La nivola de Unamuno
Categoría (El libro y la lectura, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-06-2019
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Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) fue un escritor cuya obra crucial es Niebla. La escribió en 1907 —aunque no fue publicada hasta 1914— y en ella explora técnicas narrativas propias que atenúan la importancia del argumento, reducen la caracterización de los personajes y desdeñan el detalle en la descripción de ambientes, en clara oposición a las pautas empleadas por la novela realista y naturalista que se hacía a finales del siglo XIX.
Augusto Pérez es un burgués acomodado, cuya vida tranquila y rutinaria le impulsa a reflexionar sobre la condición humana y el misterio de la muerte. A lo largo de la novela, Unamuno va destapando su pensamiento por boca de su protagonista, mediante largos monólogos, que solo su perro Orfeo comprende, o aceradas discusiones con su amigo Goti. Esos pensamientos lo entretienen hasta que su novia Eugenia huye con otro hombre, después de que él abandona a Rosario, su empleada de hogar, a quien había prometido amor eterno. En esta situación, decide visitar al escritor Miguel de Unamuno para pedirle consejo. Este le responde que no tiene por qué preocuparse, ya que es un ente de ficción creado por él y que él puede hacerlo desaparecer en el momento que lo desee.
Esta intrusión del autor en el curso de la historia que está contando es un recurso ya fue utilizado por Cervantes en su Don Quijote. El que un escritor se refiera a sí mismo en una obra, analice cómo se escribe, glose el proceso creativo… todo eso es propio de una técnica literaria denominada metaficción. El artificio lo utilizó más tarde el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) en El Aleph y, posteriormente, una legión de seguidores adoptaron la fórmula.
Unamuno siempre quiso diferenciarse de sus coetáneos, hacer otro tipo de literatura en la que poder exteriorizar su mundo interno. Su estilo no busca ser elegante sino provocador, llamar la atención del lector sobre lo que dice y cómo lo dice y para eso usa un lenguaje seco, rápido; y no necesita argumento ni plan de escritura, como él mismo explica en A lo que salga.
Mas, una vez que me he decidido a escribir de cosas de técnica literaria, ruego al lector no profesional que me lo tolere, y desde ahora le aseguro que, aunque sé por dónde he empezado este ensayo—o lo que fuere—, no sé por dónde lo he de acabar. Y de esto es precisamente de lo que quiero escribir aquí, de esto de ponerse uno a escribir una cosa sin saber adónde ha de ir a parar, descubriendo terreno según marcha, y cambiando de rumbo a medida que cambian las vistas que se abren a los ojos del espíritu. Esto es caminar sin plan previo, y dejando que el plan surja. Y es lo más orgánico, pues lo otro es mecánico; es lo más espontáneo.
Sus personajes son planos, los define con un par de trazos; no se detiene a examinarlos a fondo. Se sirve de ellos para, mediante el diálogo o el soliloquio, formular preguntas sobre las cuestiones que a él le obsesionan. Son siempre preguntas sin respuesta, una forma de motivar al lector y obligarle a un esfuerzo intelectual para que las encuentre. Unamuno conocía muy bien el valor pedagógico de la mayéutica. Tenía fama de ser algo vanidoso, mas en su obra escrita no se atisba traza alguna de dogmatismo.
Los temas que plantea están a menudo relacionados con el hombre, tal y como declara en el primer capítulo de su libro Del sentimiento trágico de la vida:
El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo, muere—, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, ese hombre concreto, de carne y hueso como yo, como tú, lector mío, aquel otro de más allá, cuantos pensamos sobre la tierra. El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón.
Angustiado con el enigma de la inmortalidad, Unamuno introduce una singularidad a su visión ontológica: el para qué antes del por qué:
Si miramos bien, veremos que debajo de preguntas como de dónde vengo y adónde voy, no hay tanto el deseo de conocer el por qué como el de conocer el para qué; no la causa, sino la finalidad. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Solo nos interesa el por qué en vista del para qué; solo queremos saber de dónde venimos para mejor averiguar adónde vamos.
Su conocimiento profundo de la lengua castellana le proporciona una extensa gama de recursos expresivos que utiliza con habilidad para exponer temas tan áridos como los que plantea; y su agudeza mental le permite construir metáforas de gran poder evocador, así como despertar la conciencia del lector mediante paradojas sutiles. Es notable el esfuerzo que realiza para ataviar su redacción, aunque a veces se excede en el uso de adjetivos ornamentales y palabras exóticas o culteranas.
Esta panoplia de elementos constitutivos califica la obra narrativa de Unamuno, claramente diferente de la que producían sus compañeros de la Generación del 98. Y para rematar la separación, el escritor vasco se permitió el lujo de inventar una nueva palabra, nivola, como título del nuevo género por él creado, tal y como lo explica en el prólogo de Niebla:
Esta ocurrencia de llamarle nivola —ocurrencia que en rigor no es mía, como lo cuento en el texto— fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquiera otra que así sea. Es decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse. ¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas? ¿O de los poemas épicos? Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es resoñarla.
