33 relatos asombrosos
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BEATRIZ, LA MORISCA Y LA INTRIGAS DE PALACIO
Por Ramón Fernández Palmeral
PASTRANA, MAYO DE 1581
Querido Primo. Majestad:
Es posible que esta
carta nunca llegue a tu poder. Pero mi obligación como duquesa de Pastrana al
servicio de la Corona y de su Majestad, y de mi conciencia cristina, me obligan a contaros la verdad de todo lo
sucedido con el asesinato de don Juan de Escobedo (secretario de don Juan de
Austria) en junio de 1578.
Los cinco asesinos y una
mujer llamada Beatriz de Frigiliana, fueron detenidos y ahorcados por su
crimen. Nosotros tanto Antonio Pérez, tu secretario, como yo, solamente
cumplimos tus deseos, que eran órdenes
para nosotros, los de darle un escarmiento a Juan de Escobedo, por su
arrogancia en la entrevista con su Majestad en la audiencia del Alcázar.
Un año después del
asesinato imprudente, pues nunca se les pidió a los sicarios que mataran a Escobedo,
resulta que mandan detener a Antonio Pérez, creyendo que era un traidor, cuando
nunca lo fue. Sino por tu obsesión enfermiza a que todo el mundo te traiciona o
te lleva por un camino equivocado.
Yo, desde mi sepultura,
te quiero contar la vida que sufrió y padeció en sus carnes Beatriz de
Frixiliana, mi sirvienta, a la a que yo le encargué dar un escarmiento a
Escobedo porque era tu deseo. Una pena su muerte. La bella morisca de ojos
negros hasta que tuvo que cumplir el encargo que le mandé hacer en Madrid, que
a la vez era el vuestro. Ella me había
confesado toda su vida, aquel día que le vi una horrorosa quemadura
en un muslo que despertó en mí una gran curiosidad y compasión. Quería hacerme
dueña de su secreto. Beatriz tenía veintiocho años, fue una esclava morisca
oriunda de la Axarquía, tierras allá en el Al-Andalus, tierras de herejes y de
moros en el confín de la tierra de Cristo.
Jamás pude sospechar de su condición de fugitiva, ni que hubiera
disimulado también su acento árabe con tantas jotas en su pronunciación, su castellano era correcto en vocabulario y
en giros, nadie hubiera dicho por su condición y modales refinados que una
salvaje morisca y llegara a tener una
educación casi de dama cristiana.
Beatriz se merece, estos días de recuerdo,
toda mi atención, todo el palomar de mis
pensamientos.
Desde su ejecución a pena de muerte por
ahorcamiento tras sufrir tormento, sentí
grandes remordimientos y pesares, en parte, se sentía culpable por haberla
utilizado en la muerte de Escudero. Después de ejecutada la recordé mucho, una
sentencia como una trampa en su cuello: la horca, me sumergió en una gran
soledad, la echaba de menos por razones que
se deben callar por recato. Ella me fue fiel y leal hasta el final, no
delató a sus cómplices a pesar de serle aplicada la tortura, no habló de forma
inculpatoria contra su ama.
Beatriz de Frigiliana tenía
a la vez un halo de sultana y de tristeza en sus ojos que la hacía aún más
bella, tenía hechizo bajo la sombra de sus cejas, lloraba cada vez que recordaba o me contaba
la infancia que el destino le había reservado, recordaba a sus padres o a su
marido, a sus dos hijos, pero no menos sentimiento de pérdida que demostraba
cuando hablaba del Peñón o del Fuerte de Frixiliana en la remotas tierra de la
Axarquía. La compré en Antequera con otros moriscos. Con Beatriz llegaron otros
moriscos a Pastrana conocedores de cría del gusano de seda y manejar los
telares. Me interesaba sembrar moreras de Pastrana.
Yo le pedía, mientras
estuvo a mi servicio, que olvidara, que tomara una nueva vida a mi lado. «Quiero que seas otra mujer –le dije–, lo
primero es que comas. Anda, hija, come algo, que estás muy delgada». Pero no me hacía caso, era de poco comer y de
poco mundo.
Tampoco es que fuera una
niña, cuando la conocí en 1573, ella tenía dos hijos uno de nueve años y otros de
meses, de los cuales no sabía absolutamente nada. La habían educado muy bien en
la sumisión y eso era una cualidad que me gustaba y agradaba, puesto que nada
hay tan molesto como las criadas maleducadas y respondonas.
