SURA I por Ramón Fernández Palmeral
LAS GALERAS DEL REY DE ESPAÑA
Los años son escobas que nos van barriendo hacia la
fosa.
Proverbio cristiano.
EN EL PUERTO DE AL-MARIYA O ALMERÍA pasamos la
primavera o debería decir padecimos la primavera del año de Gracia de Nuestro
Señor de 1571 del calendario cristiano ó 977 año de la Hégira, mientras se
recuperaban nuestros astillados huesos de la inflexión de un largo camino de
desgracias y humillaciones por malos juegos de la suerte y del Alabado,
abandonados al caprichoso abuso de la autoridad de unos perros que comían
cmarrano seco y salado. Ya no estoy seguro de nada, el tormento me tiene
confundido, pero creo recordar que éramos unos cuatrocientos morisco hacinados
en un tinglado de cabotaje sucio y pestilente de un muelle olvidado en
poniente, prisioneros de guerra, vencidos sin honor por los ambiciosos
cristianos, parecíamos andrajos humanos, carne apaleada, los últimos
supervivientes del añorado y perdido Reino de Granada de mis antepasados
nazaríes: guerras civiles dicen unos, de invasión podemos afirmar nosotros, la
palabra reconquista es la burla que encubre una acción bélica por apoderarse de
las riquezas del Sur. De siempre sentenció el pueblo llano que del vencido todo
lo malo, defectos y terribles acciones que se cuente es bueno, de esa forma la
lastima sobre ellos desaparecerá por añadidura, sin embargo, nadie que pierda
una ciudad de al-Andalus es digno de lástima ni de una gloriosa página de la
Historia, ni siquiera ser llamado siervos de Alá. Por otra parte, he de
reconocer que nosotros no fuimos un pueblo solidario, ni leales con nosotros
mismos, ni buenos vasallos de Castilla, ni buenos musulmanes; no existieron en
la dinastía nazarí más que discordias viscerales y envidias, nuestro orgullo
fue nuestra más temible debilidad. Jamás existió una sucesión hereditaria de la
monarquía nazarí que no trajera sangre de cuchillos largos, detrás siempre
estuvieron presentes las intrigas del harén, la división de los territorios o
los partidarios enfrentamientos, la rivalidad de los abencerrajes, una suma de
errores nos llevó a la debilidad frente a los cristianos que en ese nuestro
defecto basaban su paciente espera y la codicia de la inevitable invasión de
Granada. Luego cómo pudieron creer mis antepasados en las promesas de Jezabel y
Fernando, en su abyecta mendacidad, y no descubrir el recóndito ardid.
La última resistencia contra los déspotas cristianos
acabó en una gran diáspora o dispersión, fuimos repartidos repartió por la
geografía de Castilla de la siguiente forma: Los moriscos de Bentomiz y
Axarquía malagueña concentrados en el último bastión de resistencia en el Peón
y Fuerte de Frixiliana, fueron tomados como esclavos y llevados al puerto de
Málaga para ser desterrados a Sevilla en una galera que no llegó a destino al
hundirse cerca del Cabo de Calaburras pasado Fuengirola, náufragos de su
destino no hubo supervivientes para contar su corta Odisea, dejaron en la
superficie del mar una escritura escurridiza y sinuosa cercana al olvido. Otros
cautivos tuvieron más suerte y fueron llevados a Antequera para ser vendidos
por Extremadura y Castilla. A las mujeres, viejos y niños del Albaycín se los
llevaron para Toledo y Castilla por caminos de Córdoba, la de los Omeya,
emboscados en las sombras y en el calor de sus cuerpos bajo el viento que sopla
desnudo en la noche, sin árboles fundidos con las sombras donde cobijarse, sin
bosques en apoteosis de colores ocres, rojizos, verdes oscuros como un
pensamiento cobarde.
