martes, 18 de agosto de 2015

Thelémaco. Novela experimental.



 Por Ramón Fernández Palmeral

      
                                                   CAPÍTULO  Primero.
  
Diana Hill, una mujer enloquecida por el veneno del pene masculino  tuvo que dejar los estudios al conocer a su último amante y marido en el primer curso de empresariales, quedo embarazada casi sin darse cuenta. Ahora se había casado con Donlad un agente de seguros que a su vez aportaba al nuevo matrimonio a su  hijo, Mark, de tres años, fruto a su vez del segundo patrimonio.  En aeropuerto de Nueva York despidieron a su hija Julia que salía para Europa a estudiar en París, una experiencia inolvidable. La mañana era azulada, y el sol radiaba en el cielo con un bostezo de salud.

No me gusta, muy americanizada. Empezar de nuevo.



                                                  CAPITULO Primero.


Las chicas casaderas en la ventana perfumada, recogidas entre las macetas florecidas, y bajo una luna encantadora que adormece los sentidos, nos miraron recoletas con sus ojos azules, mientras la música del arpa vibraba en nuestros oídos después de los últimos acordes. En ese momento, cubiertos por un calor de corazón ardiente, enamorados de la vistas, subimos por el portal  limpio como el nacar de los mármoles...

No me gusta, vuelvo a empezar. Algo más erótico.


                                                  Capítulo Primero

Las mujeres casaderas relumbran asomadas en la ventana iluminada por el reflejo, reflejo reflejado de sus destellos de enamoradas de labios retorcidos y temblorosos, y sus voces de lujuriosas en licuante placer se deshacían al pensar en de plumas o becadas en mantequilla y postres de helada  cerezas,  brillantes como el deseo del agua, agua pornográfica imagen del propio espejo de la escritura ilegal de este cuento no apto para sensibles lenguas e hipócritas sin carné o puritanos victorianos, sin victoria de nada que no les pertenece: coños altivos en oreja de labios....  alternándose con las de los jóvenes que ardían abajo por ellas, se mezclaban con los jazmines  blancos como de alas de gaviotas blancas y decantes de la noche de un abril que murmuraba de inquietud por el perfumado deseo y el frufrú de los vestidos de seda de las monas prostituidas  por cinco mil pesetas y un devocionario del cura párroco homosexual,  cercanas al desierto de las esfinges seductoras.   Los pechos agitados al ritmo acelerado de la piedra incandescente, al aire del abrigo de toda idea de posesión, de tocamientos imposibles ni inmediato, ausencia de toda idea de profundidad, a pesar del deseo sexual en el pensamiento,  ellos, los hombres de la cruz en el empeine rígido y recto como puñales de bellos damasquinados toledanos, fénix inaudito, no dejaban de pensar en la edad es que se les permitía el capricho de mamar de los pechos de su progenitora, alternándose con la sed del desierto en un calor óptimo.
 El perfume  combinado del deseo, los jazmines moros de Andalucía en el oriente y del enmarañando callejón afluente a la plaza, que guardaban el calor del día en las piedras incandescentes, favorecían el cortejo a los ojos inauditos, traviesos y, pero sobre todo, dotados de peligrosa artillería. Los atrevidos muchachos, llenos de cortejo en los labios de crisol, a los que se les prohibía el tocamiento de las uñas, y menos de la mano o del imposible beso de púrpura intocable, aullaban de un nuevo dolor en la ingle del corazón poseídos por las gélidas aguas de un egoísmo triunfante en el más retrógrado sentido del puritanismo favorecido por el llamado efecto del amor.
Me sonó el teléfono móvil y sentí un frío como si quien me llamaba fuera a darme una mala noticia, era la voz de mi madre que amenazaba con matar a mi padre y suicidarse a continuación.

No me gusta, vuelvo a empezar,  algo porno.