La historia de la rebelión de los moriscos,
según me contó ella, empezó por la presión del fisco a que fueron sometidos por
culpa de la vuestra Pragmática anti morisca de 1567, pagaban impuesto por todo, hasta por
respirar. También conocí la historia de
la resistencia del Peñón de Frixiliana por parte de mi pariente lejano Diego
Hurtada de Mendoza, hijo del infante D. Iñigo López de Mendoza y María de
Pacheco, duques del Infantado con palacio en Guadalajara. Un primo lejano por parte de padre, vivió
aquella guerra cuando fue desterrado a Granada.
Empezó la revuelta cuando una mañana de
mediados de abril del año de gracia de Nuestro Señor Jesucristo de 1569, cuando
sobre el señorío del Conde Cabra y Marqués de Comares, apareció el morisco
rebelde el Muecín de Guájara en la tranquila Canillas del Aceituno, donde hubo
un encuentro y un crimen que fue la premonición del polvoriento verano que se
avecinaba.
Los valerosos moriscos de Bentomiz,
no solados, sino agricultores, estaban escasos en artillería, usaban flechas envenenadas y armas de fuego,
se defendieron a palos, pedradas de hondas, picas, hachas, espadas, se
defendían en el cuerpo a cuerpo.
Mientras los cristianos desplegaban cañones y arcabuces. Conforme los cristianos a avanzaban los mariscos
se refugiaron en el alto cerro de El Fuerte de Frixiliana, mucho más elevado y
donde había agua y fortifiaci6n, allí resistieron el humo de la quema de pinos,
pero los tajos rocosos salvaron a muchos
que huyeron por la sierra Almijara hasta Las Alpujarras para unirse con Aben Humeya, el emir de los moriscos,
proclamado en Béznar
Tras
mes y medio de resistencia en el cerro coronado de El Fuerte, Diego de Oriola con su hijo Alí, Alamino, Hernando el Darra, el Meliú, Andrés de Chorairán y otras gentes
huyeron por la sierra de Almijara a Las Alpujarras. La noche en que se evacuaba
el Peñón de Frixiliana, apareció una nube negra en el cielo, una tormenta de
relámpagos y truenos. Ni Beatriz ni sus
dos hijos, ni su suegra Aixa pudieron seguir a su esposo Diego de Oriola en
la fuga de la sierra de Almijara. El
bebé desapareció en el ataque. Mucha
gente murió peleando en el Fuerte, otros viéndose perdidas se despegaran por
los tajos (tajos del vértigo coma agujas de un cerro formado de terremotos,
rayos y tormentas).
El resultado de la contienda que duró cuarenta
días fue de dos mil muertos que fueron incinerados, y los cuatrocientos muertas
cristianos enterrados. En total fueron hechos unos 2.000 esclavos.
En el
corazón de Beatriz no quedaba otro
hombre más que su hijo Omar de once años y, el recuerdo de un bebé que
desapreció en la revuelta. Denunciados por los cristianos viejos, las dos
mujeres, y el niño fueron tomados como botín de guerra. En la plaza de Fixiliana,
los Jefes militares o alcaides las desnudaron en pública subasta para elegir a
las mejor dotadas, y ella fue selecciona entre los cuerpos más armónicos,
también mostraron a las hombres más sanos, ella tuvo suerte de ganar la vida y
quedó en poder del capitán Hernando Duarte y éste la vendió a su vez a un rico
mercader de Málaga llamado Malquiades Molto
que no pudiendo tenerla en casa la dejó en arriendo como pinche de
cocinera al servicio del obispado de
Málaga en pago de primicias. Otras mujeres moriscas fueron entregadas a
soldados como botín en pago de su lucha,
y las mujeres peor dotadas en edad y en físico,
las que no quisieron a su servicio y disfrute, vendidas para casas de
lenocinio por toda Andalucía y Castilla.
La eterna prostitución que no es más que un acto de abuso de persona
necesitada.
Beatriz
en el obispado de Málaga
Me contó
Beatriz que cuando trabajaba como pinche de cocinara en el obispado de
Málaga, su belleza atrajo la codicia amorosa de un joven cura beneficiario que
ya daba misa en la catedral. Sus bellos ojos hacían sospechar su origen árabe.
