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Relato n º 6
DISPAROS EN LA NOCHE
Me eché
el revólver al cinto..., y salí decidido…, antes de actuar debía asegurarme la
escapada. Yo que navegaba por el aceite de hígado de ballena –no de bacalao–
sobre mares de güisqui con cubitos de hielo insoportablemente helados…, era un
esnifado sin brújula. Pero ¡qué mierda es esto, qué escribo!, con tanta
ligereza líquida, como una confesión si lo que hice no tiene nombre. Yo odio el
frío húmedo de los días de otoño lluvioso, por eso me dejo la piel bajo el
orinal cálido de Alicante…, sin embargo la conciencia me obliga a hacer una
auto-confesión:
Me eché el
revolver al cinto tomé el coche y me fui a Urbabella decidido a buscar a aquel
tipo que me debía dinero, unos miles de euros por la venta de unas pastillas y
una papelinas de coca.
Guardo tanto odio en la vesícula
biliar que si se me derramara mi cuerpo
sería incorrupto, también odio a las amantes que se tiran cuescos silenciosos
bajo la manta, aunque antes le dispararas por todo el cuerpo de rosa desnuda,
pero lo que más odio es que no me paguen, me deban y encima se rían de mí.
Porque a su vez yo no pueda pagar a mis proveedores.
Mi amiga Zeta Bolso (mujer que
mejor me la mama), viuda y parecida
semejante mujer de Michael
Douglas, me llamó al móvil porque tenía un secreto que contarme, me citó en el pub
Don Régulo, situada en Urbabella en Alicante. Me lavé con jabón de olor la cara
y la barba de una semana, me ponga guapo antes de salir del cuarto de aseo
cuando voy a matar a alguien –pasa salir guapo en la foto de la ficha por ti te
detienen–, me peiné el bigote mostacho grueso como una tercera ceja, por el que
tengo pasión ya que son los únicos bellos que tengo por encima de la clavícula.
Me coloqué el
jersey de cuello de cisne gris porque a mis cincuenta años las arrugas donde se
pone la cuerda del ahorcado está para no enseñarla, eché la última meada y como
última faena me eché al cinto el revólver del 38 milímetros corto decidido a
cumplir mi palabra de mafioso de matar al dueño del Pub Don Régulo si no me pegaba
lo que me debía, además es un chulo de putas, ¿quién sabe lo que puede dar de
sí un par de whiskies dobles con un par de ojos de hielo y un ligero esnifado?.
A las tres y media de la
mañana, cuando los edificios se duermen unos contra otros, las calles se dejan
inspeccionar por los ojos amarillos de las farolas, los vómitos son
escurridizos, los cibernautas no paran de navegar en un mar de páginas web, y
los coches se aprietan los tirantes o las correas de distribución, llegué a la
calle del pub Don Régulo, me subí el cuello laminado y sucio de la gabardina y
sentí calorcito como si un gato se me hubiera subido al cuello a darme
mordiscos bajo las orejas, caminé al teclado atento de los tacones, y estando
en la puerta del Pub de un puntapié abrí la puerta de caoba vieja, todos miran
al Hamfry Bogar que acaba de entrar. La
puerta se abanica y me miré por última vez en los espejitos de colores, el pub
tiene en las paredes unos fotos enmarcadas de escritores famosos, huele a ozonopino
y la poca luz me exigía un esfuerzo binocular que no es lo mismo que «vino del
cular». Estaba muy oscuro reinando una luz violeta.
Zeta Bolso estaba
esperándome desde hacía un par de horas. En la mesa tenía dos vasos y una
botella de whisky Caballo Blanco esperándonos ella a sus cuarenta y pocos años
vestía muy juvenil con un chándal y unas zapatillas de huir por las pistas de
entrenamiento, se había teñido de rubio paja, tenía unos labios y una sonrisa
que me excitaba, siempre. Olía a perfumadas resinas de baño. Me acerqué y le di
un beso con mi mostacho: el beso de la bestia.