Nosotros éramos gente joven, terca de la cornisa de la Alpujarra y del frondoso
valle del Andarax, y la bien cobijada Axarquía, resistencia de los que se llamó
última rebelión de los moriscos. A los prisiones del Anadrax con condujeron a
Alhama de Almería, rábida a tres leguas de dicha ciudad, nos reunieron a todos
los moriscos: hombre, mujeres, niños, ancianos y baldados, allí seleccionaron a
los hombres jóvenes y fuertes a los que nos condujeron a este puerto de
martirio y penitencia donde íbamos a pagar con bilis nuestra osadía de
libertad, al resto de nuestros hermanos, mujeres e hijos, no útiles, los
mandaron en caravana a tierras de Murcia. Habíamos sido conducidos al puerto de
Almería en una cadena de condenados, bajo la vigilancia de cuatro comisarios a
caballo con arcabuces de rueda y pólvora de rey, más una escolta o guarda de
una veintena de soldados a pie con palos, espadas, picas o alabardas; soldados
de fortuna que empleaban con nosotros la humillación de las cadenas y las
formidables patadas, más el bocado del hambre venciéndonos desde dentro como la
carcoma en el tronco de un viejo algarrobo.
Para estos rudos soldados éramos considerados infieles, que debíamos pagar por
nuestra herejía y nuestras osadas rebeldías, perros moriscos inadaptados de la
peor raza, nos llamaba la canalla, marcados por una maldición de una grandeza
desesperada, sin derecho a vivir ni siquiera a un lamento sordo o telúrico,
merecedores de un castigo más cercano a lo animal que a lo humano, y lo íbamos
a pagar, pero que muy bien pagado con muertes y sofisticados tormentos de lesa
humandiad como la de apalear a un hijo delante de su padre.
Con el doloroso acto de la escritura busco la verdad a grito pelado entre mis
recuerdos despellejados, busco y doy fe a modo de testamento, por muchos
adjetivos que diga, jamás lograrán transmitir todo el dramatismo humano que
padecimos, toda mi tristeza enjaulada, todo el rencor que siento en el abismo
líquido de mi interior, puesto que no se pueden acercar ni a una pequeña
porción de realidad, oh de la realidad que es diferente a la verdad, al
conocimiento del hombre, a la no sabiduría, subiendo a la claridad de la
superclaridad. Algunas veces desvarío, y es el dolor del aislamiento, el dolor
de la carne maltratada en la última sesión del mundo, del sueño abandonado, de
los últimos interrogatorios por los frailes en los sótanos de la Inquisión.
Estoy lleno de llagas, de dolores sin consuelo, de picores, de angustias por mi
falta de fe, de angustia por todas la lejanías del mundo... ¡Fuga, oh fuga!,
fuga por la luz de tragaluz de esta celda húmeda y pestilente cuyo colchón es
una manto de paja cubil de piojos y chinches.
Habíamos sido sentenciados por una Ley sin balanza y
con los ojos abiertos del búho de la séptima noche, condenados a la esclavitud
de las galeras por el simple motivo de defender nuestras tierras del perdido y
llorado Reino de Granada, tierra en cuyo seno se hunden nuestras raíces hasta
tocar a la de nuestros padres, abuelo o bisabuelos enterrados en ellas, tierra
de líquida luz, aire que bendice nuestros pulmones y alimenta nuestra sangre.
La pérgola del escribano firmó contra nosotros: condena de por vida a galeras,
pena de muerte sobre los remos, mortajas de madera sobre la mar que se come el
polvo de los huesos, jamás supimos los delitos que se nos imputaron a cada
unos, lo que sí supimos es que habíamos sido vendidos al Duque de Sessa para
bogar en sus gurapas -nombre con el que también se conocía a las galeras.