Desde que a mí me falta el ojo derecho, siempre me llama la atención los bellos
ojos de las mujeres.
Cuando
el beneficiario se la beneficiaba, perdón por el retruécano, Me imagino a ella
con su cabellera larga azotándole las espaldas desnudas, su piel de
melocotón tersa y dura en la que
rebotaban los pellizcos, cuerpo perfectamente modelado por un hacedor que
empleó toda su ciencia, y entre los
muslos se dejaría ver su tatuaje intacto, antes de que se la quemara con una
plancha. Jamás se me ocurrió preguntarle
por la figura que representaba del tatuaje.
Cuando sonaba el badajo del címbalo de la
catedral de Málaga a las siete de la mañana, era la hora de la tregua del amor,
y Beatriz, que se mostraba cansada de
besos con mal aliento, de mordiscos en el cuello, de chupetones en el pecho, de
tanta saliva babosa de un torpe amante. No menos torpe que vos Majestad cuando
me poseías durante el embarazo de la reina Isabel de Valois.
Manazas, más que manos
que se multiplicaban hurgando los vedados rincones y hoyuelos del cuerpo de una
mujer, de ser penetrada, de muslos humedecidos por el sudor y la fricción de
los cuerpos por aquel secreto y sin vergüenza amante que ella respetaba tanta
por su condición de conversa y un miedo sublime a las represalias de la docta y
madre Iglesia. Beatriz seguro que se
levantó de la manta de lana extendida en el suelo como quien acepta la tregua
sin capitulaciones tras al agotador encuentro de un torneo o del juego de
cañas, porque eso es el sexo, una lucha cuerpo a cuerpo, aunque claro tú hacías
años que veías los torneos desde la Tribuna, porque vos fallasteis más que una
ballesta mora.
–Nunca me mires a la
cara cuando hagamos el amor –me decías vuesa Majestad– no quiero que me
reconozcas en un acto amoroso como si yo fuera un pecador.
Como quien está resuelta a tomar una
decisión de huida o escapada a donde
ladran los perros rabiosos, a toda velocidad y sin lavarse las vergüenzas en un
palangana, porque en la catedral no habría ni una decente jofaina, Beatriz se
cubrió con sayón de lino y marlota toda su espléndida desnudez de pies a
cabeza, sin las molestias de usar interiores como las que debemos usar quienes
nos llamamos damas de corpiños, corsé, sostén, ceñidor, ajustador, refajo,
enagua, falda, pollera, medias , de estas prendas, los hombres, sólo conocéis
lo difícil que es de desabrochar tanto lazos y botones. Reafirmando la fama de lujuriosas que
gozaban bellas las morisca, segura que
se colocó en la cabeza un bello pañuelo grande o almalafas, toda aquellas
prendas que el recato obliga a castigar a un cuerpo desnudo moreno de la
juventud. Los desahogos carnales con tan piadoso y singular amante, se venían
repitiendo cada vez con más frecuencia, todas las mañanas después de maitines,
entre las siete y las ocho de la mañana, desde el día en que Beatriz llegó al
obispado. Un castigo más que un placer.
Y siempre, después de la coyunta ilícita
utilizaba irrigaciones o lavativas de agua con algún mejunje de perejil para
ahogar la semilla masculina y no preñarse.
Lavativas que debí yo de usar
contigo, queridísimo y respetado esposo, y no me hubieras cargado con once
hijos, y no sé cuánto abortos.
–Vestir un cuerpo
femenino, de tan perfectas y provocativas formas, con aquellos harapos, era
como vestir los ríos, los puentes romanos,
cubrir los árboles, ponerle pañuelos a las gacelas, era un acto de
humillar a la propia naturaleza, es como cubrir las estatuas griegas a la Venus
de Esquilina con harapos o flores o vestir a las la sibilas desnudas de las
vidrieras o de los cuadros, destruir la belleza de naturaleza que con tanta
destreza ha reproducido el arte. Me contó que el amante se metió dentro de su
sotana talar coma la serpiente pecadora que se retorna a vestir con la piel
seca que antes dejó junto a una rama al arrastrarse y creyó que al desprenderse
de ella no le volverla a servir, porque se había creído por un momento de
debilidad: hombre amante y no santo varón que habla sometido su vida sexual al
celibato, sin advertir que esa sotana había cumplido su misión de vestir a un
odiado demonio tentador y promotor del quebranto de una promesa. Segura que para el cura beneficiario, aquel
fabuloso cuerpo de mujer, supondría una tentación de la carne y nada más, confesable con una severa penitencia, sus
sentimientos más profundos permanecerían intactos en sus convicciones
seminarista, luego llegaría la culpa, la mortificación y el arrepentimiento
como una demostración de que el pecado es propio del ejercicio en la conducta
de los hombres. Tal aceptación de la
debilidad del ser, igual que la franqueza es agradable al Todopoderoso porque
así Él se siente superior y contento porque te puede perdonar. Las llaves del cielo le importaban poco, su
nivel de realidad nada de nada, era vencido por un deseo de placer superior al
deseo impuesto de la castidad.
