Por Ramón Fernández Palmeral
CAPÍTULO Primero.
Diana Hill, una mujer enloquecida por el
veneno del pene masculino tuvo que dejar
los estudios al conocer a su último amante y marido en el primer curso de
empresariales, quedo embarazada casi sin darse cuenta. Ahora se había casado
con Donlad un agente de seguros que a su vez aportaba al nuevo matrimonio a
su hijo, Mark, de tres años, fruto a su
vez del segundo patrimonio. En
aeropuerto de Nueva York despidieron a su hija Julia que salía para Europa a
estudiar en París, una experiencia inolvidable. La mañana era azulada, y el sol
radiaba en el cielo con un bostezo de salud.
No me gusta, muy americanizada. Empezar de
nuevo.
CAPITULO Primero.
Las chicas casaderas en la ventana
perfumada, recogidas entre las macetas florecidas, y bajo una luna encantadora
que adormece los sentidos, nos miraron recoletas con sus ojos azules, mientras
la música del arpa vibraba en nuestros oídos después de los últimos acordes. En
ese momento, cubiertos por un calor de corazón ardiente, enamorados de la
vistas, subimos por el portal limpio
como el nacar de los mármoles...
No me gusta, vuelvo a empezar. Algo más
erótico.
Capítulo Primero
Las mujeres casaderas relumbran asomadas en
la ventana iluminada por el reflejo, reflejo reflejado de sus destellos de
enamoradas de labios retorcidos y temblorosos, y sus voces de lujuriosas en licuante
placer se deshacían al pensar en de plumas o becadas en mantequilla y postres
de helada cerezas, brillantes como el deseo del agua, agua
pornográfica imagen del propio espejo de la escritura ilegal de este cuento no
apto para sensibles lenguas e hipócritas sin carné o puritanos victorianos, sin
victoria de nada que no les pertenece: coños altivos en oreja de
labios.... alternándose con las de los
jóvenes que ardían abajo por ellas, se mezclaban con los jazmines blancos como de alas de gaviotas blancas y
decantes de la noche de un abril que murmuraba de inquietud por el perfumado
deseo y el frufrú de los vestidos de seda de las monas prostituidas por cinco mil pesetas y un devocionario del
cura párroco homosexual, cercanas al
desierto de las esfinges seductoras.
Los pechos agitados al ritmo acelerado de la piedra incandescente, al
aire del abrigo de toda idea de posesión, de tocamientos imposibles ni
inmediato, ausencia de toda idea de profundidad, a pesar del deseo sexual en el
pensamiento, ellos, los hombres de la
cruz en el empeine rígido y recto como puñales de bellos damasquinados
toledanos, fénix inaudito, no dejaban de pensar en la edad es que se les
permitía el capricho de mamar de los pechos de su progenitora, alternándose con
la sed del desierto en un calor óptimo.
El
perfume combinado del deseo, los
jazmines moros de Andalucía en el oriente y del enmarañando callejón afluente a
la plaza, que guardaban el calor del día en las piedras incandescentes,
favorecían el cortejo a los ojos inauditos, traviesos y, pero sobre todo,
dotados de peligrosa artillería. Los atrevidos muchachos, llenos de cortejo en
los labios de crisol, a los que se les prohibía el tocamiento de las uñas, y
menos de la mano o del imposible beso de púrpura intocable, aullaban de un
nuevo dolor en la ingle del corazón poseídos por las gélidas aguas de un
egoísmo triunfante en el más retrógrado sentido del puritanismo favorecido por
el llamado efecto del amor.
Me sonó el teléfono móvil y sentí un frío
como si quien me llamaba fuera a darme una mala noticia, era la voz de mi madre
que amenazaba con matar a mi padre y suicidarse a continuación.
No me gusta, vuelvo a empezar, algo porno.