En aquel puerto almeriense contagiado de un azul risueño,
aire de gritos bastardos en el que fondeaban las gaviotas que con su graznido
casi humano indicaban a los buitres de la guerra el lugar de la carroña de
nuestros corrompidos cuerpos... Sí, allí, en el séptimo infierno hacían la
aguada y el aprovisionamiento cinco galeras de treinta y ocho remos y un mástil
sobre el castillo de popa, de la real armada de “elipef” II, el Rey “onesisa”
que nos enviaba a una muerte segura, bien venia la muerte. Eran cinco ataúdes
flotantes, mal equipados, oscuras y crujientes galeras, húmedas y hediondas,
dudosas en el difícil equilibrio de flotar. Cargaban la vitualla: galletas,
habas secas, bizcochos y anchoas -alimento de galeotes- en aquel puerto franco
y real, joya en otro tiempo de mis antepasados los emires nazaríes, llegaron
también varias cuerdas de forzados del rey de las cárceles de Málaga y Jaén,
condenados a cumplir penas en galeras, delincuentes con el mismo lustre en el
rostro que nosotros: escuálidos, harapientos, descalzos y enfermos por el
escorbuto y las fiebres palúdicas, que se unieron a nosotros. El trajín del
puerto aumentaba cada vez con más bullicio, se oía los cascabeles de las mulas,
chillar de carruajes, polvo y ruido, era evidente que se armaba una flota con
premura hacia un destino desconocido.
Los días de preembarque fueron terribles bajo un calor agobiante, ruidos de
cadenas, voces de desgraciados, lamentos de enfermos con fiebres tercianas y
abusos de soldados que nos robaban o nos golpeaban para ganarnos a la
obediencia. Los soldados se distraían jugando a los naipes, un cabo era el
baratero, es decir, el que alquilaba la baraja y por ese alquiler cobraba el
almojarifazgo sobre las apuestas, el sargento callaba y le dejaba hacer a su
antojo, porque seguro que cobraba su parte. Los condenados con algunos ahorros
también jugaban al naipe y surgían reyertas con alguna churri o navaja, que
inexplicablemente sacaban o hacían desaparecer con ayuda de algún soldado
corrupto.
Llevábamos allí una semana cuando llegaron más
forzados del Rey, cuerda de presos, la mayoría rateros y asesinos condenados a
galeras por sus muchos delitos, armaron bronca, no querían bogar mezclados con
nosotros los moriscos y de esa forma conseguir favores que junto a nosotros no
les darían y, por norma, congraciarse con los soldados que, a pesar de ser de
la misma raza les llamaban como a nosotros, pero le añadían lo de real, es
decir: real canalla. Fuimos sacados de los calurosos y pestilentes tinglado de
cabotaje y pasamos a una explanada sin cobertizo donde nos encadenaros las
manos con fuertes grillos, nos habilitaron tres galeras para nosotros solos, de
esa forma sufriríamos severo castigo bajo un mismo puño. Bajo un látigo o
corbacho que medía constantemente la longitud de nuestras espaldas. El ruido
constante de la cadenas no te dejaban descansar ni un momento. A los condenados
cristianos o real canalla les designaron las otras dos galeras; la separación
se debió a su bronca y a nuestra mutua animadversión, nosotros tampoco
deseábamos mezclarnos con ellos, eran infieles, ladrones y asesinos, gente
peligrosa, nos considerábamos siervos de Alá aunque cumplíamos también
forzosamente con la Iglesia Católica, ficticiamente, ¡qué remedio!, además mi padre
fue de los primeros conversos, cedió en el uso de la aljuba, cedió como el
junco al viento. Al reunir a todos los moriscos en los mismos remos, se nos
podía castigar sin compasión hasta el exterminio, si el caso lo requería, que
sin duda alguna, era lo que buscaban con más satisfacción: apalearnos. De
hecho, de los cuatrocientos que llegamos, sobrevivíamos trescientos cincuenta.
En cambio, a los cristianos se les trataba mejor, pues al fin y al cabo, eran
forzados del rey por tres o cinco años y habían de volver a servirle en
cualquier otra futura empresa. Entre los forzados a galeras, también había
galeotes a sueldo, los menos, pero los ponían dirigiendo remos, todos tenían en
las manos el inconfundible sello calloso de ser desgraciados pescadores de la
mar, canalla de la mar, que para poder mal vivir se veían obligados a bogar en
los remos guías.