                                                        CAPÍTULO    I
Las tías calientes de la ventana se corrían de gusto, y los tipos debajo se cascaban los huevos. El perfume de los jodidos jazmines apestaban el ambiente. La calle olía a cagajones de caballos. El sobeo era una constante y una muestra de cariño mutuo. Las tías se corrían de gusto con las palabras obscena de los tíos que debajo de la ventana se la cascaban. El olor a semen seco olí a apelos quemados.  El amor era lo de menos, allí, se podía tocar hasta la campanilla de las gargantas. A las dos horas los tipos se largaron al cine sin ellas. Y ellas, con los codos, por no decir los coños, llenos de polvo de la ventana se pusieron a ver la tele.
La ciudad me agobiaba, era una jodida mañana, todo el mundo estaba encerrado en sus casas por temor al frío. Las tías de la ventana seguían mirando a la calle en busca de algún cliente. No se podía pensar del frío que hacía en el jodido apartamento sin calefacción cuando de repente sonó el teléfono, “hijo voy a matar a tu padre y luego me voy a suicidar”. Era la voz de su madre en un tono relajado como si fuera lo más normal del mundo. Entonces cogió si revólver y salió a la calle.

  No me gusta, vuelvo a empezar. Una combinación de ambos estilos:



                                CAPÍTULO  I

   Diana Hill y Donald estuvieron pendientes del teléfono hasta que Julia les llamó para decirles que había llegado bien, en tan solo cuatro horas, el Concor, siempre supera la barrera del sonido en mitad de Atlántico.
 Salieron a cenar a un restaurante italiana. Luego pasaron por la ciudad hasta llevar a unos barrios en donde decidieron darse la vuelta. Oyeron voces de una pelea callejera.
  ¿Se nos declararán? –pensaban ellas.
  Aquel deseo esperado en las mujeres de ojos mayas o incas, casi salvajes, ¿iban a llegar pronto?, o solo era un sentimiento de espera imposible e inútil. Aquella vida tranquila y colmada de esperas  y espermas fallidos ¿iba a seguir siempre?, o por el contrario finalizaría en noviazgo formal.
 Las tenemos rendidas –pensaban ellos.
  Aquella idea de conquista, ¿les satisfacía plenamente?, o solamente era un modo de pasar el tiempo sin un compromiso cercano, ¿les compensaba el tiempo empleado?, o por el contrario ganaban en hombría y seguridad personal.
 Si yo hablara –pensó la ventana.
 Seguramente aquella reja –cárcel de una ventana para que no escapara la luz-  en un callejón contigua a una plaza, ¿iba a resistir la torpeza de los dos sexos?, o sería un testigo inútil  del tiempo, rodeado de inconvenientes, no sé cuantas veces vestida de diferentes colores, o iba a permanecer impasible al capricho del  amor.
Esta noche nos toca salir en flor–pensaban los jazmines.
Acaso aquellas mariposas fijas en el verde de una frágiles ramas  abiertas de perfume, ¿iban a seguir favoreciendo al amor?, o por el contrario se callarían los perfumes o combatirían con la peste de los cagajones de los caballos, ¿iban a estar dispuestos s favorecer al amor?, o combatirían hasta morir en el marchito mundo de los sentidos olfativos.
Pasemos a la última escena –pensaba el tiempo para sí mismo.
 Era verdad que la música llena el vacíos de los corazones solitarios, era verdad el tiempo pasa ritmo del taconeo de las mujeres, el tiempo se contagia del latido de las flores, del corazón pequeño de las abejas, se acelera o ¿acaso?, se interrumpe a su antojo, ¿iba alargar las horas para favorecer al amor?, no amor en contrario al tiempo.
-Hijo, escucha lo que te voy a decir, he matado a tu padre y me voy a suicidar, no cuelgues y oirás el disparo de mi ajusticiamiento.
Las chicas guapa de telenovelas, eran sumisas, obedientes como criadas de oídos operados por un nuevo rico que las insulta y las jode...


(Continuará)