He de confesar que ella era mi
mecenas porque me paga todas las cenas y, además, somos amigos y amantes desde
hacía cinco años, pero además de lo sexual, ella tenía un gran poder de
atracción sobre mí: una fortuna en diamantes. Me quité el gabán con elegancia y
me senté frente a ella de una forma creativa, postmoderna, pasándome la silla
por debajo de la arcada de mi piernas, me vio la culata del revólver y me
preguntó si lo llevaba cargado, pues claro que lo llevo, le respondí con cierta
cara de asco, si no le meto balas para qué coño voy a llevarlo con lo que pesa,
además, sabes qué te digo, que esta noche tengo ganas de matar a alguien como
una forma de crearme un pasado prestigioso y maldito, matar es políticamente
correcto, lo hacen los Estados con la
pena de muerte y sus guerras particulares. La muerte es bella si se hace bien, te quita
el aburrimiento, es cultural social, mira la televisión y verás cada noche
películas de asesinatos, noticias de mujeres asesinadas por sus maridos
impotentes, la muerte es clásica e intelectual sino lees las tragedias griegas
y las obras maestras del «Chespir» ese escritor inglés que escribía mejor que
Hamlet, y que se murió el mismo día que Cervantes. Matando encontraré
inspiración para mi obra.
Zeta Bolso tenía la costumbre
de sonreír de una forma arrebatadora, y se reía a grandes carcajadas profunda que se le veía
hasta la campanilla. Nunca tomaba en serio mis consideraciones sobre el bello
arte de matar. Era cruel conmigo, se burlaba de mi poca inteligencia y de mis
chulerías y bramadas. «Sabes qué te dijo, eres un bocazas», me dijo como un
retó, como siempre hacía para humillarme, yo no le respondí por simple economía
de explicaciones. Ya no me tenía ningún respeto, no me creía capaz de asesinar
a alguien por placer, tenía motivos para considerarme un cobarde de taberna
porque todavía no había hecho nada heroico en la vida, no era más que un
escultor fracasado que jamás vendió una escultura.
Le pregunté
cuál era ese secreto que me tenía que contar con tan urgentemente a las cuatro
de la mañana, y en cuanto empezó a hablar, bla, bla..., yo llamé al camarero,
que se acercó pajarita muerta al cuello y una bandeja, parecida a la plata, en
la mano, a la que tan sólo le faltaba la cabeza del Bautista, era un clon de
Woody Allen, un ángel con gafas. «Llama al Pato Donald que quiero hablar con él».
Era el dueño de Don Régulo, un norteamericano afincado en Alicante.
. Zeta Bolso seguía con su bla, bla, bla, sin enterarme
yo muy bien de lo que me estaba contando. La interrumpí y le dije: «Quiero que
me la mames aquí ahora…». «Luego…», respondió
ella. Y es «luego» se alargó porque me
contó el secreto de que los diamantes que guardaba en una caja fuerte, lo quería
vender para pagar el casamiento de una hija en Nueva York. Mientras seguía
echando peste de su hija americana que se quería casar con un juez negro de
Oregón, yo ya me había bebido mi primer un vaso de whisky escocés con hielo.
Lo que me dijo
de la venta de los diamantes me había cabreado hasta tal punto que le aseguré
que esa noche iba a matar a alguien. Saqué el revólver y lo puse de un golpe
encima de la mesa, entonces, fue cuando ella dejó de rajar de su hija y me
preguntó: «¿pero qué haces..., gilipollas?»
-Como el Pato Donald no me lo voy a
cargar. Son doce mil euros.
-Tú estás loco.
Para mí, que soy un artista del whisky,
estar loco debería sonarme a genio. Pero no, puse cara del pensador de Roden,
ella casi me hubiera vendido en una subasta de expresiones raras, alargó sus
mano frías sobre las mías y fue cuando me di cuenta que, ¡la muy guarra!, era una
sentimental como yo. Tras el primer trago eructé a centeno y metí un salivazo
en la servilleta...
–Cálmate y cuéntame, ¿si te
falta dinero dímelo? –dijo Zeta Bolso.
-Si Dios se pusiera gafas vería que
el mundo es un asco de mierda, no hay justicia... –mientras yo soltaba una
retahíla moral y ética de barrio, ella llamó al camarero para pedir un vaso de
leche y la maldita cuenta que siempre pagaba ella.
-Repite que no te he oído bien, ¿qué
dice, que vas a matar al duelo de Régulo, pues te pudrirás en la cárcel?
No me tomaba en serio, y cada
vez me entraban más ganas de pegarle un tiro al Pato Donald.
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