Una mañana Beatriz bajó a
la cocina ligera como quien se siente culpable de llegar tarde y quiere
disculpares con demostraciones de servilismo y dispuesta a todos los trabajos,
y preguntó a sor Catalina la cocinera, qué debía comprar esa mañana en el zoco,
para aquella cocina que daba a de comer a un obispo, un secretario, diez
sacerdotes y una monjas, incluida Beatriz que a pesar de ser morisca conversa y
esclava también comía, no en la misma mesa con los santos hombres en el comedor
general con lectura de evangelios ni con
las monjas, sino aparte en la cocina como los perros contra la pared, aunque el
mozo de cuadras tampoco contaba en gastos de cocina, pues su manutención
entraba en los gastos de pesebre y comía en la cuadra con los caballos de tiro
de una calesa arzobispal.
Beatriz, tomó su cesto
de cañas florecido con un asa grande de las que venden los gitanos ambulantes,
se la hizo a la cabeza sin roete como tenían costumbre en los campos de la
Axarquía tal y como los vendimiadores transportan la uva de las viñas a los
paseros en planos cestos de mimbre a la cabeza.
Al salir por la puerta de servicios del obispado, el padre Pablo, el
sacerdote portero y administrador, le dijo que no llevara el cesto a la cabeza
al estilo morisco sino a la cadera como las cristianas de buen nacer y del bien
obrar, porque estaba prohibida toda costumbre que recordara a los enemigo de
Dios, así Beatriz, asintió con un gesto de la cabeza a la vez que le recriminaba
al padre Pablo, que ya se debían al
verdulero treinta y tres maravedíes.
-–No pronuncies esa
sagrada cifra, no ves que es la edad con la que murió Cristo, -se persignó
varias veces lavarte la boca y cuando tengas de pronunciar esa cifra santa con
tus labios sarracena debes de decir: treinta más tres.
–Bueno, lo que su
eminencia diga, pero se deben. Recalcó
ella con esa gracia espontáneo y un gesto con la boca que le reconocía un
cierto genio y energía.
Llevaba
su pañuelo a la cabeza y su delantal blanco liso los extremos, sin bordados,
hasta los pies, le acompañaba Lorenzo, un mozo de caballos y servicios de
recados, que no tendría más de trece años, huérfano, e hijo de un soldado
cristiano muerto en Las Alpujarras en la batalla del Tablete de 1570. Eran dos antagonistas pero en el fondo de su
soledad se llevaban bien, se toleraban en sus bromas, que a ella no le
gustaban.
–Mueve ese trasero
Jalifa -le dijo el mozo a Beatriz por no decirle morisca directamente -.
-–No me llames Jalifa que
estoy bautizada como Beatriz, sí se entera sor Catalina que me llamas así nos echa
a los dos. Además ya nunca tuve nombre,
mis padres me llamaban la Segunda, por ser la segunda de mis hermanos, y
Beatriz cuando me bautizaron en la parroquia de Santa María de Frigiliana».
Llegó Beatriz al zoco
cerca de Puerta del Mar, acompañada de su mozo de cuadras, el ruido de las
carretas, las voces de las verduleras, el cuenta cuentos, los picapedreros del
puerto, los niños y el trajín de los clientes producían en los oídos un zumbido
como el de los tábanos que le dan dolor de cabeza. Se acercó al puesto del pescado donde ella
comprar casi siempre boquerones porque no los quería nadie y el único pez
barato o salazones de pulpo seco en la perchas de las playa de San Andrés.
–Guapa, mi alma –le
piropeó el pescadero malagueño- cuánto quieres que te ponga, una caja, dos...
-No,
me das cuatro libras y me lo apuntas.
