
Y este es
el origen del «pollo a la Marengo», nombre con que el improvisado plato de
Dunand quedó bautizado en conmemoración de la batalla librada el 14 de junio de
1800 en los alrededores de Marengo, una insignificante aldea del Piamonte, cuyo
nombre quedó inmortalizado por aquella gran victoria que dió la paz a la
República francesa, dejó expédito el camino para que ascendiera las gradas del
trono imperial, Napoleón I.
Marengo es
el hito puesto en la cúspide del camino de triunfos bélicos obtenidos por el
genio de la guerra. Así
se comprende que ese nombre sonara como grata música en los oídos de Napoleón,
aún siendo éste, como dicen, tan poco filarmónico; que el pollo a la Marengo se
viera servido con frecuencia en su mesa; que en los comentarios que hacía de su
vida gustara de evocar los recuerdos de Marengo, y que en Santa Elena, pocos
días antes de su muerte, haciendo el inventario de sus efectos, quedara
trastornado por la emoción sentida al dictar:
«La
capa azul bordada en oro que llevaba en Marengo».
(Del
libro en preparación,
NAPOLEÓN
¿Sobrio como un espartano?
¿Sibarita como un epicúreo?
Apuntes para la historia de la
gastronomía de la época).
El
pollo a la Marengo estaba exquisito, y desde luego quedó incorporado a la lista
de los platos selectos que Mr. Labée
tenía presente para nuestros encargos.
La
receta fué tomada de visu, y el orden de proceder el mismo que siguiera
Mr. Labée en aquel día:
Flameados
los pollos con llama de alcohol, los dividió en pedazos, de manera aproximada a
la que puede verse en la página 121, y los puso en una cacerola con agua, donde
los mantuvo largo rato, escurriéndolos después y secándolos con blanco y limpio
paño.
En
una sartén amplia, con 3 decilitros de aceite rusiente sofrió dos tomates
maduros, limpios, pelados y picados; los pedazos, con excepción del hígado que
dejó aparte, un bote de setas y otro de trufas, dos dientes de ajo rapados, un
ramito de finas hierbas y una hoja de laurel.
Roció el todo con un excelente
vino blanco, seco, y transcurridos cinco minutos puso agua hasta cubrir, y sal.
Cortó
simétricamente unas delgadas rebanaditas de pan, que colocó en una fuente,
espolvoreándolas con sal y bañándolas con leche.
De
docena y media de huevos, separó las yemas de las claras y batió la mitad de
éstas.
En
el mortero machacó las ralladuras de media nuez moscada, cuatro dientes de ajo
previamente asados, unas ramitas de perejil, una pulgarada de hojitas de
tomillo, y el hígado; añadiendo 100 gramos de harina, que aparte había tostado,
y una cucharada de mantequilla.
Lo puso
todo en un cazo que llenó con caldo de la sartén, haciéndolo marchar a fuego
vivo.
Antes
de pasar una hora comprobó que los pollos estaban casi a punto y dejó caer sobre
ello docena y media de cangrejos.
Puso
rebanaditas de pan, después de escurrirlas, sobre un mantel.
Sacó
los pedazos de los pollos y los fué colocando en una gran fuente redonda, en la
siguiente forma: con los cuatro muslos señaló los ángulos de un cuadrado; en las
cuatro líneas que los unían, las patas y mollejas; en el interior del cuadrado
los demás pedazos, con las setas, y encima las pechugas y las crestas, peladas,
blanqueadas, y cocidas juntamente con los pollos.
En
una sartén fué friendo el pan, y en otra, con bastante aceite, una cucharada
grande del batido de las claras, y en el centro una yema, que a punto formaban
un redondo buñuelito que iba colocando en redor de los pedazos, alternando con
los cangrejos, las trufas y las costraditas.
Habían
transcurrido diez minutos desde que comenzó a marchar la salsa, que espeso con
cuatro yemas desleídas en una porción de la misma dejada a enfriar, hizo que
diera un nuevo hervor, y pasada por tamiz la fué dejando caer sobre los pedazos
de los pollos.
El
cálculo había sido tan acertado que cuando los comensales habían dado, ya fin a
los salmonetes, el pollo a la Marengo hizo su aparición triunfal en la mesa.
Mr.
Auguste Labée, murió ya hace muchos años.
De los catorce concurrentes al almuerzo
solo quedo yo para contarlo, y en el lugar ocupado por la Maisón francaise,
se levanta hoy un bello edificio de estilo antiguo español, con elementos
tradicionales de la arquitectura alicantina: blancas fachadas, hierros forjados,
en los pescantes de los balcones voladizos; cuadrada torrecilla que coronan el
típico cimborrio y cupulino de vidriadas tejas azules…
______
La «Casa Carbonell» en el paseo de la Explanada de España, en la ciudad de
Alicante
______
______
Los
pescados
AS de un centenar de millas alcanza la extensión de nuestro litoral, que
se extiende desde la punta del Gato, al sur de la provincia, hasta la de Galeta
al norte. Y, así, la carencia casi absoluta de peces de agua dulce, queda más que
compensada por la rica variedad y finura de los pescados de mar, con que de
ordinario se vé abastecido nuestro mercado.
El
límite de páginas asignado previamente a este volumen, nos veda dar una lista
completa de los pescados peculiares de nuestro mar y, lo que quizá fuera aún
más interesante, la denominación dialectal con que aquí son conocidos, y su
correspondencia en castellano; empresa que en otra ocasión se verá realizada.
Baste
decir, que nuestros pescadores obtienen, en tamaño, desde el imponente atún, de
doscientos y más kilos, hasta el diminuto boquerón; y, en calidad, los selectos
langostinos y lenguados, se hermanan junto con la vulgar morralla, tan sólo
aprovechable por el caldo que produce.
Siendo
tan extensas nuestras costas con relación a la superficie total de la provincia,
en toda ella puede comerse el pescado en condiciones de relativa frescura.
Es
tanto más de apreciar ésta circunstancia ya que los lectores saben los peligros
que para la salud supone ingerir pescados, singularmente crustáceos y mariscos,
que no estén frescos, pues su nocividad se extiende desde la simple urticaria
hasta las toxemias agudas que pueden producir la muerte.
Para
poder apreciar el grado de frescura del pescado se requiere un largo
aprendizaje, pues las normas que se dictan para ello, con la sola excepción de
una, las demás son ineficaces. La infalible es el examen del ojo:
si se conserva sin deformarse, cristalino, transparente, el pescado está fresco;
si se ve hundido y opaco, recelad de su frescura.
Pero, ¿y
con los mariscos y crustáceos, en los que no es tan fácil el examen?...
En tal
caso, si no están vivos, desechadlos.
En
las costas alicantinas, hay caladas varias almadrabas o atuneras, y ello permite
que este excelente pescado se encuentre,
a
diario, en los puestos de venta.
Aunque
por regla general los refranes suelen ser acertados y no sujetos a mudanza, hay
uno, referente al atún, que en la actualidad se halla completamente
desacreditado: «El
atún, para la gente común» con lo que se quiere denotar que este pescado, por su
calidad y baratura, es tan solo apropiado para el consumo de la gente pobre.
Respecto
a lo primero el error es evidente, pues la carne del atún, de excelente gusto,
ha sido siempre muy apreciada, y en la antigüedad figuraba como plato delicado
en las mesas de mayor fama; por lo atañente a lo segundo, o sea la baratura,
baste decir que, desde hace tiempo, se vende en este mercado a precio superior
al de otros pescados finos.
El
atún, aquí, como en tantas otras partes, se prepara de muy diversos modos:
frito, con arroz, mechado, en escabeche, marinado…; pero, si hay alguna manera,
no rigurosamente peculiar, pero si muy del gusto alicantino, es el:
Atún emparrillado
Se
cortan lonjas de un centímetro de gruesas y con el largo y ancho que tenga la
falda, zorra o ventresca del atún; se untan
ligeramente
con buen aceite de olivas y se ponen a las parrillas hasta que, después de un
par de vueltas, estén bien doradas y crujientes por ambas caras.
Se sacan y
se sirven, añadiendo aceite crudo, sal, un polvo de pimienta negra y roja y zumo
de limón.
Es
un bocado exquisito que muchos prefieren al salmón preparado de igual forma.
La
carne de este animal es muy apreciada cuando se le pesca de paso, es decir, a la
entrada del Mediterráneo para desovar –Marzo o Abril- y permanece en él hasta
Julio y Septiembre, no siendo de tan buena calidad la carne de retorno.
Su
lomo, cortado a tiras, puesto primero en salmuera y después a secar, se
convierte
en la rica «mojama de Alicante» que se vende a precio más alto que el mejor de
los jamones.
Aunque
lleva el nombre de Alicante, aquí no se produce.
La mojama
viene de Isla Cristina, Ayamonte, Barbate o Canarias.
La explicación de que se nos adjudique tan salado aperitivo, se halla en
la hegemonía que durante muchos años ha tenido Alicante en el comercio de
salazones, pescados curados y sardinas prensadas; y como los pedidos para el
interior de la península se servían desde esta capital, principalmente en
Madrid, la mojama continúa siendo «mojama de Alicante».
Del
atún se aprovecha todo: sus huevas, curadas, alcanzan precios fantásticos; sus
zorras o ventrescas, en salazón, se consumen aquí en crecido número de barricas;
del resto, curado, también en salmuera, se hace el atún de tronco; y de la zorra
y de los desperdicios –sangacho- se venden anualmente algunas toneladas en la
región de la Marina.
______
Hace ya
algún tiempo, recibí la visita de una distinguida señora parisina, que venía a
pasar el invierno en Alicante. Había
estado, en años anteriores, en la Riviera, en Mallorca, en Argel, en
Málaga; y me contaba que un primo suyo, sempiterno viajero
que había recorrido todo el mundo, le recomendaba la invernada en Alicante, por
su sol, por su pan y por sus salmonetes, que alababa en términos de la mayor
ponderación.
Unos
meses más tarde vino a despedirse. Con
la más gentil cortesía iba enumerando las cosas dignas de elogio que entre
nosotros había hallado, y terminó diciendo:
- «Si
en Alicante tuvieran ustedes –a más del incomparable clima- hoteles de lujo,
campos para deportes, y paseos, sería esta la mejor estación invernal del
mundo».
Al
día siguiente fuí a la estación a despedirla.
Renovó sus
expresiones de reconocimiento y, ya el tren en marcha, asomada a la ventanilla,
me decía algo, que por el ruido y la distancia no logré entender.
Horas más
tarde recibí un telegrama expedido desde la Encina, que decía:
- «Oublié
de vous dire que mon cousin avait raison: vos rougets sont notablemente exquis».
Hay
diversas clases de salmonetes, y se diferencian entre sí, no solo por ser
especies distintas de un mismo género (Mullus) si que también por el
lugar de su pesca: los procedentes del Cantábrico, y aún del Mediterráneo,
pescados en las costas africanas, o al suroeste del cabo de Santapola, son
bastante menos apreciados que los de nuestro litoral, y, de entre éstos, se
distinguen por la finura, superioridad y exquisitez de su carne, los de Calpe y
Campello.