No hay nada tan amargo como tener que amar la palabra
por quien fui vencido y humillado y convertido en tu amo. No hay mayor dolor
que ser pacto del olvido. La ingenuidad es un don natural que no desaparece ni
con los desengaños.
El sentimiento natural del hombre es unirse en la adversidad contra el enemigo
común; por ello, los moriscos fuimos una piña más cerrada que nunca en un pacto
de sangre, sin tener en cuenta nuestra estirpe o tribu, conseguimos ser un
hombre sólo, harto difícil, juramos guardar silencio de nuestras propias
faltas, hurtos o delitos; era la única forma de poder sobrevivir ante un
enemigo tan poderoso, mientras más grande es tu desgracia más te ensalzarán.
¿Cómo se conseguía esta unidad?. Sencillamente el que flaqueaba del pico
aparecía bailando una zambra al final de una cuerda sin castañuelas. A veces es
necesario el terror para conseguir la discreción total, la ley del silencio se
consigue por el camino del terror. Todos callaron sobre mi personalidad, no
olvidaron que yo era su emir, reconocido por el sultán otomano Selim II de
Constantinopla, acataron obediencia. Sin duda veían en mí su única esperanza de
salvación divina, ocultarme ante los cristianos era necesario, todos hubiesen
dado su vida por mí, gran satisfacción moral. Luis de Cáceres el Canillero, que
conocía mi linaje, se convirtió en mi más fiel ayudante.
Al puerto almeriense de azul risueño
y cormoranes agonizantes, fueron llegando compañías de soldados con sus
armaduras mohosas y alabardas relucientes, con ruido de botas acompasadas,
celadas de hierro y armas en cuyos filos se refugiaba el brillo oscuro de la
muerte, sin duda embarcaba un ejército para una batalla naval. En los rostros
de mis hombres nacía un orgullo disimulado, presentían que íbamos a una guerra
y eso nos ensalivaba el ánimo, parecíamos perros sabuesos de los que no sueltan
una presa, cantábamos canciones de soldadescas que parecen ebrias odas en la
batalla. La importancia de un país se mide por lo grande que es su enemigo,
dice un proverbio árabe.
Las mordeduras sobre la madera de un remo a modo de calendario, sumaban ya
veinte estrías, veinte soles pasaron desde que llegamos al puerto de Almería,
allí nos achicharrábamos a sol hervido en las explanadas del puerto sin tener
un cobijo donde refugiarnos, una sombra nuestro deseo, sedientos de un agua
racionada como premio a nuestro comportamiento animal. Las fuerzas de los
hombres se recuperaban al abrigo de alguna comida, agua caliente de higos en
caldero y la certeza, tal vez, imaginada que aún seguíamos vivos o todo era un
sueño fuera de uno mismo, soñaba con corderos asados aromáticos a la miel,
conejos cocidos, albóndigas de pollo en aceite de oliva, garbanzos, migas y
pimientos rojos... Cuando el hombre vive en el regocijo del ocio no piensa en
los malos momentos ni en la miseria de los demás, cuando el hombre navega sobre
el mar de la abundancia no piensa en el que es aniquilado por la necesidad.
Cuando el hombre tiene la barriga llena: piensa, y esto no debía ser bueno, por
eso los cristianos nos mataban de hambre, con la barriga llena empezaban las
protestas multitudinarias, las quejas y las peleas, y con ellas los azotes a
manos ligeras de los soldados.
Al fin, alabado el Altísimo, un día
en que el sol volcó todo su fuego, un fraile dominico cantó una misa desde el
castillo de popa de un galeón -La Capitana-, fue el día en que nos quitaron las
cadenas del viaje de las muñecas y las cambiaron por unos grillos en el pie
izquierdo colocadas a marro y remache caliente como un abrazo eterno, nos vimos
por fin los brazos libres como alas de pichones que practican la enseñanza del
vuelo. Este grillo serviría más tarde para atarnos a la argolla o aldabilla de
una gruesa cadena de doce eslabones -los tuve muy bien contados- que existía en
las gurapas o galeras; parecíamos longanizas atadas en aquellas alacenas de
dudosa flotabilidad, cualidades por comprobar cuando todos subiéramos a bordo.