-Se
acabó el crédito guapa, que dar fiado a la Iglesia es cono perderlo todo.
-Dios
te va a castigar.
-Bueno,
dejemos a Dios en su divino reino –a la vez que se persignó- que por lo menos él no come, dile al padre
Pablo que me debe con estas cuarenta y un maravedíes y de no puedo transformar
esta deuda en limosna.
Beatriz terminó de
hacer sus compras y regresó a la cocina del Obispado mientras Diego se comía
una manzana que de seguro la habla hurtado en un puesto, habilidad de pícaro
resulto a no pasar hambre. Cuando
regresó a la cocina, vio extraña la presencia de su amo Melquiades que hablaba con un sacerdote, coadjutor del Obispo, en una conversación
privada, ella se sorprendió mucha sabedora de que todo hambre comente pequeñas
traiciones e imaginó que había sido delatada por su amoríos en el ático de los
archivos con el cura beneficiario, contra su voluntad, sin ninguna explicación,
confundida, se fue con su amo hasta a calle Granada frente a la Iglesia de
Santiago, que dicen que fue antigua mezquita, donde vivía Melquiades
Molto. Luego apareció otro sacerdote, el
magistral y el beneficiario, su amante sin nombre, la señalaron y el magistral
afirmó con la cabeza, había sido descubierto, por la denuncia de ella, sino por
otras circunstancias que nunca se supieron, él
fue castigado al destierro, de haber sido con alguna cristiana lo
condenarían al emparedamiento, por solicitación, que era lo que se merecía, y a
Beatriz fue vendida de nuevo en el zoco Málaga.
No sabía Beatriz que había sido vendida por
veinte ducados y se la llevaron sola y triste por el camino de Antequera una
veces a pie y otras a la grupa de un caballo a través de Puerto de la Torre,
Villanueva de la Concepción, Boca del Asno (puerta a través del Torcal). Al
segundo día de estar encerrada en el palacete de su nuevo amo, apareció un
joven llamado Álvaro de la Torre cristiano, hijo del amo, que tenía un trapiche
a azúcar en Antequera.
«A ti, mi respetado esposo [pensó al Princesa de Éboli], jamás te
salió un piropo de tu boca, claro que con tus preocupaciones y tantas
austeridad en la corte, cualquiera se atrevía a gastar en piropos, porque al Rey
Felipe II le ponía el cuerpo malo ver a alguno de sus consejeros o ayudantes
vestir un traje de tafetán nueva, cuando acudíais a los consejos os poníais las
ropas más viejas que agradaban mucho a la vista y al sentimiento del rey, que
no quería que se gastara un ducado de más en gastos suntuosos, todo sus
millones de ducados subordinados para los asuntos religiosos y los compromisos
extranjeros que insistía en que no podían abandonarse, para el rey, por encima
de toda necesidad se hallaba la cristiandad y los compromisos del papa, era tan
cristiano que ser católico ya ofendía,
no le importaba que los campesinos que se muriera de hambre en las puerta de las ciudades».
Beatriz en Antequera
Hoy se cumplirán dos años de mí cautiverio
en Pastrana (Guadalajara). Nuestra hija Ana casada con Alonso Pérez de Guzmán, duque
de Medina Sidonia a los diez años ¿No es acaso esto una ofensa a la naturaleza?
Me satisface que los Mendoza, los Media Sidonia y los Cerda vivan con el
orgullo de su apellido y eso era para mí suficiente. Alonso Pérez no tomó a Ana
ni con la dispensa del papa.
Me contó Beatriz que salió de Málaga hacia
Antequera comprada por un nuevo su amo Antonio de la Torre, y que cuando se vio
en manos de su nuevo amo, se sintió muy incómoda, el hombre que la tenía que
llevar a Antequera, que no era otro que Álvaro, el hijo del nuevo amo, quiso
abusar de ella durante el camino.
Tras un largo e
incómodo viaje por el camino viejo de Antequera, siempre en subida, una veces
andando y otras a lomos de una vieja mula por los empinados cerros de un
paisaje cultivado de almendros y algunas bancales en los márgenes de un arroyo
sediento. El río tenía algunas pozas de agua para mantener fresca la piel
líquida de algunas ranas y resistentes carpas, cruzando portales de ventas y
cortijos con vecinos que se asomaban en las ventana con postigos entre
abiertas, y al norte siempre el Torcal (de muralla natural realizada por una
mano no terrenal o semejando el zócalo de un paraíso de rocas con sombrero de
otras piedras).