Es
el moll nuestro, el verdadero Mullus barbatus, famoso ya en la
antigüedad por los dispendiosos gastos que se hacían para procurárselos los
gastrónomos de aquella época. Entre nosotros las formas clásicas
de su condimento se reducen a tres: emparrillado, fritos, y al horno.
Emparrillados.-
Sobre
brasas de leña o carbón vegetal, se colocan las parrillas untadas en aceite, y
se ponen los salmonetes, tal como salen del mar, sin escamarlos ni quitarles las
tripas, ni las agallas, ni ponerles sal. Se
dejan asar suavemente, dándoles la vuelta con cuidado y, cuando estén en su
punto, se colocan en la fuente de servir, se espolvorean con sal y se rocían con
un hilillo de fino aceite crudo y zumo de limón.
Si
se comparan los salmonetes preparados de este modo, con los que pueden hacerse
de las maneras que se prescribe en otras recetas, se verá la enorme diferencia
que existe. Así,
están sabrosísimos.
Fritos.- Escamados, quitadas las agallas y tripas, se salan los salmonetes, y
enharinados ligeramente, se fríen en aceite abundante.
Después
de escurrirlos se sirven sobre servilleta, adornando la fuente con cuartos
de limón.
Al horno.- Si para la parrilla o sartén convienen los salmonetes medianos, para
hacerlos de esta manera deben escogerse los más grandes.
Se
limpian como los anteriores, y, marcados unos cortes de través, se colocan en la
fuente de horno untada con aceite. Se
hace un picadillo con ajo pelado, tomate, perejil y ralladura de pan, sal, y una
pizca de pimienta, se cubre con ello a los salmonetes, se le rocía con aceite y
limón y se asan al horno.
A más
de estas tres maneras, como ya saben los lectores, existen infinidad, pero,
elijo tan sólo una, que no he visto publicada aún su receta.
Rellenos.- Frescos y más que medianos, se escaman y abren por el vientre,
quitándoles cuidadosamente la espina para que no se desprenda la cabeza.
Se
rellenan con una salsa de bechamel espesa con trocitos de mariscos, sazonando
con sal y una pizca de clavillo.
Se
rebozan con pasta de freír, semiclara, y con fino aceite rusiente se fríen.
En
la cocina al sacarlos de la sartén, se aromatizan con raspadura y zumo de limón.
Ni
las circunstancias de ser el rodaballo –el turbot de los franceses- un
pez de carne muy estimada al que se señala el
primer
puesto en la gastronomía universal; ni la de que, en algunas ocasiones, tengan
los gourmets alicantinos la fortuna de hallarlo en nuestro mercado, sería
justificación bastante para incluirlo en un repertorio de manjares típicos de la
comarca alicantina; pero, cuando los lectores conozcan el motivo que nos ha
determinado a darle cabida en ese recetario, seguramente que encontrarán causa
suficiente para ello y, a más de convencidos, quedarán agradecidos.
El
rodaballo no es pez que abunde en nuestras aguas y, por eso, su aparición en el
mercado no es frecuente, y su precio elevado.
En cambio,
el gallo lo encontramos poco menos que a diario, y su precio está al alcance de
todas las fortunas. Pues,
bien; el modesto gallo sustituye, con ventaja, al rodaballo.
De ahí
nuestra afirmación de merecer por tal descubrimiento la gratitud de nuestros
lectores.
El
gallo y el rodaballo tienen, aproximadamente, la misma figura redonda y
aplanada. Exteriormente
se diferencian, no sólo por su mayor delgadez, sino porque en el segundo
aparecen los dos ojos en el lado izquierdo de la cabeza.
Cuando se parten, se observa que
el gallo tiene un esqueleto óseo más consistente que el rodaballo.
Las carnes
de entrambos son blandas y fácilmente separables de sus cartiliginosas espinas.
Claro
es, después de lo dicho, que los mismos condimentos que convienen al uno sirven
para el otro.
A la
manera que los españoles usamos para la preparación del besugo, la besuguera,
los franceses, que en tan alta estima tienen a su turbot, utilizan para
su cocimiento la
turbotiére, que, adaptando la palabra al castellano podríamos llamar
turbotera.
Una
turbotera necesitaríamos para el condimento del gallo, pues esta lleva un
dispositivo para colocar el pescado entero y sacarlo lo mismo; más, par servirlo
en igual forma habíamos de menester también un plato especial, y, como no todas
las cocinas están provistas de estos menesteres, utilizaremos una cacerola
plana, de diámetro suficiente, para su cocción, y una fuente redonda para
presentarlo en la mesa.
Con
el gallo se pueden condimentar infinidad de platos; pero quizá el más simple y
hacedero es el que, empleando el rodaballo, a diario se come en el norte de
Europa. Este
plato, entre otras denominaciones, lleva la de:
A la
inglesa.- Después de limpio de su escama y vientre, se pondrá a cocer en la vasija
apropiada, con tres partes de agua y una de vino blanco, cebollas y zanahorias
cortadas, sal, tomillo, tres clavillos, laurel y perejil en rama.
Antes de
haber puesto el pescado habrá cocido todo ello una hora.
Cuando
renueve el hervor se deja unos instantes y se aparta de la lumbre.
Sírvase
colocándolo entero en plato especial o fuente redonda, sobre servilleta
planchada y rodeado de patatas cocidas y ramitas de perejil.
En salsera, manteca de vacas, derretida, con sal y alcaparras.
Cuantos
condimentos se preparan con los pescados finos blancos, otros tantos pueden
hacerse con el gallo, teniendo en cuenta que se ha de poner a cocer con el agua
o caldo hirviendo; que ha de cocer escaso tiempo; que es preferible cocerlo en
agua del mar o simplemente salada, y que, después de cocido, se puede mantener
en el propio caldo hasta que llegue el momento de su empleo.
(Al Doctor J. S. San Julián)
El
rape es un pez de cabeza monstruosa y boca enorme, como para asustar chiquillos.
Tenido en poco aprecio se vende
como pescado de clase común, cuando ya los romanos le estimaban grandemente.
Fué
llamado por Ovidio y Plinio «rana marinera», y en nuestros días se le conoce
también vulgarmente con el nombre de «pejesapo y pez tamboril».
Su carne
firme y sabrosa es susceptible de diversos guisos, entre ellos un magnífico
arroz, y sirve también para hacer crecer determinados platos de langosta.
En cazuela
de fondo plano o cacerola, colocaremos unas rodajas de cebolla con
incrustaciones de granos de pimienta y clavillo, sal un ramito de finas hierbas
y una hoja de laurel. Sobre ello pondremos el rape; pelado, cortada la cabeza, aletas y cola, y el tronco dividido en
trozos regulares, cubriendo con agua fría.
Después de
diez minutos de cocción se le añade un decilitro de buen vinagre, y
transcurridos otros diez, sacaremos los pedazos del tronco, separándoles el
hueso, dejando cocer el resto hasta una hora.
Al cabo de
este tiempo pasaremos el caldo por colador a otra cazuela o cacerola; pondremos
también los pedazos y sobre ello colaremos una salsa, que de antemano habremos
preparado, majando una cabeza de ajos; a más, sal, una pizca de pimienta,
azafrán, pimentón, una cucharada de perejil picado menudamente, y un decilitro
de aceite fino crudo, haciendo cocer el todo durante 15 minutos.
Colocaremos
los trozos en una fuente para servir, y sobre ellos, a rodajitas, el hígado
cocido durante cinco minutos en el caldo del pescado; y, en salsera la salsa,
reducida y bien caliente, pasada por colador.
Una
langosta; y por cada kilo de ésta, medio de langostinos; medio de lenguados; dos
de gallo; uno de pescadilla y otro de
cangrejos
de mar.
Se
cuece todo en agua que lo cubra, añadiendo: 2 cebollas con clavos de especia
hincados en ella; 4 zanahorias; 4 dientes de ajo; apio, perejil, finas hierbas y
una hoja de laurel.
Cuando
esté cocida la langosta se saca, así como los langostinos, lenguado y
pescadilla; el resto se deja hervir a fuego lento por espacio de dos horas.
En
el fondo de uno o varios moldes, se disponen simétricamente láminas de trufas y
sobre ellas se van colocando rodajas de la cola de la langosta, la carne de sus
patas, los filetes de los lenguados y los langostinos.
Las
cáscaras, cabezas y espinas se ponen en la cazuela donde cuece el pescado.
Transcurridas
las dos horas fijadas, se prueba y se cuela el caldo, sazonando con sal y
pimienta; se clarifica con un cuarto de litro de vino blanco, seco; la
pescadilla hecha pasta; y seis claras de huevo batidas.
Se pasa por
servilleta y se deja enfriar.
Antes
de que cuaje se vierte en los moldes, por encima del pescado, y se colocan en la
nevera hasta el momento de servir.
¿Angulas
en un repertorio de platos alicantinos?...
Pues, sí
señor: el mes pasado hubiera estado plenamente justificada la
extrañeza,
porque, en Alicante, ni se pescaban ni se vendían en el mercado.
Los
aficionados a este que es majar exquisito, casi hallaban motivo para un viaje a
Madrid, en el placer que les producía ingerir una o varias raciones de angulas.
Últimamente
se vendían aquí en un bar, pero a razón de 30 pesetas el kilo.
Mas,
ahora, desde el mes actual –abril de 1.936- a diario las encontramos en el
mercado, fresquísimas y muy baratas. El
milagro se ha operado gracias a un bilbaíno que ha merecido adquirir carta de
naturaleza entre nosotros. Por
iniciativa suya, en la desembocara del Segura, junto a Guardamar, se pescan ya
todas las noches, y por la mañana bien temprano aparecen aquí en el puesto de
venta.
Como en las rías vascas, en Guardamar se
pescan también a la luz y con salabre espeso, y, como allí se matan con polvo de
tabaco; pero aquí, por su proximidad al mercado, no se someten como en Vizcaya a
los efectos del agua hirviente, cosa que, al parecer, no tiene otro objeto que
hacer más duradera su conservación.
Como
su guiso puede decirse que es único, pues igual se preparan en Madrid que en
Bilbao, aquí no se ha introducido novedad alguna: se lavan y tienden sobre
lienzo blanco, que redobla sobre ellas para secarlas un tanto; en una cazuelita
de barro, de fondo plano, que se hallan en el mercado y son propias para
raciones individuales, se fríen en medio decilitro de aceite, dos o tres dientes
de ajo y unos trocitos de pimiento seco picante; tan luego se doren los ajos se
sacan ambas cosas y se ponen 100 gramos de angulas, removiéndolas en el aceite;
se incorpora de nuevo el ajo y el pimiento, se añade zumo de limón y sal, y
todavía friendo se sirven en la misma cazuelita.