Hacia la mitad de la novela, retoma la cuestión y despliega su ideario, cuando Víctor Goti le anuncia a su amigo Augusto que está escribiendo una novela para desquitarse de los quebraderos de cabeza que le da el embarazo de su mujer:
—Voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno, una novela sin argumento, el que vaya saliendo, el argumento se hace él solo. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo
—¿Y hay psicología?, ¿descripciones? —le pregunta Eugenio.
—Lo que hay es diálogo, sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada. Cuando uno se encuentra con largas descripciones, sermones o relatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! A la gente le gusta la conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay quien no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del hablar roto e interrumpido.
—Pues acabará no siendo novela.
—No, será… será… nivola.
—Y ¿qué es eso?, ¿qué es nivola?
—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: “Pero ¡eso no es soneto!” “No, señor —le contestó Machado—, no es soneto, es… sonite”. Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino… ¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género… Invento el género y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
—¿Y cuándo un personaje se queda solo?
—Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
—¿Y hay psicología?, ¿descripciones? —le pregunta Eugenio.
—Lo que hay es diálogo, sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada. Cuando uno se encuentra con largas descripciones, sermones o relatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! A la gente le gusta la conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay quien no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del hablar roto e interrumpido.
—Pues acabará no siendo novela.
—No, será… será… nivola.
—Y ¿qué es eso?, ¿qué es nivola?
—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: “Pero ¡eso no es soneto!” “No, señor —le contestó Machado—, no es soneto, es… sonite”. Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino… ¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género… Invento el género y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
—¿Y cuándo un personaje se queda solo?
—Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
Cuenta Baroja que Unamuno le dijo una vez que pensaba hacer novelas en esqueleto y acabar con las descripciones baldías, algo parecido a lo que pretendía Víctor Goti con la suya. Como no era fácil llevarle la contraria, porque se excitaba, Baroja pensó, sin decírselo, que la idea no tenía ningún valor. Esta forma literaria es propia para el cuento, pero no para la novela:
Unamuno pensó en una época si las descripciones sobrarían en la morfología de una novela. Muchos habrán pensado lo mismo que él; pero, al ir a comprobar esa teoría se ve que no es cierta. Primeramente, un sinnúmero de obras novelescas antiguas no tienen descripciones, es decir, no hay en ellas una alusión al mundo exterior; pero, a medida que la novela se perfecciona, las descripciones entran más allá en ella. Eso no quiere decir que el abuso de detalles del medio ambiente sea una superioridad, no; pero cuando se lee un libro como “La guerra y la paz” de Tolstoi, lleno de descripciones, y que es una de las obras más logradas del siglo XIX, se ve claramente que la anotación del ambiente es indispensable (Pío Baroja. Memorias).
En febrero de 1924, Unamuno fue desterrado a Fuerteventura (Canarias) por atacar al Rey Alfonso XIII que había sancionado el golpe militar de 1923 y propiciado la dictadura de Primo de Rivera. En julio es indultado, pero él rechaza la gracia y se exilia a Francia. En Paris, empieza a escribir Cómo se hace una novela, obra controvertida que Unamuno completa en Hendaya, villa fronteriza con España, en la que reside hasta 1930, hasta que cae el régimen y él regresa a Salamanca.
El análisis de Cómo se hace una novela no resulta fácil. Es una obra extraña en todos los aspectos. Su estructura narrativa es desordenada por no hablar de una falta de estructura; el argumento resulta irrelevante; el relato es improvisado, “a lo que salga”, y se interrumpe de manera continua con excursos que el autor inserta para expresar su punto de vista sobre los asuntos que le obsesionan: la eternidad y el tiempo, el perspectivismo como frontera entre realidad y ficción, los vínculos entre autor y personaje; todo eso aderezado con frecuentes embistes a la dictadura que lo condenó al destierro y numerosas alusiones a la degradación de España, con el auspicio de la clase pensante.
Algunos críticos ven en esta formulación una réplica a los criterios expuestos por Ortega y Gasset en su libro Ideas sobre la novela publicado en 1925. Unamuno estaba enfadado con los intelectuales españoles que, como Ortega, habían permanecido en España durante la dictadura de Primo de Rivera; se lo recrimina con excesiva dureza y les califica de “viles” y “prostitutos”.
Unamuno fue un escritor inagotable, polifacético; su personalidad, compleja; su erudición, difícil de superar; a menudo, contradictorio, rasgo que él valora como virtud. Valiente para enfrentarse a quien él cree que está errado, aunque fuere poderoso, como hizo el 12 de octubre de 1936, cuando se enfrentó al general Millán Astray, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca con aquella famosa frase “Venceréis, pero no convenceréis”, lo que le valió vivir los dos últimos meses de su vida bajo arresto domiciliario. En la tarde del 31 de diciembre de 1936, murió don Miguel de Unamuno con 72 años, una de las figuras más universales que ha dado el humanismo español, y además un hombre honesto.