Al fin del día, cuando la noche se apodera de
la luz para venderte las sombras, no se pudo ver muy bien, era una gran peña
que sobre el plano de la vega se alzaba como rota por un rayo, y Álvaro de la
Torre, sin dirigirse a Beatriz, anunció, en voz alta, que aquellas rocas eran
la Peña de los Enamorados pero no contó la leyenda porque no la sabía. Desde la bajada a Antequera se vieron desde
arriba la Alcazaba, y al rededor la Colegiata de Santa María la Mayor, la
iglesias de los Carmelitas, el convento de la Trinidad y Monteagudo.
Llegaron Beatriz y
Álvaro a calle de la Reconquista, palacete su nuevo amo el caballero Antonio de
la Torre, una casa recién construida a la entrada de Antequera, luciendo escudo
de armas en el dintel, portal decorada con dos columnas de mármol de fuste liso
y capitel, cancela de herrería, azulejos a media altura y patio interior con
pilastras estériles, geranios heridos, una parra encaramándose al primer piso
con la ayuda de unas sujetadores, un pez retorcido de mármol con algo en la
boca, hacía las veces de suntuosa fuente, pero los escarabajos de los ojos de
Beatriz no se dieron cuenta de la distribución de la casa ni ella llegaba de
visita con la necesidad de halagar, porque ella miraba a tierra siempre y no
quería percibir su nuevo palacio cárcel para no sentirse viva y de esa forma
olvidar la humillación a que era sometido su orgullo de mujer. Esta vez iba a
ser la dama de compañía de doña Fernanda.
Las mujeres siempre
hemos estado muy limitadas en derechos, hemos de obedecer a nuestras padres, a
nuestros maridos y por última a nuestros hijos que se permiten reprocharnos
nuestras debilidades como nuestro hijo Rodrigo que me. Reprochó directamente el
que toda la villa hablara con lengua bífida de mis amoríos con Antonio Pérez;
pero has de tener en cuenta una cosa querido esposo que ya siempre te fui fiel mientras estuvimos casados. Si en una balanza pudiéramos colocar nuestros derechos y en otro nuestras
obligaciones, la descompensación seria evidente. Pero las mujer morisca la pasaban peor por
sus costumbres islámicas que aún perduraban, y sometimiento a presiones de
condiciones de semi-esclavitud, cautiverio, enfrentamientos a procesos
inquisitoriales; sin embargo, cuando la condición femenina se pone a prueba en
cuando ha de trabajar, luchar en conflictos, formando a tomar parte es
decisiones heroicas como el más valiente de los hombres. Fueron muchos las que sufrieron castigos por
el sambenito del Santo Oficio acusados como "sublevados o herejes de la fe», siempre en entredicho por
su condición de conversos, cristianos nuevos en constante examen o pruebas,
cualquier desviación se castigaba duramente.
Las condenas eran: cárcel, azotes, hogueras, confiscación de bienes,
sambenito a exposición de nombres en las iglesias: la vergüenza y el rechazo de
los demás.
Todos los conversos
habían de tomar nombres cristianos, querían convertirse y que las dejaran
tranquila, solteras tomaban el apellido de su padre, pero al casarse el de su
marido, y las esclavas de su amo que podía ser benevolente y no tatuarle le
frente con la S y el clavo (o escala).
Inés, Leonor, Lucia, Lourdes, Karia, Isabel, Elvira o Beatriz. Los moriscos que trabajan en los campos de
Cifuentes. y Pastrana en la industria de la seda gustaban de mujeres metidas en
carnes, y para lograr tal deseo las mujeres comían mucho sin guardar dietas, a
pesar del duro trabajo del campo en villas y olivos, se protegían del sol con
almalafas de cabeza los pies, en su vida íntima eran muy aseada, usaban
ungüentos, perfumes, cosméticos y se pintabas las uñas, se tatuaban piernas y
brazos, sexuales y prolifera en el amor, la competencia en el harén era muy
grande; pero las campesinas ariscas no disfrutaban de estos lujos pasaban
muchas necesidades, la iglesia había prohibido el baño, pintarse las uñas y
toda costumbre islámica, so pena del castigo de la Inquisición. Estos lujos debían ser para mujeres de
familias ricas con servidumbre, aunque los ricos emigraron al Berbería (norte
de África) en los primeros años de la reconquista.