__________
Se
escogen pequeños, sin que rebasen el tamaño mediano; se les quita la concha y se
lavan por dentro para limpiarlos de arena, pero cuidando de no reventar la
bolsita de la tinta que tienen cerca de sus extremidades, pues hay que
conservarla para este guiso. Se
fríen en aceite rusiente hasta dorarlos y se les añade el doble de su peso de
cebolla picada, dejándoles que se rehoguen hasta su completa cocción.
Unos
minutos antes se sofríen cuadraditos de jamón, con tomate, se sazona simplemente
con sal, y juntándolo todo bien mezclado se sirve.
__________
Un
literato francés contemporáneo, al dar una receta análoga a la presente, hace
referencia al dicho de antaño de que las mujeres son como las chuletas, que,
cuando más se las golpea, más tiernas se vuelven; y aplica la sentencia los
pulpos.
Aunque
es verdad que para emblandecer los pulpos grandes se les propina una paliza con
el mazo del mortero, no respondemos de la certeza de la afirmación de que igual
ocurre dando el mismo trato a la dulce compañera de nuestra vida, no sea cosa
que algún marido lo tome en serio y para enternecer a la suya se le ocurra
esperar a que vuelva de la cola y comenzar a aporrearla con la mano del almirez.
Después
de lavados los pulpos se les sumerje unos instantes en agua hirviente, se les
pela y corta en pedazos con el filo de una caña.
Esto hecho, se les coloca en una cazuela o cacerola y se les baña con un
vaso, o más, según el tamaño de los pulpos, de vino blanco, añadiendo perejil,
laurel, tomillo, sal, pimienta y clavo, dejándolos en este adobo unas cuantas
horas, al cabo de los cuales los pondremos en una vasija al fuego.
Mientras
cuece, sofreiremos en aceite, cebolla y tomate, picados, ajo picado y azafrán, y
lo verteremos todo en la anterior vasija, removiendo su contenido y dejando que
continúe cociendo suavemente; vigilaremos el guiso, y si hace falta
adicionaremos vino o agua, hasta que la blandura del pulpo nos señale el término
de la operación.
Las
sepias se guisan de igual modo, cuidando de quitarles previamente las conchas y
bolsas de tinta, y, si las sepias no son tiernas, no les vendrá mal una paliza
como la dada a los pulpos.
Dionisio
Pérez, en el «Inventario y loa de la cocina clásica de España y sus regiones»,
dice: - «Hay un modo alicantino de
preparar el bacalao, en que se hace acompañar de patatas cocidas de
antemano y cortadas en rodajas».
En
la comarca alicantina hay tal número de platos en los que figura el bacalao con
análogas y hasta iguales características que las someramente señaladas por el
autor antedicho, que no es fácil acertar a cual de ellos alude.
Entre
la imposibilidad de escoger entre el que llamara la atención del distinguido
escritor, daré unos cuantos modos de preparar aquí el bacalao, comenzando por el
más usual y corriente:
Borreta.-
Cortado
en trozos regulares y simplemente lavado pondremos en cazuela de barro la
cantidad de bacalao que necesitemos.
A
esto se añade: por cada kilo, tres cabezas enteras de ajos, con un corte
transversal; dos docena de ñoretes roñosetes, un
kilo de espinacas, bien limpias; dos kilos de patatas, cortadas, o enteras, si
son pequeñas; un decilitro de aceite crudo; otro tanto de agua, y un picante.
Bien
tapada la cazuela se deja rehogar a fuego lento durante hora y media.
Otro
modo.-
Cortado en
trozos el bacalao, se pone en remojo para desalarlo.
Se fríe en
aceite, con cebolla, perejil y unos dientes de ajo picados; y se cubre de agua y
se pone a cocer.
Se
machacan en el mortero almendras tostadas y ralladura de pan.
Desleído
todo con el caldo en que ha hervido el bacalao, pasando por colador se vierte
sobre las patatas previamente cocidas que, cortadas en rodajas, habremos puesto
juntamente con el bacalao en la cazuela. Se deja cocer todo durante un cuarto de hora.
Aún
otro.-
Se fríen
patatas, cortadas al través, en rodajas de un dedo de grueso, y se colocan en el
fondo de una cacerola; sobre ella trozos de bacalao, remojado, desespinado y
frito, que se cubren con una capa de espinacas salteadas.
Puesta
al fuego la cacerola se rocía todo con vino tinto y se deja estofar a calor
suave durante media hora.
Todavía
otro.-
En una
cacerola con agua fría se pone a la lumbre un kilogramo de bacalao delgado
cortado en trozos, retirándolo en cuanto se inicie la ebullición.
Aparte
se fríe en aceite un cuarto de kilo de cebolla y uno de tomate, tres dientes de
ajo y tres ñoras, machacándolo todo en el mortero.
En
cazuela de barro, de fondo plano, se van colocando los trozos de bacalao, sin
poner unos sobre otros y cuidando de que estén todos con la piel arriba.
Encima una
capa de rodajas de patatas hervidas ya, y, sobre todo, la salsa del mortero que
se habrá llenado de agua y pasado por colador.
Se
espolvorea con una capa de perejil, se colocan unas tiritas de pimiento, y se
deja sobre fuego suave durante hora y media.
Es
digno de ser notado, que en las buenas recetas de bacalao a la vizcaína, se
cuida mucho de advertir la posición de los trozos de bacalao con respecto a su
piel; posición que es la misma que ya en el siglo XVIII fijaba Altamiras en su
receta del «Abadejo con pebre» (Bacalao con pimiento) plato precursor del famoso
«bacalao a la vizcaína».
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Ángel
Muro, en su «Diccionario de cocina», dice:
«Altimiras
(Juan). Nuevo arte de cocina, sacado de la esuela de la experiencia económica; su
autor Juan Altimiras. Madrid.
Don
Jos. Doblado, 1.791, pet, núm; 8. (De 8 a 10 francos).
Hay
otra edición cuyo título es exactamente igual al copiado, pero sin fecha.
Está
impresa en Barcelona por Tomás Piferrer impresor del Rey, y pone
Altamiras en vez de Altimiras».
Yo
poseo un ejemplar de otra, anterior -1758- que reza en su portada: «Su autor:
Juan Altamiras», impresa en Barcelona en la imprenta de Don Juan de BEZÁRES.
Dionisio
Pérez, en su «Guía del buen comer español» le llama Altimiras, pag. 173; y
Altamiras en la nota (2) de la misma página.
______
- ¡A
real, a real la boga!
¡De
rellevá la boga!-
Este era el pregón que a mitad de
la mañana se oía por las calles alicantinas, más singularmente por sus
barriadas: El Raval, San Antoni, Barrionou, Raval-Roig, Villavieja, Santacreu.
El cuévano
de la bogueta era llevado por dos mozallones que a grito pelado
pregonaban su mercancía.
¡La
bogueta!... Triste
sino el de los humildes. La
gente bien, -entonces se decía señors o personas pudientes- tenían a
menos se les viera comprar el vulgar pescado; y la clase artesana, por no ser
menos, también le hacían dengues a la pobre
bogueta. Esto
no obstante, los unos y los otros la comían con frecuencia y, como es natural,
la encontraban sabrosísima. Porque
la bogueta era y es, un pescadito muy gustoso, aquí en Alicante.
Aunque es
muy común en el Mediterráneo esta especie, no creo que sea apreciada en otras
partes como lo es, y con razón, en nuestra tierra.
La boga
suele ser un pescado basto, pero la que llega a nuestro mercado es fina y, más
aún, si procede de la parte de Levante. Se
pesca con redes de arrastre, con la boguera –red tendida entre dos boyas-
y con nasas. Como
ocurre con la mayoría de los peces, el arte con que se les pesca tiene gran
influencia en su calidad: así, bogueta de la misma clase, pescada a la
misma hora y en el mismo lugar, difiere notablemente si ha sido aprehendida por
las parejas, por la boguera, o por las nasas, siendo la procedente
de estas últimas la preferida; quizá contribuye a ello lo selecto del cebo:
anchoas, salvado, canela; y aún de entre éstas las más apreciadas por los
gourmets –sí, los gourmets pueden recrear su fino paladar con la
bogueta- es la de rellevá. Las
nasas se preparan de un día para otro, y así la bogueta que entra en ellas,
aunque no sufre tanto como la que se enreda entre las mallas de la red, queda
recluida durante muchas horas: 18 o 20; en cambio, la de rellevá, que se
pesca después de vaciar las nasas, permanece poco en ellas, -quizá no llegue a
dos horas- y así viene al mercado fresquísima, rebullente y doblada en arco por
la firmeza de su carne.
Con la
bogueta se hace arroz y tallarines, y aún se adereza de otros diversos modos;
pero el condimento preferido es el siguiente: se escama, se le da un corte
transversal a la altura de los ojos, más sin llegar a la parte posterior de la
cabeza, y se sigue hacia abajo, arrancando la boca y las tripas; se sala y se
fríe en aceite abundante, hasta que quede doradita, y se saca, haciendo lo
propio con pimientos en tiras; se fríe tomate en cantidad proporcionada y,
cuando ya esté, se deja caer el pimiento y la bogueta.
Se puede
comer desde luego, pero está mucho más sabrosa más tarde, empapada ya en el
aceite que le da transparencia y un agradable color acaramelado.
A la hora
del medio día, al pié de la obra destapan sus tarteras o cazuelitas los
albañiles; sobre el banco los carpinteros y obreros de taller mojan su pan en la
apetitosa fritada y cogiendo la bogueta entre el pulgar y el índice, oprimen el
vientre sobre el lomo, mientras que con la otra mano desprenden la cabeza y la
espina… y, forzosamente, la comen chupándose los dedos.
Aunque sea
sobre mesas bien servidas y comida de otro modo, la bogueta resulta sabrosísima,
siendo mediana y de rellevá.
Gentes
ignorantes de las distancias pescatorias no se atrevían a tomarla hasta que
regresaba el último tren botijo, porque ¡cómo se levaba tanta gente en el mar!
En el
pasado siglo, un buen alicantino, exquisito gourmet y de gracioso
ingenio, escribió una loa de la bogueta, y al leérsela a un amigo y compañero en
los placeres de la mesa, y que se complementaban, pues si el primero entendía
del comer el segundo no le iba a la zaga en lo del beber, al llegar al final…
y mullant, te fas dos
coques,
y bevent, una mijeta.
- Póc vi-
sentenció con gravedad el oyente.
Ilustración del pintor alicantino don Xavier Soler Llorca (1923-1995),
del libro «Historias de la Plaçeta de Sant Cristófol»,
escrito por su hermano don Agatángelo Soler Llorca (1918-1995)
______
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Legumbres y
hortalizas
OMO no es cosa de salir por las afueras a buscarlas por los bodegones o
merenderos, ni tener que
esperar a que, anochecido, pase el hombre de voz cavernosa pregonando sus ¡favetes
calentetes!, con la enorme olla que, vahando, hace inclinar con su peso el
vendedor, compraremos en la tienda un kilo de habas secas, escogiendo la que
estén sanas; las pondremos en remojo, cambiando el agua dos veces al día, y, al
segundo, las pondremos a cocer en agua abundante, sal no escasa, una hoja de
laurel, media docena de granos de pimienta y dos o tres clavillos.