CAPÍTULO I
Las tías calientes de la ventana se corrían
de gusto, y los tipos debajo se cascaban los huevos. El perfume de los jodidos
jazmines apestaban el ambiente. La calle olía a cagajones de caballos. El sobeo
era una constante y una muestra de cariño mutuo. Las tías se corrían de gusto
con las palabras obscena de los tíos que debajo de la ventana se la cascaban.
El olor a semen seco olí a apelos quemados.
El amor era lo de menos, allí, se podía tocar hasta la campanilla de las
gargantas. A las dos horas los tipos se largaron al cine sin ellas. Y ellas,
con los codos, por no decir los coños, llenos de polvo de la ventana se
pusieron a ver la tele.
La ciudad me agobiaba, era una jodida
mañana, todo el mundo estaba encerrado en sus casas por temor al frío. Las tías
de la ventana seguían mirando a la calle en busca de algún cliente. No se podía
pensar del frío que hacía en el jodido apartamento sin calefacción cuando de
repente sonó el teléfono, “hijo voy a matar a tu padre y luego me voy a
suicidar”. Era la voz de su madre en un tono relajado como si fuera lo más
normal del mundo. Entonces cogió si revólver y salió a la calle.
No
me gusta, vuelvo a empezar. Una combinación de ambos estilos:
CAPÍTULO I
Diana Hill y Donald estuvieron pendientes del teléfono hasta que Julia
les llamó para decirles que había llegado bien, en tan solo cuatro horas, el
Concor, siempre supera la barrera del sonido en mitad de Atlántico.
Salieron a cenar a un restaurante italiana.
Luego pasaron por la ciudad hasta llevar a unos barrios en donde decidieron
darse la vuelta. Oyeron voces de una pelea callejera.
¿Se
nos declararán? –pensaban ellas.
Aquel deseo esperado en las mujeres de ojos mayas o incas, casi
salvajes, ¿iban a llegar pronto?, o solo era un sentimiento de espera imposible
e inútil. Aquella vida tranquila y colmada de esperas y espermas fallidos ¿iba a seguir siempre?, o
por el contrario finalizaría en noviazgo formal.
Las
tenemos rendidas –pensaban ellos.
Aquella idea de conquista, ¿les satisfacía plenamente?, o solamente era
un modo de pasar el tiempo sin un compromiso cercano, ¿les compensaba el tiempo
empleado?, o por el contrario ganaban en hombría y seguridad personal.
Si
yo hablara –pensó la ventana.
Seguramente aquella reja –cárcel de una
ventana para que no escapara la luz- en
un callejón contigua a una plaza, ¿iba a resistir la torpeza de los dos sexos?,
o sería un testigo inútil del tiempo,
rodeado de inconvenientes, no sé cuantas veces vestida de diferentes colores, o
iba a permanecer impasible al capricho del
amor.
Esta noche nos toca salir en flor–pensaban
los jazmines.
Acaso aquellas mariposas fijas en el verde
de una frágiles ramas abiertas de
perfume, ¿iban a seguir favoreciendo al amor?, o por el contrario se callarían
los perfumes o combatirían con la peste de los cagajones de los caballos, ¿iban
a estar dispuestos s favorecer al amor?, o combatirían hasta morir en el
marchito mundo de los sentidos olfativos.
Pasemos a la última escena –pensaba el
tiempo para sí mismo.
Era
verdad que la música llena el vacíos de los corazones solitarios, era verdad el
tiempo pasa ritmo del taconeo de las mujeres, el tiempo se contagia del latido
de las flores, del corazón pequeño de las abejas, se acelera o ¿acaso?, se
interrumpe a su antojo, ¿iba alargar las horas para favorecer al amor?, no amor
en contrario al tiempo.
-Hijo, escucha lo que te voy a decir, he
matado a tu padre y me voy a suicidar, no cuelgues y oirás el disparo de mi
ajusticiamiento.
Las chicas guapa de telenovelas, eran
sumisas, obedientes como criadas de oídos operados por un nuevo rico que las
insulta y las jode...
(Continuará)
(Continuará)