Durmió Beatriz aquella
noche de su llegada a Antequera en una alcoba donde dormía otra mujer que era
la dueña o ama de llaves, doña Fernanda.
No durmió casi nada, a la mañana siguiente acudió a la cámara del
ama. Mientras la dueña le decía que era
una gandula. Le dijo: vos sois mi dama de compañía. Mírame mujer. ¡Vaya ojos!, eres demasiado
guapa. Cómo te llamas. Además de atenderme a mí tus deberes son muy
sencillos, llevar la casa, hacer de comer, limpiar y hacer todo lo que te se
mande.
–Sí.
–Debes llamarse ama.
–Si ama.
–¿Sabes leer?
–No ama.
–Pues muy mal.
Yo quiero a alguien me lea junto a mi cama, y me lea devocionarios y
alguna historia como esta que tengo entre manos del "Abencerraje y
Jarifa". Es una historia de amor
que ocurrió en tiempos del Infante don Fernando... ¡Evidentemente!, tú no sabrás quién fue el Infante don
Fernando, pues era hermano de Enrique III el Doliente, hombre de gran valor y
simpatías entre sus nobles de Castilla, y el clero contentísimo por extender la
fe de Cristo. Tal vez por la voluptuosa
vida de los sultanes granadinos abandonado al placer de la Alhambra y el
Generalife, Salobreña, embebidos en la poesía y el eco de las los laudes y
timbales perdieron Antequera en 1410, en tiempos del sultán Yusuf III, que
estuvo preso en Salobreña, Reconquistada Antequera, los moros se fueron a vivir
a un barrio de Granada que llamaron la Antequeruela...
Beatriz en Madrid
A la
muerte repentina de doña Fernanda, Beatriz fue vendida en el zoco de Antequera
a un hidalgo castellano de Madrid, a cuya ciudad se la llevo para convertirla
en su concubina a la fuerza, no tenía oportunidad de negarse porque era su
dueño y había pagado 80 ducados. Una noche de invierno escapó de la casa del
hidalgo, y estuvo vagando por las calles bajo la lluvia hasta que topó con mi
coche berlina. Yo le dije que cochero que parara, y al ver aquella cara tan
bella y mojada y contarme lo que le había sucedido, me la llevé de sirvienta
conmigo, de dama de compañía, pues su belleza era una alegría en mi casa.
Estuvo
conmigo varios meses, me encantaba verla, aunque su cara siempre estaba triste.
Le pregunté por su familia, y ella me contó su tragedia, pero no eras una
hereje, sino una cristina nueva. Le pregunté una vez, que necesitaba para ser
una mujer feliz. Ella me dijo que estar con sus hijos, el mayor Diego de 9
años, y el otro Alonso, un bebé de tres meses cuando desapareció en la lucha de
El Fuerte de Frixiliana.
Yo para hacer feliz a
Beatriz, mandé a buscar a este Diego de Frixiliana, con la suerte de
encontrarlo en Aranjuez. Lo compré por 50 escudos de oro, y lo puse a mi
servicio junto a su madre; pero del otro hijo nada se supo. Ella me dijo.
–Tanto
favor me hace muestra merced, alteza, que pagaría con mi vida cualquier cosa
que yo pueda hacer por vos.
Y así quedé con su deuda, pues en una Corte
llena de traidores nunca se sabe lo que se puede necesitar, y sobre todo una
mujer viuda como yo sin protección de un marido.
El parche en mi ojo
derecho asumía un atractivo superior a la de las demás mujeres de la corte, no
obstante me limitaba la visión de mi ojo derecho. La primera vez que me vistes,
me sentí avergonzada. No sé si te hablaron de mi defecto, seguro que no.
Me contó Beatriz de
Frixiliana que guardaba en el recuerdo de una feliz infancia pero una triste
adolescencia, cuando la desposaron tenía los mismos años que cuando yo me
desposé: doce años cumplidos. Beatriz se casó Diego Aben Al-Zagüat de
Frixiliana de catorce años, y vivían en el Zacatín. El moriría vigilando la
atalaya en el ataque al castillo de ese pueblo cuando acabada de cumplir los
diecinueve años, tú en cambio tenías treinta y seis años y te fuiste al seno
del Señor con cincuenta y siete años.