Cuando
ya estén cocidas; que con el agua de aquí siempre tardan unas cinco horas,
tendremos a prevención vino tinto del país, pues, como las habas siempre tiran a
saladitas, como aquí dicen, llaman al vino.
Se
fríen en dos decilitros de aceite, un cuarto de kilo de pimientos, limpios y
troceados; otro tanto de calabaza, cortada en cuadros; e igual cantidad de atún
de tronco, previamente desalado. Todo
esto se saca y se deja aparte.
En
el mismo aceite se fríen 500 gramos de cebolla picada; y, a su tiempo, 100
gramos de tomate. Cuando
ya esté, se añade desmenuzado el atún, y se deja caer el pimiento y la calabaza,
mezclándolo bien todo y golpeándolo con la paleta de freír, de canto, para que
quede bien menudo. Entonces
se añade un decilitro de agua, para que el freír se convierta en ebullición, y
con fuego escaso se deja que, muy lentamente, se vaya rehogando, cuando menos
dos horas.
Es
este un plato de clásico abolengo; de todas las edades y de todos los países;
pero siempre nos encontramos con un
potaje,
de tal, o potaje, a la cual: el nuestro es simplemente, potaje; y
al nombrarlo así, sin más apelativo, designamos un plato que merece toda
alabanza.
La noche antes pondremos en remojo
un cuarto de kilo de garbanzos de los mejores.
En olla o
puchero, puesta al fuego con agua abundante, medio kilo de espinacas y bledas
–acelgas-, escrupulosamente limpias y dejadas caer al hervor.
Poco
después amortiguamos el fuego para que cueza suavemente hasta el final.
En un
decilitro de aceite se sofríe una ñora, unos trocitos de pan, media docena de
almendras, y se fríe un huevo, bien frito, hasta que aparezcan los rebordes
tostados, y se saca todo dejándolo en el mortero.
En el mismo
aceite se fríe una cebolla mediana y un tomate pequeño, picadas ambas cosas.
Mientras
fríe, asaremos una cabeza de ajos, entera, y pelada y la majaremos en el mortero
juntamente con lo que ya habíamos puesto, añadiendo la sal que haga falta y una
cucharada de buen vinagre. Puesta
esta salsa en el potaje una media hora antes de servir, se deja cocer todo,
siempre en tono bajo, hasta que esté en su punto, que aquí, por la condición del
agua, no le faltará mucho para las cuatro horas, a contar desde el comienzo de
la operación.
Resulta un
plato muy sabroso.
Una
comunidad de religiosas tenía la costumbre en Viernes Santo de obsequiar a sus
favorecedores con una ollita de potaje que, en verdad –puedo dar fé de ello- era
cosa exquisita. La
gente dió en decir que el secreto de la suculencia estaba en que la composición
del potaje entraba un rico codillo de jamón.
Ello podía
o no ser cierto, porque el potaje hecho cuidadosamente y tan solo con los
elementos de que antes queda hecha mención, es cosa agradabilísima.
Medio
kilo de cebollas grandes, rojas, viejas; medio kilo de patatas, un cuarto de
judías verdes, y otro tanto de bacalao
inglés,
de la parte de la cola –la Purísima-; una ñora y un trozo de col o coliflor.
Se
trocea y lava el bacalao y se pone a cocer junto con lo demás.
Mientras cuece –unas tres horas- haremos el allioli,
hasta llenar el mortero; tostaremos una rebanada de pan de mesa, corriente,
moreno; lo migaremos, con los dedos, sobre una cazuela, mojándolo con caldo y
dejándolo que s’estove; sacaremos los ajos, y una mitad, desleído con
caldo, la pondremos sobre el pan migado; picaremos la ñora y el tomate,
pasándolo por colador, poniéndolo encima de la sopa.
En
una fuente, el hervido, cubriéndolo con el resto de los ajos y sirviéndolo
después con la sopa.
En
vez de bacalao se emplea también musola, rape, gatets, conejo; pero los
inteligentes aseguran que el mejor Giraboix es el de bacalao, y que donde mejor
se hace es en Jijona.
Algo
habrá, porque el cantar dice:
Si la Reina
sabera
lo qu’es giraboix
a Xixona vendría
a llepar el boix.
Otros
introducen una variante todavía más encomiástica:
Si la Reina
sabera
lo qu’es giraboix
de Madrid s’en vendría
mes que fora a coix coix.
En
aquel entonces privaban las novelas de Pérez Escrich y Ortega Frías.
Tenía doce
años, y sentado en la puerta de mi
casa
leía un tomo por la mañana y el segundo por la tarde.
La casa era la última de la ciudad, junto a la Puerta de la Reina.
Traspuesta esta comenzaba el popular
barrio de San Antón, y lo primero con que nos hallábamos era un horno.
Cerca
del medio día, comenzaba el desfile de cazuelas con arroz, y rostideras y latas
de tomates. El
interés de la lectura no era obstáculo para darme cuenta del aspecto delicioso
de los últimos, y del agradable olor que a su paso llegaba hasta mí.
La vista se
me iba detrás de ellos. Con
su fino instinto de madre, la mía, que era madre amantísima y una más que
regular cocinera, no tardó en presentarnos a la mesa el deseado plato.
Aún cuando
su preparación había sido la más sencilla, nos satisfizo mucho a todos.
Otro día,
introdujo variaciones, que aumentaban su apetitosidad, y así quedó
aclimatado en casa este sencillo manjar.
Pasado
algún tiempo, la vecindad de un sacerdote extranjero –suizo- me proporcionó un
valioso auxilio para el estudio del francés; y la casualidad hizo, que de los
primeros ejercicios de traducción que me puso, fuera la biografía de un célebre
gastrónomo de París, Grimod de la Reyniére. Hice
la traducción lo mejor que pude, y como viera mi bondadoso profesor cuanto me
había interesado su lectura, dióme a conocer un manual de cocina en el que, con
motivo de unas recetas de tomates farcies (la denominación es idéntica en
francés que en valenciano) presentaba como inventor a Grimod, el extravagante
literato y cocinero. Leí
las recetas y ¡nihil novum sub sole!, estas no diferían, en lo esencial,
con las ya por mí conocidas.
Las
recetas leídas no sólo se han perpetuado sino cuidadosamente enriquecido, pues
la cocina francesa se siente orgullosa del abolengo de este plato.
Como
mi propósito no es el de introducir en este repertorio de platos comarcales
recetas exóticas, por otra parte harto conocidas, me limitaré a dar las que hace
setenta años vengo viendo y practicando.
Se
toman los tomates necesarios: medianos, maduros y firmes, bien redondos e
iguales; a los que se cortará un redondel de la parte del pezón, del diámetro de
dos pesetas; y, con una cucharilla, se extraen las simientes y la parte de pulpa
que buenamente se pueda, sin romper la piel.
A
esta pulpa se le agrega un diente de ajo picado, perejil y una miga de pan
remojado y bien escurrido; se sazona con sal y una pizca de pimienta, y se
rellenan los tomates que habremos colocado en una tartera de horno.
Este
es el relleno elemental, al que se puede agregar un picadillo de huevos duros y
anchoas.
En
ambos casos, espolvoreamos los tomates con ralladura de pan, y los rociamos con
un buen aceite antes de ponerlos al horno fuerte, o sobre el fuego y con
cobertura metálica y brasas.
Este
relleno admite multitud de variantes: picada la pulpa con el ajo y la miga de
pan, lo verteremos todo en una sartén, en la que habremos puesto a sofreír con
aceite una cebolla finamente picada, dejando cocer la mezcla hasta que el tomate
esté en su punto. Entonces
añadiremos yemas de huevos batidas y un picado de carne asada, setas, jamón…
Pondremos
el relleno en los tomates, sazonando en sal y pimienta y espolvorearemos el
copete con ralladura de pan y perejil picado, rociando con aceite.
Como en los
casos anteriores, conviene para el término de la operación un horno fuerte, o el
empleo de la cobertera con brasas. No obstante su sencillez y aparente
vulgaridad, el plato tiene derecho propio a figurar en este inventario porque,
aparte de su origen, los tomates todos de esta comarca son de excelente calidad,
y muy apreciados para su relleno.
Grimod
de la Reyniére (Alejandro-Baltasar), nació en París, y aunque su familia era
acomodada, su abuelo paterno fue
salchichero.
Iba
camino de la magistratura y llegó a ser abogado del parlamento; pero, sus
extravagancias fueron tales, que a los 28 años sus parientes le internaron en un
manicomio. Después
viajó por Suiza y Alemania, y, a su regreso, se estableció en Lyón y más tarde
en Beziers. Llegada
la época del terror, para librase de sus peligros, recorre el Midí con una
especie de bazar, de feria en feria.
Arruinado
por la Revolución se entrega a la literatura y, sobre todo, a la gastronomía.
Aunque
produjo diversas obras, las que le dieron gran renombre fueron las de este
último carácter: de 1803 a 1812, publicó su famosísimo Almanach des gurmands
ou Calandrier nutritif, y en 1808, Manuel des anphitrions.
Ambas
publicaciones obtuvieron un éxito enorme.
A
tal punto llegó la consagración de su autoridad en materia gastronómica, que
pudo nombrar por su libre elección, un «Jurado degustador».
Los miembros de esta original
institución se sentaban en los días señalados a la bien provista mesa del hotel
entonces habitado por Grimod en los Campos-Elíseos, y de una manera solemne
degustaban los platos y comestibles a tal fin enviados por los proveedores
ganosos de publicidad.
El
Jurado actuaba como una especie de fiel contraste de vituallas, y el fallo
otorgado, siempre laudatorio, se tenía en alta estima; pero, los no favorecidos
con la admisión de sus productos, formularon clamorosas protestas acusando de
parcialidad a los jurados y hasta al mismo Grimod, por lo que el gastronómico
Jurado hubo de cesar en su funcionamiento.
Consagrado
de lleno a la literatura culinaria, a más de tratadista actúo como inventor de
recetas, que por cierto no acrecentaron su
ya, bien cimentada fama, según sus detractores de entonces; si bien estos se han
visto después contradichos por la posteridad, cuando menos por lo que respecta a
la creación del plato que motiva esta nota.
Desde
1812 vivió Grimod retirado en su castillo de Villierssur-Orge. Murió a los
ochenta años.
En una
de las ocasiones, a que hice referencia en el artículo Pollo a la Marengo
alguien protestó de que Mr. Labée hubiera incluido en el menú un plato de
patatas… -¡Patatas a la Mac-Mahón!... dijo en tono despectivo-; replicó con
viveza nuestro hospedero, y, para cortar el incidente, procedí a la narración de
la siguiente anécdota, que recordaba haber leído:
«La
primera campaña emprendida por Napoleón después de haberse coronado emperador de
los franceses, fue la que había de culminar en la batalla de Austerlitz.
Tenía
prisa; no quería dar tiempo a los austriacos para que se les unieran los
ejércitos coligados, y caminaba a marchas forzadas, sin servicio de
aprovisionamiento, viviendo sobre el país.