Quedamos sentados de cinco en cinco en un banco detrás de un largo remo todo
para nosotros, derecho como una viga palaciega. Un barbero nos rasuró la cabeza
con una esquiladora más que tijeras profundizando al mismo pensamiento; con la
intención de marcarnos, pues si alguno escapaba se le localizaba con rapidez. A
nosotros nos venía bien este corte de lanas de estambre por no llamarlos
cabellos, los piojos no anidarían en nuestras cabezas, a pesar de que gozaban
de otros muchos lugares donde hospedarse. Dejáronnos una coleta amarrada con
una cinta para sujetarte la cabeza cuando hubieran de azotarte, pues a un calvo
de cráneo brillante carece de agarres, y por la coleta los sujetaban muy
cómodamente. Por el contrario, a los hombres de pelos rizados y cortos, de estirpe
berberisca no hubo forma de ganarles una coleta, y pensaron en adornar el
cuello con una correa perruna, que al fin y al cabo conseguían sujetarlos; ya
sí, nos podían llamar perros moriscos sin equivocarse en la imagen que dábamos.
La pestilente fuerza de los cuerpos sin lavar era tan olorosa que hasta un
lejano enemigo nos olfatearía a una legua.
Los duros bancos de madera de un palmo de ancho
rebotaban en nuestros adormecidos glúteos, y en cada uno cabríamos amortajados
cinco galeotes, estrecho como una caja de muerto para cinco. Los galeotes que
no cabían en los remos los dejaban en las bodegas, para ir sustituyendo a los
moribundo, muertos o enfermos. La galera que en suertes me tocó le llamaban
"La Duquesa", tal vez en honor de la ínclita esposa del Duque de
Sessa, que de seguro la había comprado para el rey en pago de los favores y
privilegios de su ducado. Poseía "La Duquesa", veinticinco remos, en
vez de diecinueve como las otras, a este conjunto de remos le llamaban
parlamento, arbolada con un mástil central y una cangreja con cofia para el
vigía, al viento lucían banderolas, flámulas y gallardetes que se inflaban de
colores frente a la Alcazaba de Almería que con su torreón del homenaje sobre
un cerro rocoso se asomaba a un balcón del apaciguado Mediterráneo. Un águila
con dos cabezas, lenguas bífidas y escudo en la quilla del pecho, eran los
símbolos de la marina real, insignias que no se cansan de volar al viento dulce
y blando de aquellas mañanitas de mayo donde los días se desgranan. Si mirabas
a las águilas clavaban sus pupilas negras de cien noches en tus pupilas, sólo
les faltaba bajar de las flámulas y degollarte besándote las venas son sus
afiladas y corvos picos de dagas árabes. En la proa se asentaban cuatro cañones
de crujía de balas de 36 libras -la libra valenciana 12 onzas-, en la roda un
aguijón por quilla para reventar los cascos de las naos enemigas, al agujerear
la cumplida panza.
