Ahora que regresaba para reponerme de
una enfermedad incurable y me había prejubilado con alguna fortuna en metálico,
necesitaba refugio y comprensión, retornar al seno, que alguien me quisiera,
sentía hostilidad y desconsuelo, desazón y desaliento. Quizá los medicamentos
me estaban transformando y yo no me daba cuenta. Era un extraño en mi propio
pueblo, ¿pero tanto había cambiado?, lo
cual me viene a demostrar que los pueblos
no son las casas y las calles sino quienes lo habitan.
Había
regresado a mi pueblo porque el Dr. Calderón, cardiólogo cubano con consulta en
Nueva York me diagnosticó una pleuresía
fibrinosa, y no pronunció una sola palabra de aliento mientras miraba
las radiografías y los análisis de sangre, yo al verle silencioso por mucho tiempo, le exigí que me dijera la verdad de su diagnóstico, él
me preguntó a lo que me dedicaba y le contesté que yo era soplador de
instrumentos, o sea, músico del viento.
A él sólo se le ocurrió decirme que buscara otra profesión y un lugar
soleado, tranquilo y con buena atmósfera para alargar los años que me pudieran quedar, porque la
recuperación de ese tipo de enfermedad no se podía prever, me quedé pensando
que cómo me podía ocurrir eso a mí, y se me aceleró el ritmo cardiaco sin que
el Dr. Calderón se diera cuenta de mi cambio de ánimo, lloraba por dentro de
rabia y sin poder volver a soplar ni una
flauta, por supuesto por muy dulce que fuese.
Estaba desahuciado, y por una parte, reconocía que mi vida había sido la
ceniza intacta de un continuado cigarrillo en las nocturnas funciones tocando
el saxo con la banda de Tony Ventura en pubs de mala muerte o, últimamente en
las mejores salas de fiesta de Miami.
Mí vida se había ido con el aire que se quemó en los cigarrillos y en el
hilo de incesantes quejidos musicales.
Salí de mi pueblo por el capricho de ver el mundo, como sí el mundo
mereciera la pena ser visto, o mejor dicho, emigré porque no tenía para
engordar los huesos y ahora regresaba porque no tenía donde arrojarlos. Me encontraba en la puerta de la casa de mis
padres y recordaba a mi madre vestida de negro con el escobón de cal dándole a
las fachadas y a las cenefas. Una vida
tranquila, pero sin trabajo digno que pudiera a uno sacar de unos apuros. Mi
novia T. vivía junto al lado en la casa de la puerta verde con llamador de mano
pulida con sidol, no fue capaz de seguirme
y se quedó esperándome, paciente y
dicharachero enmarcada en las costumbres del pueblo y esclava de la opinión
ajena, dicen que si sacas a una frigilianera o aguanosa de su pueblo se mueren
de añoranza. Pero mi mujer, no sería T.
sino una americana de Colorado, mala actriz y peor cantante que me dejó en
cuanto me acudió la enfermedad no fuera a ser que se contagiara, ahora para
mí, ella esta muerta. Ahora estaba solo
tras la reja de la vida engañado
por el sueño americano de ser alguna vez
un famosos músico y volver a mi pueblo aclamado y con una calle a mi nombre,
pero no, ahora era un saxofonista de tercera división en un pueblo desconocido
que regresaba a Frigiliana, a la casa de mis padres, a la placita y a la vieja
fuente de roca antigua con chorro de agua en forma boca de héroe mitológico,
tiene debajo una pileta de piedra blanca, no de mármol, de una sola pieza como
si fuera una bañera, gastada en el brocal por el uso y apoyo de los cántaros
que con su arcilla iba limando al rozarse en la sed diario, desde allí bajaba
una escalara estrecha de piedras mal encajadas, una escalera hacia los
bancales, y hay día, ese bancal se había convertido en una carretera de
circunvalación. Pero lloraba por dentro porque la gente no me conocían ni yo a ellos,
me atreví a llamar a la puerta de mi novia Carmen, en cuyo escalón tantas veces
nos habíamos sentado, y me salió otra mujer con su marido. Las matriculas de
los coches eran amarillas de un país extranjero, qué angustia, seguro habían
sido capaz de vender todo el pueblo a un grupo extranjero, palabra antigua,
ahora todo somos de la misma comunidad europea. ¡Hola!, saludé a un viejo, me hablaba del pueblo y de que llevaba
allí toda la vida, le pregunté por mi familia de Los Simontes y no conocía a nadie.
¿Seguro que estaba en mi pueblo? Me contó ciertas anécdotas pasadas que
yo no conocía, sin embargo, era mí pueblo, lo sabía, no me podía confundir,
aunque en esta sierra de la Axarquía todos los pueblos, blancos, de calles
estrechas encaramados en las sierras, se parecen mucho. Pregunté en el Ayuntamiento, me dijeron que
sí, que era Frigiliana, en el padrón no había un solo Fernández y nuestras
fichas habían desaparecido, alguien
estaba interesado en borrarme o ¿era que no querían que me quedara por mi
enfermedad?, pero no, no me convencía, estaba en mi pueblo por mucho que me
quisieran equivocar, in duda era mi pueblo por mucho que yo tratara de
convencerme. Preguntaba a todos, me fui a la posada, para descansar unos días
y esperar acontecimientos, pero no habla forma de demostrar que ya era
conocido, uno más del pueblo. Así que desesperado y reventado me puse en el
camino de vuelta, y desengañado me marché, con pasos cortos y mirando al suelo,
salí muy triste y agobiado de mi querida
Frigiliana desconocida, compré tabaco y me fue el paquete, quería morirme allí
mismo... Por fin me despierto de esta
pesadilla, he soñado toda la noche, no soy saxosfonista ni jamás he viajado por
América, me duele un poco en el centro del pecho y todo como todas la mañana,
me da alegría, que hoy es el día de la Misa de San Juan.
Yo no soy músico ni me acuesto a las ocho. Todo ha sido un mal sueño, una pesadilla nocturna antes de salir de viajes.
Ramón Fernández Palmeral