Una noche
había acampado en un lugar inhóspito, y, llegada la madrugada, conocedor de que
la hora peligrosa para los centinelas era la inmediata al amanecer, recorría a
pie y solo las líneas avanzadas, cuando llegó hasta él un agradable tufillo.
Como
tomaba parte en las fatigas y privaciones de sus soldados, todavía se hallaba
sin cenar. A no mucha distancia vio un granadero, que, al socaire de un derruido
tapial, avivaba el fuego sobre el que se hallaba una marmita.
- ¿Qué
guisas?
- Unas
patatas con cebollas que he logrado encontrar en este campo cercano.
- ¿Consientes
en compartir conmigo tu cena?
- No,
Sire; tengo mucha hambre atrasada.
- Luego,
¿me conoces y no me invitas?... Yo
te hubiera devuelto el convite en París, a nuestro regreso.
- A
tal precio, Sire…
Es fama que
a poco se queda el granadero sin probar sus patatas, pues, el Emperador las
halló tan de su gusto que rebañó
la
marmita.
De regreso
a las Tullerías, después de la resonante victoria de Austerlitz, un ayudante
penetró un día en el despacho, anunciándole que un granadero debía haberse
vuelto loco, pues pretendía que el Emperador le había invitado a su almuerzo.
Napoleón y
el soldado almorzaron mano a mano; se habló de patatas, y preguntado el
granadero, dijo llamarse Mac-Mahón.
- Pues
así se dominará tu guiso: «patatas a la Mac-Mahón».
Dos
años después, al improvisado cocinero le nacía un hijo, al que llamó Mauricio, y
que llegó a ser un personaje histórico: el general Mac-Mahón, mariscal de
Francia y Presidente de la República Francesa.
Las
patatas que nos sirvió Mr. Labée estaban sabrosísimas, y no solo fueron del
agrado de todos, sino que resultaron plato obligado para los sucesivos yantares.
Las
preparaba de este modo: en una marmita honda de hierro, desproporcionada para la
cantidad de patatas, colocaba cubriendo su fondo rodajas de cebolla como medio
centímetro de gruesas, y encima patatas escogidas de forma alargada, peladas y
cortadas a octavos; 50 gramos de manteca por cada kilo de aquellas; hierbas
aromáticas, sal, pimienta negra y blanca y nuez moscada.
Cerraba herméticamente la marmita colocando entre esta y la tapadera un
paño y, encima, peso. Comenzaba
la cocción a fuego vivo y al cuarto de hora rociaba con un decilitro de caldo
por cada kilo de patatas y amortiguaba el
fuego, para que la ebullición fuera muy suave.
Con frecuencia, sin destapar la
marmita, sacudía su contenido con movimientos secos, cuidando de que no se
deshicieran las patatas. Para
lograr que la remoción fuera completa, de fond en comble, exageraba el
tamaño de la vasija. Al
cabo de dos horas o más según la calidad de las patatas, estas se encontraban ya
prontas para ser servidas.
Producirá
extrañeza que con tales elementos se lograra un plato que mereciera muy
merecidos encomios; pero hay que tener en cuenta que Labée empleaba especias muy
finas, aromáticos, que daban al guiso un sabor exótico; excelente mantequilla de
Isigñi; caldo cuidadosamente preparado y, sobre todo, alguna que otra cucharada
de salsa madre o gran jugo, que tan sabiamente ha preparado siempre la cocina
francesa.
Lo
curioso del caso es, que, pasado el tiempo, pretendí hallar la receta en algún
libro de cocina y no encontré ni rastro de tales patatas; que, fijando la
atención en el relato, deduje que quizá la verdad histórica no quedara bien
parada, pues, nuestro granadero, el padre del Mac-Mahón renombrado, pertenecía a
una distinguida familia irlandesa, era amigo íntimo de Carlos X y llegó a ser
par de Francia; y, por último, que habiendo buscado el texto en que había leído
la anécdota, hasta la fecha no he logrado encontrarlo.
Si alguien
tiene mejor fortuna y la cortesía de comunicarlo, el autor de esta obra le
quedará muy sinceramente reconocido.
Como
el examinado del cuento, que al ser preguntado por la enfiteusis, dijo, después
de una resoplada interjección, -¡vaya
una
palabrita!- así, algún lector, no dejará de preguntarse un tanto asombrado:
-¿grañón, y con qué se come eso?...
Pues
se come con cuchara y la palabrita es la empleada por la Academia para denominar
al grano de trigo cocido.
El
grañón que voy a describir, aunque no es plato exclusivo de la comarca, si puede
afirmarse que, desde luengos tiempos, se hace de él gran consumo, como lo
acreditan los antiguos morteros de piedra, grandes, especiales para majar el
trigo, que aún hoy se encuentran en muchos de nuestros pueblos.
Este
potaje de trigo, tiene variedad de nombres: corrientemente se dice, «trigo
picado»; «forment picat» en diversos puntos de la provincia; «olleta de blat»,
en Jijona y pueblos de la montaña; «greñons» en Elche y sus aledaños; «guisado
de trigo», en algunos lugares de la Mancha, y «trigo escorfao» en otros.
Este plato evoluciona desde una
frugalidad puramente vegetariana, a una peligrosa suculencia, pasando por un
intermedio
que es aconsejable; pero, en todos los casos, las operaciones preliminares, son
las mismas.
Se
aecha y se aventa el trigo, para lo que se emplea una pequeña zaranda o garbillo
y se sumerje en una vasija que contenga bastante agua, para que floten las
semillas hueras y quede el grano limpio y remojado.
Después de
secarlo un tanto se maja con tiento en el mortero, ya que no hay que
despachurrar el trigo, sino simplemente descascararlo, y se aventa de nuevo.
Estos
morteros suelen ser antiquísimos, grandes, de piedra, y el mazo de madera.
En
una olla estarán cociendo, garbanzos, carditos, acelgas, pencas, nabos y un
trocito de chirivía; al hervor se deja caer el trigo y, algún tiempo después,
una salsa hecha sofriendo una ñora, que se pica con azafrán y sal, con más el
aceite del sofreimiento. Mientras
hierve, añadiremos de vez en cuando un poco de agua fría para que el trigo se
abra, continuando la cocción hasta que tanto el trigo como los garbanzos estén
en su punto.
La
sobriedad de este guiso se altera algunas veces con la adición de pié y cabeza
de cerdo, cuyos trozos se ponen juntamente con los garbanzos.
Todavía
se extrema en otros lugares la suculencia de este plato juntando a lo anterior,
jamón, chorizos y otros embutidos.
En
muchas partes, al servirlo, se aromatiza con hierbabuena, pebrella u orégano.
Hay
que advertir que el trigo tarda en cocerse, no pudiendo fijar tiempo preciso,
porque ello depende de su calidad, de la condición del agua y aún del gusto del
consumidor; pero, quizá en ningún caso baje de las cuatro horas.
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Miscelánea
ESTE vocablo ha dado entrada en su Diccionario la Academia, pero con
significación distinta del que procede: entremets.
Los
franceses dan el nombre de entremets a los platos que se sirven entre el
asado y los postres: le mets qui termine le diner au tout au moins qui
precede la dessert; para la Academia es entremés «cualquiera de los
platillos que se ponen en las mesas
con viandas ligeras, como encurtidos, aceitunas, etc., a diferencia de los
manjares que constituyen la verdadera comida». Precisamente
a lo que, con mayor acierto, llaman los franceses des hors d’oeuvre.
En acatamiento a la decisión de la
autoridad lingüística, designaremos con el nombre de entremeses a las viandas
que, como peculiares, se ponen en las mesas alicantinas; y en las que, pueden
verse y saborearse cuantas, con la finalidad de estimular el apetito, se sirven
en los diversos países del mundo.
Aceitunas.- Todas las especies están representadas en nuestra zona de cultivo del
olivo.
Se
adoban y aliñan caseramente y con excelente resultado, pues las finas hierbas
aromáticas de las que están pobladas nuestras sierras, singularmente Mariola,
las hacen muy estimulantes.
He
aquí una completa receta del maestro Altamiras:
«Cogerás
las Aceytunas de el Arbol: quando veas alguna morada, que es indicio tienen el
grueso que pueden tener, darás quatro, o cinco cuchilladas a cada una, ponlas en
agua dulce, mudándolo de dos a dos días, hasta que todas se undan en el agua:
dispondrás un adobo de agua y sal, toma una vasija de medio cántaro, llénala de
Aceytunas poniendo ruedas de limón, hojas de laurel, y olivo, e hinojos; llénala
de la misma agua de las Aceytunas, y ponle un poco de canela, y clavillo, y la
mitad de pimienta, un poco de azafrán; todo deshecho con el mismo adobo.
Nota, que
el adobo de las especias no dura mucho tiempo, porque se pone agrio con los
limones, por eso han de componer pocas de una vez, y acabadas aquellas,
compondrás otras de modo dicho: para esto puedes tenerlas todo el año en agua y
sal, irás sacando, y componiendo: Advierte,
que las Aceytunas, después del día que las pones en agua, han de estar
cubiertas, porque de lo contrario se pierden.
Otras
Aceytunas más fáciles compondrás así: Recién
cogidas, escogerás las más gruesas para enteras, como no estén dañadas, las
pondrás, si puedes, en vidrio con agua, y sal, en piedra, con abundancia, que
queden bien sabrosas: de este modo sin tocarlas, se conservan todo el año; las
menudas, y tocadas partirás; si se han de gastar luego, cocerás el adobo con
hinojo, tomillo, hojas de laurel, cascos de naranja, cabezas de ajos machacados,
que sepan bien a sal; este adobo frío echarás sobre las Aceytunas; pero no las
podrás conservar sino un mes, poco más o menos.
Si quieres conservarlas más tiempo, pondrás las Aceytunas con agua y sal
y un puñado de hinojo, dos matas de tomillo, cascos de naranja, y así se
conservarán dos y tres meses. Antes
de echar el adobo a las partidas, las mudarás de agua nueve días, para que
pierdan la actividad, y fortaleza del verdor».
Alcaparras.- Abundantes en nuestra región montañosa.
En su aliño debe predominar el
vinagre.
Atún de
zorra.- Salazón apreciadísimo, con aspecto de jamón, por la veta de tocino que le
acompaña.
Bacalao.-
Al
natural o en menudos trocitos aliñados en aceite, de un buen bacalao inglés,
tierno y en su punto.
Goza
de merecida fama el bacalao inglés, que se dice de Alicante.
Ello es debido a lo siguiente: el bacalao, desde que se pesca y sala para
su curación, inicia un proceso de fermentación que no se para hasta que se
consume, o se descompone. Los
inteligentes saben apreciar cuándo, en este proceso, se halla el bacalao en su
punto; y como en Alicante han pasado por su almacenes millares de millones de
bacalaos, se tiene una práctica de que en otras partes se carece.
Para
dar
una idea de la importancia de su tráfico en Alicante, baste decir, que, en el
pasado siglo, un impuesto voluntario de un real sobre cada quintal manipulado,
creó capital bastante para la edificación de nuestro Teatro Principal.