Nuestro capitán o arráez : don Luis de Bazán, sobrino de don Álvaro de Bazán,
Almirante, Marqués de Santa Cruz, con silla en la Corte, Gobernador de Nápoles
en aquellos años. Lo supimos por un alférez canalla que no paraba de beber vino
de una bota de piel de cabra, y cantaba a viva voz todos sus enfados y enojos
contra su alférez. En la batayola o castillo de popa cabían con estrechez cerca
de doscientos infantes, y en la bodega se estibaban las tinas de agua, arencas,
pertrechos y vitualla. Tres cómitres y otros tantos sota cómitres se encargaban
de disciplinar a la chusma o galeotes, hablaban con sus pitos y si no con sus
corbachos o rebenques terminados con un par de abrojos, andaban o corrían como
mensajeros por la crujía o corredor central de la galera de popa a proa, y de
vez en cuando mosqueaban las laceradas espaldas de los más débiles o remolones
con varas de acebuche, pues los corbachos fueron empleados más para castigar la
indisciplina o para cuando se ordenaba navegación de combate. Sobrevivíamos
desnudos, un taparrabos anudado nos cubría las vergüenzas, presos del hierro y
del miedo, indefensos y al capricho del destino más feroz, bogábamos en
silencio, sin advertir que si aquellas galeras se hundían quedábamos para
siempre en el fondo del océano vigilando su esqueleto de maderas podridas; pues
no cabía la posibilidad de escapar ni de moverse. Yo remaba encajado en
boga-adelante que era el sitio del primer remero que se agarra al guión, para
dirigir el remo, como si pareciera, a la vista de los demás, que es un puesto
de confianza o de recomendado del que había que estar agradecido. Cada remo era
de madera de haya dotado de diez varas de envergadura sin dudar que pesaba cada
uno, al menos, seis arrobas, pero como eran imposibles de agarrar por su
grosor, disponían de manillas de hierro clavadas en el remo, de esta forma,
empuñando las manillas se podía mover. A la parte del remo que se encontraba
dentro de la galera le llamaban rodilla y a sus extremos guión, al centro
galaberna, y a la parte que se hunde en el agua, pala, era la pluma más grande
cogida en mi vida, el símil valía para decir que el tintero era la galera y la
tinta el agua del mar. Pasábamos el día al aire libre, hiciera frío o calor, y
de vez en cuando te tiraban por el cuerpo un refrescante balde de agua de mar
con el objeto de desinfectarnos más que aliviar la peste humana a sudor,
durante la navegación cabía la posibilidad de moverse de nuestros sitios,
dormíamos apilados unos sobre otros entre codazos y cabezazos.
Empezamos a practicar el remo en la rada de Almería,
el mar es un coloso dulce y fiero, depósito de suspiros eternos, necesitábamos
aprender a bogar uniformemente, con sabiduría, con ciencia, con amor propio,
con lágrimas unidas en llanto por el hueso apaleado. "Repartid el esfuerzo
y unidlo en un solo tirón ", decía Sanguijuela Martín, un cómitre del que
aprendimos la boga bajo el pito infernal y las varas de los sota cómitres. Al
primer toque de silbato, levantar el remo, después empujarlo hacia la proa y
una vez la pala en el agua tirar hacia la popa. Se bogaba de pie, se conocen
cuatro formas de bogar: boga normal, pasa-boga o de combate, boga larga o boga
adelante. La peor boda de todas se conoce por pasa-boga, en media hora estás
extenuado, lo usaban no sólo en el momento de acudir al embiste decisivo de
otra galera sino para infligir castigos colectivos, de esa forma nadie se
escapaba del esfuerzo. Los movimientos del remo consistían en asir la manilla
con los brazos extendidos sin doblar los codos, se ponía el pie izquierdo sobre
el pedañe, y el derecho se llevaba hasta el contrapedañe, y desde esta posición
se hacía fuerzas con todo el cuerpo tirando hacia atrás, hasta llegar con la
rabadilla a tocar el banco, pero sin llegar a sentarse, porque se ha de repetir
la operación lanzando de nuevo el remo, así tantas veces como se indique para
avanzar.