Me llevabas tú, mi
querido esposo, [La princesa de Éboli a Ruy Gómez de Silva] veinticuatro años
de diferencia, una edad con lo que podías ser mi padre, aunque no se consumó el
matrimonio hasta que viniste de Flandes después de acompañar a Felipe II por
Inglaterra cuando se casó Felipe con María Tudor y Aragón, y luego, ante la
reclamación del Emperador, fuisteis a Flandes, un viaje que duró cinco años, a
primeros de Septiembre y cuando ya cumplía diecinueve años llegaste a
Laredo. Con tantas ganas lo cogimos que
fui como una coneja, aunque no sea un símil apropiado para una dama, porque
parí diez veces, y se nos murió la mitad, y me educasteis en el placer
demasiado joven.
Beatriz no dejaba de preguntarse por paradero de
sus hijos, de su esposo, de sus suegra madre, y no sabía si estuviese entre los
vivo o entre los muertos. La llevaron
ante el nuevo ano que ni siquiera preguntó por su nombre y no le interesaba su
pasado, le llevaron a la cámara de la esposa de don Antonio Torvisco que
residía en cama, enferma desde que su hijo primogénito se hallaba cautiva por
los moros en Argel, sin que todavía la comisión de rescate de cautivos lo
hubiera devuelto a casa tras dos años de cautiverio, y esta era la enfermedad
de la mujer, que se habla negado a levantarse, y esta fue las obligaciones de
Beatriz, ayudar a la dueña y en todo aquello que podía servir.
Beatriz
en Pastrana
Un hijo duele más que
nada, tanto al nacer como cuando le perdemos, tal vez más cuando le perdemos y,
esto, desde luego, solo lo sabe una madre que ha perdida uno. ¿Qué sería de
nuestro valiente hijo Diego, duque de Francavilla, muerto en Lepanto a los diecisiete
años, en aquella horrible batalla naval contra el turco? Les dieron un cobre
con unos ducados y una carta de pésame. Dudé de Dios, hoy rezar mucho por
nuestros otros hijos: Rodrigo, Ana y su marido Álvaro Pérez de Guzmán, duque de
Medina Sidonia, Ruy Gómez, Fernando que ha cogido los hábitos y ya es obispo de
Soma y Sigüenza, arzobispo de Granada y Zaragoza con el nombre de Pérez Gómez
de Mendoza y sobre todo a la más pequeña Ana de Mendoza monja que tanto me
sonrió en los últimos días de mi vida. Todos
nuestros hijos estudiaron con los jesuitas del padre Araoz y Rengifo, a pesar
de que Felipe 11 recelaba de la Compañía de Jesús. Pero no, no quiero hablar de
mis asuntos, aunque no puedo evitarlo se me vienen a la cabeza como intrusos.
En marzo de 1578 le
había pedido a Beatriz un encargo peligroso, el encargo que su Majestad me
pidió a mí, el de darle un escarmiento a don
Juan Escobedo. Ella buscó a otros moriscos. D. Juan había venido a Madrid desde los
Países Bajos, por el camino español con unas cartas de don Juan de Austria para
su Majestad. Posiblemente don Juan de Austria a través de don Juan Escobedo te
pedía permiso para casarse con María Estuardo, Reina de Inglaterra, pero esta
alianza no te satisfizo, porque aumentaba el poder de tu hermanastro.
Era un favor que, Beatriz me debía y no me
podía negar después de haberle comprado a su hijo Diego en Aranjuez.
Lo de la muerte de
Escobedo fue un accidente, pues no pretendíamos ni Antonio Pérez ni yo, matarlo, sino en darle un escarmiento a su
osadía ante vos.
Después de muerta
Beatriz por ahorcamiento, dicen mis criadas que la siguen viendo en el palacio
de Pastrana, siempre de espalda como flotando, pero a la hora de alcanzarla
para hablarle, ella se esfuma, se evapora, y vuelve todos los días a la hora en
que ahorcaron a la morisca. Por cumplir mis órdenes que a la vez eran tus
deseos, Majestad.
Firmado y sellado el por el espíritu de Ana
Mendoza. Princesa de Éboli y duquesa de
Francavilla,
II princesa de Mélito, II condesa de Aliano y II marquesa de
Algecilla
por derecho propio.
Pastrana (Guadalajara), mayo de 1594