Capellanets.-
Estos
peces pescados en Terranova, salados y puestos a secar, se embarrilan y envían a
nuestra capital, quizá en mayor cantidad que a ningún otro punto; se calientan
para comerlos, y es muy agradable manjar que incita a beber.
Embutidos.- Morcillas de cebolla, muy apropiadas para comerlas asadas y con alioli;
blanquitos, embutido de magro, huevo y especias, cocido; longaniza y sobreasada,
picado de magro y tocino fuertemente especiado, para comerlo en crudo.
Encurtidos.- Tomates, pimientos y cebollas, en vinagre, constituyen poderosos
estimulantes, tal y como aquí se preparan.
Garrofetes.- Huevas de melva, saladas, secas y prensadas.
Huevas de
atún y de corbina.-
En
lonjas muy finas, al natural.
Mojama.-
Mojama
de Alicante, dicen en todas partes, seguramente por ser la plaza que mayor
comercio ha hecho de estas incitantes tiras del lomo desecado del atún.
Tomates.- Se cosechan aquí de clase muy selecta, para tomar en crudo, cortados de
través, y sobre cada mitad trocitos de bacalao o mojama que se riegan con
aceite.
De
puro sabida es cosa olvidada, que en Alicante, ni hace frío ni llueve; pero,
alguna vez, en el rigor del invierno nos llegan
noticias
de fuera, de que una ola de frío va dejando ateridos a los habitantes de
diversos países; y vemos, casi a nuestras puertas, al Aitana embozarse en un
blanco alquicel de nieves para resguardarse de las inclemencias del tiempo.
Entonces,
la ciudad siente rubor de verse mostrada como fenómeno, siempre en riente
primavera, y deja que su cielo se entolde, que caigan cuatro
gotas y que sople un fresco airecillo, que no logra mover las hojas de las
palmeras ni achicar la columna termométrica, pero que hace que los buenos
alicantinos, que estamos en el secreto, nos levantemos el cuello del gabán,
metamos las manos en los bolsillos y apresuremos el paso,
haciendo un ¡brrrr…! cuando encontramos a cualquiera camino de casa.
- ¡Hoy
es día de ajos!- decimos al entrar; porque los alicantinos no necesitamos, para
mencionar el allioli, más que decir, simplemente, ajos: hacer ajos, comer ajos…
Bueno;
pues para hacerlos pondremos en el mortero una cucharadita de sal y tres o
cuatro dientes de ajo, limpios y abiertos de arriba abajo para sacarles el
grillo. Se
machacan hasta dejarlos convertidos en pasta y con la mano izquierda iremos
dejando caer, gota a gota, aceite fino, mientras con la derecha hacemos girar
suavemente el mazo del almirez para verificar bien la mezcla y emulsionar el
aceite con el zumo de los ajos. Poco
después ya se puede verter el aceite en forma de hilillo y cuando se tiene
práctica, de vez en vez, se añade una chorrada y no suele suceder otra cosa que
aumentar la cantidad de allioli; pero, otras, aún llevando el más exquisito
cuidado, cuando más seguro nos parece estar del éxito, los ajos s’esgarren,
es decir, se rompe la homogeneidad, se disgregan.
Entonces
se emplea el recurso de pasar a un plato el contenido del mortero, poner en éste
una molla de pan mojado, bien escurrido, o un poco de patata cocida, o una yema
de huevo, e ir agregando poco a poco lo desunido para, trabajándolo como antes,
tratar de unirlo, cosa que unas veces se consigue y otras no, en cuyo caso hay
que comenzar totalmente de nuevo, si queremos comer ajos.
Si
se prefiere que el allioli no esté demasiado fuerte, desde el principio se
adicionan a los ajos, cuando ya estén hechos pasta, una o más yemas de huevo.
Antes
de darlos por terminados se sazonan con unas gotas de limón o vinagre.
Esta
salsa tiene múltiples aplicaciones, sobre todo, para el aliño de pescados y
carnes asadas.
El
ajo, que como ya hemos visto, entra como principal elemento de su producción, ha
tenido sus detractores y sus panegiristas, y cuenta con una copiosa literatura
que refleja los opuestos pareceres.
Cuando
Don Quijote aconseja a Sancho, cómo ha de comportarse en el gobierno de la
ínsula Barataria, le dice: «No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el
olor tu villanería».
Homero
refiere que cuando Circe convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises, ese se
salvó del hechizo, merced a esta planta que había recibido de Hermes.
El
ajo era un dios entre los egipcios y causaba horror a los griegos.
Horacio
escribe una époda en la que lanza contra el ajo las más terribles imprecaciones.
Marcelo,
exquisito poeta de la Francia meridional, defiende con calor la planta tan
estimada de sus compatriotas.
Planta
maravillosa que espantaba los malos espíritus, deshacía el embrujamiento de los
ganados y hacía invulnerable al que la llevaba consigo.
Los
romanos la empleaban como rubefaciente y en la farmacopea antigua como
componente del acetum quatur latronum y de la «mostaza del diablo».
Un
solo diente, oculto en lugar recóndito del cuerpo, producía fiebre a los
simuladores de enfermedades.
En
la farmacopea moderna se utiliza para combatir la gangrena pulmonar, la
tuberculosis con brotes congestivos y la hipertensión arterial.
A base de
ajo se preparan, la Ajovitina, la Allisatina, el Fenallito,
el Ajolín, el Opsonillo, la Stasima Allium, y el
Yodalillo.
El allioli
es el progenitor de la mayonesa y principal elemento de nuestro famoso
giraboix.
A
pesar de la pobreza de su condición, tiene un pasado glorioso, y una copiosa
nomenclatura. Homero
las menciona en la
Iliada,
y, con diversos nombres, es manjar que se consume en toda la península.
Generalmente,
se denominan puches, gachas; poleás, en Andalucía, farinetas en el
Maestrazgo, fariñes y farrapes en Asturias, y aún el fangollo
y gofio canarios no viene a ser más que una variedad de este plato, de
origen remotísimo y de ordinario consumo en nuestra comarca.
Primera
fórmula.- En
cazuela o sartén pondremos, para seis comensales, tres cucharadas de aceite, dos
de buen bacalao, pura molla, finísimamente cortado y sin remojar; cuatro de
cuadraditos de patatas y seis de harina. Cuando
está en su punto el aceite, se fríen, por su orden, estos componentes, y después
se añade agua en cantidad bastante para que el todo, después de cocido, resulte
de consistencia ligeramente pastosa. Como
el bacalao se pone en seco y sin desalar, no necesitamos añadir al guiso sal ni
especia alguna, dejándolo cocer moderadamente durante un cuarto de hora.
Segunda
fórmula.- Igual
cantidad de harina que para la anterior; un cuarto de kilo de patatas, cortadas
en trozos regulares y otro tanto de bacalao; una ñora, una cabeza de ajos, un
tomate mediano y dos nabitos.
Se
asa el bacalao y quitadas las espinas se desmenuza y lava; se sofríe la ñora y
se saca; después se fríen las patatas, los ajos, el tomate picado, los nabitos y
el bacalao, añadiendo agua para que mansamente hierva durante media hora.
Cinco
minutos antes se saca una taza de este caldo, se enfría y se deslíe en él la
harina y, bien removido todo, se junta con el anterior para que cueza cinco
minutos más.
¡Ah!...
la ñora sofrita se pica y se añade.
Tercera
fórmula.- En esta se eleva un tanto la condición del plato: en el almirez se pica
una ñora convenientemente sofrita, tres dientes de ajo pelados, una ramita de
perejil y un tomate mediano. Se
echa todo en la sartén o cazuela y se fríe, añadiendo, cuidadosamente pasado por
servilleta, caldo de pescado, ordinariamente bogueta, morralla, almejas…
Cuando
levanta el hervor se saca una taza de caldo para enfriarlo y desleír la harina,
y una vez conseguido se mezcla con el anterior.
Si hemos
puesto almejas, se sacan las mollas, se añaden al propio tiempo y cinco minutos
de cocción tranquila bastan para que estén en su punto las farinetes.
Hay
que llevar cuidado con el tamizado del caldo, pues es peligroso, o cuando menos
desagradable, que se cuele alguna espina.
A
este propósito considero aleccionadora una anécdota ocurrida en mis años
infantiles.
En
el carrer el Pouet, del popular barrio de San Antón, vivían frente por
frente, la señá Dolores y la tía Pebrella.
La primera,
mujer ya cuarentona, guapa, y con un genio de mil demonios, era la protegida de
don Juan, rico comerciante de aquel entonces.
La tía Pebrella, una mujer del pueblo, a la que sin agravio se la
podía llamar vieja, pero lista y alegre y muy conocedora de los menesteres
domésticos.
La
señá Dolores solía preguntarle.
- ¿Cómo
se guisa tal cosa?
Y la tía
Pebrella, con la mejor buena voluntad le explicaba el condimento, pues era
una más que regular cocinera; pero, indefectiblemente, cuando terminaba la
explicación le decía la otra:
- ¡Así
ya lo sabía yo!
La escena
se repetía con frecuencia, hasta que un día, al ser preguntada cómo se hacían
les farinetes en morralla, harta ya la tía Pebrella, vió la ocasión
propicia y dió la receta, pero introduciendo la variante de decir que la
morralla se picaba en el almirez y se mezclaba con el caldo.
-
¡Así
las hago yo!- dijo, como de costumbre, la señá Dolores.
Cuando al medio día llegó don
Juan, tipo cincuentón siempre malhumorado, no tardó en producirse un fenómeno
sísmico que la tía Pebrella contempló impávida, pues quedó limitado a la
casa fronteriza; por fortuna, los daños que produjo el terremoto, no pasaron de
la rotura de un buen número de platos y vasos, unas cuantas sillas cojas, y
contusiones de menor cuantía en las cabezas de los habitantes.
Cuando la
señá Dolores, hecha una furia y con la cabeza entrapajada, quiso fulminar
con sus dicterios a la tía Pebrella, esta limitose a replicar con sorna:
- ¿Pero,
no me decía usted, que así ya sabía hacerlas?
Sería
infundada la pretensión de presentar este plato como peculiar de nuestra cocina,
ya que migas se hacen en toda España, y aún quizá que más allá de los Pirineos;
pero, lo que sí puede decirse, es que, en nuestra comarca, se comen las migas y
hasta de modo característico.
Dícese
que este plato no encaja sino en el almuerzo, y aquí se toma en cualquiera de
las comidas, incluso en el desayuno. La
vez primera que probé las migas con chocolate fué en una almazara.
Migas
hechas con el primer aceite recién salido, y entonces me enteré de la costumbre
existente de obsequiar con migas al dar comienzo la temporada, a cuantos
intervienen en las operaciones para la obtención del aceite.
Comida
propia de pastores, su preparación es sencillísima.
Se pone en
remojo pan duro, y una vez se ablande, se escurre bien, tomándolo a puñados y
apretándolo firmemente, pues de que llegue a quedar relativamente seco depende
en gran parte del éxito.