Pensé que nos costaría trabajo aprender a bogar, pues
no éramos los moriscos hombres que viven de la mar, por el contrario,
aprendimos rápido, con la voluntad certera del cómitre y sus ayudantes, pues
ante el cimbreo del acebuche no aparecen preguntones ni rezagados. El primer
vergajazo que recibí sobre las cenizas de mis espaldas, me recordó a mi padre
cuando siendo un niño me acertó un garrotazo por no aprender las aleyas del
Corán, me pegó con amor "Hijo, el castigo que recibes de tu padre no constituye
un agravio, sino que es más un propósito de enmienda, debes comprender que
entre familia un castigo es una lección. No cabe duda al afirmarse que el remo
y la letra con sangre entra. El primer día bogamos una hora, que fue mucho
tiempo para una chusma inexperta; fue una primera boga sangría en nuestras
manos, que se colmaron de ampollas como un rebaño de borregas, palmas en carne
viva, dolor, un esfuerzo hasta el límite del agotamiento. El primer día Diego
López alias el Primo, quinterol de mi remo se quejó al cómitre enseñándole las
ampollas reventadas, exhibiéndolas como manos de una Virgen Inmaculada, mas
cuando el cómitre se las vio se echó a reír toma vara, perro moriscos de las
Alpujarras, ya no te acuerdas de cuando cogías el alfanje contra nosotros. Y de
tal palmetazo que le arreó sobre las ampollas se las reventó todas como huevos
de palomas caídos del palomar. Berreó el Primo, (se le apodó el Primo, porque
ser primo segundo de Aben Humeya, fue carpintero en Bérchules, casado y padre
de familia con cuatro hijos) como un mulo cuando se le capa, y el cómitre llamó
la asistencia del barbero que le hizo una cataplasma de aceite con ajos para
adobárselas, receta que usaron los barberos y galenos para curar todas las
heridas de guerra. Después de aquella brutalidad no hubo quien se lamentara de
sus lacerías; cuando el río baja como una fiera, todos callan, aguantan asidos
a un tocón hasta que haya pasado el peligro. Es penoso saber que con palos se
aprenda tan pronto.
Al tercerol de mi remo, Miguel de
Bombarón mi buen amigo de confidencias, encanijado por la fatigas, le dieron
una tanda de veinte latigazos con el corbacho, porque profirió maldiciones en
árabe, enloqueció por un momento y se arrojó contra uno de los sota cómitres,
sin éxito porque se lo impidió la corta longitud de la cadena del grillo, se
quedó como un perro ladrando sujeto por la correa. Tenía 25 años, soltero,
lazarillo de su padre ciego, que solo Alá sabe que fue del viejo ciego. No tuve
más remedio que pensar, que aquella penitencia no era más que un castigo
extraordinario de Alá. En la madrasa aprendí que solo el Alabado es invencible,
que perdona pero que no olvida y sobre los pecadores tiene siempre su mano
alzada como una espada ejecutora. Éramos pecadores, desde luego, porque nos
hacían comer carne de cerdo salada, habíamos dejado profanar las mezquitas y
abandonado las abluciones y rezar cinco veces al día. Le habíamos dado la
espalda por el miedo al invasor, y Él nos había abandonado sin duda alguna.
Se dieron casos, en la historia de las galeras, que la chusma enloquecida,
cogieron a un cómitre de la punta del corbacho, lo llevaron contra ellos y lo
asesinaron a bocados.
Esta canción del galeote la compuso Diego López el Primo:
Cuerpo endurecido por la sal y la hiel del cómitre,
Con las espaldas en carne viva y el estómago vacío.
Voy bogando por la vida,
Si es vida vivir en esta prisión flotante.
El galeote es un montón de huesos
Que mueve un remo al son del corbacho,
Que canta para que no le duelan las manos y el alma,
Y darse cuenta que al cantar sigues vivo.
Cuando te cansas queda mucho para descansar
Así pasamos los días, olvidando que nacimos, si
Es verdad que nacimos a1guna vez.
No sentimos la piel ni los huesos, somos
Ya madera, una cuaderna más de la galera,
O un mástil o un remo.
«¡Bendito sea el Rey, nuestro señor, que Dios le
guarde por muchos años!». Hemos de vocear a grito pelado cada mañana en el
parlamento de remos, después de rezar una Salve Marinera, antes de la
penitencia de bogar hasta echar en el remo toda la sangre de tu cuerpo
corrompido por un odio que podría andar solo si se le dejara. Te duelen las
manos, la espalda, las piernas, las plantas de los pies, y si al menos
comiéramos algo sustantivo, decente, y nos dieran un poco de fruta, la resistencia
física mejoraría, aunque, quien o quines les hace entender a estos soldados que
no somos burros de las norias, azud de un río que tiene la anchura del mundo.