En la sartén se pone aceite
abundante y se fríen unos dientes pelados de ajos, y una cebolla picada, dejando
el pan migado y suelto, para que no se apelmace, poniendo sal y removiendo
constantemente hasta que queden doradas las migas y un si es no es, crujientes.
A las veces
se ilustran con trocitos de tocino, pimiento y su poquito de tomate.
En la
estación oportuna, suelen tomarse con uvas.
Una
agradable fruslería alcoyana: pimientos secos, tostados; bacalao asado; uno o
más dientes de ajo, cortados a través en delgadas laminitas.
Se
parten los pimientos a trocitos y se deshace el bacalao, sin empleo de cuchillo;
se sofríen en aceite con el ajito; y con un polvo de pimienta, una puntita de
picante, se añade agua, que apenas alcance a cubrir y se deja cocer durante unos
minutos.
En
otras partes se suprime el cocimiento.
En
Francia emplean los llamados de viña, de gran tamaño, especie que no creo se
produzca en España. Hace
años importé
un
buen número de ellos, que se aclimataron y reprodujeron abundantemente, pero,
más tarde, una prolongada ausencia mía, hizo que se perdieran casi en su
totalidad.
Aunque
con desventaja pueden ser sustituidos por nuestros barbachos, escogiendo
los mayores.
Quince
días antes de su empleo se meten en un cachulero de esparto para que se
desintoxiquen. Se
lavan bien y se les «engaña», poniéndoles después –los que tengan la molla
fuera- en una vasija con un puñado de salvado, vinagre y sal.
Se lavan de nuevo y se ponen a cocer en un caldo de cabeza de vaca, bien
concentrado, con un ramito de finas hierbas y un saquito de ceniza, o una
pulgarada de potasa. Cuando
estén cocidos se saca la carne y se suprime la cloaca (parte negra de su
extremidad) procediendo a un nuevo lavado.
Para
cada 100 caracoles dispondremos 500 gramos de mantequilla, una cebolla asada,
dos dientes de ajo machacados, una pizca de cayena, sal, pimienta, moscada, y
dos grandes cucharadas de perejil picado.
Embutiremos
en cada concha dos mollas mezcladas con la mantequilla preparada, se colocan en
una escargotiére o, en su defecto,
en una fuente plana de horno con un poquito de agua, espolvoreamos la boquilla
de los caracoles con chapelure o pan rallado, y los pondremos a horno
fuerte para servirlos a los pocos minutos bien calientes.
Esta
nuestra mona no es la hembra del mono, ni la cogorza, cuyos efectos alegres y
vocingleros llegan hasta mí, en esta tarde de fiestas de Resurrección; ni la
armadura con que defienden los picadores su pierna derecha: nuestra mona es la
calumniada mona de Pascua, porque se supone que solo pueden pensar en ella los
tontos y distraídos; la que da nombre a esas regocijantes meriendas campestres
con que se festeja el retorno de la Primavera; porque si bien en estas meriendas
se consume todo género de viandas transportables, como tortillas, fritos de
pollo o conejo, jamón, embutidos, habas tiernas…, lo que constituye un manjar
obligatorio, aunque se reserve para el final cuando el apetito está saciado, es,
la mona.
La
mona se puede adquirir en infinidad de bollerías, pastelerías y confiterías,
pero, por si en casa de algún lector se sienten con ánimos para elaborarlas, o,
cuando menos, para que la posteridad no se quiebre los cascos en averiguación de
lo que fuera la mona, y no se vea privada nuestra descendencia de saborear el
ancestral producto gastronómico, quede aquí consignada su receta.
Tres
kilos de harina de fuerza; kilo y medio de levadura de igual clase; kilo y
cuarto de azúcar; medio litro de aceite; docena y media de huevos; medio litro
de leche, el zumo de tres naranjas y raspaduras de limón.
Con
estos componentes, si se sabe amasar, saldrán unas monas deliciosas; si no,
mejor será que no se intente.
Cuando la masa está buena
-alrededor de treinta y seis horas, hacen falta- se moldea en forma de
lanzadera, poniendo en el centro huevo cocido que se
aprisiona con dos tiritas de masa cruzadas; en bollos, y en roscas o rollos, a
los que también se les hincan huevos, en cuyo caso, aunque solo sea en el
aspecto, guardan semejanza con los hornazos de otras partes.
La forma
peculiar de la mona propiamente dicha es la descrita en primer término.
Hace
cincuenta años, Eleuterio Maisonnave, que era un fiel observante de la tradición
alicantina, se trajo desde Madrid a Marcos Zapata, para que comiera nuestra
mona; el insigne autor de «La Capilla de Lanuza», que a más de ser inspirado
poeta era hombre de sutil ingenio, cautivó a los comensales e hizo honor a la
apetitosa merienda; pero no cesaba de preguntar, cuado sacaban la mona.
En el
instante preciso hizo su aparición una, monumental, adornada con doce huevos,
lustrosa, azucarada y estallante en fuerza de la bondad y riqueza de sus
componentes.
- ¿Es
esto la mona?- dijo asombrado Zapata; - ¡pero si a esto, en mi tierra, le
llamarían mico!...
Para don Rafael Altamira,
ilustre alicantino y fervoroso
alicantinista.
Aparentemente,
nada: un simple cocimiento de cebada vulgar, edulcorado con azúcar de caña y
granizado en la heladora.
Nada;
mas, para los alicantinos, tiene una significación tan honda que quizá, no ya
compartida, ni siquiera pueda
ser comprendida por los extraños; pues, forzoso es reconocer que muchas veces,
como ahora, hay una falta de ecuación entre lo baladí de la causa (personas,
paisajes, costumbres, manjares) y la emotividad que su recuerdo nos produce:
padecemos una como hiperestesia de nuestra afectividad hacia la terreta.
¿No
le ha ocurrido alguna vez, querido don Rafael, hallarse en un país lejano en
tarde bochornosa del estío, sufriendo el tormento de la sed y sentir doblada su
añoranza por nuestras cosas de aquí, al pensar con cuánta fruición hubiera
aliviado el resecor de sus fauces con esa deliciosa maravilla, -el frío hecho
miel,- lograda por el típico refresco alicantino?
A
mí, sí; y de tal suerte veía plasmada la evocación, que parecíame llegaba a mis
oídos el repiqueteo cortante del hierro sobre el bronce de la heladora, sonando
en ella como el alegre tañido de esquilón de aldea en día de fiesta; y escuchaba
a la par transido de pena y de gozo, el cadencioso modular del típico pregón: -
¡ai… guá… si… vá…!... y surgía ante mí la venerable figura de don Manuel
Ausó, el sabio higienista que despertaba nuestra admiración y envidia de niños,
viéndole en el desayuno servirse copiosamente de un jarro de agua de cebada y de
otro de leche, mientras nos ensalzaba las excelencias de la mezcla; y se
me
aparecía, con todo detalle la vieja horchatería del tío Rico, en el desparecido
paseo de la Reina, obstruida la entrada por las enormes garrapiñeras y
los empajados bloques de nieve, traídos de la Carrasqueta; y el olor a humedad,
y la fresca dulzura de la cebada, que chupábamos sirviéndonos dels rollets
morenets, como ahora se utilizan las pajas para tomar cócteles…
Y
venía a mi memoria el alegre despertar mañanero al grito prometedor: ¡aiguá
sivá!...; y el ¡aiguá sivá! de la tarde, apenas entreoído, por la
modorra de la siesta; y el ¡aiguá sivá! por la noche, en las verbenas de
las barriadas; y al regreso de la explanada, después del castell de foch,
saboreada la inigualable del tío Quico, en la esquina del carrer de la
Brossa; como ahora, en los puestos cercanos a les fogueres, esperando
el último estampido de las tracas, después de la cremá…
El
día que se forme el repertorio de temas musicales alicantinos, no dejará de
figurar en él esta quisicosa del popular pregón callejero, incorporado ya al
Himno d’Alacant y al pasodoble Fogueres de San Joan.
Y, he aquí
mi insigne amigo y correligionario en la devoción a nuestras tradiciones, el
porqué de haber incluido el aigua sivá en este prontuario del folklore de
la cocina alicantina, pobre ofrenda de filial cariño a la tierra adorada; y la
pobre música del pregón, tan adentrada en nosotros, que si un alicantino se
encontrara en uno de esos colosales estadios en que se congregan millares de
personas y oyera que alguien entre la multitud daba al viento las cuatro notas
del pregón, diría, sin vacilar: ¡ese, es un alicantino!
Para
usted, tan amante de nuestras cosas, no ha de menester, tampoco, justificación
alguna que haya elegido esas cuatro notas para remate de este librito, porque
ellas vibran al compás del alma alicantina, y cantan siempre en nosotros las
dulces memorias de ayer, y, en ocasiones, las melancólicas nostalgias del
presente; pero, si usted no la necesita, a los nacidos fuera de la terreta,
no está demás el dársela, y pedirles en cambio benevolencia para este intento de
folklore coquinario, cuya última línea quiero esté constituida,
únicamente, por las decantadas notas, transcritas de su puño y letra por un
glorioso músico alicantino.
ai –
guá si - vá
______
______
Brillan-Savarín,
no solo dió a los gastrónomos reglas para el buen comer, sino que señalaba los
lugares en donde podían hallarse las cosas que habían sido de su agrado.
Claro
es, que la inmensa autoridad del insigne autor de la «Fisiología del gusto», y
su posición social le suponían fuera de toda sospecha acerca del desinterés con
que procedía a estampar sus valiosas indicaciones.
Pero, sin
establecer parangón ni tratar de escudarme con el ejemplo, aún a trueque de
despertar alguna suspicacia, no vacilo en ofrecer al lector la relación de mis
abastecedores:
Jaime
Llorca, casetas 67 y 69, de la plaza de Abastos:
Carnes
finas y bien cortadas.
José
Cano, 40 y 42.- Embutidos finos.
Gabriel
Ivorra, 22 y 24.- Jamones bien curados.
Vicente
Enriquez «el Chiquillo», 62 y 64.- Finos
pescados, y de corte.
«La
Esperanza», 84 y 86.- Donde
muy amablemente, Esperanza os servirá selectos salazones y conservas.
«Campo
Alto», Maero Mollá, 15.- Vinos
puros de mesa y licores de marca.
Bodega
Marimón, Labradores, 25.- Viejas
soleras; escasas reliquias de los tan afamados vinos alicantinos.
«Clarisol»,
el mejor hojaldre; dulcería repostería fina.
«Leopoldo
Asensio», Altamira, antigua y acreditada tienda de comestibles.
Hace
treinta años, hallándome en Sevilla tuve ocasión de acompañar a una señora amiga
que vivió algún tiempo en Alicante. Nos
dirijimos al mejor provisto colmado, pues iba a realizar sus compras para la
«fiesta de la espiga» que aquel año se celebraba en una finca suya; pero antes
de entrar en la tienda me dijo: - le advierto que esta no es la casa de
Leopoldo; allí no falta nada. Y,
efectivamente, en la mejor abacería de Sevilla no encontramos cosas de las que
nunca carece nuestra alicantina tienda.
Claro que
existen, a más de los relacionados, muchos otros lugares dignos de ser visitados
por el buen gourmet. En
esta lista solo figuran mis predilectos.
¡Honi
soit qui mal y pense!...
______
______
Contiene
unas cuantas voces empleadas en este libro, cuya acepción convenía fijar, y
otras, con noticias que pueden ser útiles para algún lector.
______
Abadejo.-
Bacalao.
Abanda.-
Aparte.
Aceite.-
El que debe emplearse en la cocina es el de oliva. En el mercado se
encuentra con bastante frecuencia aceite de cacahuet, que no sirve para
utilizarlo en la cocina. El aceite preferible es el de oliva, fino, que
conserva su sabor, olor y color característicos, y que para su refino no
se hayan empleado agentes químicos. Los aceites blancos, inodoros e
insípidos, no son apropiados para los menesteres de nuestra cocina.
Aguardiente.-
En la página 28 se menciona el aguardiente del Charenta. En ese
departamento francés se halla enclavada la comarca de Cognac, y,
desde muy antiguo, son famosos los aguardientes del citado departamento,
pero en 1589, fecha en que se supone escrita la primera parte de
este libro, todavía no había adquirido renombre el coñac, que es un
aguardiente de vino, elaborado en Cognac y envejecido en piperío de
roble.
Albornia.-
Vasija grande de barro vidriado.
Almirez.-
Mortero de metal. En muchos libros de cocina hemos visto empleadas
indistintamente ambas denominaciones, como si fueran sinónimas; pero no
lo son y hay que estar atentos con respecto al uso del primero; pues es
peligroso machacar en él cosas ácidas.
Allioli.-
Alioli, ajiaceite.
Andouilletes.-
Hors d’oeuvre, producto de la salchichería francesa, que consiste
en un embutido de tripas de cerdo, fuertemente especiado, cocido, y
tostado a la parrilla a punto de servirse.
Aromáticos.-
El tomillo, romero, estragón, laurel, verdolaga, azafrán, pimienta,
pimentón, clavo, nuez moscada, hinojo, orégano, canela, y vainilla.
Aparar.-
En castellano antiguo, trinchar.
Artaletes.-
Aunque los diccionarios definen el artel y su diminutivo artalete como
especie de empanada es lo cierto que, desde antiguo recibe este nombre
la lonja fina de carne, ave o pescado que en forma de rollo envuelve
algo comestible, ordinariamente en farsa o picadillo.
Azenoria.-
Nombre de la zanahoria en castellano antiguo. Como la zanahoria se llama
en francés carotte, aquí se ha arraigado la mala costumbre de
nombrarla carrota y hasta carlota.
Boix.-
El pilón o mano del mortero.
Bouillabaisse.-
El plato provenzal, extensamente descrito en el capítulo V. Los
escritores culinarios españoles castellanizan su denominación,
llamándola bullabés, bullabesa, bullabessa, bouilla-baisse, bullbés… No
deja de tener gracia, que Ángel Muro, que la llama bullabés, diga:
«algunos cocineros franceses, que se han metido a escribir de cocina,
escriben bouille abaisse, pero se dice bouille baisse, y
no se debe decir de otro modo». Dionisio Pérez, bullabesa, y añade que
«el nombre francés bouillabasse significa hierve bajo; en
el fondo», cuando es lo cierto que ni los franceses lo escriben
así, ni el significado es el que le asigna –como tengo demostrado- el
meritísimo escritor.
Broqueta.-
Más usualmente empleado el vocablo en diminutivo: especie de aguja o
estaquilla, de madera o caña, que sirve para ensartar o espetar carnes o
pescados para su asado o condimento. Los artaletes, servidos en crudo
–los de jamón, por ejemplo- se mantienen arrollados por una broquetilla.
Caldo corto.-
Es el court-bouillon francés, propio para cocer pescados y que se
obtiene por ebullición de cebolla, ajo, apio, perejil, zanahoria, unos
granos de pimienta y menos de clavillo; pero, en ocasiones se habla de
caldo corto en otro sentido: en el de reducido, y para cocer viandas.
Capolar.-
Picar carne para hacer picadillo.
Carcasa.-
Armazón ósea de las aves.
Cardos.-
En el mercado se encuentran dos especies, ambas comestibles; una que la
constituyen las pencas de las alcachoferas, y, otra, más fina y carnosa,
de pencas grandes, vulgarmente llamados cardos blancos, producto de una
planta que se siembra anualmente. Esta es la preferida, y hasta nosotros
llega de Villena, casi exclusivamente.
Cascaruja.-
Nombre con que aquí se designan los frutos secos, como nueces,
almendras, avellanas, piñones, castañas y bellotas, de los que se
celebra mercado la víspera de Navidad.
Conduchos.-
Del latín conditus, condimentado. En castellano antiguo, lo
guisado, aderezado para comer. Úsase todavía, en el lenguaje familiar,
en varias provincias. Formaba parte el conducho de las prestaciones de
los vasallos a sus señores, y cuando las viandas eran para el rey,
recibían nombre de yantares.
Emparrillar.-
Asar en parrillas. En algún lugar de este libro se leerá esparrillar,
como también así se encuentra en más de un libro de cocina antiguo.
Espolique.-
Mozo que camina a pié delante de la caballería en que va su amo.
Estovar.-
Esponjar.
Farsa.-
En castellano antiguo se denomina así el picadillo.
Freír.-
Hacer que una cosa se condimente en aceite, manteca u otra cosa.
Operación de cocina,
sencilla en apariencia, y que, haciéndola bien, acredita la pericia de
un cocinero.
Indebidamente, en algunos
libros de cocina se emplean como sinónimas las voces freír, rehogar,
sofreír y saltear. En su lugar respectivo definiremos cada una de ellas.
La diferencia esencial de la primera con las otras es, que las cosas
fritas pueden ir de la sartén a la mesa, sin más preparación.
Cuando, como de ordinario sucede aquí, se fríe en aceite,
ha de procurarse se halle éste en su punto y si por falta de práctica no
se sabe, basta con sumergir en el aceite una rebanadita de pan por
espacio de cinco o seis segundos; si con esto se pone dura y toma color,
pueden echarse las viandas a la sartén; sino, hay que calentarlo más y
repetir la prueba.
Gastronomía.-
Es, a la vez, ciencia y arte: la primera nos suministra los
conocimientos necesarios para la elección de los alimentos convenientes
al hombre; y el segundo, el agradable condimento de los mismos y su fina
presentación en la mesa.
Para el vulgo, es un hombre entregado desconsideradamente
a los placeres de la mesa; pero no debe ser considerado como tal, más
que aquel que posee los principios de la ciencia gastronómica y la
reglas de su arte, y que, además se muestra aficionado a su inteligente
y exquisita práctica.
Giraboix.-
La g, suena como la ch, pero suave; girar, dar vueltas al
boix, pilón o mano del mortero.
Luz.-
Castellano antiguo: merluza.
Ñora.-
Su nombre no figura en los diccionarios y, fuera de nuestra parte de
levante, no se conocen este fruto.
La ñora es la variedad del pimiento que se cosecha en
las provincias de Alicante y Murcia y que se denomina en botánica
«pimiento de Murcia y Orihuela».
Las ñoras se emplean secas, y en la fabricación del
pimentón. Las hay dulces y picantes.
Perdigar.-
Poner sobre las brasas por un buen rato la perdiz u otra ave o vianda,
para que se conserve algún tiempo sin dañarse. Preparar la carne en
cazuela con alguna grasa para que esté más sustanciosa.
Pernil.-
Jamón, castellano antiguo. Continúa llamándose así en diversos lugares.
Rala.-
Por clara.
Rehogar.-
El condimento reposado, lento, en vasija tapada, de algún manjar que se
empape y penetre de las sustancias en que se cuece.
Rusiente.-
Estado que toma el aceite cuando llega a su máximo de capacidad
calórica.
Saltear.-
Término culinario no admitido acertadamente por la Academia. Tomado del
francés sauter, significa freír rápidamente alguna cosa, de
ordinario para hacerla objeto de nueva preparación. Se emplea salteado,
frecuentemente e impropiamente, en las listas de platos, en lugar del
verdadero vocablo castellano: cochifrito.
Sobrasada.-
O sobreasada. Ambas voces admitidas por la Academia: embutido en crudo
de cerdo picado, fuertemente especiado.
Sofreír.-
Freír ligeramente una cosa; comúnmente para continuar después su
condimento.
Zaque.-
Odre para envasar vino.
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de la
segunda parte.
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Páginas.
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La pequeña historia de este
libro………………….
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81
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Palabras preliminares………
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93
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El arroz………………………
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108
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Los arroces con carne………
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119
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Arroces con pescado…………
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149
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Bouillabaisse…………………
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163
|
|
Los arroces con pescado
(continuación)…………………
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175
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Arroces con verduras y
legumbres………………………
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183
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Pastas……………………………
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191
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Platos de carne………………
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215
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Los pescados…………………
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235
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Legumbres y hortalizas………
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265
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Miscelánea……………………
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285
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311
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315
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COLOFON
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Este libro se acabó de
imprimir el día de la invención de la Santa Cruz del año 1994 en la
imprenta «Guardiola» de la ciudad de Alicante.
La
presente edición es facsímil de la citada y se acabó de imprimir en
los talleres de Gráficas Díaz sitos en el vial de los cipreses, 19,
de la ciudad de Alicante, en la Navidad, por encargo y a expensas de
D. Agatángelo Soler Llorca autorizado por la familia Guardiola.
LAUS † DEO
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Los pedidos deben dirigirse a Mayor, 29 – Alicante
Contraportada viñeta de Xavier Soler
GASTRONOMÍA
ALICANTINA
Contiene:
Cuatro siglos de tradición culinaria
de la comarca.
Los más famosos
arroces.
Comunidad de
origen entre el arroz «abanda» y la «bouillabaisse».
Repertorio de
valiosos platos con sus correspondientes recetas.
Inventario de la
despensa alicantina.
Recuerdos
históricos.
Castelar,
gastrónomo.
Anécdotas…
Aunque insignificante, este libro es
la primera piedra de nuestro folklore culinario comarcal. Por ello, los
aficionados a esta clase de estudios hallarán interés en su lectura, así como
las buenas amas de casa, por las valiosas recetas que se insertan, fiel trasunto
de aquellas que en sus cuadernos anotaban meticulosamente las antiguas
hacendosas gobernantes de su hogar, con cabal manera de hacer nuestros platos
tradicionales, tenidos en tanto aprecio porque durante siglos fueron
perfeccionándolos con sus exquisitos cuidados.
El recetario que
se inserta es absolutamente inédito, y los lectores pueden aplicarlo seguro de
su eficacia.
El editor:
Agatángelo Soler
Llorca
Alicante, Navidad
de 1972
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Fin
Continúa con
el libro:
de
Don José
Guardiola y Ortiz
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