La primera mañana que nos negamos a pedir bendiciones en oración, beneplácitos
a nuestro amo y señor Rey, nos dieron como castigo inmerecido un pasa-boga de
combate de una hora, hasta que algunos hombres sangraban por las manos como
corderos degollados o tal vez ya no era ni sangre, si la sangre es negra, ni
sudor negro, sin resina de la costra que se cos caía de los latigazos,
debilitados en el esfuerzo hasta morir en vida la nave llegó a pararse sola por
falta de empuje humano, villana fuerza de unos moriscos abandonados por Alá, y
todos loa arcángeles y huríes del cielo. Nunca más nos dieron ese tremendo y
vil castigo de acémilas resabidas en la coz, por falta de dar los matinales
¡vivas y bendiciones!, rezos, súplicas de una vida parecida a la de los perros
cristianos con sarna de la que te despellejas a rascadas, no fue necesario, no,
la sumisión se consigue sin explicaciones que convenzan a nadie, el mejor
diálogo: el palo y la violencia. Tras un mes de penar en los remos aprendimos a
bogar, ejecutando el avance con el orden de una boga militar de quien ha
concluido un curso de formación y, para nosotros, era ya la luz del remo tan
familiar como la cuchara en manos de los cristianos. Nuestra voluntad
pertenecía totalmente y sin dudas al duque nuestro amo, sometida al látigo, se
transformó en trabajo en vez de odio y, como árboles sedientos de venganza,
nuestros cuerpos se llenaron de cicatrices mal curadas, pupas mal olientes y
mordiscos de ratones.
Las riñas entre nosotros mismo se suscitaban por las
envidias, si Harún el Manco -de un solo brazo-, aguador de la galera le daba a
uno doble cazo de agua, era suficiente para dar codazos o mordiscos. De
ordinario éramos unos salvajes abandonados de toda suerte divina, yo había
perdido la noción del tiempo, sabía los días porque los soldados se encargaban
de contarlos y de comentarlos entre ellos, los remos perdieron las señales que
grabamos. Una mañana nos prepararon para zarpar hacia un destino incierto,
nadie lo sabía, aunque el destino nos importaba ya poco, habíamos perdido el
deseo de vivir. La navegación de galeras se practicaba en verano y con buen
tiempo. Cargamos los pertrechos de las galeras: ancoras, gavias, tinas,
víveres, municiones y sacos de habas e higos secos. Se celebró una misa, levó
anclas la escuadra aprovechando un ligero leveche, y gracias a Alá salimos al
fin del puerto de nuestras miserias. En bahía de Almería y cerca ya del cabo de
Ágata, notamos un ligero poniente, izaron el velamen y dejamos de bogar. El
rumbo de las escuadra tomaba el levante, por donde el sol despierta, los
ataúdes se balanceaban provocando vómitos. Y al mirar hacia la costa de
montañas blanquecinas vimos la altiva alcazaba como la piedra preciosa de un
anillo sobre la rica ciudad de Almería y el torreón del homenaje imaginando que
sobre sus almenas nos despedían con la alegría de pañuelos bancos. Era el primer
lunes de junio. Azules y ligeras como la muerte, movidas por un viento
contrario, las olas del mar Mediterráneo corrían al encuentro de la escuadra
del Almirante, seguimos la costa dirección levante, cruzamos el temido Cabo de
las Serenas, con peligro escollos. Se sucedieron arriadas en casi todos los
puertos: Águilas, Cartagena, Alicante, Valencia, Sagunto, Burriana y otros en
el refugio de las chatas colinas de la costa, hasta que veinte días más tarde
arribamos a Barcelona. Atracadas en los muelles, se adormecía la increíble
flota de unas cincuenta embarcaciones entre náos, galeras y galeazas, fustas y
carabelas. Allí permanecimos una semana sin saber a quién esperábamos, hasta
que apareció al fin el Almirante de la Flota. Don Juan de Austria, el "Diablo
de Hierro", hermanastro del rey epeileF onisesEsta novela histórica, sigue busote generalizado
en todos sus reinos.
Nota.- Esta novela histórica, sigue buscando editor.